Y así el odio está condenado a la suerte lamentable de no poder dormirse jamás
bajo la mesa.
CHARLES BAUDELAIRE
Lo más importante es que ames a los otros como a ti mismo, eso es lo que importa
y eso es
todo, nada absolutamente nada más es necesario, apenas eso se encuentra, todo
se resuelve.
FIÓDOR M. DOSTOIEVSKI
Homo homini lupus: ¿quién se atrevería a refutar este refrán, después de todas
las
experiencias de la vida y de la Historia? SIGMUND FREUD
Luego
de El ángel ebrio (1948), El perro callejero, no rabioso (1949)
y Los canallas duermen en paz (1960), que puede considerarse su etapa intermedia,
con El infierno del odio (1963) A. K. hizo su cuarto filme de cine negro:
esta vez basado en King’s Ransom o Rescate del rey (1959), de Salvatore
Lombino (1926-2005), llamado Evan Hunter, a partir de 1952, y quien usó el alias
de Ed McBain para la mayoría de sus obras como escritor y guionista. Pasó de Lombino
a Hunter convencido de que sus novelas eran rechazadas por los ‘prejuicios contra
escritores con nombres de extranjeros’ y agregaba: ‘Si eres ítalo/[gringo], se supone
que no eres culto’. O sea que los cuatro guionistas, Eijirô Hisaita, Ryuzo Kikushima,
Hideo Oguni y A. K., trasladaron la historia al Japón de posguerra y a su desarrollo
económico. Por creer que de un guion malo no sale un buen filme, A. K. y sus amigos
crean aquí uno casi sin fallas, con vueltas de tuerca, ambigüedades y contrastes
sorpresivos a partir de los personajes.
Kingo
Gondo es lo que se llama un Self-Made-Man u hombre-hecho-a-sí-mismo,
como dicen los gringos para referirse a tipos que han hecho fortuna de forma muy
dudosa (Donald Hitler Trump, for example), o hechos a pulso,
como se dice acá para elogiar virtudes muchas veces inciertas. Su casa/mansión se
ubica en una colina y allí vive con su esposa de alta cuna y su pequeño hijo Jun,
desde donde divisa suburbios, zonas deprimidas y mugrientas, como las que se ven
en los tres filmes negros ya citados. Pero, por razones de dialéctica, lo que se
capta desde la opulencia lo puede captar la humildad desde abajo: he ahí el Leitmotiv
del filme, el choque entre el rico empresario y el aprendiz de enfermería, adicto
a la heroína, luego secuestrador y asesino. El primero, símbolo del cielo, la altivez,
la riqueza y lo erótico, que emergió como por generación espontánea; el segundo,
emblema del infierno, de su sucedáneo el odio, la morbidez, en fin, lo tanático,
que viene a hacer desafortunados a los afortunados…
Gondo
es un hombre seguro de sí, aunque no se sepa con certeza de qué, que se jacta de
sus logros comerciales, mientras su esposa pasa discreta, así sea su familia la
que surta la dote. La misma mujer que, como dice aquél, no sabe qué es la pobreza,
que nació en cuna de oro, con carros, buena ropa, comida, criados, etc. Así que
él sí podría empezar otra vez, mientras ella no, cree. Sin embargo, en su ecuanimidad,
la propia de la nobleza no simulada, y con su sensibilidad femenina, le dice que
no, que puede, porque ‘¡no me importa el lujo!’. He aquí un segundo ejemplo de la
sempiterna lucha de clases: pero, no la del combate diario cuerpo a cuerpo, sino
la de aguantarse por necesidad o por una suerte de amoroso masoquismo: ese raro
oxímoron. El primer clímax se presenta a partir de un caso fortuito que origina,
primero, un trauma psicológico y, segundo, un thriller y un suspenso al mejor estilo
Hitchcock, aunque sin sesgos ideológicos respecto al reaccionarismo ni concesiones
al dualismo/maniqueísmo.
La
segunda parte del filme está a medio camino entre el documental y la investigación
e incluso la pedagogía. Con Gondo desaparecido de momento, la historia se centra
en los pormenores de la investigación para dar con el secuestrador y con su paradero,
aunque ya antes A. K., sin dilaciones, muestra a Takeuchi husmeando la prensa mientras
intenta repeler la contraofensiva de las autoridades. Distintos integrantes del
cuerpo policial explican sobre los distintos aspectos envueltos en la investigación:
el lugar de vivienda del secuestrador, las distintas líneas del tren, las cabinas
telefónicas del lugar, la isla por la que pudo pasar Shinichi, en fin, los distintos
usos y aplicaciones del éter, tanto a nivel personal (el niño fue dormido con base
en él) como industrial: aquí, aun con sus aciertos ‘científicos’ y propios del quehacer
policial, no obstante, el filme se resiente por lo extensivo de la disertación.
He ahí una de las pocas fallas narrativas, de puesta en escena y de montaje. De
resto, impecable.
Entre
la primera y la segunda parte, ocurre la secuencia en el tren para entregar el rescate
de los 30 millones de yenes, que van en dos maletas con una característica específica
que determina el secuestrador Takeuchi: deben tener menos de siete cm de espesor,
esto con dos fines: 1. Para que vayan 15 millones de yenes en c/u de las maletas.
2. Para que Gondo pueda lanzar las maletas desde el tren, cuyas ventanas tienen,
justo, siete cm de apertura. En el afán de rescate de Shinichi, protagonista, policías
y espectadores, todos, suben al tren que entraña un evidente homenaje al filme La
rueda (1923), de Abel Gance (3) (el mismo de Napoleón, pionero de la
pantalla dividida), obra que usó revolucionarias técnicas de iluminación y que describe
el rescate, tras un desastroso accidente, de la pequeña huérfana Norma por parte
del ingeniero ferroviario Sisif, quien la adopta y con el tiempo se enamora de su
propia hija no biológica. A. K. introduce una única toma en color, la del humo
rosado, en su filme en b/n…
Aun
con la sapiencia de tantos otros cineastas en el manejo/movimiento de cámaras, como
Griffith, Chaplin, Preminger, Ford, Truffaut, Fassbinder, Haneke, la verdad es que
A. K. es heredero natural de tales destrezas. El movimiento de cámaras en A. K.
se caracteriza por dos factores: el propiamente dicho con base en travellings de
izq. a der. y viceversa, para reunir o dispersar a los personajes, con base en argumentos
o diálogos funcionales con la dramaturgia; y el movimiento mismo de los actores,
que los pone en armonía o en conflicto según sean las necesidades de empatía o de
corte dramático que requiera la historia que se cuenta o el filme mismo. Caso frecuente
en el caso de El infierno del odio, justo cuando Gondo, su esposa y su hijo
Jun ya saben que el secuestrado es Shinichi y viene el trauma para ambos niños y
el drama para el espectador que, como los propios personajes, no sabe de qué lado
estar: como ellos, los personajes, según sus intereses, proyectan ya una imagen,
ya otra.
Volviendo
al filme El infierno del odio, cabe recordar un hecho crucial: cuando para
sorpresa de todos, Jun reaparece en la mansión, con sus botas y sus pistolas de
sheriff gringo, ya que el secuestrador raptó (aún no se conoce su nombre), como
se dijo, por error a Shinichi, el hijo de Aoki, conductor de Gondo, dicha situación
no modificará la conducta de Takeuchi pues persiste en exigir el pago del rescate
o de lo contrario matará al niño. Ello hace que Gondo se vea inmerso en el dilema
de optar por gastar la millonaria cifra para adueñarse de la empresa o verse abocado
a su ruina económica por salvar a un hijo ajeno. Otro factor de tensión dramática
y psicológica para Gondo, en primer lugar, y su negativa inicial a hacerlo, como
luego para su esposa, para ambos niños ahora en distintas orillas y para el padre
de Shinichi, Aoki, quien es presa de una neuropatía producto del estrés acumulado
a causa de una situación imposible de controlar por las y sus dudas
frente a la identidad del secuestrador.
La
misma neuropatía que, en el epílogo, afectará también a Takeuchi cuando llame a
Gondo para contarle los motivos de su odio hacia el empresario. Por contraste, desde
el inicio A. K. se vale del humor para tratar de minar la acidez de un asunto de
por sí amargo. Entonces, alguno de los detectives se refiere al caso de Shinichi,
en su canje fortuito, se reitera, por Jun, como ‘el caso más inteligente que he
visto: secuestrar a cualquier niño y pedir el rescate a cualquier hombre rico’.
Y otro expresa que tiene razón pues no es chantaje, ni secuestro por interés, sino
simple secuestro, por lo que sólo le caerán, al secuestrador, cinco años como mucho.
A. K. pretendía con su filme denunciar las penas tan cortas por secuestro en Japón:
los autores tenían como límite tres años de cárcel, a condición de que la víctima
no muriera. Luego se supo que dicha denuncia incrementó el número de secuestros
allí, lo que conduce a la necesidad de repensar la ocasión de lograr ciertas repercusiones
en temas tan sensibles…
A
Gondo, todo ello le parece una broma y una estupidez pues ese hombre no puede salirse
con la suya. Y le dice al inspector Tokura que no es sólo dinero lo que ese tipo
quiere de él. Sino que quiere verlo humillado, verlo sufrir, obligándole a tirar
el dinero que tanto le ha costado ganar: ‘¡Lo que quiere es reírse de mí! ¡No pienso
permitírselo, de ninguna manera! ¡No pienso pagarle!’ La esposa de Gondo, en tanto
mujer, está del lado de que se pague el rescate, como se pensaba hacer si se tratara
de Jun, su propio hijo. Entretanto, Gondo, quien tan decidido está a no pagar el
rescate, de forma inesperada, como Kawanishi, encarna otra vuelta de tuerca para
disipar cualquier asomo de maniqueísmo en el actuar de los personajes pues no se
trata de estereotipos sino de seres humanos con aciertos y errores, igual que del
interés de A. K. por darle prioridad a las personas sobre las cosas, como ya lo
creía Marx. Así, quien aparenta ser un ente metálico, así como su mujer no es plástica,
deviene humano.
Por
contraste, Takeuchi hace suyo lo peor de la condición humana: rencor y ánimo de
venganza, envidia e impotencia, sentimientos que lo llevan a la neuropatía y al
odio en su más acendrada expresión, como se verá al tratar la secuencia final sobre
su diatriba contra Gondo antes que diálogo con él. Gondo, por su parte, carga el
fardo, en este caso, de la pasividad, así al mismo tiempo se vea asaltado sin tregua
por la impotencia. En particular, cuando choca con su esposa y le enrostra que el
lujo es lo único que ella ha conocido y por eso puede hablar de pagar 30 millones
de yenes; entonces le grita: ‘¡Es egoísmo! ¡Complaces a tus propios sentimientos!’
Ella lo niega y le replica que, si acaso no siente nada por Aoki, con lo cual su
actitud compasiva, o su interés por las personas, se estrella con la avaricia de
Gondo, con su codicia o interés por las cosas materiales para desplazar a las personas:
choque ya previsto por el marxismo, y que A. K. conocía, con respecto al capital
y al dinero en sí…
Como
subraya Marx al final de los Manuscritos […] de 1844 (4), justo en
el capítulo Dinero: “[…] el dinero, al poseer la cualidad de poder
comprarlo todo, de apropiarse todos los objetos, es el objeto, en el sentido
eminente de la palabra. El carácter universal de su cualidad es la omnipotencia
de su ser; se trata, por tanto, de un ser todopoderoso… El dinero es el alcahuete
entre la necesidad y el objeto, entre la vida y los medios de vida del hombre.
Y lo que sirve de mediador de mi vida, me sirve también de mediador
de la existencia de los otros hombres. Es para mí el otro hombre”. (…) “Si
el dinero es el vínculo que une a la sociedad, a la naturaleza y a los hombres,
¿no es el dinero el vínculo de todos los vínculos? ¿No puede atar y desatar
todos los lazos? ¿No es también, por ello […], el medio general de la desunión?
El dinero es la verdadera moneda fraccionaria, […] el verdadero medio de
unión, la fuerza galvano-química de la sociedad”. De ahí que el odio de Takeuchi
por Gondo no sea gratuito.
Máxime
si se consideran las dos cualidades que Marx destaca en Shakespeare acerca del dinero,
y que guardan estrecha relación, como se verá, con la percepción que Takeuchi tiene
de Gondo: “1) es la deidad visible, que se encarga de trocar todas las cualidades
humanas en lo contrario de lo que son, la confusión e inversión general de las cosas;
por medio del dinero se unen los polos contrarios; 2. Es la ramera universal, la
alcahueta universal de hombres y de pueblos”. El dinero es, en suma, la esencia
genérica alienadora, enajenadora y enajenante de los hombres. Es la capacidad
enajenada de la humanidad. A esa potencia enajenante justo se opone Gondo,
en especial cuando decide ayudar a Shinichi, y a la vez por ella lo ataca Takeuchi
al descargar toda la potencia de su odio de clase. Por eso, cuando le pregunta si
se alegra de que vaya a morir, a Gondo sólo le queda preguntarle: ‘¿Por qué debemos
odiarnos?’ Takeuchi no lo sabe pues nunca se analiza: así, su odio no podrá dormirse
jamás bajo la mesa.
Olvida,
de paso, que quien busca por dentro, hace más fácil sanarse por fuera. Olvida, también,
despojarse de los prejuicios y de tal modo poder ignorar que Gondo lo mire como
si sintiera piedad por él cuando no la necesita; razón por la cual, de paso, rechaza
al cura que busca su arrepentimiento y su piedad. Entre los motivos de su odio,
Takeuchi recuerda que su cuarto era tan frío en invierno como cálido en verano y
por ello no podía dormir. A ello se sumaba el desprecio por su madre, muerta el
año anterior, lo que le evitó tener que soportar ‘su patético lloriqueo’. Desde
su minúsculo espacio, la casa de Gondo en Yokohama parecía el cielo: de ahí el título
original del filme, Cielo e infierno: como el homónimo del ensayo de A. Huxley
(1956) y que figura junto a Las puertas de la percepción (5), sobre su experiencia
en México con mezcal/hongos y otros potajes. Los temblores en las manos de Takeuchi
no obedecen a droga alguna, sino que es una reacción fisiológica por su aislamiento
prolongado.
De
lo anterior se desprende que Takeuchi no pueda amar a sus semejantes como a sí mismo
ni, por ende, pueda ir más allá, mucho menos a lo fundamental, de ahí que le resulte
imposible ordenar su existencia, como se puede extrapolar de lo dicho por Dostoievski
en El sueño de un hombre divertido (7). Todo ello lleva a los temas que aborda
El infierno del odio: el apego a las cosas, más que a las personas y, en
particular, al maldito metal, esa vil ramera de los hombres, que enloquece a
los pueblos, a los que refiere Shakespeare en Timón de Atenas, aludidos
por Marx en los citados Manuscritos de 1844 (8); avaricia/codicia/soberbia,
todo en una como en Fuenteovejuna (1619), de Lope de Vega (9), drama/emblema
del poder del pueblo contra opresión, injusticia, en fin, atropello: el mismo que,
por paradojas de la vida, Takeuchi ejerce sobre Gondo, en negativo, afanado por
equilibrar la balanza socio/política, sin advertir que el atropello le concierne
a él y no a quien busca vapulear, humillar o someter.
En
conclusión, ya en la década del 60 del XX, A. K. constató que el thriller no
era una exclusividad gringa. Así, a la vez que Costa-Gavras echaba por tierra el
falso prestigio de las entidades del Poder en filmes como Z (1968) o Él
vive (el diputado Lambrakis que enfrentó a la Dictadura de los Coroneles en
Grecia), según la obra de Vassilis Vassilikos (10), el Film Noir francés
producía clásicos como los de J. P. Grumbach, alias Melville, Bob, el
jugador (1955), El samurai (1967), El círculo rojo (1970); El
clan de los marselleses (1972), de José Giovanni; o Borsalino &
Cía. (1974), de Jacques Deray. Frente a tal panorama, fue que A. K. adaptó El
rescate del rey, cuyo resultado fue El infierno del odio, filme a ratos
lento, en su lado didáctico, y trepidante y sin fisuras en otros, en su guion y
puesta en escena como en la secuencia del tren, sin nada que envidiar al cine negro/gringo:
La mujer del cuadro (1944), de Fritz Lang, Los asesinos (1946), de
Robert Siodmak, Bajos fondos (1961), de Sam Fuller.
Tras
presenciar la encarnizada batalla, aunque por tramos silenciosa, entre la opulencia
y la pobreza, la nobleza y el rencor, en fin, el hombre como lobo para el hombre,
no hay duda sobre la eficacia de A. K. en la creación de personajes, la producción
de atmósferas, el poder para mostrar los abismos del ser humano: como cuando se
asiste a ese antro de heroína, en el que las mujeres parecen zombis, como las que
hoy consumen fentanilo, en cualquier esquina del planeta Tierra, mientras los políticos
se divierten contando sin mirar las víctimas de las que ellos, en buena parte, son
responsables pero se las achacan a su contradictor, opositor o enemigo y, al cabo,
todos terminan como Pilatos, sólo que lavados en sangre, no con agua. Tampoco puede
obviarse la destreza en el manejo simultáneo de cámaras, para describir una situación,
revelar un aspecto oculto de sus personajes, narrar un hecho con imágenes y sin
palabras. Como cuando Gondo queda solo en la sala, mientras los demás continúan
reunidos.
En
dicha secuencia, lo que importa es el hecho de que un hombre (en modo niño) está
en peligro, como le gustaba definir el cine a Mr. Hitchcock, ese único patán soportable
del oficio. Pero también, no se olvide, hay un adulto, Gondo, enfrentado al joven
aprendiz de enfermería Takeuchi, quien se ha desviado de sus objetivos nobles, altruistas,
filantrópicos, en suma, humanistas y ha caído en la red de esa lacra llamada heroína.
Lo que ya hace del suyo un actuar dentro de morbidez, chantaje, impiedad, lo que
permite ver casi como hecho natural que, una vez condenado a muerte, le pida a Gondo
que lo visite en la cárcel, porque le gustaría que pensara que ha muerto nervioso
o llorando. Antes le ha esbozado el croquis de su sentir al señalar que viendo su
casa en la colina empezó a odiarlo hasta que, por último, ‘el odio hizo que mereciera
seguir viviendo’. Pero, ¿es eso vivir? Parece ignorar, o no le importa, que el infierno
del odio es para quien lo provoca, no para el receptor o provocado…
Al
thriller, se suman el suspenso y el drama psicológico, ante todo en la secuencia
final con Takeuchi enfrentado a la muerte, con ella pisándole los talones, supeditado
a ella en tanto sorpresa desagradable. Y, sin embargo, sostenido por la soberbia
y el rencor, combate contra la vanidad y el discreto encanto de la pequeña burguesía,
encarnado por ese hombre tan seguro de sí mismo, que más parece prestado que dueño
de sí. Que aun con la distancia social que los separa, se hallan de momento en un
mismo tinglado: como lo sugieren las imágenes superpuestas de ellos en el cristal
de la celda del secuestrador. Sus rostros se funden en uno solo, sus identidades
parecen intercambiables, c/u parece estar en el lugar equivocado, así uno siga,
al menos en teoría, en la vida y el otro vaya hacia el inexorable lugar de la muerte,
por decisión de unos jueces tan humanos y a la vez despiadados como cualquier otro
sujeto. ¿Será que el fatum del desafortunado está definido a priori o no por la
suerte del afortunado?
En
El malestar en la cultura Freud se preguntaba si después de constatar las
experiencias de la vida y de la Historia, alguien se atrevería a refutar que el
hombre sigue siendo lobo para el hombre (11) y uno viendo a un sujeto como Takeuchi
pudiera pensar que eso sólo atañería a él, corre el riesgo de equivocarse en tanto
han sido, para infortunio de obreros y trabajadores, humillados y ofendidos, oprimidos
y maltratados, sujetos como Gondo los que han incidido en peor forma para que la
Humanidad esté tan postrada como está, a merced de opresores, élites y tiranos,
sin nadie que remedie la situación. Aun así, la única situación de poder en que
Gondo está con respecto a Takeuchi es la del cambio personal que lo habita, al ver
la desgracia ajena de quien no fue capaz o no tuvo la voluntad de poder necesaria
para dejar atrás prejuicios de clase y dedicarse a mejorar su vida, si no a cambiarla,
para elevarse a la condición de ser humano, sujeto de dignidad y no objeto de la
violencia, la droga o la muerte.
Para
terminar, El infierno del odio es un filme sin final feliz ni moraleja al
frente: tan sólo la verificación del choque entre el bien y el mal, sin ardides
maniqueos, y con una fluidez tanto narrativa y visual, gracias a un guion que parece
resistir a convertirse en cadáver exquisito y al movimiento de cámaras que logra
plasmar la idea de Otto Preminger sobre el filme ideal: aquel que por los efectos
mismos de sus planos hace olvidar dicho movimiento por el camino. Al fluir de la
trama, a la forma de ir soltando personajes e historias, música, ruidos y sonidos,
se suma la capacidad de alternar empatía y desencuentro, quietud y movimiento, expresión
e inexpresividad. Detrás de todo ello, subyace la potencia para producir alegría
y desazón, emoción y dolor, caídas y clímax dramatúrgicos, sin crear apócrifas expectativas
ni producir engaños facilistas y antes bien, por contraste, permitir comprobar que,
pese al inconsciente deseo de G. Takeuchi, el odio, bajo ningún motivo, hace que
merezca la pena seguir viviendo.
NOTAS
(1) http://codigocine.com/el-infierno-del-odio-kurosawa/
(2) Con fotografía
del alemán Robby Müller. https://www.imdb.com/list/ls085369615/?ref_=tt_rls_4
(3) La Roue,
filme cuya versión original duraba siete horas y media o nueve, y que se lanzó el
17.feb.1923.
(4) MARX, Karl.
Manuscritos económico-filosóficos de 1844, Grijalbo, México, 1968, 160 pp.:
155 a 158.
(6) PUIGDOMÈNECH,
Jordi, EXPÓSITO, Andrés, JIMÉNEZ S., Carlos. Akira Kurosawa – La mirada del samurai.
Ediciones JC, PDF, 224 pp.: 82-83.
(7) DOSTOIEVSKI,
Fiódor M. El sueño de un hombre divertido (o ridículo). Panamericana
Ed., Bogotá, 2008, pp. 155 a 223: 222. En: Cajón de cuentos, libro donde
además aparece El cocodrilo, pp. 33 a 153.
(8) Íbidem, Nota 4, 160 pp.: 156.
(9) https://www.resumenlibro.com/fuenteovejuna
(10) VASSILIKOS, Vassilis. Z. Ed. Sudamericana, Bs. Aires, 1974, 439 pp.
(11) https://drive.google.com/file/d/1ppH0eOC-loN_vZKGKFa70PwwuWylaems/view
FICHA TÉCNICA
Título original: Tengoku to Jigoku. En español: Cielo e infierno / El infierno del odio / La casa en la colina / Arriba y abajo. País: Japón. Año: 1963. Gén.: Thriller / Suspenso / Drama psicológico. For.: 35 mm; b/n; 143 min. Dir.: Akira Kurosawa. Guion: A. K. / Eijirô Hisaita / Hideo Oguni / Ryuzo Kikushima, basados en El secuestro del rey, de Ed McBain. Mús.: Masaru Satô. Fot.: Asakazu Nakai / Takao Saitô. Prod.: Ryuzo Kikushima / A. K. / Tomoyuki Tanaka. Mon.: A. K. Int.: Kingo Gondo (Toshirō Mifune); Esposa de Gondo (Kyôko Kagawa); Inspector Tokura (Tatsuya Nakadai); Detective Arai (Isao Kimura); Secretario de Gondo (Tatsuya Mihashi); Ginjirô Takeuchi (Tsutomu Yamazaki). Prod.: Tōhō / Kurosawa Production Co. Dist.: Tōhō. Estreno: 1.mar.1963, Japón.
Agulha Revista de Cultura
Número 250 | abril de 2024
Artista convidado: Javier Marin (México, 1962)
editora | Elys Regina Zils | elysre@gmail.com
ARC Edições © 2024
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