Para
don Joaquín, que ha
sufrido
con decoro todo esto.
Si
usted es extranjero y llega a Costa Rica, hay desde el muelle de entrada un gran
culpable que se cierne sobre el país y al que se le achaca todo lo malo que sucede…
y que sucede mucho: es el “ambiente”. Las culpas, hasta la estación de San José,
son relativamente pequeñas: la lentitud de los mozos, lo sucio de la comida, las
frecuentes paradas en las estaciones rurales, los precios y la atención. Pero eso,
en realidad, no justifica la negra reputación que tiene “el ambiente”.
Solo se descubren sus verdaderos y grandes pecados cuando el extranjero inquieto,
ya un poco familiarizado, se atreve a buscar la parada de la calle central para
un poco de charla bajo el Diario de Costa Rica, o si ya más experto, nos busca a
los “intelectuales” para un platique de ribetes literarios. Entonces sí. Soltamos
todo. Aparecen y menudean los delitos y nosotros, nuestra inercia y nuestra incapacidad,
quedan ampliamente justificados. La culpa la tiene el “ambiente”.
Esa palabra vaga e imprecisa adquiere en Costa Rica, (no sé si en el resto
de América) una significación diferente de la que le dan el diccionario, la terminología
corriente o las necesidades diarias. El ambiente puede ser: azul en el Mediterráneo,
agitado y violento en los Estados Unidos, colorista en México, sadista en Turquía,
rococó en el Japón (que por culpa de la propaganda es actualmente el heredero legítimo
del bastardo rococó). En Costa Rica es negro.
Yo entiendo por ambiente, en términos generales, la atmósfera vaga pero definitiva
que van haciendo las costumbres familiares, el vocabulario de todos los días, la
política local, el modo de vivir y la manera de pensar (que frecuentemente son antípodas).
Pero no niego la realidad de su influencia ni su vasto radio de acción.
En Costa Rica esas acepciones no valen. “El ambiente” es una cosa muy grande,
muy poderosa y muy odiada que no deja hacer nada, que enturbia las mejores intenciones,
que tuerce la vocación de las gentes, que aborta las grandes ideas antes de su concepción
y que nos mantiene mano sobre mano esperando siempre algo sensacional que venga
a barrer esa sombra tenebrosa y fatídica.
Pero si queremos ser realmente honrados y consecuentes con nuestro objetivismo,
debemos reconocer que esa posición de cómodo estatismo es nuestra culpa, que “el
ambiente” lo llevamos dentro de nosotros mismos y que somos nosotros los que lo
hacemos, lo especulamos y lo mantenemos. No niega lo anterior, que haya una especie
de influencia, en cualquier momento superable, que viene desde la mediocridad de
la cuna, la mediocridad de nuestra economía y de nuestra política. Lo que yo niego
es que el término sea justo y que los cargos estén bien enrostrados.
Dos son los cargos que, con caracteres de enfermedad nacional, sí merecen
un estudio serio: la ausencia casi absoluta de espíritu de lucha, y la deliberada
indiferencia hacia cualquier peligroso valor que en un momento dado conmueva o pueda
conmover nuestro quietismo.
El espíritu antiagresivo se manifiesta en un miedo campesino a lo grande
y en un gusto esporádico por lo pequeño; la deliberada ignorancia actúa con un simple
procedimiento eliminativo, no de los malos para dejar al eficiente, sino de los
peligrosos eficientes para dejar al apócrifo e inofensivo.

La culpa de todo esto viene de viejo… Nuestro pueblo no se ha hecho a sí
propio: la civilización le vino como un regalo y la cultura continúa llegando como
un producto de importación que todavía sufre impuestos prohibitivos. Heredamos la
civilización europea como un capital que manos extrañas hicieron, manos extrañas
que vinieron en plan explotación, nunca con la intención de afincar, y que si afincaron
fue como parásitos porque no había mucho que explorar. En vez de ser una expoliación
rápida de amplios rendimientos, nuestra conquista fue un lento negocio burgués a
largo plazo y con poco capital. Nos han quedado como lacras la ausencia total de
sangre corajuda que dejaron regada en otras tierras los audaces españoles de látigo
y espada y la mediocridad del negocio pequeño, sin peligros y sin grandes ganancias.
Con un poco de cosquilleo morboso nos lanzamos siempre apoyados en la timidez y
la posibilidad de volver atrás, hacia lo viable que no presenta grandes riesgos;
conseguimos no sin algunas dificultades estar la moda, pero lo estamos. Cometemos
todos los días infinitesimales pecados que se corrigen con un más pequeño arrepentimiento
y con una recaída en otro pequeño pecado a la moda. La reincidencia constante no
empaña nuestra inmaculada honradez, y podemos usar voz tonante para acusar los grandes
pecados de grandes países, que no padecemos.
Hasta el paisaje es cómplice de nuestra sicología. Se acabaron al norte los
grandes acantilados en donde el agua puja mugiente todos los días, los inmensos
desiertos arenosos y hostiles, los pavorosos fríos; y hasta la inclemencia tropical,
no nos pertenece del todo. Nuestro paisaje, es un cromo. Un cromo delicadamente
lindo. La casita se recuesta aperezada en el potrero, el maizal o el cafetal; es
limpia como un ajito; el árbol está siempre verde, y no hay ni molestos deslindes
entre verano e invierno, que nos hagan pensar seriamente en climatología. No sufrimos
pavorosas sequías ni inmensas inundaciones. Las montañas son siempre desesperadamente
azules: octubre y enero son jugosos en humus fertilizantes; hay tierra bastante
(y bastante mal repartida) sin que este paréntesis afecte en forma seria nuestra
beatífica tranquilidad. La casita pintada de blanco, con las tejas muy rojas, y
una franja azul furioso a la altura de las ventanas, continúa suavemente aperezada
en un romántico amor interminable con el campo siempre verde y el arroyo nunca seco.
El concepto de lo grandioso, de lo inmenso, la sensación de pavor primitivo, mueren
con el paisaje desmesurado muy al norte y aquí, en cambio, el miedo salvaje se convierte
en simple precaución. Solo más al sur, en cambio, ya en la costa peruana, recuerdo
que comienza nuevamente la sensación de aridez, de impotencia ante la naturaleza,
de lucha recia y viril con lo imprevisto.
Esta no necesidad de lucha trae como consecuencia un deseo de no provocarla,
de rehuirla. Preferimos no hacer frente: abstencionismo. Al que pretende levantar
demasiado la cabeza sobre el nivel general, no se le corta. ¡No…! Le bajan suavemente
el suelo que pisa, y despacio, sin violencia, se le coloca a la altura conveniente.
Si usted escribe hoy un artículo fuerte y asusta con ello a la crítica, y es tan
necio para mantener el tono en el siguiente, si ayer apareció en la primera página
de los diarios a grandes titulares, mañana aparecerá delicadamente colocado en la
página literaria, pasado mañana en la sección deportiva, y si prosigue, llegará
a ocupar un sitio en la página social… Rápidamente, sin pleito ni molestias, usted
está silenciado. Ni el sensacionalismo periodístico nos gusta. Costa Rica acogedora
recibe con los brazos abiertos a los emigrados políticos de toda América, a las
víctimas de “x” o “z” tiranía. Los periodistas le hacen una visita, le toman el
pulso, y si ven que el señor insiste en su innata rebeldía, se le ignora suavemente,
y suavemente también pasa al anonimato definitivo. Grandes figuras políticas, literarias,
revolucionarias y demagógicas han pasado tiempos de destierro en Costa Rica, y de
su estada no existe más que el nombre en las listas de inmigración.
Además de la ignorancia deliberada y entrenada (diría yo), conocemos las
sutiles vertebraciones del choteo. El choteo es un arma blanca, ¡blanca como una
camelia!, que se puede portar sin licencia y se puede esgrimir sin responsabilidad.
Tiene finísimos ribetes líricos, de agudo ingenio; sirve para demostrar habilidad,
para aparecer perito, para ser oportuno, filosófico y erudito. Afecta características
distintas: es empirismo sociológico, y empirismo freudiano. Además, contra tan fina
y elegante arma no hay defensa. Usted la encuentra esperándole en la boca de su
mejor amigo, en la mano de su colaborador, en el periódico matutino y en el vespertino;
en todas partes. Y lo que es más: usted es corajudo, sutil y llama “al pan, pan
y al vino, vino” si la sabe usar con acierto. Tiene la ventaja indudable de que
usted no necesita respetar a nada ni a nadie, y que no se requiere mayor profundidad
para su ejercido. Creo que es el único tecnicismo verdadero de que podemos alardear
y sus “profesionales”, los solos expertos en que abundamos.

Al llegar a este mundo, nos encontramos con los “mitos tropicales”. Costa
Rica, la desgraciada Costa Rica violada por las agencias de turismo, tiene tres
cosas importantes: mujeres bonitas, color y demoperfectocracia, en estricto orden
propagandístico. La belleza de las mujeres gira proliferándose en la imaginación
del turista Kodak: bellas piernas, ojos negros, cuerpos morenos, bocas deliciosas…
El color o color local comprende: negros con la piel tirante y sudosa, doblados
inverosímilmente sobre los surcos abiertos, indios que practican extraños ritos
criollo-medievales, sol permanente, cero lluvia (es lo mismo que lluvia bajo cero),
y palmeras, muchas palmeras, tantas y tan visibles, que sean un objetivo fácil hasta
para el más inexperto de los fotógrafos amateur. La demoperfectocracia es un poco
más complicada y sutil: el presidente se pasea sin guardia por las calles, da la
mano a cualquier ciudadano anónimo y concede reportajes a los periódicos todos los
días, sin que por ello los periódicos se vean obligados a hacer tirajes especiales.
Desmintiendo a las agendas de turismo y a los creadores de esos lucrativos
“mitos tropicales”, yo diré la verdad a los extraños: en Costa Rica las mujeres
son bonitas, demasiado bonitas (puede continuarse usando para la propaganda); indios,
hay unos tres mil que viven en el interior de la República, no conservan ritos exóticos
y, aunque algunos hablan dialecto, todos hablan español; llueve nueve meses al año
de la manera más desesperante del mundo (lo cual está reñido, como se podrá ver
con el sol permanente y “la eterna primavera”) hay calor en la costa en abundancia
y los paisajes se prestan para pintores, postales a la familia y para las solteronas
soñadoras (puede seguirse usando para la propaganda con las correcciones señaladas);
democracia perfecta no tenemos ni hemos tenido nunca (no puede usarse de todo punto
para la propaganda).
Sin entrar en un análisis más profundo de nuestra democracia “tica” (que
es bien distinta de la democracia en sí), quiero anotar que existen dos conceptos
antagónicos de democracia, como también dos formas de vivirla. La democracia activa,
en movimiento, en evolución, y la democracia pasiva en la Carta fundamental de la
República. Nosotros tenemos la segunda. Hay asimismo dos formas de vivirla; una
(para nosotros hasta la fecha en futuro), al ponerla en práctica con todo el mundo,
sin distingos de categorías sociales, económicas o políticas, y la otra autoaplicada
sin razonamiento. Vivimos la segunda y cantamos la primera en el Himno Nacional.
Con el agravante que frecuentemente procedemos como si viviéramos en una democracia
efectiva, actuando con la libertad que esto significa y cuando tal hacemos, recibimos
una discreta llamada de atención que nos pone a dudar de la Carta fundamental de
la República.
Este proceder degenera en una visible mala educación y en una absoluta o
casi absoluta falta de responsabilidad. Actuamos para nosotros mismos y muy a menudo
no tenemos ni la primaria idea simplista de la projimidad; falta de cohesión, nexo
sufrido y trabajado; falta colectividad. El representante máximo de esta tendencia
nefasta es un tipo que se podría llamar “talento local”. El “talento local” se prodiga,
discute en los corrillos, siempre está en secretos y nunca probados contactos con
las fuentes oficiales de noticias políticas, es sabelotodo, especulador y chismoso.
Está un poco en la frente de casi todos nuestros grandes políticos y un mucho en
el alma del tipo popular. Sería inofensivo, si no le faltase, como antes anotara,
el simplista sentido de projimidad y si no adoleciera de la falta de considerar
nuestro mundillo, nuestra política y nuestra economía, centros aislados del resto
del universo, entidades aparte flotantes en el éter, y si no llevara su virus hasta
contaminar esa política, ese mundo y esa economía que empequeñece.

Contra todo esto, la reacción viene, se siente pujar incierta y tomando rumbos
a veces pueriles. Tratamos ya de encauzar nuestra vitalidad muda, a-selectiva, pero
no muerta, y salta el músculo vital adormecido por los primeros caminos vírgenes
y fáciles. De ahí la rebusca del folclor. Nos descubrimos con deleite atavismos
raciales, con la misma fruición que una niña de catorce años ve sus pechos crecer;
el cancionero típico revienta como un pájaro enjaulado, copiando a ratos cantos
ajenos; se cierran las puertas, tenazmente a la salida furtiva de los cacharros
indígenas; se comienza a estudiar el regocijo del pueblo (sin preocuparse mucho
todavía por su dolor); se respeta más el vocabulario campesino y arrumbamos empezando
a andar.
Por ese camino de lucha contra nuestra inercia patológica o adquirida, se
hace esta fácilmente superable; por la sensibilidad abierta y simplista, se adquiere
la veracidad del paisaje, y allí en el paisaje y en el hombre en conjunción de dolor
y movimiento, lo autóctono nos llama. Es un camino. Hay muchos abiertos en perspectiva.
Los errores, los pecados evolutivos e inevitables de todo paso adelante aterran
nuestra no-agresividad y el puritano que llevamos dentro, se estremece ante el pecado
capital, el pecado fundamental y decisivo de la entrega al futuro. Los países no
nacen con pecados originales como los hombres, pero los han de cometer para ir adelante.
Costa Rica descubre su pubertad, su sexo virgen tiembla y el futuro la llama para
convertirla en una pecadora, auténtica y original.
NOTA
Recuperado de: Repertorio americano, 18 marzo.
1939: 169.
Yolanda
Oreamuno es una de las más importantes escritoras costarricense del siglo XX. Con
solo dieciséis años, en 1932, publicó un ensayo titulado “¿Puede tener la mujer
los mismos derechos políticos que el hombre?”. El gran salto en su escritura y en
el reconocimiento póstumo se fragua en 1948 con la publicación de “La ruta de la
evasión”, novela parteaguas por lo inédito en su técnica narrativa (discurso indirecto
libre y monólogo interior) y en su temática (la violencia doméstica y el patriarcado)
que la distancia del realismo social de sus contemporáneos. Yolanda sólo pudo ver
publicada en vida esa novela con la que ganó el Premio Literario Centroamericano
15 de septiembre en Guatemala. Anteriormente, había enviado a otro concurso, patrocinado
por una prestigiosa editorial usamericana, su novela “Por tierra firme”. El jurado
quiso compartir el premio con otros dos escritores y ella se negó. El manuscrito
se extravió o ella lo destruyó; como no tenía suficiente dinero para pagar copias,
enviaba los originales. Además de algunos cuentos, ensayos y cartas, se estima que
se perdieron dos novelas (quizás vilmente plagiadas), una crónica de viajes y una
autobiografía. Una de esas novelas, “Dos tormentas y una aurora”, pudo ser publicada
por la Editorial Leyenda de México, pero Alfonso Reyes, quien había prometido escribir
una carta/prólogo, luego se retractó. Según la misma Yolanda el polígrafo mexicano
“le falló en pleno como amigo”, por ello prefirió no publicarla. Su obra estaba
atravesada por una preocupación política que involucraba una mirada sobre las cuestiones
de género y los problemas en la educación. En solo cuarenta años de vida Yolanda
Oreamuno Unger, misteriosa y prolífica, dejó una marca fundamental para la segunda
mitad del siglo XX y para nuestros oscuros días, a pesar de la dolorosa pérdida
del grueso de su obra.

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Número 171 | maio de 2021
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