Prometeo: –Sí: liberé a los hombres
de la obsesión de la muerte.
El Coro: –¿Qué remedio has descubierto,
pues, para este mal?
Prometeo: He hecho nacer entre
ellos la ciega esperanza.
ESQUILO
A comienzos de los años ochenta
sentíamos la profunda necesidad de decir, expresar, reflejar, difundir, promover,
exaltar, comunicar, abrazar, propugnar, batallar, ser, resistir con las palabras,
crear nuestra propia vida con el lenguaje. Nos dolía esta ciudad cuyo horizonte
se oscurecía gradual, inconteniblemente.
En 1982, Julio Domínguez y
Héctor Vásquez, dos obreros cultos, dirigentes del Sindicato de Trabajadores de
Polímeros, y yo, fraguamos en las escaleras del Barrio Tricentenario, la publicación
del primer número de la Revista Prometeo, en primitivo formato mimeografiado de
16 páginas, que digité en mi oficina. Ahí comenzó la épica de una época. Para la
segunda edición de la revista (28 páginas), que subtitulábamos “revista de poesía,
arte y cultura del movimiento obrero”, con estremecedores poemas de Nazim Hikmet,
diagramada por el pintor y boxeador Dick Harold, producida litográficamente el mismo
año, obtuvimos el apoyo adicional del Sindicato de Trabajadores de la Industria
del Tabaco.
Prometeo, dios griego del
fuego, de las artes y de la adivinación, había sustraído la llama sagrada del cielo
para proporcionarla a los humanos, que habitaban una perpetua noche. Una versión
refería que Prometeo (el Previsor), perseguido implacablemente por Zeus,
había ocultado el fuego sagrado en la misma savia de las plantas. Había sido celebrado
por Esquilo, Hesíodo, Luciano de Samosata, luego por Rubens, Shelley, Byron, Beethoven,
Liszt, y en tiempos recientes por Kafka, Scriabin, Orozco, Orff, Nono, Ruck y Char.
Como un talismán adopté para la revista su nombre, a fin de desplegar el trabajo
futuro.
En abril de ese año se celebraría
en la ciudad un desbordante desfile de carnaval, para conmemorar el Día Internacional
del Teatro, miles de jóvenes enmascarados, tatuados, disfrazados, asaltaron las
calles del centro, poetas, actores sobre altos zancos, artistas y estudiantes. Escribí:
Cuando la ciudad tiembla de
gozo ante el desfile de la locura: / El payaso mayor ondea en medio de la danza
la bandera del amor loco. / El niño escondido en nosotros ve pasar al viejo vendedor
de minisicuí. / Puede verse el baile ceremonial de bellas pieles rojas. / Pasa el
mapalé prohibido por las calles. / Pasan el árabe y su dulce palestina. / El anciano
que profetiza la mañana por la tarde. / Una madre con pasamontañas. / La juventud
en su guerra, disfrazada de sí misma, con el sol en sus ojos. / Pasa la eternidad
en una hora. / Cuando la ciudad tiembla de gozo ante el desfile de la locura: /
Con un arsenal imposible el amor embosca nuestras dudas. / Tu amor, luz en mi pecho,
vino en mis labios, siglo de agua, estrenando tierra. /
John Sosa hizo parte de quienes
prepararon febrilmente la escena. Estuvieron también otros poetas: Juan Guillermo
Rúa, Chucho Peña (cruelmente torturado y asesinado cuatro años después, en Bucaramanga),
Jesús Rubén Pasos, Sebastián Palá, Fernando Cuartas, Jairo Guzmán, Mario Pussicoit
y Gabriel Jaime Franco, quien escribió la declaración que selló el final del acto,
y que leyó a todos desde las gradas de la Catedral Metropolitana, en el Parque de
Bolívar, donde terminó la comparsa.
La revista logró nuevos apoyos
del Sindicato de Trabajadores de Empresas Públicas de Medellín y de la pequeña Cooperativa
de Trabajadores de Sofasa, dirigida por Oswaldo Gómez, cuya cooperación sería estimulante
y fraterna en los años futuros, no solo para la Revista Prometeo sino para el desarrollo
del Festival Internacional de Poesía de Medellín. La Cooperativa se convertiría
luego en un sólido banco, Confiar Cooperativa Financiera, una alternativa crediticia
y solidaria para los trabajadores del país, y una fuente de apoyo generoso e incondicional
para los proyectos artísticos de la ciudad.
Gabriel Jaime, cuyo último
empleo había sido el de panadero, estaba sin trabajo, después de mudarse cerca a
mi casa en el campo, en la vereda Cabeceras de Rionegro. Preocupado por su situación
económica, me reprochaba que yo dedicara mi tiempo al trabajo persistente con la
revista, teniendo hijos pequeños. Una tarde él estaba sentado, muy contemplativo,
en una banca del parque de Comfama en Rionegro. Dos personas que hablaban en la
banca de enfrente necesitaban con urgencia un panadero. Gabriel los abordó.
Nos visitábamos, nos visitaban
poetas amigos, celebrábamos la vida y la hermandad, llegaban Juan Manuel Roca, Javier
Naranjo, Gustavo Garcés, Alberto Vélez, Rafael Patiño. Unos más optimistas, otros
más escépticos, se hablaba de la utopia, un mar de esperanza inasible. Y de una
revista incipiente que teníamos entre manos.
En 1985 edité dos números
más de Prometeo (5 y 6): el más importante conteniendo la acabada traducción
de La Guerra Santa, de René Daumal, hecha por Rafael Patiño, y el discurso
de Saint-John Perse al recibir el Nobel en Estocolmo: Destino y dignidad de la
poesía, entre varios textos, incluyendo nuestros poemas. A partir de la séptima
edición, en 1986, las juntas directivas de los sindicatos retiraron su apoyo a la
publicación por relevos en sus juntas directivas. Los nuevos dirigentes de aquellos
sindicatos no consideraron importante la continuidad de la cooperación, definiendo
nuevas prioridades en sus gastos según sus metas.
Sin el auspicio de los sindicatos,
yo asumí la responsabilidad del sostenimiento y desarrollo ulterior de la Revista
Prometeo, con la colaboración de Ángela, iniciando un trabajo de divulgación
de la escritura creadora en la ciudad, para irradiar la obra de autores relevantes.
Presenté otro número, con
poemas contra la guerra, en la Biblioteca Pública Piloto el 29 de septiembre de
1986, ante una enorme audiencia, en el contexto del ciclo de lecturas de poemas
Poetas por la paz, organizado por Juvenal Herrera, en el que tomaron parte
22 poetas nacionales, entre ellos Luis Vidales, Jorge Artel, Carlos Castro Saavedra,
Juan Manuel Roca, José Manuel Arango, Raúl Henao, Julián Malatesta, poetas muy cercanos
como Gabriel Jaime Franco, Carlos Enrique Ortiz y John Sosa. La masacre contra la
Unión Patriótica había comenzado. Los organizadores manifestaron a los medios: La
vida es más que un desangre. Es necesario que la gente pensante ataje esta barbarie.
Y agregaban: Los poetas siempre han vivido entre dos mundos: el lacerante y real
sobre el que están parados, y el que sueñan y sobre el que se debe construir toda
utopía.
En 1987 circularon dos nuevos
números de la revista (uno de ellos, una feliz antología humorística), igual que
en 1988, viabilizando la perspectiva de la circulación cíclica de una revista que
era parte indivisible de nuestra sangre, que cuidábamos como a nosotros, germen
del trabajo futuro. La décima edición de la revista, en el espíritu prometeico,
manifestaba en su presentación:
No seremos los humanos de
un mito subyugado. Los pueblos levantarán sus leyendas de resurrección y retorno
a la condición original. Y Prometeo desde el Jardín de las Hespérides, lejos del
cepo de Zeus y Hefestos, volverá de nuevo amorosamente el rostro a su obra, de la
que ¿quién podría decir que la mitad está bajo la tierra y que la otra se halla
encadenada?
Por todos se espera. La hora
repica violenta para grilleros y cautivos, pues no habrá victoria contra el ser
humano. Pero en esta latitud encarna ya la generación gradual la poesía. Como las
nueve olas oceánicas se releva para alcanzar en el instante blanco la orilla. La
cuestión radiante. Tañido de lira de resurrección que renueva la promesa primaveral.
Y si la confesada angustia
pisotea errante las vías hay algo más en la irreductible firmeza que ama
y llama a la senda propia para seguirse a sí, flechando al buitre que nos devora,
horadando el peñasco de la inercia fatal.
En algunos de estos números
aportaban textos importantes el premiado poeta colombiano Juan Manuel Roca, siempre
dispuesto a enviarnos nuevos textos maravillosos; y Samuel Vásquez (director del
Taller de Artes de Medellín), quien durante años ayudó a la revista, sugiriendo
textos, e intermediando para que destacados pintores y grabadores colombianos accedieran
a prestar sus obras para ilustrar, e incluso introduciendo patronos para la futura
diagramación. José Manuel Arango cedió sus versiones sobre Emily Dickinson, Tony
Harrison y Roger McGough.
En 1990 estructuramos el primer
Consejo Editorial de la Revista Prometeo: Gabriel Jaime Franco, Carlos Enrique
Ortiz, Javier Naranjo, Alberto Vélez, Rafael Patiño, Jairo Ruiz, J. Arturo Sánchez,
Rubén Vivas, Luis Eduardo Rendón, Ángela García y yo. Nos reuníamos a planear contenidos
y actividades, distribuyendo responsabilidades y tareas.
Ese año regularizamos su circulación
trimestral, cada número fue una pequeña victoria y un festejo, para nosotros, para
los poetas y lectores de la ciudad. Pronto otros bardos del país fueron colaboradores.
Cada día era más sólida la hermandad alrededor, que preparaba y abonaba un terreno
subjetivo.
La ardua resistencia de la
Revista Prometeo no se acumulaba en vano; se consideraba después de 20 ediciones,
una de las principales publicaciones del país, al lado de Golpe de Dados,
Puesto de Combate y Ulrika (dirigidas por Milcíades Arévalo, Mario
Rivero y Rafael del Castillo, en su orden), entre otras, que circulaban poemas y
ensayos de la nueva generación de poetas y escritores colombianos. Se alumbraban
nuevos espacios para la imaginación urbana.
Nosotros queríamos inyectar
un espíritu de vida en una ciudad de muerte. No obstante, dedicar a este cometido
todo nuestro tiempo era difícil. Investigábamos, buscábamos el material impreso
y visual; yo editaba, diagramaba a mano –con tijeras, bisturí y pegante– y cuidaba
el proceso de impresión; Ángela se ocupaba de la financiación. Ambos abordábamos
el difícil asunto de la distribución. Cada edición fue defendida en las duras calles
de Medellín con la propia vida. Vendíamos pocos ejemplares y suscripciones en la
calle, oficina por oficina, persona por persona, para sobrevivir penosamente día
a día. Entre tanto la publicación era financiada con pequeñas pautas publicitarias
y con las precarias ventas en librerías.
Pagaba con mucho gusto
el precio de hambre que mi padre, dos décadas antes, me había advertido severamente
que tendría que pagar. Él temía por mi futuro. Mi madre Ilse me había enseñado a
leer cuando yo tenía cinco años. Y tres años después, yo leía oculto bajo las cobijas,
con una linterna, en prohibidas altas horas de la noche, libros asaltados a la misteriosa
biblioteca de mi padre.
Yo era un desertor de las
aulas. Siendo estudiante de 7° grado, me evadía del salón de clase. Subrepticiamente
me deslizaba en la penumbra hacia la biblioteca del colegio, regida por Gloria Bermúdez,
para abordar lecturas durante prolongadas horas. Me esperaban también libros bajo
la alzada tapa del pupitre. Yo aprendí en los libros, no en las aulas. Pero perdía
muchas asignaturas.
Eduardo Rendón, un sabio de
voz grave, profunda, un hombre de firme carácter, un agente de viajes que estudió
turismo en Londres y viajó varias veces en la ruta trasatlántica, recibía periódicamente
de mis profesores malos informes sobre mi condición de alumno disipado. Mi padre,
que no practicaba con sus hijos la “propulsión a fuete”, que hablaba con
las piedras y los árboles, me aconsejaba: –Hijo, debes saber que todos necesitamos
un guía. La humanidad tiene guías. Sigue a los grandes guías. Me hablaba de
Cristo, Buda, Teilhard de Chardin, de Mahatma Gandhi, de Charles Chaplin, pero también
de Vladimir Lenin. Mi adolescencia replicaba, a manera de respuesta algo soberbia:
–¿A los guías, quién los guía?
No obstante, mi progenitor
fue siempre un lector asiduo de historia, filosofía, economía, derecho, literatura
y poesía, que decía de memoria poemas de León de Greiff (a quien me presentó en
una fiesta en nuestra casa) y de Porfirio Barbajacob. De cuando en vez nos hacía
escuchar una grabación de El Sueño de las Escalinatas, de Jorge Zalamea,
poema del que repetía grandes trozos de memoria.
La muerte es el mal. La vida,
el supremo gozo. Todos teníamos miedo en Medellín. Se la bautizó Metrallo
y Miedellín. No se hablaba ya del medio ambiente envenenado en esta ciudad
industrial de Colombia –plomo en el aire y en los pulmones, y plomo en las calles–
sino del miedo ambiente reinante. Con talante macabro, una organización de
limpieza social, que asesinaba indigentes, se hacía llamar Amor por Medellín.
Todos los días había un mayor número de muertos. El anfiteatro permanecía colmado
de cadáveres hinchados sin reclamar. A las autoridades de medicina legal se les
prohibía suministrar las cifras reales de asesinados. Prevalecía un toque de queda
virtual, que se tornaba real y pesadilla. Cualquier persona podía ser ultimada,
en cualquier momento, e cualquier lugar, por la dictadura democrática. El
instinto arrasador fundó la siniestra lotería de explosiones y demoliciones. ¡Cuidado!
Se dinamitaban plazas de toros, negocios de chance, edificios, casas, bares, cafeterías,
buses, automóviles, radiopatrullas, personas, caballos, perros, gatos. Por donde
quiera que caminaras podía estallar una bomba. Alguien hacía una broma, con el proverbial
humor negro que nos defendía de la parálisis: explotaba una bolsa de plástico en
un lugar público y los peatones corrían espantados.
Fuerzas militares y policiales
realizaban barridos en las calles, requisando a los ciudadanos. Ángela y yo vivíamos
en una pequeña casa campesina que arrendamos en Copacabana. Una patrulla del ejército
allanó nuestra casa, sin exhibir una orden. Leíamos en ese momento. Un pasacalle
con el verso indígena araucano TODA LA TIERRA ES UNA SOLA ALMA, estaba desplegado
sobre los muros de la habitación. Los militares leyeron el texto sagrado que presidía
la pared, a continuación, pidieron excusas y se retiraron, sin revisar nuestras
precarias pertenencias y los libros de poemas. La vigilancia era estrecha. Todos
los teléfonos estaban intervenidos. Tú levantabas el auricular para llamar a un
amigo, pero te respondían desde la Cuarta Brigada.
Vivíamos en medio de una enorme
pobreza. Un día no tuvimos realmente nada que comer ni nada para ofrecer a nuestros
cuatro hijos. Escuchamos un golpe seco sobre el tejado de zinc de nuestra casa.
Un pequeño pájaro se había estrellado. Lo miramos con tristeza, inerte, caído en
el suelo. El pequeño pájaro fue nuestra salvación. Esa mañana temprano bebimos el
caldo de su vida sacrificada. Era tan pequeño, pero había alimentado a seis personas,
contribuyendo a continuar un trabajo de extrema supervivencia.
Nuestra pequeña casa rural,
para fortuna, poseía árboles frutales: naranjos, aguacates, nísperos, mandarinos;
nos alimentábamos, en tiempo de escasez, de sus frutos. Carecíamos de acueducto.
Bebíamos agua que caía de la montaña. En sequía, el pequeño arroyo se secaba. Apenas
fluía una gota tras otra. Así llenábamos pequeños recipientes para beber, cocinar
y mantenernos limpios. Vivíamos para el sueño del imposible. Un sueño que un día
tal vez ayudaría a alimentar al mundo.
FERNANDO RENDÓN (Colombia, 1951). Poeta, ensayista, editor y periodista. Fundador y director de la revista de poesía Prometeo desde 1982. Fundador y director del Festival Internacional de Poesía de Medellín. Coordinador General del Movimiento Poético Mundial desde 2011. Ha recibido premios por su trabajo en Suráfrica, China, Rumania, Egipto, Cuba, Bangladesh, Rusia y Vietnam. Ha publicado 24 libros entre obra poética y antologías de poemas. Sus poemas han sido publicados en cerca de 25 idiomas y antologados en numerosas selecciones de poesía en el exterior. Libros de poemas suyos han sido publicados en Francia, República Popular de China, Vietnam, Rumania. Venezuela, Egipto, Italia, Costa Rica y Estados Unidos. En junio de 2008 recibió la máxima condecoración del Congreso de la República en la categoría Comendador, en nombre del Festival Internacional de Poesía de Medellín. Ha asesorado la creación de varios festivales internacionales de poesía en Colombia, Europa y Asia.
LUCAS FIER (Brasil, 1989). Surrealista contemporáneo, su obra está impregnada de temas como el erotismo, lo sagrado y la herejía, desafiando los límites entre lo sagrado y lo profano, la realidad y el sueño, la objetividad y la subjetividad. Explorando elementos simbólicos con gran detalle y una técnica orientada al realismo, fusiona estados oníricos, psicodélicos y fantásticos para exaltar la materialidad de los cuerpos, la opulencia de la vida y la fascinación por el misterio. Es doctor en Historia por la UFPR, máster en Artes por la Facultad de Artes de Paraná (Unespar) (2021) y licenciado en Dibujo por la Escuela de Música y Bellas Artes de Paraná (Unespar) (2012). En sus obras utiliza óleo, grafito, bolígrafo, tinta china, acuarela y acrílico. Artista invitado de esta edición de Agulha Revista de Cultura.
Agulha Revista de Cultura
CODINOME ABRAXAS # 08 – FESTIVAL INTERNACIONAL DE POESIA DE MEDELLÍN (COLOMBIA)
Artista convidado: Lucas Fier (Brasil, 1989)
Editores:
Floriano Martins | floriano.agulha@gmail.com
Elys Regina Zils | elysre@gmail.com
ARC Edições © 2025
∞ contatos
https://www.instagram.com/agulharevistadecultura/
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FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com









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