segunda-feira, 15 de fevereiro de 2021

JUANA M. RAMOS | De José Luis Rodríguez El Puma a Rodrigo Díaz de Vivar: la figura fallida del héroe en Sin ambages y otros relatos



En la introducción a Acto de presencia: la escritura autobiográfica en Hispanoamérica, Silvia Molloy anota, “el lenguaje es la única forma de que dispongo para ‘ver’ mi existencia”. Así, el lenguaje, poético en mi caso, es la manera más eficaz de develar un “yo” que en el día a día se va quedando sepultado y que puede ser exhumado únicamente por la pala(bra). En pos de lo dicho anteriormente, me permitiré en este ejercicio de autoflagelación (porque eso implica examinar mi propia obra) mostrar parte de esa genealogía literaria que ha tenido incidencia en mi vida y por consiguiente en mi escritura. Debo añadir que, además de la lectura, la televisión con sus telenovelas jugó en mi niñez un papel importante que de alguna manera marcaría una tendencia con respecto a los personajes literarios por los que más tarde mostraría predilección y que, ya como “poeta”, desembocarían, transformados, en mi poesía. Por lo tanto, pretendo (espero lograrlo) analizar algunos poemas que forman parte del poemario inédito “Sin ambages” y otros relatos a la luz de la figura del “héroe” como construcción fallida, concepto que tomo prestado de Margarita Drago. En esos textos la voz poética apostrofa al objeto lírico (que tomará la forma de un padre irredento o de una hija condenada a perpetuar en ella al padre), otras veces se muestra confesa ante este. Pero, ¿por qué la pretensión de darle forma a un héroe que desde el primer verso se verá condenado al fracaso? Para responder a esta pregunta es imprescindible volver a la infancia. Tres cosas recuerdo con claridad: el disco de ABBA, Gracias por la música, que recibí para mi cumpleaños, la cadenita de oro que un ladrón me arrancó cuando, de la mano de mi madre, me disponía a abordar el autobús y el divorcio de mis padres. Este último suceso me vuelve introvertida pero también me lleva a la escritura.

Podría muy bien decir que provengo de un hogar disfuncional, en el que mi madre no tuvo opción sino hacer un doble papel en mi vida: el de padre y madre. La sociedad salvadoreña, patriarcal, clasista y conservadora significó para ella un peso enorme y la obligó a tomar decisiones que cambiarían el rumbo de su vida por completo. El mismo año en que se suscita la guerra entre Honduras y El Salvador, popularmente conocida como “la guerra del fútbol”, y frente a un “te vas a arrepentir”, proferido por mi abuela, mi mamá camina hacia el altar y le da el sí a mi papá, hombre viudo 10 años mayor que ella, con dos hijos huérfanos de madre y un par de hijas más producto de dos tropiezos con una secretaria. Su vida de casada comienza mal: no hay luna de miel ni casa donde establecer un hogar, por lo que se mudan a casa de mi abuela paterna. Un año más tarde, en 1970, da a luz a una niña, sobre la que se volcaría entera hasta el punto de anular a mi padre por completo, niña que acabaría siendo, como tantas veces lo ha expresado, su salvación. Papá tuvo dos grandes virtudes: fue un hombre entregado a su trabajo y, como buen cristiano/católico, fue “luz de la calle”, lamentablemente también fue “oscuridad de su casa”. Una década después, mamá decide divorciarse. Mi padre se ve aislado y humillado ante esa decisión y le advierte, “vas a volver a pedirme perdón, porque a una mujer con dos hijos, nadie la puede querer”. Ese es el principio de una serie de agravios y obstáculos que le va a poner en su camino. Como me sucedió con la guerra civil, de esta guerra familiar tampoco me enteré cuándo ni cómo sucedió, pues nunca los vi discutir, y los escuché pelear una sola vez. La tormenta la viviría una vez divorciados.


Mi infancia y adolescencia transcurrieron en un colegio católico, con niñas que en su gran mayoría provenía de hogares “enteros”. Sucede que resiento la ausencia de mi padre. Escribo lo que no me atrevo a decirles a ambos y encuentro un lugar en el que tengo el total control de mi vida y en el que doy forma a un mundo poblado de personajes -héroes que me hacen sentir a salvo y a gusto. En mi cabeza hay siempre un episodio, un diálogo, una escena, que me alejan de la realidad y me procuran una suerte de cobijo al que me aferro. En ese mundo predomina la figura masculina y es con ella con la que me identifico. Así, Rodolfo Alcántara y Luis Alberto Seijas, personajes interpretados por José Luis Rodríguez “El Puma” en Cristina Bazán (1978) y Estefanía (1979), respectivamente, telenovelas que veía a escondidas, pues no tenía edad para “esas cosas”, como me repetía mi abuela, se convierten en el modelo a imitar. Una de las acepciones de héroe, según el diccionario de la Real Academia Española, es “persona a la que alguien convierte en objeto de su especial admiración”; y es precisamente admiración lo que despiertan en mí, a mis cortos 10 años, esos personajes. Rodolfo es guapo, rico, galante y, a pesar de su clase social, se enamora de la muchacha pobre y buena. Luis Alberto, por su parte, es transgresor, pues lucha contra la dictadura y le salva la vida a la protagonista. Los dos irrumpen en mi mundo de fantasía, no veo la hora de salir del colegio y llegar a casa para reencontrarlos, adaptados a mis propias circunstancias. Ambos eran mi refugio. Llega un momento en el que Rodolfo y Luis Alberto se traslapan y doy a luz a un nuevo personaje, que comenzará no solo a vivir en mí, sino que a cobrar vida en mí. Al reflexionar sobre esos años, me doy cuenta de que es en ese instante en el que entiendo el mundo (o al menos mi mundo) como un gran teatro, en palabras de Calderón de la Barca, y de ahí lo que en algún poema llamaré “mi predisposición a la tormenta”, que no es más que esa mascarada interminable que en cierta forma amortigua las caídas. En adelante, comienzo a escribir guiones cortos y a dirigir escenas que protagonizaría mi primo y dirigiría yo, y que repetiríamos hasta la saciedad sin llegar a la perfección que yo buscaba. En esos textos comienza a gestarse un prototipo de héroe adscrito a los cánones telenovelescos: personajes chatos, fieles moldes que reproducen una sociedad falogocéntrica y conservadora; patrones que no cuestiono, pues ese el modelo con el que convivo: en casa de mis abuelos, donde creceríamos mi hermano y yo debido a la separación de mis padres, por ejemplo, nadie cuestionaba por qué estaba vedado sentarse a la cabecera de la mesa, sitio reservado exclusivamente para mi abuelo; o por qué el pedazo de carne más grande le correspondía a él. Ahora bien, estos personajes serán finalmente remedos del héroe que pulula en mi cabeza. En ellos la palabra es sedentaria, no connota, es incapaz de ensancharse, de ahí el carácter escueto y repetitivo de esos escritos. Cada guion es una necesidad de traspasar el texto, en ocasiones, de desficcionalizar a Rodolfo y a Luis Alberto; es, en realidad, la primera vez que me enfrento y que expreso (mediante la escritura) la carencia de un padre. Es la búsqueda de ese personaje masculino capaz de llenar su vacío: primer intento fallido. Si bien mi abuelo fue un hombre ejemplar, yo tenía claro su lugar en mi vida. De dichos guiones solo conservo el recuerdo. Conforme pasa el tiempo, el colegio me abre otra puerta, otra manera de interpretar mi realidad: me descubre la mitología griega.

Ni la ingenua Europa raptada por el Toro, ni la abnegada y fiel Penélope que teje y desteje, ni la huidiza Dafne que acabará siendo árbol, ni el hilo de Ariadna lazarillo de Teseo, me cautivaron tanto como el poder de transfiguración de Zeus o como Paris, juez, cuyo veredicto en favor de Afrodita dará pie en su momento a la guerra de Troya, o Cadmo fundador de Tebas, o Aquiles en duelo por su Patroclo, u Odiseo amado por Calipso, tentado por el canto de las sirenas, victorioso ante el Cíclope. Un solo personaje femenino se queda en mí: Hipólita. La mitología comienza a inundar todo mi imaginario, hasta el punto de convertirme en Cisne cada vez que mi maestra de psicología, cuyo nombre era Leda, entraba en el salón. Ya en mi poesía la mitología hallará un lugar especial, como ocurre en “Totum revolutum o el revoltijo”, texto en prosa poética en el que el quebranto, el sarcasmo y la presunción se conjugan casi a la perfección (y aquí acabo de sonar pedante) y que es, además, una especie de ejercicio catártico que puedo decir (literalmente) “me salvó la vida”. En él Atalanta, el Leteo, el Aqueronte o laguna Estigia, Caronte y su barca se derraman en el texto como un elixir para calmar mi pena: “…que si es tu recuerdo… irremediable…, tanto así que para acabarlo me di un chapuzón en el Leteo buscándole alivio, pero aún se me resiste y yo, buscando más remedio, corrí tras de la barca de Caronte ofreciéndome, sin esperar su orden, a remar todo el trayecto con tal de que me cruzara el Aqueronte río, pero se negó rotundamente... Que si a veces cuando miro con cuidado, veo tu recuerdo adormecido y yo, casi una Atalanta, emprendo mi carrera y así corro y corro para perderle de vista, para no verme alcanzada, pero ese “casi” me traiciona y vuelves a enraizarte en mi memoria…”. Más adelante, el héroe épico fuerte y valiente, ese que vuelve físicamente al lugar de donde sale, también se hace presente. En el poema “Ciudad de Nueva York – Segunda parte”, hay un guiño al viaje emprendido por Odiseo. En el poema también hay una travesía, pero que se da a la inversa: es el eterno retorno del origen a la ciudad ajena, pues la patria de hace décadas ha mudado la piel, a pesar de seguir siendo el lugar inhóspito que propició la huida. La voz poética confiesa desde el primer verso su derrota: “De vuelta a tus entrañas / a tu vientre que me recibe…/ llego a ti y me tiras un bocado de esperanza”. Odiseo emprende la vuelta a Ítaca, renuncia a algunas tentaciones que encuentra en su camino para volver a su tierra. Por su parte, la voz poética sucumbe a la seducción de esa ciudad ajena donde no la espera nadie. La vuelta al origen, a su Ítaca, se ha visto frustrada porque al contrario de Odiseo, los recuerdos de la patria no son suficientes para renunciar a ese nuevo espacio. De esta forma, la voz poética se verá sujeta al mismo castigo de Sísifo, en su caso, de llevar a cuestas esa ciudad ajena, eternamente. Se verá sometida también al castigo de Tántalo, pues en dicha ciudad el convite no es para todos. El sujeto poético ha traicionado a su patria y pagará por ello. La figura del héroe se ha desmoronado:

 

Ciudad sirena, canto sin cesar, me obligo a detenerme,

me amarro a los recuerdos…

y me devuelvo a tu latido caótico,

ciudad banquete poblada de Tántalos,

piedra sobre la que a diario edifico mi infierno,

a cuestas te llevo, te empujo a la cima,

ciudad entera que se me precipita.

 


La imagen del padre aparecerá en el poema “Epílogo: a mi padre”. Si como mencionamos arriba el héroe épico es fuerte y valiente, vengativo y rebelde, y da importancia únicamente a la grandiosidad de sus hazañas, en “Epílogo”, el padre es un hombre vencido por la vida, física y moralmente. En él, la hazaña se reduce a sobrevivir la soledad y el abandono, no le quedan fuerzas para rebelarse ante su situación. No hay reivindicación, pero sí un intento, frustrado también, de ocultar el estado deplorable en el que está inmerso. Su heroísmo es nulo:

 

Con su radio al fondo del pasillo,

silla de ruedas que cava en su nostalgia…

Lo observo encorvado, su mano izquierda

sosteniendo su barbilla, el índice tembloroso,

constancia de una enfermedad que empieza a inundarlo…

Él gesticula…bosteza e inclina la cabeza

hasta quedar medio dormido.

Escucha pasos a lo lejos, abre los ojos desbordados…

se arma de mejor semblante, encuentra la mejor sonrisa,

se la pone de a poquito en el rostro al descubrirse

invadido por mi presencia.

 

De los grandes héroes épicos, del mundo de dioses y semidioses que me procuraron los griegos, caigo rendida a los pies de otro héroe que rompe con el patrón descrito arriba, Rodrigo Díaz de Vivar. Mi primer encuentro con dicho personaje se da también en el colegio, en mi clase de Letras. Mi maestra, casada con un catalán a quien el destino llevó a afincarse en El Salvador, era una gran aficionada a España, además de venerar la Z (cosa que nunca comprendimos), era amante de la literatura española. Nos hablaba de los Campos de Castilla, de Yerma, de “Rinconete y Cortadillo”, de Don Álvaro o la fuerza del sino, de las Batallas de Alarcos y las Navas de Tolosa, de la Cava y el último rey visigodo, de los 300 moros que atravesaba la espada del Campeador cada vez que la esgrimía, con un entusiasmo que nunca mostró por la literatura nacional. Si bien la clase casi completa era un Convidado de piedra, a mí me transmitió toda esa pasión por la literatura, en especial por El poema de Mío Cid. El Cid, como lo han apuntado “los que saben”, se aleja del prototipo épico: no es vengativo, no es rebelde, sigue siendo valiente y fuerte, pero en él se destaca otra cualidad: su humanidad. En el poema, como bien sabemos, se traza un héroe en su faceta de padre, esposo y cristiano. De acuerdo con Colin Smith, “el héroe es, con frecuencia, un hombre que se encuentra en una situación comprometida; quizá no un malhechor, pero sí temporal, o injustamente proscrito de la sociedad y capacitado en su relativo aislamiento para mostrar su grandeza y llevar a cabo hazañas que le aseguren su retorno a la sociedad que le aclamará y se beneficiará con su regreso…” (17-18). Sobre El Cid recae una falsa acusación, causa de su destierro y deshonra. En tres mil y tantos versos, como ya lo han señalado los estudiosos, restituye su honra, pero su retorno no es físico, sino moral. Rodrigo es el (pre)texto para dar continuación a la historia de mi padre, al que reconstruiré de forma fragmentada en una serie de poemas que desembocarán en mí como su heredera universal. El carácter anónimo del texto, me permite escribir mi propio poema con mi padre como héroe, lamentablemente fallido, personaje que he venido trazando desde “su destierro”. Dicho destierro es simbólico, toma lugar en el momento preciso de la partida de mi madre, quien decide abandonar el espacio común pero no compartido. Papá es desterrado del núcleo familiar y, por consiguiente, de todos los espacios familiares. Varias acusaciones se yerguen sobre él: todas de tipo moral, pero él niega con vehemencia todo lo que se le imputa. Dicha negación significará su caída, de la que nunca logrará recuperarse. Él es ese “hombre que se encuentra en una situación comprometida”, ha sido expulsado del seno familiar y a pesar de las oportunidades que le ofrece mi madre para resarcir el daño causado y así rehacer la familia, él no se reivindica, y es aquí donde se aleja de Rodrigo, del héroe que he intentado construir fragmentariamente. Papá deambulará, ya no podrá establecer casa ni hogar por su falta de compromiso. El Cid es el esposo por excelencia: “Ya doña Jimena, la mi mujer tan cumplida,/ tanto como a mi alma yo os quería; / ya lo veis que tenemos que separarnos en vida, / yo me voy y vos os quedáis aquí recluida. / ¡Quiera Dios y Santa María …/ … que tengamos felicidad y vida por muchos días, / y que vos, mujer honrada, por mi seáis servida!” (vv279-284). Es también un padre ejemplar: “…y él a las niñas las tomó, y no las cesaba de mirar: / a Dios os encomiendo, hijas, y a vuestra madre, y al padre espiritual; / ahora nos separamos, Dios nos sabrá de nuevo juntar” (vv. 371-373). Por su parte, papá ha fallado como esposo (al castigar a mi madre por su decisión de marcharse), ha fallado como padre (pues se desentendió de sus primeros hijos desde su nacimiento y de los últimos desde su separación), pero no ha perdido el aprecio de la gente. En el poema antes citado, “Epílogo: a mi padre”, puede advertirse el entorno al que ha sido confinado: su destierro lo ha llevado a un asilo de ancianos donde “revive otras épocas” y donde también tendrá que compartir con “un ser consumido que solo balbucea” y “dos mujeres pedigüeñas / embadurnadas de abandono”. El asilo es el Hades de mi padre, donde no es más que una sombra. No ha habido retorno ni físico, ni moral. Papá se ha alejado de Rodrigo pues al contrario de este ha mentido (le ha achacado una traición a mi madre), se ha revelado contra la ley (no ha querido firmar el divorcio) y se ha mostrado vengativo (ha castigado a mi madre laboralmente). Una vez más se nos muestra un héroe fallido.


Ahora bien, si la construcción de una subjetividad masculina heroica en el texto poético capaz de llenar los vacíos que fui descubriendo en mi vida se frustró desde el primer verso, esta me sirvió para encontrarme finalmente en mi padre. Se da un traslado que la voz poética expectora en el texto, ya no como el padre sino como la hija. En esta superposición de experiencias padre e hija se funden en una misma subjetividad que no pretende más la construcción de un héroe sino la búsqueda de una heroicidad que emerja de la cotidianeidad a la que está sujeta en el diario vivir. Y en este punto difiere del padre. La hija traza un objetivo que como los guiones practicados con el primo a los que hemos hecho referencia al principio, busca la perfección porque quiere huir de su héroe caído. Paradójicamente es esa búsqueda la que le lleva a ser como él. Es el heroísmo de una hija emigrada, tan desterrada como su padre tanto física como moralmente, pero es un heroísmo también fracasado. La experiencia de la emigración ha implicado un distanciamiento de su familia (madre, hermanos y abuelos) desatando en ella una propensión a la periferia, a la minusvalía, al estancamiento y a la búsqueda de un tipo de desenlace textual de esa subjetividad que vuelve a la niñez, periodo marcado por el padre (su abandono), como se manifiesta en el poema “Niña”, en el que se reconoce como una: “Claroscurada niña, / callejón apartado lacónico de luces…/ Anaquelada niña, / acumulando el polvo de los años…/ Niña que se miente y se desarma, rota…/ eco de una infancia accidentada…/Escindida niña…/ te abres paso, te saqueas, te das fuego / y descalza te paseas sobre tus escombros”. La figura del padre es el detonante que obliga a la voz poética a mirarse al espejo y asumir la existencia de esa niña que intentó soterrar el dolor de sus diez años con dosis de galanes de telenovela y personajes literarios, unos fantásticos y otros proclives a una moral humana intachable e incólume. En su minusvalía también incide la madre, ya que esta le añade un peso más a esa “niña” al aferrarse a ella como “su salvación” (carga que se hará cada vez más pesada). Más adelante, la voz poética habrá de enunciarse de forma genérica, simplemente como “hija”, como en el poema “la hija de mi padre”, por su incapacidad de desvincularse de este. En este poema-palimpsesto la historia de la hija se escribe sobre las huellas de otra: la de su padre, historia que ha intentado borrar, sin conseguirlo, para dar lugar a la suya, pero esa figura masculina subyace en su texto, razón por la cual no puede desligarse de ella. Por otro lado, nombrarse a sí misma sería responsabilizarse por su propio “fracaso”. El padre en esta instancia funciona como justificación de dicho descalabro. Así, en “La hija de mi padre”, la voz poética se construye sobre la base de la rendición, el olvido, la prodigalidad, la indiferencia y la súplica, pero como su padre, no busca enmendarse, por lo contrario, se somete a la palabra para “lograr ver su existencia”, como indica Molloy, y el poema se convierte en el “no lugar” en el que coinciden padre e hija:

 

La hija de mi padre tiene los ojos casi vencidos,

no fueron siempre así.

Olvida los cumpleaños sin propósito de enmienda,

colecciona culpas a su paso,

hija pródiga e impenitente,

se multiplica en la fotografía de sus siete años,

pantaloncito amarillo y piñata al gusto…

No sabe de mojarse las espaldas,

señorita católica y privada…

Lleva a cuestas la osamenta de los años,

en su espacio no cabe un hueso más,

toca puertas, pide a gritos una mano,

se pone contra la pared,

amaga un adiós y se fusila.

 

En “Heredera”, poema-confesión, el sujeto lírico se autoimputa lo que la madre en su momento le atribuye al padre, y nos dice: “De mi padre heredé una especie de disgusto por la vida…/ la luz de la calle y la oscuridad de su casa / el apego a la ausencia y la distancia…/ Le debo a él frases cortas y largos hiatos.../la ineludible propensión al portazo y la huida…” Ya no hay más reproche, ya no hay más un intento de distanciamiento. Hay una declaración que pone de manifiesto la relación simbiótica entre el que cuenta y el que es contado. Hay una apropiación de esa figura fallida que se asume sin rodeos: “De mi padre lo heredé todo / fobias, filias y sus periferias. /A mi padre lo heredé entero / no sobró una astilla para mis hermanos.” La única salida, el acto heroico sería, para la voz poética, el diálogo. Pero tampoco se logra, y nos dice: “Quedó una conversación pendiente / esa que pudo esclarecerlo todo.../ Pendiente quedó, herrumbrosa, / encaprichada y harapienta, enjaulada / en el pretexto de nuestros precipicios.” Ese poema representa el desenlace textual del padre. Ya no puede ser obligado a representar un personaje que no es, que nunca podría haber sido. No obstante, hay un conato de intento de redención, pues ha sido el padre el que ha propuesto esa conversación que pudo haber explicado “su ausencia”. Modelar al padre en prototipos novelescos y heroicos implica destinarlo al fracaso. El punto de encuentro entre padre e hija, como dijimos anteriormente, es el no lugar, ese que propicia la palabra, es el texto poético porque en él se abre una infinidad de mundos y posibilidades. Así, en “A solas”, el texto es una puerta que solo puede abrir la voz poética mediante su propia inmolación para alcanzar al padre que ha vuelto a fallarle, esta vez con su muerte (física): “Un objeto punzante lo haría / sin descuidos sin torpezas/ punzante”. Dicho sacrificio le procurará una suerte de desenlace, ese que el padre ya ha alcanzado y que la hija viene buscando desde hace muchos versos, como en los poemas citados arriba.

En última instancia, con base en todo lo expuesto, podría decirse que cabe la posibilidad de que más que la construcción de un héroe que procure una figura paterna, hay una deconstrucción del padre sustentada en esos modelos literarios (fallidos al aplicarse en el texto poético) para explicar y resolver el vacío que su ausencia ha dejado. El desmantelamiento de ese modelo masculino dejará al descubierto a ese otro personaje que se ha ido construyendo sobre los escombros del héroe fallido: la hija. Esta subjetividad que permea el texto poético tiene su origen en la fractura familiar y se fortalece en esos juegos de niña que no solo facilitan un escape a la realidad, sino que también “auguran los temores de una descendencia, / de vicios heredados en melodioso círculo / girando contra el reloj hasta petrificarse”, dirá el sujeto lírico. El padre no puede ser héroe porque está ceñido a unos parámetros que vienen dados por la historia misma del rompimiento familiar. Arriba señalamos su carácter fragmentario. El poema “Epílogo” está enmarcado en un epígrafe, tomado de la poeta mexicana Mónica González Velázquez, que reza, “¿Quién en su nombre, contará la historia fragmentada?”. Estos versos anticipan no solo la serie de poemas dedicados al padre, sino su debacle, puesto que a la armazón sobre la que se sostiene ‘la construcción del héroe’ le falta una pieza importantísima: la versión del padre, como queda claro al final del relato “La fiesta” cuando la narradora declara: “ Mi padre sudaba a chorros, sus rodillas le recordaban que ya no tenía veinte años, pero ante un indicio de llanto, repetía religiosamente cada paso y una vez más su cintura cedía cadenciosamente al ritmo de ‘la fiesta’, mi disco favorito, y por el cual, a mis tres años de edad, un conato de padre se asomó a mi vida. Todo ello, claro está, según me cuenta mi madre”. En el caso de la hija en simbiosis con su progenitor, está doblemente constreñida, pues se modela a partir de una versión cercenada del padre y a su vez de una versión automutilada, puesto que no puede nombrar ni nombrarse. Independientemente de si hay un intento de construcción del héroe o de deconstrucción del padre, lo cierto es que en Sin ambages y algunos relatos, la palabra funciona como puente entre padre e hija que los lleva al no lugar y les permite “ver” su propia existencia y entablar una suerte de diálogo, ese que la vida les negó.

 

NOTA

Al momento de publicación de este ensayo, el poemario del que se desprenden algunos de los textos aquí analizados era un poemario inédito. En octubre de 2020 fue publicado por Cuadernos Negros Editorial, Quindío, Colombia.



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Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO

Número 165 | fevereiro de 2021

Artista convidado: François Despréz (França, 1530-1587, aproximadamente)

editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com

editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com

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