segunda-feira, 1 de abril de 2019

ANDRÉ COYNÉ | César Moro: surrealismo y poesía


El caso de Moro es singular. Único hispanoamericano en haber participado en las actividades del grupo surrealista en París, si no en su “período heroico”, en el de sus máximas creaciones y de sus reiteradas definiciones, antes y después de 1930. Singular, además, porque su acercarse al Surrealismo, hacia 1928, significó que de inmediato Moro asumiera su vocación poética, a la vez que decidía asumirla en francés, una decisión sobre la cual nunca volverá, por más que en una oportunidad optara por verter excepcionalmente en español el “fuego” de su “poesía”.
De hecho, cuando, a mediados de 1925, Moro se embarca para Europa, su ambición no es la poesía, sino la plástica, y en forma subsidiaria el ballet. Ha publicado tres poemas en el trujillano Norte, algo estridentes, mas harto impersonales:
“Aliso mi flava melena / Ante el espejo…”
“Sabático placer de amarte en vino…” etc.
En cambio, tiene realizada una obra importante como dibujante y pintor. Lo sabe, y por eso quiere salir de Lima, para que lo reconozcan ya que entre los suyos se lo sigue considerando como un chiquillo. A su hermano Carlos que desde el año anterior vive en Madrid, advierte, en 1922:
“Cuando tú te fuiste era yo un temperamento estético, sólo que ahora soy un artista hecho y derecho, pese a los estúpidos pesimismos de quienes me creen un chico”.
Lo que acontece es que su meta para él, no es Madrid sino París:
“¿No piensas ir a París? Esa es mi idea, irme a París”. “Sé que en París no todo es comprensión, en cambio sé que allí hay más gentes selectas reunidas que en todo el mundo” y, con una audacia que no admite la duda: “En París por lo menos tengo la seguridad de hacer una exposición que sea nueva en París”.
El día en que finalmente se va, el único tesoro que lleva consigo, amén del entusiasmo de su juventud, lo constituyen los “dibujos” y “pinturas” que seleccionó, que serán la base de las dos exposiciones en las que efectivamente entrará: en el “Cabinet Maldoror” de Bruselas, marzo de 1926, y en la “Société Paris – Amérique Latine”, de la capital francesa, marzo de 1927. Una y otra alabadas por Francis de Miomandre cuyo comentario subraya cómo el “joven artista” utiliza la temática de su tierra para lograr, mediante “una concepción nueva, sobria y estética, nacida de su culto por Picasso”, toda “una geometría florida”.
Una cosa cabe desde el principio destacar: el ímpetu que, en todos los aspectos, Moro siempre demostró. En los años anteriores a su viaje a París, dicho ímpetu se manifestó más que todo en la elección que hizo de su nombre. Lo más común es que uno acepte el nombre con que ha nacido. Habrá quien piense que lo que determinó a Moro para quitarse el Quispez Asín fue que ya estaba Carlos que podía hacer sonar el apellido. Pero no; se trataba de algo más profundo.
No bien empezó a sentirse dueño de una vocación, aunque mucho dudó de su sentido, empezó también a sentir la contrariedad que existía entre la misma y el nombre todo –nombre de pila y apellido– que familiarmente asumía. Lo demuestra el mismo alborozo con el cual en otra carta a Carlos –del 6 de setiembre de 1923– celebra el descubrimiento de su nombre de verdad, que iba a borrar por completo el nombre falso que hasta la fecha lo habían obligado a llevar. Después de confesar hasta qué punto “la cuestión esa del nombre” lo venía “torturando”, hasta convertírsele en obsesión, le dice al hermano:
“Cuando llegó tu carta, hace cuatro o cinco días ya tenía –después de mucho pensar y no encontrar– un nombre: CÉSAR MORO (…) No sé qué te parecerá (…). A mí me suena bien, es eufónico”.
No esconde, entonces, que “no es de su invención” y que “esto lo friega”. Lo encontró en un libro de Gómez de la Serna: nombre de un personaje que – “felizmente”– no es ni “importante, ni interesante”, pues “lo más que le sucede es tener un caballo de frisa que gana el derby en Londres” (sic). Sea como fuere, concluye:
“Por supuesto cuando me escribas pondrás en el sobre: Sr. Don César Moro”.
Lo que significa que, enseguida, impuso el tal nombre a sus familiares, con la intención de legalizarlo lo antes posible.
No cabe duda de que dicha elección patentiza, mucho más que sus primeros versos, el nacimiento en Moro del poeta. Un acto fundador que, cuando llegue el caso, le permitirá elegir ser poeta en francés, porque dispone del nombre –tan magnífico como “eufónico” – que ha de legitimar su derecho.
En París, las cosas, primero, no corrieron de acuerdo con lo que había imaginado. Al principio, parece haber creído que “viviría” del producto de sus “dibujos” y “pinturas”. Intentó enviar algo al salón de los Independientes. Esperó que Ventura García Calderón podría recomendarlo para que le “coloquen dibujos en alguna revista norteamericana”.
Pronto empezó a perder ilusiones, y seis meses después de haber llegado, admitía que había dejado de dibujar “por falta de útiles”.
Al poco tiempo –es decir entre las dos exposiciones de Bruselas y de París, a las cuales vimos que concurrió principalmente con obras que trajo del Perú– se encuentra en una “situación económica verdaderamente estúpida”: “Ha tenido encima tanta pena, tanto cuidado y tanto hambre”. Una pleuresía lo obliga a dejar la Academia de Ballet a la que empezará a concurrir. “Cuando vengas a París –le escribe a Carlos– te va a sorprender encontrar, en lugar del boxeador que tú dejaste, una especie de nombre flaquito, que me tiene desolado, porque amo la gordura”.
No me interesa aquí desentrañar cómo, a partir de semejante situación, Moro pudo mantenerse en París durante espacio de ocho años.
Sí vale la pena advertir la nota de humour con que siempre habló de sus penurias. No había nacido para la queja, y no le importaba alternar la estrechez y la gloria. A la mañana dejar clandestinamente el cuarto de hotel que no podía pagar, y a la noche frecuentar un cabaret entonces de moda. Pensaba que era más urgente gozar de ocio que ser alguien útil y no estaba dado a registrar los “momentos nulos” de la existencia.
Básteme, por tanto, sugerir que, si esa última condición lo predisponía al Surrealismo, las dificultades que durante tiempo pasó no han de ser extrañas al que, cuando por fin se adhirió al “movimiento”, haya optado por el quehacer poético, siendo así que para escribir poesía le bastarían pocos “útiles”, desde luego mucho menos que para seguir “dibujando” o “pintando”. Con eso no quiero decir que, al volverse decididamente poeta, abandonó la plástica, sino que concordó con limitarse en ese campo a una producción mínima: unas tantas acuarelas de una gracia singular, pero de formato reducido, acabando por acompañar su actividad de poeta con meros collages o simples dibujos a pluma en los márgenes de sus versos.
Ingresó al Surrealismo, convencido de que se trataba del “único movimiento” de la “época” que “intentara llevar la existencia humana hasta su grado máximo de incandescencia”. En el acto, perdió todo interés por el “éxito personal”. La cuestión ya no era “crear”, o sea producir obras capaces de rivalizar con las de “Madre Natura”, sino “experimentar”, por medio de un “lenguaje” dedicado a expresar “el funcionamiento real del pensamiento”: “fuera de cualquier control” de la razón, de cualquier “preocupación” estética o moral, ciertas posibilidades, mal o nada exploradas, “del espíritu”.
Por lo que sabemos, las relaciones entre Moro y el grupo surrealista fueron tan intensas como ocasionalmente evasivas. En las reuniones, sesiones de investigación acerca de determinado tema “eléctrico”, en que generalmente reinaba una “alta temperatura” emotiva, se daba por entero. Pero no en forma asidua, pues reservaba un dominio privado, en el que poco entraban los surrealistas: el de sus amores, y hasta de algunas amistades –también cierta independencia de criterio que le volvía intolerable el exceso de seriedad en que caían a veces los debates de sus mejores compañeros. Al ordenar sus papeles, encontré varias esquelas firmadas por Péret o Eluard: “No lo vemos…”, “¿Cuándo aparece?…”, “Sepa que ahora nos reunimos en tal café…”, que son testimonios del aprecio que dispensaban a Moro los más destacados integrantes del set(como diría Monnerot) y simultáneamente de las reservas que él oponía a la disciplina del mismo.
Lo importante es que, no bien “oyó la voz surrealista”, Moro quiso ser el instrumento que tan sólo sirviera a “orquestar la maravillosa partición” tal como la oyó desde un principio: en francés. Probablemente, aunque ya conocía medianamente el idioma, pasó entonces un tiempo antes de sentirse absolutamente dueño de su expresión. Fue en los primeros meses de 1932 cuando estimó que había vencido la prueba, pues en esa fecha lo vemos ofrecer muestras de sus poemas tanto a Bretón como a Eluard, sospechando que a ambos podrían gustar. “Tengo siempre en la mente el recuerdo del poema perfecto que Ud. me ha dado”, le escribe, por ejemplo, Breton; y Eluard, más explícito: “Quiero manifestarle con qué placer estoy leyendo y releyendo los admirables poemas del primer cuaderno que Ud. me ha confiado (…). Pocas cosas pueden unirme tanto a lo que todavía conservo de mi juventud”.
Desgraciadamente, tales muestras se han perdido, y el único poema de Moro que salió en la revista El Surrealismo al Servicio de la Revolución figura en el número 5, de mayo de 1935. Se llama Renommée de l’Amour (Renombre del Amor). Para su traductor –Alvaro Mutis– “es una muestra hermosísima de una poesía que por su rigor y sus vastos dominios de sombra luminosa y transparente delirio, no tiene igual ni antecedente en la poesía de nuestra América”.
Contemporáneos de la publicación de Renombre del Amor, existían, entre los borradores de Moro, unos versos sueltos que comprueban que si Moro escribía en francés, se había compenetrado no sólo del idioma del diccionario, sino del código referencial que un franco-hablante del momento podía poseer. La brevedad del tiempo me impide dar ejemplos. Prefiero insistir en la magnitud del flujo que por aquellas fechas Moro inició, y que corre sin interrupción desde los últimos meses de su estadía en París hasta los primeros de su estadía en México, cubriendo los años de su regreso a Lima entre 1934 y 1938.
En dos oportunidades, a mediados de 1934 y a principios de 1937, Moro reunió parte del conjunto con el propósito de constituir un libro que, antes de encontrar título, dedicó con su “admiración sin fin” a André Breton y Paul Eluard. Es la segunda de esas series, la más extensa, la que edité hace ahora tres años en Madrid, bajo la doble rúbrica Ces poèmes… / Estos poemas…, ya que la edición ofrecía, junto a los originales franceses, una versión española firmada por Armando Rojas.
Significativamente, para cerrar el libro, Moro rescató una Prosa antigua suya que por milagro conservaba, de 1930. Se titula Con motivo del año nuevo –un título doblemente irónico, pues va fechado en un día de marzo y su contenido nada tiene de festivo-. Dice así (en la traducción de Rojas): “Había que destruir el amor abominable que todavía nos arrastra, habría que destruir todo hasta las cenizas, hasta la sombra, para nunca volver a comenzar, para hacer desaparecer esta vergüenza que significa existir aunque sea un instante”; y más abajo: “Que los que aman la vida salgan de sus cuevas y tomen partido. Ah, os aseguro que no me engancharéis a vuestros placeres imbéciles, pues no me gusta comer, ni beber, ni hacer el amor. He aquí lo que me hace distinto de vosotros, no me gusta divertirme, no me gusta nada”.
Una declaración rigurosamente negativa. A primera vista, algo extraña para concluir el derroche imaginativo –por el contrario, deliberadamente positivo– del resto del libro. No tan extraño, si recordamos que en el origen del Surrealismo está la conciencia de que la “naturaleza actúa en nosotros como nuestra mayor enemiga”, bajo la triple máscara del “hastío, la duda y la necesidad”, esforzándose porque nos avengamos a “toda clase de desistimiento” (un acto general de “renuncia”), a cambio del cual “no hay favor” que no esté dispuesta a “regalarnos”; junto con esa otra conciencia de que para desbaratar los planes de la naturaleza basta con que le opongamos la fuerza de nuestra “imaginación”, atenta a no dejar perder lo “maravilloso” del día a día que hace que, en medio del frío, de la lluvia y otras incomodidades del “clima” no deja de reinar, para quien quiere, un “tiempo de paraíso”. Dos intuiciones, si bien contradictorias, coincidentes. Remito a la Confesión Desdeñosa, uno de los textos capitales de los comienzos de Bretón, en el que éste contraponía el sentido de la “irrisión” de la existencia, en medio de la “irrisión” del mundo, a la fuerza del “deseo”, promisora de una especie de “dicha” a nuestro alcance, a pesar de todo, en ese “mundo”, si nos abrimos a la “surrealidad” oculta tras la “realidad” común: un más acá de la poesía substituido al más allá de las “religiones”, en el que reina lo “insólito”: presentimientos, obsesiones o delirios.
Diré entonces que, mientras escribía la extraordinaria secuencia que constituye la totalidad de Estos Poemas… Moro experimentó como nadie que “lo maravilloso es siempre bello”, que “cualquier tipo de maravilloso es bello”, que no hay “nada bello fuera de lo maravilloso”; y si, al reunirlos, dispuso en su última página la negación que constituyen los párrafos de Con motivo del año nuevo, fue para manifestar qué abismo de desesperación ocultaba la exuberancia de su discurso. Leeré ahora –nuevamente en traducción de Armando Rojas– la segunda y última estrofa, de uno de “esos poemas”.
“Pienso en los sensibles ceniceros / de sesos humanos / En los largos pasillos donde la sangre estalla / Anegando con lágrimas los ojos de las peores hienas / De pestañas salvajes que secuestran / La amargura / En los grilletes del hastío / En las masas muelles del deseo / Cayendo por montones / sobre mi cabeza abandonada / A las peores borrascas”.
En París, Moro había participado, no siempre afanoso, en las actividades de un grupo que no dependía de él para determinarse. En Lima, en cambio, se sentirá personalmente responsable. En un primer artículo –Los anteojos de azufre– celebra la Petite Anthologie Poétique du Surréalisme de Georges Hugnet, que acaba de llegarle en “el medio triste y provincial”, “sórdido como un tonel vacío”, de una ciudad “donde el medioevo se prepara a festejar dignamente” a su “fundador”: “Bella bomba mortífera” –la referida Antología –que ayudará a unos pocos “a desesperar más y más” para que se lancen a “destruir hasta en sus raíces” “el reflejo tristemente idiota” de un “orden pernicioso y vicioso”. Nunca Moro llevaría tan lejos la expresión de su rebeldía, donde coincidían la desesperación existencial a la que aludí y la esperanza que los “rumbos impresos al Surrealismo por Breton” de todos modos le merecían. Cito:
“Nada –ni la bruma fina y desoladora que revela el contorno de nuestras vidas (…) ni la desesperación, ni el tedio de no emplear nuestra desesperación– ni la gran nostalgia del suicidio, ni la convicción profunda que nada vale lo que vale el suicidio (…) como fin a proponerse –ni la abrumadora certeza de hablar en el pantano en medio de bestias sordas y malignas como miríadas de insectos– puede impedir que señale de todas mis fuerzas y que salude al movimiento surrealista como un navío de nieve cargado de explosiones y que nada podrá detener en su devenir de transformar el mundo por el nombre y para el hombre –verdadera aurora boreal a cuyo solo resplandor empiezan a caer los muros de la bestialidad humana que nos separan del mundo implacable del sueño”.
Así dispuesto, Moro convenció a la artista chilena María Valencia, de paso por Lima, a que colaborara con él en una Exposición no muy extensa, pero que iba a constituir la Primera Exposición propiamente surrealista del subcontinente. Un catálogo que, en sí, representaba una primicia técnica, y cuyo pronunciamiento –encabezado por una sentencia provocadora de Picabia: “El arte es un producto farmacéutico para imbéciles”– desafiaba tanto a los artistas como al público.
Dicho catálogo provocó una polémica con Vicente Huidobro, para la que Moro halló un cómplice en E.A. Westphalen, llegando ambos a “embotellar” al Chilleno bajo una capa de “obispo” (Vicente Huidobro o el Obispo Embotellado).
En marzo de 1938, Moro viajó a México donde iba a permanecer por espacio de diez años. A pesar de la distancia que los separa, funda con Westphalen El Uso de la Palabra, en cuyo número uno y último escribe “a propósito de la pintura en el Perú” un artículo que las emprende con la entonces flamante “Escuela Indigenista” y la “miserable realidad” de sus “indios vestidos de harapos multicolores”, para acabar en este párrafo:
“No propongo ninguna escuela en reemplazo de otra. Sólo quiero suscribir al postulado de toda licencia en arte (…). El arte empieza donde termina la tranquilidad. Por el arte quita – sueño contra el arte adormidera”.
El estallido de la Segunda Guerra Mundial provoca en Moro un nuevo frenesí de asco esperanzado: asco por esa “hora de acercamiento inaudito, de defensa de la patria, del trabajo mito, de la religión”. Espera que, pese “al fracaso inmenso y colectivo, innegable, tangible,” que a todos “abofetea”, “algunos hombres se levanten y permanezcan” a lo largo “del interminable día de evidencias, claudicaciones y subterfugios”, al acecho “del gran cataclismo que llevará la sangre más alto que el cielo informe; la sed de venganza y de purificación, a más profundidad que el infierno, y la risa del hombre a todos los vientos, a todos los planetas”. “Nosotros intelectuales estamos de corazón con los pueblos de Inglaterra, Francia, Alemania, Polonia, etc. (…). Por la guerra civil contra la guerra de fronteras, por la fraternización de los ejércitos en lucha en contra de las propias burocracias y de los líderes traidores a la causa de la liberación humana”.
El prefacio al Catálogo de la Exposición Internacional del Surrealismo de 1940, ordenada desde París por Bretón y organizada en México por Wolfgang Paalen y el propio Moro, ofrecerá a éste su última oportunidad de celebrar lo que, en plena guerra, los Surrealistas seguían auspiciando: “Por primera vez en México, desde siglos asistimos a la combustión del cielo; mil signos se confunden y se distinguen en la conjunción de constelaciones que reanudan la brillante noche precolombina. La noche purísima del Nuevo Continente en que grandiosas fuerzas de sueño entrechocaban las formidables mandíbulas de la civilización en México y de la civilización en el Perú. Países que guardan, a pesar de la invasión de los bárbaros Españoles y de las secuelas que aún persisten, millares de puntos luminosos que deben sumarse bien pronto a la línea de fuego del Surrealismo internacional”. Para la fecha, Moro ya tiene escrito La Tortuga Ecuestre, su único poemario español, cuya unidad reside en la pasión –sin duda la más intensa de
su vida– que lo originó. Lo cual no impide que las composiciones amorosas vayan incluidas entre otras que se emparentan más con aquellos versos de estos poemas que registraban con cierto júbilo el inacabable derrumbe de lo fenomenal en el suntuoso vértigo de las metamorfosis.
Así el poema inicial-Visión de pianos apolillados cayendo en ruinas-que comienza: “El incesto representado por un señor de levita / Recibe las felicitaciones del viento caliente del incesto / Una rosa fatigada soporta un cadáver de pájaro…”
O el poema final –Varios leones al crepúsculo lamen la corteza rugosa de la Tortuga Ecuestre– que acaba: “Un caballo acostado sobre un altar de ónix con incrustaciones de piel humana / Una cabellera desnuda flameante en la noche al mediodía en el sitio en que invariablemente escupo cuando se aproxima el Ángelus”.
Moro no colaborará en VVV, la revista que Breton lanza en 1942 en Nueva York. En cambio, ese mismo año de 1942, en el primer número de Dyn, firma con Paalen el manifiesto “por una moral objetiva” que declara, en inglés y en francés (traduzco):
“No tenemos solución patentada que ofrecer, tampoco verdad de bolsillo que vender. Nuestra única ambición es hablar para aquellos que sienten repugnancia por dedicarse ciegamente a una acción de sentido único, aquellos que alguna vez respiraron el perfume de la libertad y no pueden olvidarlo”.
Paralelamente, Moro ha iniciado la segunda fase de su poesía francesa con Le Chateau de Grisou (El Castillo de Grisú) y Viene des Soleils (Piedra de los Soles) que, contrastando con la amplitud algo ceremonial de los mejores versos de La Tortuga Ecuestre y de su epílogo Lettre d’Amour (Carta de Amor), ofrecen composiciones más bien breves, llenas de relám­pagos, de truenos y de lluvias, pero ya sintácticamente sosegadas. Aquí un trecho de Pierre des Soleils, en traducción de Ricardo Silva Santisteban:
“Siempre el agua en su rumor ideal / Eco magullado del muro transparente / Deja ir hacia tu rostro sus ramajes / Leer la música / Enlazar recogiendo su aliento / La historia antigua / Los ladrillos esmaltados / Y esa pendiente que las estrellas confiesan / De alta viga / Para tu sombra cantarína”.
No en vano uno de los títulos recoge el nombre de Baudelaire, que usa como pre-texto: “Beau de l’air de la nuit” (Bello del aire de la noche), etc. El surrealismo de Moro renuncia a lo que tenía de rabioso para penetrarse de clasicismo.
Lo cual coincide con un cambio en la actitud vital del poeta, fácil de comprobar, aunque resulte difícil seguir sus peripecias.
Los dos textos en que Moro ratifica su ruptura con el surrealismo ortodoxo son de 1944 y 1945, cuando la publicación del número 4 de VVV y del nuevo libro de Breton Arcane 17 (Arcano 17). Durante años, Moro había confundido surrealismo y poesía. En adelante, antepondrá la poesía al surrealismo, o mejor dicho desistirá de aplicarle cualquier canon, reconociéndola al margen de toda calificación.
Es cuando defiende a Baudelaire contra la tentativa de demolición de Aldous
“La poesía no perdona (…). A su alrededor, pese a sus enemigos, que son legión, existe una zona de aire irrespirable que mata moralmente a los audaces buscadores de tesoros que en ella se aventuran”.
Es también cuando proyecta publicar una Antología de Eguren:
“Eguren fue el Poeta, en su acepción de ser perdido en las nubes, de no tener nada que decir, ni hacer, ni ver fuera de la Poesía (…). Nunca ambicionó nada de aquello que hubiera obtenido, quizás, a no ser el poeta que fue”.
En Lisboa, en 1983, Westphalen tuvo la feliz idea de publicar unas cartas de Moro escritas de México entre 1943 y 1948. La del 28 de diciembre de 1944 explícita:
“Para mí la cosa es simple: la política no me interesa en absoluto. Encuentro que se ha perdido mucho tiempo haciendo predicciones y haciendo el apóstol y posando de salvador de esa gran abstracción: la masa”; “todo eso no quiere decir que esté en lo menor de acuerdo con este mundo podrido de prejuicios, de crueldad y de avidez”; pero “yo creo en el individuo y no puedo creer sino en el individuo repetido formando una masa por venir; si me engaño, tanto mejor”. “Veo y he visto a tales pendejos y a tales canallas ataviarse y enmascararse con la dialéctica que no me siento para nada dispuesto a ser de su laya. La Torre de Marfil es de la más grande actualidad. Tanto peor si no es sino de simple tierra”.
Moro ya no acepta directivas de nadie. También ha dejado de soñar con cualquier clase de futuro colectivo. Así va a volver definitivamente a Lima en abril de 1948, donde lo conoceré cuando yo llegue al Perú, en noviembre de ese mismo año. Sabía que “en la realidad” –lo dice en otra de las cartas– Lima era “horrible, abrumadora”, todo “lo cursi, lo mediocre, lo falso que se quiera”, pero simultáneamente estaba poblada de “seres humanos”, entre los que, seguro, había uno, al menos, que “valía el exilio”:
“El problema tremendo de la mayoría de la gente es su ceguera para el mundo exterior (…). El sol, el aire, el mar ¿no siguen siendo la maravilla de las maravillas? ¿No hay perros, pájaros, plantas? Ahora, después de tantos años de haber pensado en el suicidio, sé que amo la vida por la vida misma, por el olor de la vida. No olvido todo lo que nos acecha y nos persigue y nos hace odiosa la vida. Pero eso no es la vida”.
El nunca renegó del surrealismo, sino que, al separar lo que en ese movimiento era lo esencial –la persecución de la maravilla, un humour de carácter iniciático– de lo meramente adventicio –los dogmas, pudo prendarse de obras que hasta entonces le vedaba el “evangelio”: los cuadros de Bonnard, la novela de Proust, etc. En Las Moradas, dedica un homenaje a Reverdy, a quien califica de “más grande poeta viviente”. Asimismo, dirige una carta al Villaurrutia de Nostalgia de la Muerte, donde enfatiza su concepto de la poesía como de la vida:
“No sé si la Poesía deba situarse en el presente, en el futuro o en el pasado. Sola, se sitúa en el tiempo barriendo con las pueriles antinomias que quieren separarla de la vida, como si precisamente en Ella no estuvieran contenidas y resueltas de antemano todas las reivindicaciones humanas, desde las más elementales, hasta las más elevadas y complejas. Fuera de Ella –hilo de Ariadna– la desesperación, el fragor estéril de las simulaciones, la ceguera que inmoviliza dentro del Laberinto”.
“Que la vida –la admirable, la pavorosa vida– continúe desenvolviendo sus hilos (…). ¿Cómo no seguir en los sitios de peligro donde no caben ni salvación ni regreso? / Tanto peor si la realidad vence una vez y otra y convence a los eternos convencidos trayendo entre los brazos verdaderos despojos: el hierro y el cemento o la hoz y el martillo como argumentos definitivos para justificar la prodigiosa bestialización de la vida humana. / Ese mundo no es el nuestro”.
Notable es que, en sus años postreros, Moro elaborara la última fase de su poesía francesa de un modo totalmente original, que por eso mismo resulta difícilmente transmisible, pues acude más y más a los juegos lingüísticos, que siempre perturbarán al más aguerrido traductor. Llega a titular cierta serie Les jours de la semaine (Los días de la semana), correspondiendo cada uno de sus fragmentos a uno de los nombres de los días que empieza dislocando para luego entregarse al vals de las metáforas. El lenguaje se volvió cifra, y la poesía un enigma que, amén de lo arduo, cultiva lo arbitrario, sin dejar de testimoniar por una vida toda sombras y fulgores, hasta que de pronto recibe el embate de la muerte. Amour á Mort (Amor hasta la Muerte) reza el título de la colección representativa de la época –colección que, al día siguiente de la muerte efectiva de Moro, algunos amigos me ayudaron a editar, y que, ahora, acaba de reeditar en París la editorial La Différence–. A ella pertenece First arrangement of fealty (Moro no sabía inglés, pero le encantaba hacerse de fórmulas inglesas), que doy en una versión de Américo Ferrari: “Demiurgo saltimbanqui / Enloquecido en el reír mentido / Asa de marfil de mi delirio / Así estaba previsto hueso / Loco por la flacura divina / Hueso fulgurante ascendido a carne / De Dios derrumbándose a tierra / Denso de ser preciso / Fallando las peores piedras / Los posibles acuerdos / Al nepente devuélveme / Veleidad valle de Velleda / Húmeda marmórea morada / Evaporada en táctil claridad”.
A través del español uno puede conocer que, así como al escribir Le Château de Grisou y Pierre des Soleils, Moro había vuelto de Lautréamont a Baudelaire, cuando escribió Amour à Mort, volvió a Mallarmé. En ambos casos, desde luego, como poeta posterior a las vanguardias, cuyas vueltas –sea al clasicismo, sea al barroquismo– eran siempre innovadoras.
Me falta añadir que, no obstante su hermetismo, la poesía de Amour à Mort, con mucha más frecuencia de lo que algunos creerán, arranca de intuiciones concretas. Por haber acompañado a Moro en aquellos años, me es factible recordar quién en su momento ha inspirado el “demiurgo saltimbanqui” del poema que acabo de leer, o tanto “dioscuro”, tanto “pájaro luchador”, tanto “narciso ardiente” de las composiciones próximas.


*****

EDIÇÃO COMEMORATIVA | CENTENÁRIO DO SURREALISMO 1919-2019
Artista convidada: Leila Ferraz (Brasil, 1944)


Agulha Revista de Cultura
20 ANOS O MUNDO CONOSCO
Número 131 | Abril de 2019
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
logo & design | FLORIANO MARTINS
revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
ARC Edições © 2019




Nenhum comentário:

Postar um comentário