quarta-feira, 20 de outubro de 2021

OSCAR MARCANO | 40 Años de El cuaderno de Blas Coll, de Eugenio Montejo

 


Fue en una de nuestras tardes de café en el Boston Bakery de Los Palos Grandes en 2006. Recuerdo que Chávez iba a agregar una octava estrella a la bandera venezolana, ignorando o haciendo caso omiso del hecho de que las siete que tenía, representaban las siete provincias que, el 5 de julio de 1811, firmaron el Acta de Independencia.

Después de pasar revista a la situación política que tanto lo afectaba, Eugenio me comunicó que El cuaderno de Blas Coll cumplía 25 años. Me preguntó si le hacía el honor de presentar la quinta edición. Como si el honor no fuese mío.

La nueva tirada del emblemático libro corría por iniciativa de la editorial BID & Co. La obra había aparecido originalmente en febrero de 19811, bajo el extinguido Fondo Editorial Fundarte, que tan eminentes recuerdos nos dejara. Entonces había ganado el Premio de Narrativa del Consejo Nacional de la Cultura. Y me contó el poeta que el jurado lo había llamado para preguntarle si la obra en cuestión era un texto narrativo, a lo que respondió, con toda sinceridad, que no sabía.

Debí haber leído por primera vez la saga del tipógrafo y sus acólitos en 1983, en el taller de poesía de Rafael Cadenas, en el viejo Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos. Confieso que, con la mirada de entonces, entendí la obra como un texto narrativo, percepción que no se modificó en mí en la medida en que, con el tiempo, desarrollaba sus personajes.

Digo esto porque El cuaderno de Blas Coll es una obra “reclamada” a hurtadillas desde varios géneros. Particularmente y con palmarias razones, desde el ensayo y la poesía. No en balde, en la contratapa de la edición que presentábamos, nuestro querido Miguel Gomes alertaba subrepticiamente que “del ensayo al poema en prosa hay poco trecho, y eso parece saberlo a la perfección Eugenio Montejo”. Pues no era un desatino reclamarlo desde el ensayo, dado el poder analítico y propositivo del texto.

Tampoco desde la poesía, por el hecho pertinaz que supone que todo lo que hace un poeta es poético. Y aunque el tema a estas alturas resulte bizantino, en la librería El Buscón quedó constancia de que, a través de este servidor, también lo requería la narrativa, acaso como pretendió Hitler a Venezuela en 1942, alegando el incumplimiento por parte de Carlos V de las capitulaciones a los Welser.

Y es que cuando se habla, como es el caso, de escritura oblicua, apócrifa o heteronímica, o se dice que “Montejo ha elaborado una red de voces y máscaras en la cual la poesía y la poética se ponen en diálogo”2, o se invoca el natalicio de esas voces en una anécdota firme, en una historia consumada y en un proceso de creación de personajes, se está hablando de una experiencia narrativa.

Para los que no hayan tenido la oportunidad de leerlo aún, El cuaderno de Blas Coll cuenta la historia de un tipógrafo de origen canario que arriba a las costas venezolanas en 1932, se establece en Puerto Malo (un pueblo de pocas calles y muchos barcos) y conforma una suerte de peña literaria con ribetes de sociedad secreta. No adrede —es justo decirlo—, sino en virtud de la materia que trajinaban.

Lo cierto es que Coll expone sus convicciones en referencia al lenguaje, y poco a poco hace de su vida un apostolado de ideas, hasta arribar, primero a la locura, después a la mudez voluntaria y, finalmente, al suicidio o al destierro, cosa que no llega a determinarse a ciencia cierta. Un plot perfecto para una película o una serie de cualquiera de las actuales ofertas de streaming.

Lo que sí es un hecho es que El cuaderno de Blas Coll fue recibido como un ingenioso corpus con propósito de enmienda: la reforma general del lenguaje. Una reforma muy particular que, por descabellada, evoca las proezas de aquel “manchego, estrafalario fantasma del desierto”, como llamara León Felipe al Quijote.

Una transformación fantástica que parte del reconocimiento del castellano como una lengua harto pesada, “como todas las de origen románico”, muy a la par del ascenso del cristianismo. Coll encontraba una relación directa entre la religión católica y lo que consideraba los vicios del castellano. Por ello, afirma: “No es una lengua de goce, sino de penitencia: le falta concisión porque al hablante, al “pecador”, se le castiga con ella; carece de declinaciones porque desdeña el politeísmo”.

Ante esta circunstancia, don Blas propone un idioma límpido, capaz de traducir con fidelidad las cosas. Es ahí cuando el viejo tipógrafo pone de manifiesto, entre líneas, que la lengua a la que aspira pretende atrapar el sobresalto, el soplo primigenio, aquello que, siendo revelación y música, genera además de comprensión, complicidad estética y asentimiento íntimo. En otras palabras, está sugiriendo un código poético como lengua, en lugar del pesado armatoste del castellano.

Tal ensueño recuerda un párrafo muy al pelo, del gran Enrique Vila-Matas en Bartleby y compañía:

 


Al Rimbaud que, habiendo visionado nuevas lenguas, tenía que enterrar su imaginación, casi lo palpamos cuando Virgilio, al final de su vida descubre que penetrar hasta el conocimiento más allá de todo conocimiento es tarea reservada a potencias que se nos escapan, reservada a una fuerza de expresión que dejaría muy atrás cualquier expresión terrena, que atrás dejaría también un lenguaje que debería estar más allá de las voces y de todo idioma terreno, un lenguaje que sería más que música, un lenguaje que permitiría al ojo recibir la unidad cognitiva.

 

Dice en un fragmento Eugenio, perdón, Blas Coll: “No sabemos nunca cuándo, al hablar, dejamos de hablar nosotros mismos y autónomamente por nosotros habla el lenguaje. Los poetas, mucho más próximos de las raíces de la lengua, se habitúan a reconocer este estado de autonomía al que suelen dar el nombre de inspiración”.

“La naturaleza es taquigráfica”, afirma. Y fiel a esa línea, postula que las palabras deben tender al monosílabo, como los vocablos esenciales, Dios, Luz, Mar, Sol, Sí, No, y en ningún caso deberían exceder las dos sílabas.

Era un paso obligado para quien juzgaba que la transmisión del pensamiento por medio de la palabra, tenía en nuestra era los días contados.

Por ahí comienzan sus deliciosas proezas, tomadas por delirantes en una aldea a la que demasiado se le exigía al pretender que entendiese —mucho menos que suscribiese— tamaña propuesta. La primera reacción es la de siempre: considerarlo chalado. El párroco, el célebre padre Tiznado, con la gastada originalidad de los clérigos, llega a proponer su excomunión, aunque luego de su muerte escribe una carta cuya autoría no llega a probarse, donde se retracta y hasta lo reivindica, atribuyendo las correrías de Coll a su amor angustiado por la lengua.

Don Blas tenía un propósito: ver realizada su utopía. Por eso no le importó pasar por chiflado. En tal sentido, el personaje recuerda a aquellos paisanos de Gotham en Nottinghamshire, quienes para evitarse los gastos y las molestias que produciría el paso del rey John por sus pagos a principios del siglo XIII, no tuvieron reparo en pasar por trastornados. Y cuando la vanguardia del monarca se anticipa para ver que todo estuviese en orden, encuentran a los pobladores tratando de recoger en un balde la luna reflejada en el lago. Otros intentaban ahogar peces y anguilas, mientras en las casas, el resto de los lugareños ponía trampas para cazar el pájaro de los relojes cucú cuando saliesen a dar la hora.

El hombre que había escrito un diccionario privado y una adaptación en colly —lengua solitaria con la que terminó hablándose a sí mismo— de la Biblia y la Odisea, se rehusaba a ingresar en sanitarios públicos cuyas puertas tuviesen el rótulo de “caballeros”, pues, “no se puede llamar así a quien nunca ha montado en un caballo”.

Decía que el gerundio tenía un problema: repica en la monótona campana del “ando” y el “iendo”, y sugiere el uso del inexistente “indo”.

Con frecuencia, colgaba de las puertas del negocio un cartelito que rezaba: “No me encuentro. Salí a buscar una vocal”.

Se oponía a la elefantiasis de las palabras y declaraba la existencia de leyes originarias que asignaban, por ejemplo, al diptongo “ue”, una fuerza especial, un brío, un acento inaudito.

El preceptor de los colígrafos era devoto de Góngora, poeta y dramaturgo al que atribuía el esfuerzo más valeroso por aligerar la pesadez del castellano.

En referencia a los venezolanos, mostraba gran simpatía por el exacerbado purismo de Rafael María Baralt, en quien admiraba su vigilante celo por lo que consideraba una encarecida implantación de vocablos de la lengua francesa en la nuestra. (Entonces eran los galicismos y no los anglicismos lo “trendy”).

Que Baralt hubiese mostrado menosprecio por voces innecesariamente traídas de Francia, le parecía admirable. Pero cuando el sabio marabino se alarma por el verbo “editar” y propone para sustituirlo el verbo “edicionar”, a Coll casi le da un soponcio: “¿Qué sería de mí —exclama— si en vez de editar mis folletos tuviera que edicionarlos?”

“Cuando reparamos en las estructuras tan pesadas de nuestro idioma, decía el personaje, en su falta de contracción tan evidentemente necesaria, nos preguntamos cómo del latín, lengua de inigualable concisión, de tanto poder sintético, pudo nacer esta otra tan rígida, tan complacida en su propia lentitud”.

Tal era su rebelión. Y cuando decimos rebelión, recordamos la frase de Camus tan pertinente en Eugenio: “Cada rebelión es nostalgia de inocencia y apelación al ser”.

Como todo escrito de Montejo, el libro está compuesto con una delicadeza embriagadora. Hecho de bellos trocitos, como un retablo o un mosaico romano, constituye una escritura fragmentaria que seduce por su unidad. Se edifica con notas, asertos, observaciones, propuestas, insinuaciones y sorpresas.

Un dispositivo cimentado en constructos lúcidamente armados, en el que destacan tres voces. Una, culta, racional, profundamente nominalista; otra, arbitraria, voluntariosa, la cual engendra disquisiciones tremebundas. Y una tercera, humorística, que descoloca al lector. Todas, alineadas en una aventura ética liberadora, que invita, por un lado, al deleite; por el otro, a vencer, de un modo empecinado, la proliferación estéril de los signos.


El cuaderno de Blas Coll termina siendo un corpus formidable que explora un núcleo de personajes, los colígrafos, figuras que acompañaron al viejo en sus andanzas, que lo quisieron y dejaron registro de insondables tertulias, desatadas en torno a mesones rebosantes de papeles y libros, al pie de un grabado con la figura de Simón Rodríguez, en la casa pintada con cal cruda y azul añil que constituía su morada y que era a la vez sede de la tipografía.

La obra de cada colígrafo se va publicando poco a poco. Tal es el caso de Lino Cervantes, el discípulo dilecto, el así llamado Parsifal de Puerto Malo, autor de La caza del relámpago, el cual, para los enamorados del epígrafe, tiene un par impecablemente significativo. El primero, de Octavio Paz: “Lo más difícil es quebrar una palabra en dos. A veces los fragmentos siguen viviendo con vida frenética, feroz, monosilábica”. El segundo, del Talmud de Babilonia: “Tu madre te advirtió y te dijo: Guárdate de Shabriri, Briri, Riri, Iri, R, I”.

Lino es el único de los colígrafos que funda su experiencia creativa en las enseñanzas del maestro. Dice Eugenio en la nota introductoria que “el anhelo de dar caza a un relámpago parece traducir el secreto deseo de alcanzar la lumbre que despide una palabra antes de convertirse en silencio puro”.

 

Sin sus harapos mi sombra ya no me pertenece

Sirapos momba non perte

Pora momba nómper

Bamporte

Bampo

Bor

 

Lino toma de Valéry la certeza de que el primer verso llega siempre, cuando llega, como una dádiva de los dioses. En ello funda su método y, una vez que lo tiene, lo destila según la inspiración de su maestro, en sucesivos versos contraídos, hasta llegar a la síntesis total. Sus coligramas nos llevan, en su reducción, a extravagantes y notables combinaciones sonoras.

Eduardo Polo es otro poeta del grupo, a quien apodaban “el mago”, debido a los ritmos y efectos que lograban sus poemas. Un buen día se alejó de Puerto Malo para dedicarse a la música y a la arqueología marina en otro país del Caribe. Sus amigos referían con pesar que antes de partir destruyó todos sus escritos.

Arrojó al agua sus cuadernos y recortes, agregando satisfecho: “Ahora todos mis poemas están en el mar”. Pudo salvarse una colección de rimas para niños a la que títuló Chamario, y se salvó porque fue una de las pocas obras que editó el viejo Blas Coll en su tipografía.

Cada una de esas rimas, confiesa Polo, es como un juguete verbal, tratando de reproducir el placer que encuentran los muchachos al cambiar y trastocar la forma de las palabras para producir nuevas combinaciones en las voces de todos los días. Para muestra este texto cuyo nombre es “Tontería”.

 

Un niño tonto y retonto

Sobre un árbol se monto.

Con su pelo largo y rubio

Hasta la copa se subio.

Se creyó un pájaro solo

Que iba a volar y no volo.

(…)

 

Tomás Linden, “el sueco de Patanemo”, ejerció la arquitectura en Estocolmo y vino a recalar a estas tierras, juntándose a las veladas de los colígrafos. Confesaba que escribía el español “con dieciocho vocales en la cabeza”. De él se conoce el libro de sonetos El hacha de seda y, de su trabajo anterior, Álbum de primeros versos, se publicaron ese mismo año 2006 cinco poemas acompañados de un cuento, Las velas, un relato con todas las de la ley. Cuando Eugenio tuvo la deferencia de enviarme el texto por email, le escribí:

 

Quiero decirte que creo que esta vez no corres el riesgo de haber compuesto un poema. Es un relato perfecto. No solo por la doble narración, por la epifanía del personaje central y el avatar de sí mismo (el cual me recordó Continuación de los parques y me puso a escuchar los viejos discos de Cortázar), sino por un síntoma muy caro a los narradores (que no a los poetas, según entiendo): la eficacia. Las velas es un relato altamente eficaz, de minuciosa puntería, característica indispensable en la narrativa contemporánea. Tiene un sistema de relojería fina que demuestra que el escritor puede ser cualquier cosa menos ingenuo (así sea poeta), y exhibe ese adminículo esencial, “ocasionalmente molesto”, diría Baudelaire, sin el cual no puede haber arte: alma.

 

Esta fue su contestación:

 

Querido Oscar:

Gracias por tus palabras a propósito de Las velas, el relato de Linden. Son muy generosas y bastante penetrantes. El relato tiene ciertamente algo de relojería en cuanto a precisión, lo que tú abonas a favor de la eficacia. Y tiene el aire de las narraciones de poetas, esa atmósfera que se aprecia en relatos como los de Supervieille (La desconocida del Sena), los de Bruno Schulz, etc., nombres que menciono guardando todas las proporciones del caso.

 


Sergio Sandoval es el cuarto colígrafo. El único que no escribe. El más radical del grupo. Desechó la nombradía y los halagos, pese a su talento. Y nos dice Eugenio que no escribe por la misma razón por la que la mujer de Tomas Mann se negaba a escribir sus memorias: “No, en esta casa tiene que haber una persona que no escriba”. Escribió su marido, el genio total, al que comparan con Goethe, luego Klauss, autor de Mefisto, Victoria, Henrich, el hermano, Golo el historiador.

Sergio siente la impronta del grupo. Juega con los colígrafos al ajedrez. Celebra y participa en las reuniones literarias. Emite sus juicios, y eso lo compromete más: ¡era tan buen lector!

Se le reconocía acertado en lo que observaba, en lo que proponía y, sin embargo, estaba negado a escribir. Sus compañeros terminan por aceptarlo así.

Pero se van muriendo todos. Entre ellos, un personaje fascinante, el héroe de la nouvelle —perdón, de El cuaderno de Blas Coll—: Felipe Terrán, el protector de los colígrafos. Un millonario que hizo fortuna bajo la dictadura perezjimenista. Andaba en su yate con un profesor de latín abordo, quien lo vincula a los colígrafos. Y realiza viajes memorables llevando al grupo consigo.

Una vez que muere, que mueren todos, Felipe advierte el peso del deber, de la responsabilidad. Y discurre: “Nadie escribió la historia de esto. Voy a tener que escribirla. Todos se ocuparon de su yo y nadie se tomó la molestia de narrar qué pasó en nuestras vidas. Soy el único sobreviviente y esto va a morir conmigo. Nadie conocerá las aventuras de que fui testigo, nadie rendirá homenaje al grupo de locos poetas ni al pueblo de Puerto Malo”.

Entonces, muy a su pesar, se dispondrá a escribir la novela donde confluirán todas esas historias. Este es su primer párrafo:

 

No sé si esto sirva para comenzar, ni a donde puede conducirme una afirmación semejante, pero lo que más he detestado en la vida es el leer y escribir.

 

Por supuesto, le dije que sí. Cómo negarme a una solicitud de Eugenio Montejo.

Ahora que me he topado con la tarjeta de invitación, recuerdo la velada del bautizo. Fue el 29 de junio de 2006 en El Buscón, la librería de la querida Katyna Henríquez. Bid & Co presentaba dos libros: Harar y la rodilla rota de Rafael Castillo Zapata, con una madrina de oro: María Fernanda Palacios. El otro era este Cuaderno, que ahora cumple 40 años.

Recuerdo que el sitio estaba de bote en bote y, antes de comenzar mi perorata, alcé la mirada y reconocí a Sofía Ímber en la concurrencia. Concluí la disertación recordando una sentencia del mago de Puerto Malo: ningún discurso puede pasar de ocho minutos, que es el tiempo que tarda en llegar un rayo del sol a la tierra.

Yo llevaba más de veinte. Por lo que urgí a los presentes a paladear el libro y a aguardar las sucesivas ediciones que, con certeza, seguirían enriqueciendo y completando la saga. Una saga en la que, se dice fácilmente, fundaba Montejo toda su obra heteronímica. Y como narrador, expresé mi deseo de ver concluida la novela de Sergio Sandoval.

Pedí excusas al auditorio por haberme extendido, por haber abusado de su paciencia, y agradecí a Eugenio el privilegio y la oportunidad que me había brindado de decirle en público lo que no le podía decir en privado: que había seres cuya existencia no nos cansábamos de festejar, que Venezuela corría con la inmensa suerte de tenerlo, que su palabra nos daba el aliciente, y que, ante tanta agua empozada, no se imaginaba cuánto valorábamos la grandeza de su discreto manantial.

 

NOTAS

1. Dos años más tarde, una edición ampliada vio la luz con Alfadil, el legendario sello de la dinastía Milla. Posteriormente, en 1998, se publicó en México una bella versión también con añadidos. El año previo a nuestra presentación, en 2005, la Universidad de Antioquia volvía a editarlo bajo la dirección del poeta Elkin Restrepo, con nuevas incorporaciones, hasta que, en 2006, reaparecía de la mano de Bernardo Infante Daboín, en una producción que incluía La caza del relámpago, treinta coligramas de Lino Cervantes, uno de los cuatro colígrafos, como designó a los discípulos y contertulios de Blas Coll, el viejo tipógrafo de Puerto Malo. Posteriormente se realizó una bella tirada, creo que la última hasta la fecha, bajo el sello de Pre-Textos en España, en 2007.

2. El filósofo Aníbal Rodríguez Silva en El Diario de los Andes.


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