terça-feira, 1 de dezembro de 2015

S11 | O RIO DA MEMÓRIA | JOSÉ ÁNGEL LEYVA





ALFREDO FRESSIA | La epopeya de José Ángel Leyva

ANA FRANCO ORTUÑO | José Ángel Leyva y la presencia de La Otra

DAVID CORTÉS CABÁN | José Ángel Leyva

FLORIANO MARTINS | Diálogo con José Ángel Leyva

JAIME LONDOÑO | La emoción  en Catulo en el destierro

JOSÉ ÁNGEL LEYVA | Evelio Rosero, la palabra sangra

JOSÉ ÁNGEL LEYVA | Notas de viajes

JOVAN ZIVLAK | Entrevista con José Ángel Leyva

JUAN GELMAN, TERESA AMY, LUIS MARÍA MARINA | Sobre José Ángel Leyva

PABLO MOLINET | Aguja, de José Ángel Leyva






Organização a cargo de Floriano Martins © 2015 ARC Edições
Artista convidado | José Luis Ramírez (México, 1981)
Imagens © Acervo Resto do Mundo
Esta edição integra o projeto de séries especiais da Agulha Revista de Cultura, assim estruturado:

1 PRIMEIRA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
2 VIAGENS DO SURREALISMO
3 O RIO DA MEMÓRIA

A Agulha Revista de Cultura teve em sua primeira fase a coordenação editorial de Floriano Martins e Claudio Willer, tendo sido hospedada no portal Jornal de Poesia. No biênio 2010-2011 restringiu seu ambiente ao mundo de língua espanhola, sob o título de Agulha Hispânica, sob a coordenação editorial apenas de Floriano Martins. Desde 2012 retoma seu projeto original, desta vez sob a coordenação editorial de Floriano Martins e Márcio Simões.

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PABLO MOLINET | Aguja, de José Ángel Leyva


A la fecha, la puerta ideal para entrar en la poesía de José Ángel Leyva es este libro, pues el lector hallará aquí, esmerados, ciertos valores que este poeta se ha propuesto desde hace más de veinte años. Aguja es un altozano –provisorio, sí, pero ventajoso– para contemplar en su entera extensión un camino.
Tan reticente al encanto de otras lenguas y de otras tradiciones, tan obstinadamente latino y castellano en sus negocios poéticos, tan distante del expresionismo alemán como del modernismo estadounidense, Leyva guarda un parentesco subterráneo con dos figuras clave de ambas escuelas; a saber, Gottfried Benn y William Carlos Williams.
Los tres son médicos. Los liga una actitud frente al otro, frente al cuerpo y frente al sufrimiento.
No hay criatura más desengañada y a la vez más idealista que un médico. Más cínica y más candorosa. Y no puede ser de otra manera: los médicos trabajan con lo que se oculta bajo la ropa; poseen el paradójico tesoro de tocar –literalmente– el patetismo humano.
Ello confiere una contextura, un temple moral. Un médico es de necesidad un moralista; un activo observador de las costumbres; un Lichtenberg en acto o en potencia.
Pruebo similar amargura en los tres poetas. Y descubro que esa amargura –virulenta en Benn, atemperada en Williams, ironizada en Leyva– es un recurso no solo central, sino indispensable, pues materializa la piedad y la rabia. Sin ese vehículo, la una es blandenguería y la otra un espasmo ajeno a las palabras. 
Hallo también, en los tres, los concerns intelectuales propios de una formación científica. No son poetas arrebatados, entregados al pathos; no militan, tampoco, en las líneas de esos liróforos celestes ensimismados en el lujo de su vocabulario o en los misterios de la escansión. Les apura conseguir una coherencia no por subjetiva menos exacta entre realidad, percepción y ejecución. Coherencia que bien puede prescindir de lo explicativo pero no negocia con lo estético. Jamás intercambiarían un verso abrupto, pero acorde a su propósito, por uno cadencioso que aleja al poema de su intención primera.
Son poemas que se imponen el rigor del diagnóstico. Y eso los hace necesarios.
En razón de su tono y de su forma, el de José Ángel Leyva es un trabajo que oscila entro lo áspero y lo hostil. Su predilección por el sarcasmo le confiere particular acritud, sus poemas se aprecian dotados de una gestualidad cercana al rictus.
¿Qué no es esta poesía? Serena, plácida, comedida. Hasta sus ángeles, visitaciones frecuentes, antes que reverenciados, son auscultados con rudeza.
José Ángel Leyva no tiene modales. No saluda al lector, no le conduce por los corredores, no ofrece pagar la cuenta. Al contrario: se burla de él, de vez en cuando le larga un bofetón y, en sus mejores momentos, en los más sugerentes, le pone la máscara del diablo.
Exaltar valores poéticos es vicio crítico. Lo que digo de Leyva nace del placer que depara describir una poética que consigue imponérsele al lector, a pesar de que le sea ajena.  Suelo estar en gozoso desacuerdo con las soluciones y las decisiones de este poeta. Pero los poemas obvian la discrepancia y se me imponen así como son y, por más que lápiz en mano tacho aquí y muevo acá, son exactamente como son y no podrían ser de otra manera.
Y ese triunfo de persuasión es a mi ver un rasgo clave para distinguir una poesía robusta y –cabe arriesgar– duradera.
Otro rasgo para distinguir una poesía de esa índole es percatarse de qué tan capaz es el poeta de, como se dice en inglés, to make the most. De hacer lo más de lo menos.

NAGUAL 7
ESPEJO

Suele ocurrir frente al espejo
con la espuma dentífrica en la boca
El aliento sobre el vidrio no aparece
Intrigado el reflejo de la luna se agazapa
¿Quién es el que te mira
con una lágrima estelar
frente a los ojos?

Tu rostro no es el de antes
No es el tuyo
Es la geometría del agua en su caída
en pleno vuelo hacia la sal
donde te ves multiplicado


Eres un vidrio sin azogue
La ventanita al pozo del silencio
Y una vez más las lágrimas por fuera
se estrellan en la ausencia

Entonces
cuando dejas de ser
eres el mismo
Te secas y te esfumas
Nada sabes de ti ni de los otros

Lavarse los dientes es correcto
Nunca sabes si volverás a despertar  

Formalmente, este poema de Aguja es Leyva en estado puro. Los valores visuales en primer término, la construcción sonora que no se quiere música sino algo menos evanescente y más corpóreo. La puntuación aludida, no marcada, que es ambición de una organicidad superior en cada estrofa. Y el rasgo que más aprecio pues no se puede atribuir a cualquiera: el qué se impone al cómo arrolladoramente. Hay poemas por demás invaluables, digamos Muerte sin fin, que dependen absolutamente de su forma para sobrevivir; “oh inteligencia soledad en llamas” es una afirmación cuya contundencia radica en su melódica sintaxis. Para bien y para mal, son palabras. En cambio, la imagen madre, la célula pluripotente de este poema de Leyva permanece como un recuerdo, quiero decir una imagen, detonada por palabras pero que no las necesita para seguir viva en el lector.
Y he aquí que la mismísima Muerte nos visita mientras nos cepillamos los dientes, y nos extraña de nosotros mismos. Durante cinco estrofas, dure esto lo que dure en el tiempo interior de la percepción y del hallazgo, nos vimos muertos. No medió ningún escenario trascendente, no fue necesaria más operación espiritual que llenarse la boca de espuma mentolada para asomarnos a un abismo que no requirió ese nombre prestigioso; antes bien se permitió un diminutivo: “La ventanita al pozo del silencio”.
Si bien tensa, si bien atenta a los valores propios de su disciplina, la puesta en página evade con éxito la grandilocuencia que las convenciones asocian a la epifanía y remata con una sonrisa: “Lavarse los dientes es correcto | Nunca sabes si volverás a despertar.” La resignación ante lo frívolo me hace desconfiar del humor en la poesía; en Leyva ocurre a la inversa, la sonrisa socarrona duplica el golpe del poema.
Por esa razón es que el primer valor que destaco de Aguja es su voluntad de juego.
Al menos en poesía, un lúdico es un ludópata. Los chistes, los juegos de palabras, entrañan la naturaleza súbita e irreversible de los dados en vuelo a la ruleta. Y las probabilidades no suelen favorecer al jugador. Hay por ejemplo en un libro anterior de Leyva, Duranguraños, una riqueza poética y humana cuyo sólo parangón es la Chetumal Bay Anthology de Luis Miguel Aguilar, pero que el título traiciona y entorpece. Ese libro es cualquier cosa salvo un divertimento. Aguja muestra que el ludismo de su autor es de largo alcance, que es un medio y no un fin. Que la risa es, en última instancia, estremecimiento.
El lector hallará el segundo valor de Aguja si lo lee en el orden establecido por su autor. Es un viaje que inicia y termina en el territorio del cuerpo. Comienza con la contemplación de los propios dedos y cierra con la doble desnudez de los amantes. Sus estancias son múltiples, heterogéneas, y al mismo tiempo lo inverso: es un libro de poemas dotado de una fuerte trabazón, que no atañe tanto a los temas, cosa tan evanescente en poesía contemporánea, sino a los tonos y sobre todo a algo que llamaré, insuficientemente, perspectiva.
    No hay poeta digno de ese nombre que no asuma riesgos. Empero, son distintos los de un poeta solar y diurno (Jorge Guillén) y los de uno lunar, nocturno (José Antonio Ramos Sucre). Y quizá los que más deban llamarse riesgos, peligros, son los de un poeta de la carne, como Leyva.
Pues un poeta puede encogerse de hombros ante el riesgo de deslumbrar a su lector hasta la ceguera, como Guillén, o de contristarlo hasta el suicidio, como Neruda, pero pocos, poquísimos, asumen el riesgo de equivocarse, de fallar, de trastabillar y caer; el riesgo de asumirse como poeta de la carne, de lo humano siempre entre dos aguas. El riesgo, digo, de encarnar en cada poema el cuerpo, desde adentro; el doliente, escasamente apolíneo, más bien ridículo cuerpo humano. O sea, el teatro real de las emociones. El carromato auténtico de los sentimientos. Ése que la poesía suele idealizar o solemnizar; esto es, disfrazar, rechazar: “Vístete, que hay visitas.”
Leyva ha corrido ese riesgo: el de encarnarse en la difícil música del cuerpo; crujir de huesos, calambre a medianoche, rechinar de dientes. Leo en sus continuas visitas a lo sobrenatural (dioses y demonios, naguales y dioseros) la afirmación de que si hay una divinidad, una esfera sublime, es la de lo humano desnudo, contemplado con los ojos a la vez afilados y compasivos del médico.  
Sarcástica y enternecida, sin cobijo espiritual, la belleza de su poesía radica en ese ver, sin idealización y sin patetismo, el interminable territorio del deterioro y de la estría y afirmarlo como nuestra única posesión auténtica, como nuestra sola herencia indiscutible: “Uno nace del querer aunque no quiera”, reza un verso memorable de este libro que demanda leerse despacio, en atenta observación de sus insinuaciones, de sus escorzos, de su abundancia de preguntas y su deliberada escasez de respuestas.
Lo único más convencional que los modales mexicanos es la poesía mexicana. Se espera un “encantado, señorita Pulcritud”, un “con permiso, señor Discurso Elevado” y “a sus órdenes, señora doña Tradición”, con el timing y la entonación del caso. Si un poema o un libro de poemas no se conduce así, no brilla en sociedad. Y justamente las convenciones –queremos leer a un Paz sublime o a un Sabines quejicoso– nos alejan de tentativas tan complejas y tan audaces como la de José Ángel Leyva.  
La aguja es el único instrumento punzante en cuyos fines no cabe ambigüedad: cura o remienda. En esa sola imagen, la de un modesto artefacto de farmacia o de costura, y sin embargo hermoso de silueta, y brillante y puntiagudo, caben todos los afanes de un poeta que lleva veinte años de ser inquebrantablemente leal a sí mismo.



***

Aguja (Essan, Punta Umbría, España, 2009). Aiguille/Aguja (Secretaría de Educación y Cultura del Estado de Chihuahua/Écrits de Forges/Mantis Editores, Québec, 2010). Página ilustrada con obras del artista José Luis Ramírez (México, 1981).






JUAN GELMAN, TERESA AMY, LUIS MARÍA MARINA | Sobre José Ángel Leyva


1. JUAN GELMAN | Destiempo de José Ángel Leyva

Destiempo reúne poemas de distintas obras del autor escritas a lo largo de casi 20 años, pero no es una antología: es un libro. La muda rebelión de la niñez frente a la muerte sostiene a esta voz continua que recorre con profundidad cabal la distancia entre la poesía y el poema. “La lengua dice y desdice con sus dos costados”, afirma José Ängel Leyva, y encuentra en la vida y en las cosas nombres de su invisibilidad.
Esta antología personal de José Ángel Leyva es peculiar. Va de su libro más reciente a libros anteriores como si este recorrido de casi 20 años propusiera un viaje de regreso al origen de su poesía, a obsesiones primeras que recorren toda su obra. Me resulta imposible una lectura o descripción académica de esta obra llena de esplendor, hablo desde la vida que me da.
 John Donne simbolizaba a la belleza como un círculo, la figura geométrica más perfecta, y escribió ese poema estupendo del compás que dice en el último verso “acabo donde empiezo”. Prefiero la definición de Sor Juana: la belleza era, para ella, una espiral de giros cada más altos y más amplios en los que la misma materia, el mismo punto, la misma obsesión se mira desde otro lugar, más elevado, más rico y diferente. Así es el mester del poeta y de ahí su insatisfacción con lo escrito, hecha, tal vez, de la espera de una expresión más justa de lo mismo. Nunca la alcanzará y seguirá buscándola y encontrándola como montado –según la poesía árabe clásica-- por un demonio que le exige escribir lo que la lengua no dice todavía.
Las obsesiones centrales de José Ángel no son momias, sino un combate que transforma. “Y aunque somos la misma persona/ya no somos los mismos/después de interrogarnos escuchando/y luego despertar/sin oír/nada”, dice en un poema de Entresueños, libro del 1992. “Voces no natas  discuten en su oído”, dice en un texto de Aguja, publicado 17 años después. Son los enigmas que atormentan a cada poeta de verdad y José Ángel  busca “el doblez del verbo”, dice en Catulo en el destierro, ese libro extraordinario que publicó en 1993. ¿Qué es la palabra?, se pregunta José Ángel. ¿Qué dice y cuánto calla? Su volcán interior “sacude la casa donde duermen las fieras y las armas”.
   Este maestro diseña una figura muy precisa del trabajo del poeta: “Con el puñal abro caminos/sigo la jungla de borrones/que se enredan en mi historia” (Entresueños). Porque hay que entrar en sí mismo con un puñal o un machete para segar las malahierbas que el mundo y nosotros mismos hacen crecer en nuestro interior. Sólo así el desconocido que yace en el fondo del poeta puede hablar. El desconocido de José Ángel, el “otro”, el que lo escribe, dice que “hace tiempo empuña el lápiz como daga”
   José Ángel pelea contra la muerte desde su infancia. “No fui niño”, dice. “/por miedo a la muerte agazapada. /Acaso el silencio estaba en las uñas que nunca mastiqué” (Destiempo). Pero “su ayer es hoy entre nosotros”. Es “la vida le pasa sin soñar dos veces”, su “estar sin ser”, un mundo espiritual que nos llena de nuevos universos que teníamos sin saberlo y sus poemas despiertan.
   Querido maestro, necesitamos que siga buscando la palabra que nunca encontrará: su camino está iluminado por joyas del invisible desencuentro.


2. TERESA AMY | La poesía de José Ángel Leyva

Primero conozco la poesía de José Ángel Leyva y luego, recién, me entero de algunos datos de su biografía. Que nació en Durango, México, en 1958, de donde resulta, con precisión aritmética que no tenía más que diez años en la ebullición del 68. Es curioso ya que de ese tiempo podría hablar uno de sus versos: "Nos da a morder su aroma/ nos comen sus delicias". Por eso tal vez es que la poesía debe mirarse sin otros filtros.
Así la miro, entonces. La siento más que fuerte, poderosa. Me conmueve “Hermano padre”, así como “Silvestre Revueltas”. Me sorprende la calculada virulencia de “El espinazo del diablo”, me refiero al poema, pero también al libro, obra por demás magnífica. De ahí procede el verso citado líneas arriba. Como bien dice la introducción de Duranguraños, que recopila parte de su poesía:  "La geografía imposible del alma está dibujada aquí..."  Sigo con Duranguraños entre mis manos, internándome en sus páginas. Veo que “El alacrán” es una pieza de alta poesía, muy lograda, que me hace pensar como en una pintura evocadora. El poder evocador de la poesía. Aquí el poema se libera de la intención el autor y se vuelve una evocación de los alacranes que yo veía en una casita de piedra y cal que tuve en el medio de la nada, en una de nuestras playas más alejadas, muy al este,  en un barranco sobre el océano. Allí entre unas piedras, pero adentro de la casa, vivía una familia de alacranes, a los que yo les temía con todo horror, por supuesto, pero a los que terminé acostumbrándome. Y los observaba, con sus pequeños hijos. Como si de ellos hablara sigue diciendo José Ángel: "Es la piedad herida de impotencia/amargo aguijón de la ternura". Hermosísima imagen, al igual que todo el poema, uno de mis preferidos en ese libro. El final resulta magistral: “No habrá culpa ni dolor/ de haber ganado el tiempo/ en cada trozo del amor materno”.
El libro se llama Duranguraños y también “Duranguraños” se llama uno de los textos que lo integran. Ese poema me estremece con su tenor emotivo de las evocaciones. Es algo que aparece en muchos poemas de la recopilación, pero allí, en ese poema, me hace detener. Al pensar un poco más en qué es eso que evoca en mi memoria poética, llega el nombre de Boris Pasternak. El poeta ruso le dice, en una de las cartas de julio del 26, a Marina Tsvietáieva: "Dios, cuán hondamente amo todo lo que no fui y no seré..."  La fuerza y la dulzura, pero la desolada fuerza de Pasternak, aunque en el caso de José Ángel con la vitalidad de la sangre antigua y renovada. Ya no puedo dejar de leer. Cuando evoco lo que he leído, en una pausa, retengo que “Naranjas en la nieve” me ha encantado; también queda la convicción de que un pintor le envidiaría a José Ángel su bellísimo “Parque Guadiana”, tal vez el mismo que pintara el cuadro inspirador... En cuanto a los puentes, es imposible no percibir ecos homéricos que resuenan en “Sangre enemiga” y en “Los escombros del alba”, del libro Los Versos del Guerrero...
En mi mesa de lectura también hay otro libro, ya por fuera de la antología Duranguraños. Se trata de Aguja, bellamente editado por Aullido. Ahí leo “El Dios Murciélago” y de nuevo las evocaciones de experiencias que están fuera del alcance de las intenciones del poeta. Si antes fueron los alacranes, acá es esa pieza precolombina que con tanto temor y veneración vi  en el Museo de Antropología de Ciudad de México. Fue curioso haberme quedado sola en esa sala, sin más visitantes que yo misma, y ver cara a cara el peso de esa presencia, que sólo técnicamente puede considerarse una “pieza” y que en verdad es una encarnación de algo otro, que no siempre se llega a comprender. Ambos libros tienen que ser leídos otra vez, y releídos de nuevo, única manera de leer de verdad poesía. Poesía de verdad, con espesor. Y  una espesura que guarda el alma de las cosas. 


3. LUIS MARÍA MARINA | El mundo de otro mundo

Hay en la poesía de José Ángel Leyva una querencia natural por la función creadora del lenguaje. Aquella que le lleva a emprender el camino siempre espinoso de la sabiduría; a descender después para, con el conocimiento trabajosamente adquirido, mezclarse con sus iguales; y, una vez entre ellos, a entregarse en cuerpo y alma a la única tarea que cabe al poeta contemporáneo: la restitución a la existencia, hic et nunc, de la salud, del ardor mismo de la vida. Al Hölderlin que formula el ya canónico wozu Dichter? (“¿Para qué poetas?”), Leyva no lo ha bajado de ningún zócalo, sino que lo lleva dentro de sí y con él dialoga permanentemente. El poeta no entona el wozu Dichter? por la misma simple e inefable razón que ningún dios responde a la razón de su existencia. La función del poeta de Aguja es genialmente soberbia. Si los dioses nos han abandonado, nos queda el mundo. Y si el mundo se nos cae a pedazos, mejor; rehagámoslo con la misma fuerza creadora que impulsó a los dioses. Rehagámoslo siempre, sin descanso, hasta caer muertos.
Aguja es, por tanto, una sucesión de mundos, o, mejor, el hallazgo del mundo que yace tras el mundo. Sus estancias son poemas, pero también “pasajes” en el sentido, claro, de Benjamin. Erizos que se proponen, se contienen y se agotan a sí mismos. Y que, no obstante, se comunican por medio de pasajes ocultos con cada uno de sus vecinos, consiguiendo el milagro de que la suma de cuarenta y nueve erizos tenga como resultado un nuevo erizo, numerado con el cincuenta, que contiene por arte de alquimia pura a todos los anteriores.
Las herramientas con que Leyva forja sus mundos son variadas. En ciertos pasajes, opera sobre la propia realidad, aplicando un bisturí sutil. Extirpa la gris costumbre de la realidad para en su lugar colocar la sorpresa multiforme que perciben los ojos alucinados del curioso impenitente que a todos y a todo interroga. Así en poemas como "Nagual 7": “entonces/ cuando dejas de ser/ eres el mismo” o Nagual 9, que concluye con el magnífico verso “es tiempo de emigrar a otro verano”. O bien recurre a la imagen deslumbrante, arriesgada (“nubes transgénicas”, “máscara de espuma”), que no encuentro en los poetas mexicanos de su generación porque viene de otro lugar, de un António Ramos Rosa. O, simplemente, aplica una casi imperceptible cirugía estética, caso de "Agosto", poema extrañamente luminoso que niega la noche en que vive, desde Baudelaire, el poeta citadino y afirma la posibilidad de que la luz bendiga a la ciudad. Un poema que, como decía Eugénio de Andrade, dice las dos o tres palabras que lo dicen todo, al decir lo esencial, siendo lo esencial decirse a sí mismas.
En otros pasajes, el poeta deja los trastes del cirujano y se tiende en la mesa de operaciones. Todo, entonces, punza. Proliferan buñuelianas navajas que, al rasgar la retina, rompen el velo que nos impide contemplar la realidad. Vuelan lorquianos cuchillos, dagas, agujas, siempre de doble filo, que hienden la carne, pero también zurcen las heridas. Zumban los mosquitos, “metralla… en el ritual de la sangre”. Desgarran los dientes, causando en la carne una “hemorragia del no ser”. Edipo comparece armado con los broches del vestido de Yocasta para obsequiarnos con el espectáculo de su ceguera. Y aún Tarzán, un lastimero Aquiles desarmado por la urbe, blande sin objeto su mísero cuchillo.
Al cabo, el poeta se desprende de la máscara y se muestra en todo su ruinoso esplendor: espléndido “poeta cenizo” (versión gore de uno de los poemas de El guardador de rebaños de Alberto Caeiro, aquel que comienza “Desde la ventana más alta de mi casa / con un pañuelo blanco digo adiós / a mis versos que parten hacia la humanidad”). Y, una vez en escena, se declara dispuesto a iniciar la vida con el solo poder de su palabra. En "Imagen" escribe: “En plena abstinencia de figuras tuve un sueño (…) El verbo fue primero / luego, la imagen valió más que mil palabras”. En "Dioseros", “abre la puerta del lenguaje” para volver, desnudo, al principio. El mundo puede (y debe) ser re-creado. Y al re-crear el mundo, se re-crean los espíritus gemelos con una peculiar modulación. “Alguien me ha dicho que traigo el diablo adentro”, confiesa el poeta, y descubrimos entonces que, triple salto mortal, el Johann Faust contiene ya de serie a su Mefistófeles, que el poeta, auténtica “máquina soltera” en el sentido de Duchamp, si quiere entablar negociaciones con el de abajo sólo necesita hablar consigo mismo.
Vamos terminando. Una finalidad sin fin. Al diseccionar nuestra capacidad cognitiva Kant nombra, de paso, la esencia misma de la Poesía. Una finalidad sin fin. Un propósito gozoso y autorreferencial que se justifica a sí mismo. Todos y cada uno de los pasajes, todos y cada uno de los mundos de Aguja comparten esa característica común: son prisiones gozosas, mundos habitables. Lugares donde somos invitados por el anfitrión, ducho y generoso, a quedarnos a vivir. Lugares donde descansar, morosamente, entre las letras. Tomo el guante que el poeta lanza, generoso, en mitad de la plaza. Con su permiso, en el misterioso doble filo de esta Aguja, me quedo a vivir.




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Página ilustrada con obras del artista José Luis Ramírez (México, 1981).






JOVAN ZIVLAK | Entrevista con José Ángel Leyva


JZ | Usted está formado como psiquiatra. Es un ámbito muy provocador para cualquier filósofo de la sociedad. Si he entendido bien, su punto de vista respecto a la psiquiatría no representaba un estándar dentro de las circunstancias mexicanas; usted abogó por un enfoque anti-psiquiátrico que rechazaba la represión y la medicación en el tratamiento de los así llamados enfermos. Es una especie de resistencia a las interpretaciones dogmáticas de la psiquiatría que controlaba y excluía más que ayudaba a los pacientes. ¿Conoció los trabajos de Ronald Laing y Michel Foucault?

JA | No, en realidad fui formado sólo como médico, no como psiquiatra. Estuve trabajando un año en el Hospital Psiquiátrico Bernardino Álvarez, que es el nombre de un aventurero español en tiempos de la Colonia cuando venían de Europa a la Nueva España a buscar fortuna fácil. Este hombre sufrió una conversión luego de ser apresado por juntarse con una banda de tahúres y estafadores. Fueron enviados a Filipinas, pero huyeron antes de partir. El único que se salvó de ser recapturado y de la horca fue Bernardino que, gracias a una amante viuda, encontró un camino al puerto de Acapulco donde se embarcó hacia Perú. Allá amasó fortuna y regresó a la Nueva España después de diez años. Su madre y sus hermanas se habían refugiado en un convento y renunciaban a los bienes mundanos, estaban casadas con Dios. Bernardino invirtió su dinero en el hospital de San Hipólito para recoger a los enfermos mentales y atenderlos. Así fundó el primero hospital para personas con trastornos mentales y creo una orden de seglares que nunca fueron reconocidos por la Iglesia como religiosos, sino como hermanos de la caridad. Yo conocía por supuesto la Historia de la locura de Michel Foucault, y otros textos. Yo estaba consciente de que los enfermos mentales eran vistos más como desperdicios humanos y no como personas enfermas. Abandoné la medicina justo cuando estaba asegurado mi ingreso a la especialidad.

JZ  | Abandonó la psiquiatría y se dedicó a la literatura. Se licenció en Filosofía y se incorporó al activismo cultural que propagaba la lectura. ¿En qué medida su experiencia psiquiátrica contribuyó a su entendimiento de la sociedad y la lengua? ¿Existen relaciones?

JA | Como dije, sólo inicié mi formación psiquiátrica. Mis conocimientos médicos me permitieron reconocer el sentido y el papel del dolor en el arte, la caducidad no sólo del ser humano, los animales y las cosas, sino de la propia lengua, de las obras literarias que no resisten el paso del tiempo. Pero sobre todo a la hora de cursar Letras Iberoamericanas me percaté de la absurda separación de la cultura, el divorcio entre la intelectualidad científica y tecnológica de la cultura de las humanidades. Esas dos culturas que refiere Charles Percy Snow en su famoso ensayo: “Las dos culturas”. Esa relación esquizoide del pensamiento que nos impide ser un poco más sabios y sensatos. También me dio acceso al periodismo en el campo de la ciencia y la tecnología, que me dio un camino de sobrevivencia y una puerta de entrada al trabajo editorial y al periodismo de la cultura. Esos vínculos me obligan a palpar la realidad y a entreverarla con mi poesía y mi narrativa, como mis crónicas literarias.

JZ | Fue de izquierdas. ¿El izquierdismo es una tradición cultural y política entre los escritores e intelectuales mexicanos? ¿Qué aportó esta corriente a su curiosidad intelectual, a sus viajes descubridores a Europa?

JA | La izquierda no sólo en México, sino en toda América Latina fue una noción de justicia y libertad, luego se convirtió en una lucha electoral donde lo que menos importa es la comunidad. Ha habido una perversión de la política en una lucha de poderes mezquinos y sin rumbo. El deterioro moral en mi país es en parte por la ausencia de una izquierda coherente. No la del realismo socialista, la del stalinismo, sino una izquierda democrática y moderna que respete ante todo la libertad y la justicia, que reivindique un humanismo dialogante. Desde esa perspectiva me sigo considerando de izquierda: lucha por la dignidad y los derechos humanos, donde exista la voz del otro, el débil, el menos fuerte, allí está mi conciencia política. Como decía Salvador Allende cuando visitó México, ser joven no ser revolucionario es una contradicción. Ya no soy joven, pero creo en la necesidad de los cambios. Nuestro Alfonso Reyes, a quien Borges calificó de maestro, dijo que el chauvinismo y el provincianismo se curan viajando. Abomino de los patrioterismos, de los nacionalismos, creo en una patria universal. América Latina es una parte de Europa y otra de África, y otra, la mayor, de América. Latinoamérica no es un país, es muchas realidades distintas, más de lo que se piensa. Hoy se comienzan a reconocer la permanencia de cientos de lenguas indígenas en resistencia de siglos en cada nación en que les ha sido negada su pertenencia.

JZ  | Después de sus viajes europeos ¿cuál fue su visión de México y cuál del continente suramericano, de su identidad cultural y su historia?

JA | Me siento profundamente latinoamericano por las coincidencias históricas, por la lengua europea que nos hermana, el español o castellano, por nuestras derrotas y nuestros sueños de mejores tiempos. México tiene una frontera que lo aleja más acercarlo a Estados Unidos. Esa línea y esa vecindad le ha impedido al mismo tiempo estrechar más los lazos con el resto de la América Latina, incluyendo a Brasil. No es fácil ser vecinos de la potencia militar más poderosa del mundo y de la aún primera potencia económica del planeta. Por eso Europa es un referente más amable y nostálgico de las raíces latinas del subcontinente.

JZ  | Tratándose de escritores, siempre existen mitos personales sobre el descubrimiento de la literatura. Sin embargo, a menudo somos nosotros mismos los que creamos estos mitos porque ya tienen fuerte arraigo dentro del sistema educativo, en las representaciones culturales sobre los fundadores y en las construcciones de la sensibilidad social. ¿Los poetas los aceptan, los siguen construyendo, pero también los cambian, polemizan con ellos...?

JA | Sí, particularmente en México, donde se ha ejercido el poder desde los círculos intelectuales y el Estado ha sido muy inteligente al cooptarlos otorgándoles privilegios que no tienen otros intelectuales latinoamericanos en sus respectivos países. Este 2014 se conmemoran los cien años de tres autores mexicanos ilustres: Octavio Paz, el Premio Nóbel mexicano, José Revueltas, uno de nuestros mayores narradores y activistas de izquierda, que vemos más en las perspectiva de un izquierdismo libertario, y Efraín Huerta, un escritor con mucho humor que mantuvo fiel su stalinismo. Paz ha sido homenajeado por el gobierno como un héroe y no como un intelectual al que se debe de revisar y desacralizar. Los otros dos, opositores siempre, son revisitados con afán crítico.

JZ | Una imagen general de los héroes modernistas que crearon la base de nuestra cultura poética es sorprendente o esperadamente idéntica. En ciertas regiones hay matices con los héroes locales. Pero en todas partes nos encontramos con Baudelaire, Rimbaud, Rilke, Dylan Thomas, Borges, Octavio Paz, la española generación del 27, etc. ¿Cuál es su deuda poética con estos escritores del cánon?

JA | Es una deuda profunda de lector más que de escritor, son mis referentes obligados. Y aunque los haya leído, siempre estaré en falta de lecturas más atentas, más críticas. No los veo como héroes, sino como productores de realidades propias, de discursos estéticos muy personales y auténticos.

JZ | Ha escrito sobre Cátulo como la gran figura del exilio, un poeta extraordinario y poco convencional en el marco del régimen cultural de un gran imperio. Ese gran poeta irónico y poco convencional de Roma podría ser casi un contemporáneo nuestro. ¿Qué le motivó para elegirlo como tema?

JA | Mi lectura de la obra de un traductor y erudito mexicano, gran poeta también, Rubén Bonifaz Nuño: El amor y la cólera, en la que Catulo es el centro de su estudio y de sus traducciones. Luego sus traducciones de los Cármenes y de Poemas a Lesbia. Bonifaz Nuño nos presenta a un poeta maldito por todos los costados, que vive el amor como una enfermedad, que se comporta como el peor de los hombres, infestado de envidia, de ambiciones, de resentimientos y de frustraciones. Ese poeta herido por el amor incurable e imposible es a la vez un genio dotado de la palabra veneno, de palabra vital. Luego Thornton Wilder con Los Idus de Marzo fue también una fuente de inspiración. Pero Catulo se me reveló como un personaje contemporáneo y habitante de la megaurbe de la Ciudad de México, solo en medio de la multitud, único en medio de la masa. Catulo es el poeta de esta ciudad a la que llegué para habitar como si hubiese nacido aquí.

JZ | La crítica dice que usted evita procedimientos miméticos, que la clave de su esfuerzo poético es el lenguaje, la imagen, la realidad onírica, pero también el dolor. La descripción de un procedimiento poético es bastante incierta, a menudo está reducida debido a la pobreza del lenguaje crítico, a la violencia clasificadora... ¿Cómo se ve a sí mismo como poeta?

JA | Me considero un poeta en búsqueda, un autor que migra de sí mismo, que no se acomoda con los aciertos. Soy un poeta contra su propia voluntad.

JZ | Después de la muerte de Octavio Paz y Carlos Fuentes, ¿cómo es la realidad de la literatura mexicana?

JA | Más cómoda. Hay una lucha más pareja por dar a conocer las obras de los escritores, no obstante, persisten las capillas, los círculos de poder. Hay nuevas generaciones beneficiadas con las fundaciones para escritores, con escuelas que forman autores, con becas, premios y muchas publicaciones que dan juego a un mayor volumen de intelectuales que aspiran a ser protagonistas de la literatura escrita en lengua española.

JZ | Está comprometido con muchas empresas culturales, institutos, revistas... Y es uno de los importantes agentes en el funcionamiento de la revista „La Otra“ y en sus múltiples actividades editoriales y culturales. En este ámbito, ¿qué es por lo que usted aboga en el contexto de la literatura mexicana contemporánea?

JA | Me interesa, por sobre todas las cosas, la lectura. Fomentar e impulsar la lectura, particularmente de la poesía. También me interesa abonar una tradición crítica. Sin crítica no hay futuro para una literatura sana, inteligente, exigente consigo misma. Sin lectura es imposible concebir el porvenir y los cambios, los mundos posibles.



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Conversación realizada por Jovan Zivlak, poeta y director del Festival Internacional de Poesía de Novi Sad, Serbia. Traducción de Drágana Bajic. Página ilustrada con obras del artista José Luis Ramírez (México, 1981).




JOSÉ ÁNGEL LEYVA | Notas de viajes


1. CARMEN ARISTEGUI

Más que nunca, en México es imprescindible apostarle a la verdad. Es probable que se pongan en riesgo beneficios y privilegios materiales, políticos, intelectuales, pero si no nos comprometemos con la verdad continuarán cosechando triunfos el crimen, la delincuencia y grandes sectores de la sociedad que representan supuestamente a la policía, la justicia, los intereses del pueblo, pero en realidad sirven al engaño, la trampa, la rapacidad, el mal gobierno, la inequidad y el miedo. Corremos el riesgo, ya en marcha, de perderlo todo. Debemos comenzar el cambio en cada mexicano consciente del abismo.
En México nadie es inocente de lo que nos sucede y de lo que sucede, de los escándalos de corrupción y conflictos de intereses, de la impunidad con la que se liberan y exonera a los delincuentes de cuello blanco y manos sucias, lo mismo que a los personajes de la más baja calaña. En todo ello están, sin duda, los partidos políticos, y los líderes de dudosa reputación, que no ven por los otros sino por sus privilegios y el ejercicio del poder sin ciudadanos, pero también está la sociedad que participa de la corrupción cotidiana, de los intelectuales y creadores que babean ante las mieles del poder y los círculos de beneficiarios, que entre unos y otros hacen su propia historia de reconocimientos. No podemos dejar de lado el ejercicio del periodismo al servicio del mejor postor, como tampoco podemos dejar de reconocer a figuras como Carmen Aristegui que con enorme valor -en un sociedad entre atemorizada y pusilánime, convenenciera y oportunista- responde a la ciudadanía que demanda la investigación de la verdad y la impartición de justicia, el fin de ese 98 por ciento de impunidad por un porcentaje mínimo para sobrevivir gracias a la ejecución de las leyes.


2. ÁNGELA GARCÍA

En otra latitud emocional, Ángela García, de la mano del poeta sueco Lasse Soderberg, ha emprendido la tarea de organizar cada año, en la ciudad de Mälmo, al sur de Suecia y muy cerca de Copenhage, Dinamarca, un festival para celebrar la entrada de la primavera el 21 de marzo de cada año. Ángela es una de los fundadores del Festival de Poesía de Medellín, conocido en el mundo no sólo por la dimensión de sus públicos asistentes a las lecturas de centenas de poetas de todo el mundo, sino porque fue una arma de paz contra la violencia que postraba a Colombia y la apartaba de otras naciones, porque fue el triunfo de la palabra contra el pesimismo y la derrota, y porque es un llamado a la lectura, al conocimiento, a la sensibilidad antes que a la descomposición de los principios, de la cultura de la inteligencia. Lo inútil de la poesía se convirtió en un instrumento de identidad y de pertenencia, de valores espirituales sobre los espejismos del bienestar pasajero que ofrece el crimen, la delincuencia, la ambición sin ética ni sentido de comunidad. A ese festival asistieron varios de nuestros más queridos poetas, como lo fue José Emilio Pacheco, quien a fines de enero de este año cumplió un año de su muerte. Aquí un texto sobre su obra para recordarlo y conmemorar su memoria.


3. JOSÉ EMILIO PACHECO

En la portada de la ya extinta revista de poesía Alforja, aparece José Emilio Pacheco con un gato en cuyo pelaje profuso se hunden sus manos y la mirada de ambos, del escritor y su mascota, se mimetizan ante la lente de su hija Laura Emilia, autora del retrato. Esa imagen del escritor se nos revela, y nos evidencia, la clave de muchos de sus poemas zoológicos. Sus versos devuelven al hombre a su condición animal y a la fauna le otorga un carácter humano, destacando rasgos etológicos, inherentes al hombre. La civilización es para José Emilio poeta un hecho que no trasciende al animal, ignorante de su finitud, de su insignificancia, al tiempo que representa un milagro de la Naturaleza. De muchas maneras, en la mirada del poeta aparece el animal político, el animal de palabras, el animal urbano, el animal de carroña y aquel predador de sí mismo, traidor de sus orígenes.
En la mirada del poeta hay severidad y escrutinio, inteligencia; en su rostro asoma un gesto adusto, cierta ironía propia de quien sabe evitar el exabrupto y resolver la situación con gracia. El gato y su amo nos miran desde un plano interior. Son ellos, iluminados, enmarcados de sombras, quienes parecen contemplar e inquirir al mismo tiempo a sus espectadores.
Varias veces visitamos, los directivos de esa revista, a José Emilio en su casa y salimos con él a comer al centro de la ciudad. Su memoria es de esos portentos que se combinan con el talento y la disciplina, con la curiosidad y la malicia literaria. Él es un hueco enorme en esos cuatro volúmenes de entrevistas de Versoconverso y Versos comunicantes (poetas entrevistan a poetas). En repetidas ocasiones intenté en vano entrevistarlo. Siempre me exponía sus razones. Incluso cuando le concedió una entrevista a una periodista chilena, cuando el gobierno de Chile le otorgó el premio Pablo Neruda. En realidad, me decía, “fue una situación ineludible, ella me hacía preguntas y yo me vi obligado a contestar por cortesía y educación. Pero no me gusta verme retratado en esos ejercicios orales en los que no estoy convencido de ser el yo que pretendo cultivar en mi escritura”. En verdad se sentía mal de no aceptar mi solicitud, incluso cuando le señalaba la paradoja de ser el compañero de una de las más grandes entrevistadoras de México, Cristina Pacheco. Él reía y buscaba otra excusa.
Me llamó un par de veces para hablarme de lo que él pensaba sobre las entrevistas. En una ocasión estuvimos, sin exagerar, cerca de una hora al teléfono, entre disculpas reiteradas y su tentación de ceder. Yo comencé a interrogarlo sobre su poesía, su trabajo narrativo, su labor ensayística, su columna en Proceso, que por entonces afirmaba ya había abandonado, y luego retomaría. De pronto le dije, ”José Emilio, ¿te das cuentas de que ya te entrevisté y has respondido con elocuencia?” “Sí, me dijo, pero he contestado consciente de que he cumplido tu deseo, pero no saldrá de nosotros. A nadie le importa lo que yo piense de mi trabajo y mi proceso creativo, en realidad a mí lo que me preocupa no es tanto lo que escribo sino lo que leo, y más aún, lo que me falta por leer.” Era la respuesta de la última pregunta que deseaba hacer.
La fotografía de la portada de Alforja me la había entregado el propio José Emilio. Cuando se publicó el número especial, descubrí con terror que la diseñadora me había adjudicado la autoría de dicha foto. Pusimos fe de errata, pero el daño estaba hecho. Tiempo después, con esa imagen viva en la memoria, propuse una antología temática a Antonio Cisneros. Lo comenté con Juan Manuel Roca y emprendimos la tarea. Roca escribió el prólogo y yo organicé el animalario lírico de Cisneros. Luego de un intercambio de propuestas quedó el título: A cada quien su animal, paráfrasis de un verso del poeta peruano. Pero en el fondo, partía yo de la idea que me había provocado la fauna poética de José Emilio. Si en Cisneros el mundo animal ocupa buena parte de su imaginario, en José Emilio hay una clara conciencia de ese vínculo, metonimia de la bestialidad civilizatoria.
La lucha de lo transitorio contra la permanencia, la banalidad que intenta someter al pensamiento, las megaurbes como amenazas de implosión de los ecosistemas, son ejes temáticos en su extensa obra lírica, retratados en sus poemas epigramáticos o en los poemas a manera de fábulas audaces donde es común ver el juego de la transmutación hombre-animal, animal-hombre. En el prólogo de La fábula del tiempo, el antólogo, Jorge Fernández Granados, destaca: “Tal vez José Emilio Pacheco es en esencia un gran fabulista. En su poesía los objetos, las personas, las plantas y, sobre todo, los animales operan con frecuencia como ejemplos de la reflexión ante la cual habrá una conclusión de conducta o moraleja (…) Particularmente en los poemas de la serie Circo de noche (…) algo recuerda a las Pinturas Negras de Francisco de Goya o los dibujos de José Guadalupe Posada, una extrema parodia de la sociedad humana. El espejo de la historia nos devuelve una fábula negra.”
La lucidez de Pacheco estriba en la sencillez, en el trazo diestro del calígrafo que sin soltar el pincel, de una sola línea, resuelve su propósito, lo dota de un gesto mordaz, casi escéptico, como en su “Poética I”: “Tenemos una sola cosa que describir: este mundo”. Menuda tarea la del poeta que, como el resto de los mortales, ignora su origen y su después. “Escribe lo que quieras. /Di lo que se te antoje: /de todas formas vas a ser condenado.” (“Arte poética II”). En esa entrevista que nunca grabé, ni publiqué, y en gran medida olvidé, recuerdo que hablamos de muchos de sus poemas o zoemas, de cerdos, del erizo, el caracol, los murciélagos, “Prehistoria”, pájaros, cocuyos, lobos, arañas, tigres, halcón, langostas, gatos, mosquitos, pero hubo uno del que no pregunté y, como afirma Marco Antonio Campos, resume el humor y la ironía de ese bestiario implícito, “Envidiosos”: “Levantas una piedra /y los encuentras: /ahítos de humedad, /pululando.”


4. REVUELTAS Y EL MAL

En Revueltas vida y obra funcionan como un todo orgánico, cada parte contribuye a la realización de las otras que constituyen su necesidad de saber y de ser. Su moral revolucionaria es también la del escritor que no claudica ni ante sí mismo porque es, sobre todo, un hombre habitado de preguntas más que de certidumbres y consignas, guiado siempre por el amor al otro y a la vida. Tras la lectura de su reportaje “El sádico de Tacuba”, publicado originalmente en El Popular, en 1942, confirmo la estrecha relación de su escritura literaria con el periodismo, pero sobre todo con una visión de la condición humana desde una perspectiva no explícita y sí implícita del mal, más allá del cuadro teórico marxista. Revueltas aborda el proceso judicial y las investigaciones médicas en torno a Goyo Cárdenas, el estudiante de química convertido en asesino serial, con un profesionalismo impecable, sin emitir juicios ni opiniones, simplemente presentando el caso y las disputas de los especialistas por imponer su razón y su diagnóstico.
Revueltas no hizo de este ejercicio periodístico una pieza literaria, aun cuando la historia representa una tentación para cualquier escritor de su estirpe, como lo hizo Truman Capote en A Sangre Fría. Quedan sí, a la vista, su espíritu testimonial y la curiosidad por los motivos que impulsan al hombre al asesinato. La pesquisa del reportero y la experiencia carcelaria son fuentes directas del autor de una literatura única no sólo en su generación, sino en las nuevas, que comienzan a debatir acerca del periodismo narrativo o de la literatura testimonial. Revueltas quiso distinguir a su narrativa como una escritura del realismo social. Quizás por ello se la han escatimado virtudes y reconocimientos que poco a poco emergen sin prejuicios.
La visión revueltiana envuelve el drama de la libertad, el hombre cautivo en su imposibilidad de ser en la diferencia, en el otro. En su libro El mal, Rudiger Safranski cita la visión teológica y cósmica de Schelling: “Por medio de su libertad el hombre puede convertirse en cómplice del Dios inacabado. El abismo en Dios y el abismo del mal en la libertad humana están unidos entre sí (…) la libertad incluye siempre la opción del mal.” Son frecuentes las referencias bíblicas de Revueltas en cada una de sus novelas y sus cuentos, sus adjetivaciones connotan siempre esa potencia sobrehumana y antinatural, la cerrazón ante otra fe, otro pensamiento, una humanidad distinta. Seres blindados en su razón o aislados en el dogma, como en el cuento “Dios en la tierra”: “La población estaba cerrada con odio y con piedras. Cerrada completamente como si sobre sus puertas y ventanas se hubieran colocado lápidas enormes, sin dimensión de tan profundas, de tan gruesas, de tan de Dios.” La compasión no tiene lugar en esa determinación de venganza, de “justicia”. Los cristeros estacan vivo al maestro que da agua a los soldados federales, lo encajan por la entrepierna tirando de sus extremidades para que luzca como un espantapájaros. “Todas las puertas cerradas en nombre de Dios.”
Safranski cita a Einstein cuando nos previene acerca de la perversión de la ciencia, cuyo espíritu brota de la capacidad humana para  rebasar sus límites e intereses egoístas y dirigir su mirada a la totalidad de la naturaleza a la cual pertenece. Pero la ciencia traiciona ese espíritu cuando se pone al servicio de fines egoístas y materiales, sin reconocer la dimensión del hombre limitada en el tiempo y el espacio, como una entidad independiente que no es otra cosa que una ilusión óptica de la conciencia. “Esta ilusión es, para nosotros, una suerte de prisión, que limita nuestras aspiraciones e inclinaciones a unas pocas personas cercanas a nosotros. Es tarea nuestra liberarnos de esta prisión.” El universo narrativo de Revueltas es también un presidio, un Apando. Lo abyecto sucede en ese ámbito oscuro de la conciencia, la sociedad vive entre las paredes de su enajenación material, de su individualismo atroz que se consagra en la desaparición del otro, en su negación o su eliminación. Pero no sólo es la sociedad capitalista, lo es también la experiencia del socialismo real, donde las masacres de opositores e inadaptados no fueron menores y la crítica y el disenso fueron tronchados con guadaña, como lo narra Víctor Serge en El Caso Tulayev. Tarde o temprano, los inquisidores y victimarios pasaron a ocupar el lugar de sus víctimas.
Es poco probable que Revueltas haya leído a Hanna Arendt y hubiese reflexionado sobre la “banalidad del mal”. En su novela Los motivos de Caín parece responder a esa perspectiva del mal desde la esfera de los buenos. Revueltas nos coloca ante la tortura y la negación de los derechos humanos por parte del Ejército de los Estados Unidos durante la guerra de Corea y el macartismo, encarnado en la más fiera y paranoica persecución de los comunistas que representaban el demonio. Estaba pues justificado degradar al enemigo como personas y como seres vivos. Revueltas parece haber leído las noticias sobre los casos de tortura y humillación de los cautivos musulmanes en Guantánamo. Ya no comunistas sino terroristas, fundamentalistas, extraños, bárbaros.
El mejor ejemplo de esa perspectiva periodístico-literaria y de banalización del mal se halla en el epígrafe del cuento “Hegel y yo”: “Agente del Ministerio Público:… y todavía no se contentó usted con la forma de haber dado muerte a su víctima, sino que a puntapiés, es decir, a patadas, condujo la cabeza del occiso hasta el basurero próximo… El Fut: Sí señor, como lo había de negar yo. Así fue, tal como usted lo dice. Pero no lo hice por mal, señor. Verdad de Dios que no lo hice por mal. ¿Cómo quería que yo agarrara esa cabeza con las manos, cuantimás habiéndolo yo matado, digo, siendo yo el autor de la muerte de ese occiso? No lo hice por mal, señor…  Agente del Ministerio Público: ¿Así que lo hizo por bien…?  El Fut: Sí, señor, como todo mundo puede ver si lo mira en mi corazón. Lo hice por bien…




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Página ilustrada con obras del artista José Luis Ramírez (México, 1981).