terça-feira, 22 de dezembro de 2020

CONEXÃO HISPÂNICA | Rubén Darío

PABLO ANTONIO CUADRA | Rubén Darío y la aventura literaria del mestizaje

 


No sé por qué, a la hora de la cólera, el mestizo culpa indistintamente a sus dos sangres. Unas veces dice: “Se me subió el indio.” Otras veces: “Se me salió el español.” Pero lo mismo podemos decir a la hora del amor, a la hora del canto. A Darío un día se le sube “Tutecotzimí” y otro día se le sale la “Salutación del optimista.” Ser mestizo es tener dos cunas, y, por tanto, dos tumbas. Nos nacemos y nos matamos mitad y mitad. Recuerdo uno de mis primeros poemas (“El hijo de Septiembre”), cuya primera estrofa dice:

 

Yo pelié con don Gil en la primera

guerra nicaragüense. De muchacho era indio

y español y al unísono me herían.

Tengo el grito bilingüe en las dos fosas

porque me dieron flechas en el lado blanco

y balas en mi dolor moreno…

 

En la estrofa hay dos muertes, pero también dos resurrecciones. El indio y el español persisten, me reclaman, me guerrean por dentro, me lanzan a escribir mi historia entre dos tumbas y a hablar mi lengua entre dos féretros. El “yo” de este poema puede ser más o menos hispanista o más o menos indigenista; puede ser más o menos inclinado a la derecha o a la izquierda. El caso es el mismo: hay siempre dos bandos diciéndose y contradiciéndose. Y lo que me interesa en esta ocasión es estudiar el proceso literario de ese “yo” mestizo. El proceso literario, repito; es decir, las huellas en nuestra literatura del encuentro del español y del indio, aventura dramática, pero también quijotesca, en la cual dos personajes, a través del amor y la muerte, se encaminan a una síntesis, a una fusión que será (yo no lo dudo) lo que Rubén llama la “epifanía” o manifestación de Hispanoamérica.

Pero voy a poner fronteras al canto: voy a concretarme a la literatura nicaragüense, y en ésta, a Rubén Darío; porque si es verdad que en toda América el texto de su historia es el mismo, en cada país se escribe con letras diferentes. Hispanoamérica es una unidad, una “nación” —para usar la palabra grata a Bolívar— una comunidad con los mismos elementos constitutivos y conflictivos, pero en cada región o país esos elementos se han producido y mezclado en condiciones y proporciones diferentes. Posiblemente a un lejano antípoda le sea difícil distinguir entre la historia que se hace verbo en Vallejo y la que brota en Neruda. Y mucho menos apreciar las diferencias entre países tan vecinos como Guatemala y Nicaragua. Pero una cosa es cantar Macchu Picchu desde los ojos (aunque sean los del alma) de Neruda, y otra es llevarlo dentro como Vallejo. Como también una cosa es la realidad étnica y la problemática cultural del guatemalteco, en un país con dos millones de indios puros, con sus lenguas rodeando el castellano literario, y otra realidad la del pueblo nicaragüense, cuyo mestizaje es uno de los más intensos de América y no hay otra lengua viva sino la española (salvo el creole, el miskito y el sumo, en la zona atlántica, lenguas que por razones históricas hasta hoy día comienzan a dialogar con las zonas protagonistas de nuestra nacionalidad, que son las del Pacífico y la Central).

Comencemos, pues, nuestro estudio de la aventura del mestizaje como si fuera la historia de dos ríos: el español, que viene del mar, y el indio, que viene de la tierra, y que, en un momento dado, se encuentran, chocan y unen sus aguas.

El río español trae más ímpetu. El río indio tiene más profundidad. El río español invade nuestra tierra en uno de esos momentos expansivos y dominadores que se producen en la historia de algunas culturas. Es un momento de alta tensión creadora. Es el momento auroral del Renacimiento europeo, que a su vez motiva o sirve de excitante a un renacimiento nacional español que culminará en un Siglo de Oro en sus artes y letras. En cambio, el río indio en Centroamérica, o para ser más precisos, en Nicaragua, no presenta culturalmente, en esas mismas fechas, las características de un período “clásico” como pudo presentarlas la cultura maya en el siglo VIII, o de un período expansivo, de fanático y agresivo convencionalismo, como el imperio militarista azteca. Estudiando el arte y sobre todo la cerámica de nuestras dos culturas más desarrolladas en el momento de la invasión española, la chorotega y la nahua, más bien encontramos una voluntad de arte emancipadora o, por lo menos, experimentalista de nuevas formas. Si como dice Lothrop, la cerámica luna florece un poco antes y alrededor de la venida de los españoles y es, por tanto, el último estilo antes de la Conquista, quiere decir que, frente a la cultura española que se acercaba a un punto clásico (inevitablemente rígido en sus cánones) nuestro indio descubría el gozo “vanguardista” de liberar sus formas y de experimentar simplificaciones, enmascaramientos y correspondencias plásticas de una osadía que nos obliga a saltar los tiempos y a compararlos con los de Paul Klee o Picasso.

En el diálogo mismo entre Gil González y el cacique Nicaragua —que “agudo era y sabio en sus ritos y antigüedades,” según Gómara— si son auténticas como parecen las preguntas que copia el cronista, el cacique muestra una inquietud intelectual, una curiosidad, que podemos llamar científica, por las causas de las cosas y un espíritu liberal e irónico que concuerda con la mentalidad que sugiere la cerámica luna.

Otra característica que ya estudié en otro escrito, y que marca una notable diferencia entre los dos ríos —produciendo un desequilibrio en su mestizaje cultural— es que el río español es un río escrito; en cambio, el río indio es oral. Literalmente la comunicación del indio es más débil y su pasado ancestral más esfumado. Nuestro indio sólo poseía (y no en todas las culturas de Nicaragua) códices o libros o bien mantas y hasta maderos tallados con signos y dibujos para apoyar sus memorias, pero no funcionales, para transmitir la creación poética inmanente a su forma. Si a la falta de alfabeto agregamos la destrucción, por fanatismo religioso, de tantos códices y reliquias indígenas, el desbalance de ambas culturas, en su primer confrontamiento, es sensible.

Soltando la imaginación me pregunto qué hubiera sucedido si el español se encuentra con los mayas en su esplendor y si éstos hubieran tenido, como Grecia, escritura alfabética. Esa Atenas muda, que es Tikal, ¿hubiera calado en sus conquistadores como Grecia sobre los romanos? Es difícil contestar. Frente al mundo religioso del indio, el ojo de la mayoría de los españoles traía la venda de una religiosidad, más que misionera, conquistadora, agravada en su beligerancia por el contagio musulmán. Esa actitud extrema se vuelve tajante ante ciertos cultos abominables del indio, condenando en bloque, como demoníacas, todas las manifestaciones culturales indígenas. Recordemos la frase del Padre José de Acosta, criticando a algunos misioneros: “Sin saber ni aún querer saber las cosas de los indios, a carga cerrada dicen que todas son hechicerías y que éstos son todos unos borrachos.”

Por otra parte, entre los españoles que podían tener mayor cultura, el gusto y el criterio estéticos vigentes —bajo la influencia poderosa de Italia— eran los menos a propósito para apreciar o siquiera comprender la mentalidad y el mundo artístico del indio. España, como ya he dicho, despertaba al canto del gallo renacentista: una dictadura estética y formal apolínea y clasicista que duraría siglos. Con Berruguete o el Divino Morales, o con El Escorial y sus pintores en los ojos, o con Boscán y Garcilaso en los oídos, el español culto no podía manifestar sino repudio o, por lo menos, extrañeza ante la estética india.

Bernal Díaz escribe que los adoratorios de los ídolos estaban “bien labrados de cal y canto y tenían figurado en sus paredes muchos bultos de serpientes y culebras grandes y otras pinturas de ídolos de malas figuras.” Fernández Oviedo, refiriéndose a “las figuras abominables y descomulgadas del demonio” de las serpientes emplumadas, las describe de “diformes y espantables e caninas e feroces dentaduras con grandes colmillos, e desmesuradas orejas, con encendidos ojos de dragón… y tales que la menos espantable pone mucho temor y admiración.” Sin querer, Oviedo define el propósito del artista indígena en su arte escultórico religioso: producir temor y admiración; pero su actitud es de total rechazo. López de Gómara habla también de “imágenes feas y espantosas,” pero en otro lugar de su obra —dando muestra, como dice Justino Fernández, de alguna comprensión o de un circunstancialismo un tanto extraño en su tiempo— escribe a propósito de los bailes de unos condenados al sacrificio: “Cosa fea para España, mas hermosa para aquellas tierras.” También Fuentes y Guzmán, al comentar los maderos historiales de los chorotegas (especies de calendarios y de estelas jeroglíficas), usa dos adjetivos muy expresivos: dice que “estaban tallados con gran curiosidad y primor.”

Sin embargo, no todo lo español fue religiosidad cerrada y belicosa ni renacentismo excluyente. Todos sabemos que los primeros estudios de etnografía y antropología del mundo moderno fueron los textos españoles y portugueses sobre las culturas, instituciones y costumbres de los indios americanos. Lévi-Strauss dice por esto con ironía, que la etnografía es la expresión de los remordimientos de Occidente. Muchos frailes y clérigos trataron no sólo de comprender, sino de conservar y asumir los aspectos de esas culturas indias que, según la mentalidad de la época, no consideraban incompatibles con el cristianismo. El aprendizaje de la lengua indígena por el misionero significó en muchos casos, según Bartolomé Meliá, “un verdadero acercamiento o una conversión del misionero a la mentalidad indígena.

Desgraciadamente, la mentalidad contra-reformista y recelosa de Felipe II prohibió que nadie escribiera “cosas que toquen a supersticiones y manera de vivir de [los] indios,” obstaculizando esta corriente de apertura y mestizaje cultural, que de todos modos siguió adelante produciendo, como luego veremos, valiosos frutos mestizos.

De igual manera, en lo que se refiere al Renacimiento, no hay que olvidar que la conquista de América fue obra no de las élites, sino del pueblo español, y que ese pueblo estaba saliendo del crisol de la Reconquista, crisol de guerra, pero más todavía de convivencia con el árabe y el judío, y por lo mismo abierto y propicio a la simbiosis, como se ve, a efectos literarios y artísticos, en el mozárabe y en el mudéjar. También debemos recordar que España fue el país de Europa más resistente a la avasalladora influencia de la Italia renacentista. España no aceptó el Renacimiento como ruptura absoluta con su pasado gótico cristiano. Y esas profundas corrientes, que podemos llamar nacionales y populares, resistentes al Renacimiento —esas corrientes que produjeron el romancero, el teatro popular, la picaresca, La Celestina, el ojo y la prosa de los cronistas, el espíritu franciscanista, etc.— fueron las que establecieron contacto, pueblo a pueblo, con el indio.

Veamos ahora la situación y la disposición de la otra parte. El indio es el vencido, el presionado por una cultura nueva que avasalla con fuerzas superiores. El cacique don Gonzalo, por los años de 1546, cuenta a Girolano Benzoni con amargura el dramatismo del primer encuentro y cómo fue el llanto de sus mujeres lo que motivó que los indios nahuas y sus confederados abandonaran su decisión de luchar hasta el exterminio. En otras crónicas y en otras regiones de Nicaragua parece que la “pacificación” fue más fácil y rápida. Sin embargo, no hay que olvidar que contra el puño de hierro de Pedrarias, los indios de Nicaragua inventaron una inteligente, original y desesperada forma de huelga que impresionó a la mayoría de los cronistas y autoridades. Como dice, entre otros, Gómara: “No dormían con sus mujeres para que no pariesen esclavos de españoles.” ¡Este ancestro libertario no lo debe olvidar nunca un nicaragüense! ¡Quienes lo han olvidado se han arrepentido luego!

Reduciéndonos al camino que nos hemos trazado —que es el de las huellas literarias del mestizaje—, esta actitud inicial del vencido nos ha quedado registrada, por lo menos, en un cronista: en fray Bartolomé de las Casas. En su Apologética historia escribe:

 

Lo que [los indios de Nicaragua] en sus cantares pronunciaban era recontar los hechos y riquezas y señoríos y paz y gobierno de sus pasados, la vida que tenían antes que viniesen los cristianos, la venida de ellos y cómo en sus tierras violentamente entraron, cómo les toman las mujeres y los hijos después de roballos cuanto oro y bienes de sus padres heredaron y con sus propios trabajos allegaron. Otros cantan a velocidad y violencia y ferocidad de los caballos; otros, la braveza y crueldad de los perros, que en un credo los desgarran y hacen pedazos, y el no menos feroz denuedo y esfuerzo de los cristianos, pues siendo tan pocos, a tantas multitudes vencen, siguen y matan; finalmente, toda materia que a ellos es triste y amarga, la encarecen allí, representando sus miserias y calamidades.

 

¡La primera manifestación literaria del indio —en el choque y confluencia de los dos ríos— es un canto elegíaco y de protesta! Si colocamos este dato al lado del diálogo entre el cacique Nicaragua y Gil González, tenemos bien establecida, sin salirnos de la palabra, la genealogía de nuestra dualidad. Nuestro mestizaje literario tiene dos cunas contradictorias: diálogo y protesta.

Hemos llegado, pues, a la dramática confluencia de los dos ríos. Para una mejor comprensión y perspectiva del acontecimiento, es importante tener presente que la invasión cultural y lingüística de España es en ese momento la postrera (aunque la más conflictiva) de una larga serie de invasiones anteriores. Al llegar los españoles, los chorotegas de lengua mangue —según dice, entre otros, Oviedo— se tenían por “los señores antiguos e gente natural” de nuestro país; mientras los nahuas o nicaraguas “y su lengua eran gente venediça” (recién llegada), que invadió y desplazó a los chorotegas.

La lengua nahua estaba, al llegar los hispanos, en un proceso imperialista: ya se había convertido en la lingua franca o comercial de casi todas las culturas indias de la provincia, y fue aprovechándose de su “sistema circulatorio” que el castellano realizó su penetración y dominio. También los maribios eran pueblos invasores, aunque se ignora la antigüedad e historia de su invasión. Luego, a través de las tradiciones de los mismos indios y de la arqueología, se sabe de otras anteriores invasiones sureñas —de culturas de parentesco chibcha—, como también de las invasiones norteñas de los olmecas, de los toltecas o de los teotihuacanos, luego la de los aztecas, etc. Tales invasiones significaron revoluciones o transformaciones culturales profundas; simbiosis de lenguas; nuevas religiones y cosmogonías; imposición de sistemas militaristas; sacrificios humanos, sometimientos, tributos, esclavitud o desplazamiento de poblaciones. Tales invasiones, sin embargo, como dice Erick Wolf, “fueron incapaces de triunfar sobre el carácter esencialmente insular de la sociedad indígena mesoamericana.” En cambio, la nueva invasión —la española— hizo dar un salto hacia la universalidad a todas esas culturas dispersas, pero también las cuestionó y sacudió hasta sus raíces por un cambio social y una penetración religiosa hasta entonces desconocida y además radical.

Volvamos a nuestro tema literario. Los dos ríos se han unido, pero a medida que sus aguas revueltas corren en el tiempo observamos la formación de dos corrientes superpuestas e incomunicadas: una arriba, en la superficie, la literatura culta. Otra abajo, de profundidad, la literatura popular.

La literatura culta, fuera de un linaje de excelentes cronistas, no produce entre nosotros —antes del siglo XVIII— más que una mediocre literatura creadora, y ésta se da en Guatemala, capital de la Capitanía. En la agraria y provinciana Nicaragua, los pocos ejemplos que nos quedan revelan una literatura más que imitativa, servil con la peninsular y completamente alienada de la naturaleza y de la sociedad donde nace: “escasísima” y “pobrísima” llama el historiador Manuel Ignacio Pérez Alonso la producción literaria culta de Nicaragua de los siglos XVI al XVIII.

En cambio, en la corriente de debajo de literatura popular, durante esos mismos siglos se produce —de modo anónimo— una ingente creación mestiza, desde la lengua misma, en casi todos los campos literarios: lírica, teatro, cuento, refranes, leyendas, etc. Esa creación es el resultado de una sorprendente simbiosis de elementos indohispanos, que es como el boceto indeleble de todo aquello que va a caracterizar al pueblo nicaragüense. Ese boceto sufrirá —como dice Coronel Urtecho— modificaciones incesantes, pero quedará siempre un remanente, un fondo o unas raíces que siguen y seguirán, no sabemos por cuánto tiempo, afectando nuestra sensibilidad comunal y marcando nuestro modo de ser y nuestro estilo colectivo de pueblo.

A veces, la mezcla es fascinante, y más todavía las mutaciones que produce. Detengámonos en un ejemplo: Cuentos de tío Coyote y tío Conejo, el más popular de nuestra narrativa anónima nicaragüense. Este cuento narra las aventuras de dos personajes animales cuyos caracteres se contraponen: el uno —el Coyote—, ingenuo, crédulo, siempre engañado; el otro —el Conejo—, pícaro, siempre engañador. La fábula está constituida con elementos realistas de la naturaleza de la vida animal y del ambiente campesino. El Conejo en cada aventura burla al Coyote, hasta que, en el último engaño, le hace creer que la luna es un queso que está en el fondo de la poza, y que para alcanzarlo debe beberse antes toda el agua: el Coyote le cree y bebe hasta reventar. La fábula es una implacable advertencia al ingenuo. Pero si se rastrean los componentes del cuento y se conocen sus antecedentes pre-mestizos encontramos, para nuestra sorpresa, que los dos personajes, que ya habían sido asociados por el indio, tenían antes un carácter mítico, que estudia Mircea Eliade: el Coyote, como un ser semidivino, bondadoso, quijotesco —posiblemente un antiquísimo héroe cultural y reformador religioso—, que sufre engaños e ingratitudes. Y el Conejo, un diosecillo pícaro, ingenioso y burlador, que los nahuas convirtieron en dios del pulque y de los borrachos. No puedo alargarme en un análisis minucioso de los elementos mitológicos mágicos con que los personajes y sus aventuras llegan al mestizaje. Lo sorprendente es cómo esos elementos, al contacto con la otra tradición —la hispana— que tiene también fábulas de animales, como las de Calila e Dinna, entre otras, transforman lo mitológico en burla y lo mágico en realismo (¡quizá en este escamoteo estén las raíces de nuestro realismo mágico!), hasta producir una contraposición del ingenuo y del pícaro que sugiere, en un boceto primitivo y tosco, un Quijote y un Sancho, pero con una moraleja brutal contra el idealista.

Transformaciones y simbiosis parecidas encontramos en El Güegüence o Macho Ratón y en otras obras de nuestro teatro callejero; en el canto, en las danzas, en algunas leyendas y refranes, etc. No sólo significan los primeros balbuceos de un cruzamiento o mestizaje literario, sino algo así como las fórmulas originales de la originalidad nicaragüense.

Pero esta corriente mestiza como lo he dicho anteriormente, corre bajo, en la sub-historia, y tarda siglos en confundirse con la corriente de arriba, de la literatura culta. El fenómeno literario que removió las aguas y produjo el enriquecimiento mutuo de las dos corrientes se llama Rubén Darío. Él hizo consciente el mestizaje; él hizo historia al darle verbo.

Para comprender este fenómeno debemos referirnos antes a dos acontecimientos que lo preludian y que se producen en el ámbito hispanoamericano en los siglos XVIII y XIX. El primero fue protagonizado por los jesuitas. A raíz de su expulsión de América en 1767 inician un movimiento de apreciación del arte indígena. Clavijero en 1780 es el primero que habla de “arte” indígena. Luego Pedro José Márquez —en su Discurso sobre lo bello en general— incluye el arte indígena dentro del concepto de “lo bello” y por primera vez se atreve a equiparar la antigüedad griega con la mexicana. Ese mismo movimiento produce a Landívar, quien redescubre e incorpora a la poesía el paisaje y las costumbres de Mesoamérica con su Rusticatio Mexicana. Pero el movimiento despertado por los jesuitas transcurrió más bien en un cauce científico, promoviendo interés y respeto por las culturas precolombinas sin traducirse en una verdadera apertura estética que hiciera cambiar los cánones de la creación literaria. La literatura culta más bien agudizó su academicismo y dependencia.

El otro acontecimiento fue el Romanticismo, pero por más que leo a sus mejores poetas y narradores no he logrado explicarme por qué nuestros románticos hispanoamericanos, que, al parecer, conocieron las fuentes europeas del pensar y del sentir románticos, no profundizaron en su contenido liberador y dejaron escapar los elementos de su filosofía y de su estética que mejor podían expresar la realidad histórica y social de América, para aferrarse a los más conservadores o convencionales; de tal modo que la mayoría de ellos a duras penas escapan del dominante neoclasicismo del XVIII o navegan costeros por la superficie emocional y retórica del movimiento. A pesar de la aguda sensibilidad histórica que suscitó la revolución romántica, el indio romántico, estilizado idealmente a veces (como en el poema de Caro: En boca del último inca) o expresión de barbarie (como en Facundo de Sarmiento, o en La cautiva de Esteban Echeverría), es, en el mejor de los logros, un arqueológico pasado terminado (como en el Teocalli de Cholula de Heredia) o una “desgraciada estirpe que agoniza” y cuyo destino es agotarse (como en Tabaré de Zorrilla de San Martín). El Romanticismo hispanoamericano no se atrevió a remover la realidad profunda del “yo” mestizo, lacra de América para el criterio racista predominante en la cultura occidental del siglo XIX. En Nicaragua, donde apenas se dio un débil florecimiento romántico, muy absorbido por la política, sí se sintió el embate del racismo anti-mestizo predominante en las corrientes extranjeras que pasaron por el país por la vía del tránsito (del cual es buena muestra el libro del británico Thomas Belt, Un naturalista en Nicaragua); pero sobre todo y como fierro al rojo sobre la carne de la Patria, en la política y gobierno del usurpador filibustero William Walker, quien pretendió borrar al nicaragüense —por mestizo— decretando su esclavitud.

A mí no me cabe duda que la tradición en carne viva de ese menosprecio y del drama nacional que ocasionó una guerra (gloriosa, pero devastadora), influyó en la actitud de Rubén Darío cuando se sintió con alas poderosas para levantarse sobre América y definir y afirmar su identidad. Porque fue Darío el primer valor que en la corriente de nuestra literatura culta, no sólo señala lo indio como fuente de originalidad y de autenticidad literarias, sino que proclama en sí mismo, contra todos los complejos y prejuicios de su tiempo, el orgullo de ser mestizo.

En su momento más parisiense, Darío, dueño ya del horizonte de su lengua, corre la cortina de la estética americana hasta el extremo vedado: “Si hay poesía en nuestra América, ella está en las cosas viejas; en Palenke y Utatlán…” Es el momento de Prosas profanas. Lo rodea la evocación versallesca de los Luises y las risas de la divina Eulalia, pero de pronto “se le sube el indio.” Todavía es “el indio legendario y el inca sensual y fino y del gran Moctezuma de la silla de oro” —el ojo está todavía lleno de lujo imperial y su mente de neblina romántica—, pero su reacción es extrema y por un momento se deja llevar del típico penduleo del mestizo; borra de sí todo el Occidente de su canto y señala como única fuente de poesía americana al indio que construyó las grandes civilizaciones prehispanas.

Es una estridente clarinada. Para nuestra aventura literaria mestiza esa es la primera y doble llamada hacia un cambio cuyo proceso aún no termina. Y es Darío mismo quien comienza a poner en obra su prédica. Ya en Azul había exaltado a “Caupolicán” como paradigma de “la vieja raza.” Ahora cava “en el suelo de la ciudad antigua” y

 

La metálica punta de la piqueta choca

con una joya de oro, una labrada roca,

una flecha, un fetiche, un dios de forma ambigua,

o los muros enormes de un templo. Mi piqueta

trabaja en el terreno de la América ignota

 

Así, con esta simbólica operación arqueológica, se inicia su poema “Tutecotzimí”. Es la primera incorporación del indio a nuestra poesía culta, y esa incorporación la realiza para elaborar un mensaje contra la tiranía, la violencia y la guerra.

 

…Cuando el grito feroz

de los castigadores calló y el jefe odiado

en sanguinoso fango quedó despedazado,

viose pasar un hombre cantando en alta voz

un canto mexicano. Cantaba cielo y tierra,

alababa a los dioses, maldecía a la guerra.

Llamáronle: “¿Tú cantas paz y trabajo?” — “Sí.

“Toma el palacio, el campo, carcajes y huipiles;

celebra a nuestros dioses, dirige a los pipiles.

Y así empezó el reinado de Tutecotzimí.

 

El indio tiene para Darío un mensaje actualizable; su pasado no está cancelado, como en el Teocalli de Cholula; es una fuente aparentemente cegada, lo que al golpe de la piqueta del poeta descubre su manantial.

Por otra parte, no sé si han abordado “Tutecotzimí” traspasando su envoltura romántica. Al entrar Rubén a la selva, su adjetivación es riquísima y admirablemente plástica; Rubén en la selva fusiona el barroco de España con el barroco de Copán:

 

Junto al verdoso charco, sobre las piedras toscas,

rubí, cristal, zafiro, las susurrantes moscas

del vaho de la tierra pasan cribando el tul;

e intacta, con su veste de terciopelo rico

abanicando el lodo con su doble abanico

está como extasiada la mariposa azul.

 

Sin embargo, lo que no he visto comentado por la crítica es que Darío produce con “Tutecotzimí” el primer poema a la democracia hispanoamericana dotándola de milenarias raíces. En dicho poema, después que el pueblo se subleva y mata al tirano (rito de libertad que América repetirá tantas veces) los pipiles ven pasar a un simple hombre civil que va cantando a la paz, al trabajo y que maldice la guerra. Entonces el pueblo pipil —todos a uno— lo detiene y lo elige como su gobernante, llevando así al mito a una doble victoria: contra la tiranía y contra el militarismo.

Profundizando con su piqueta en el pasado, Darío alcanzaba una mayor proyección en el futuro, con menos solemnidad política que en su oda “A Roosevelt,” pero con más poética perennidad hispanoamericanista. De esta manera Darío fortifica, con doble raíz, la democracia de nuestra América Latina. No sólo recibimos la savia del proceso liberal europeo que culmina en la revolución francesa, sino también de la otra raíz, de la india. Y no es fábula el mito: leyendo a Oviedo sabemos que la cultura chorotega —la que heredó sangre al poeta— se gobernaba por un sistema democrático.

Pero el indio no sólo se le sale al poeta como tema, sino como lengua. Octavio Paz hacía notar un rasgo común a las literaturas de las tres Américas: “el uso de una lengua europea trasplantada al continente americano.” En el trasplante se han producido, sobre todo en Hispanoamérica y en Brasil, los injertos y las fusiones que han enriquecido y agilizado el castellano y el portugués hasta extremos inimaginables para los casticistas que anatematizaban a Darío: así, la lengua poética del cholo Vallejo, o la de Guimarães Rosa en Gran Sertón: Veredas, o la de Arguedas, en cuyos Ríos profundos el lector casi llega a olvidar la lengua en que está escrita la novela y cree leer en quechua, tan profundamente mestiza es la identificación del dúctil castellano con ese mundo indio.

En Rubén el indio pide y obtiene la palabra, pero quien habla es el mestizo. La mayor grandeza de Darío en su liderato poético es haber resuelto el nudo gordiano del mestizaje, apretando el nudo en vez de soltarlo, sumando en vez de restar. Darío se niega a considerar los dos factores del mestizaje como antítesis, como contradicciones desgarradoras, y los une iniciando una síntesis. Valora lo indio, pero valora también lo español. En todos los momentos estelares de su poesía americana y americanista, Darío alza como bandera de esperanza la riqueza y variedad mestizas de una raza nueva y de una cultura nueva, abonadas “de huesos gloriosos” e irrigadas por los dos grandes ríos: el español y el indio. “Abominad las manos que apedrean las ruinas ilustres,” dice en “Salutación del optimista,” condenando la mutilación de cualquiera de las dos tradiciones. Y en ese mismo poema, frente a la derrota de España en el 98, su reacción es afirmativa:

 

¿Quién será el pusilánime que al vigor español niegue músculos

y que al alma española juzgase áptera y ciega y tullida?

Y su mensaje es integrador:

Únanse, brillen, secúndense, tantos vigores dispersos…

 

Frente a Roosevelt, cuando su poesía se levanta en defensa de América, Rubén opone al “futuro invasor” los valores sumados de “la América del grande Moctezuma, del Inca y la de Cuatémoc,” y los de “la América española,” con “los mil cachorros sueltos del león español.”

Aún en su visión más pesimista de América —en su oda “A Colón”—, Darío lamenta la pérdida o la decadencia de las dos herencias, la de los caciques y la “de la raza de hierro que fue de España.” “Ya no hay Rodrigos ni Jaimes, ni hay Alfonsos ni Nuños,” se lamenta en “Los Cisnes.

Finalmente, para no extenderme demasiado en la evidencia, quiero citar aquel misterioso poema-afiche, cuya forma está tan cerca de ciertos experimentos vanguardistas y cuyo contenido es el de un brevísimo manifiesto mestizo a los nicaragüenses. Lo titula "Raza”:

 

Hisopos y espadas

han sido precisos,

unos regando el agua

y otros vertiendo el vino

de la sangre. Nutrieron

de tal modo a la raza los siglos.

Juntos alientan vástagos

de beatos e hijos

de encomenderos; con

los que tiene el signo

de descender de esclavos africanos,

o de soberbios indios,

como el gran Nicarao, que un puente de canoas

brindó al cacique amigo

para pasar el Lago

de Managua. Eso es épico y es lírico.

 

De Darío ha dicho Carlos Martín que “en el contenido y el estilo de su obra es posible ver expresadas todas las implicaciones del mestizaje.” Sin embargo, para captar mejor el contenido del legado dariano, creo que debemos preguntarnos: ¿qué es “lo español” para el mestizo Darío?, ¿qué es lo indio?

Sobre lo español en Darío, poco tendríamos que agregar a lo mucho que se ha escrito. Él dice y repite:

 

Yo siempre fui, por alma y por cabeza

español de conciencia, obra y deseo…

 

Su españolidad resucita todas las tensiones y fuertes contrastes del español esencial, pero a la sordina, o si se quiere, tropicalizado. Resucita a Séneca, el voluptuoso que escribía tratados ascéticos. Resucita el Don Juan —cristiano y musulmán ante la mujer—, cuya dualidad plasmó la bastardía y el mestizaje de América, que Rubén carga como un drama en su vida familiar y amorosa. Resucita y encarna a Segismundo, el de La vida es sueño que pasa sin transición (como toda la política hispanoamericana) de la miseria e impotencia del prisionero al poder real, y del poder de nuevo a la prisión, y otra vez de la prisión al poder. Encarna la dualidad “idealismo-realismo” de Quijote y de Sancho. Nunca se pudo decir tan ciertamente que la tercera parte del Quijote es América, como la cosmovisión americana de Darío. La España interior de Rubén es hazañera, impulsora de hazañas: Mientras haya…

 

un buscando imposible, una imposible hazaña,

una América oculta que hallar, ¡vivirá España!

 

Su español es un español buscando la América oculta. Pero el poeta —y en esto hago énfasis porque para Darío no hay futuro sin pasado— nutre de tradición su hazaña revolucionaria. No quema su pasado, como es tópico en nuestra historia continental. Al contrario, si analizamos su hispanidad literaria, nos encontramos con un genial contabilista que se apodera de lo mejor de su herencia cultural. Así escribe: “El abuelo español de barba blanca me señala una serie de retratos ilustres: ‘Éste —me dice— es el gran don Miguel de Cervantes Saavedra, genio y manco; éste es Lope de Vega; éste, Garcilaso; éste, Quintana’. Yo le pregunto por el noble Gracián, por Teresa la santa, por el bravo Góngora y el más fuerte de todos, don Francisco de Quevedo y Villegas.” La lista hay que completarla a través de todas sus obras, y el resultado literario es que, como dice Octavio Paz: “Con Rubén Darío el español se pone en marcha otra vez.”

¿Y el indio —preguntémonos ahora— qué es “lo indio” en el legado de Darío?

El literato Rubén Darío se enfrenta aquí con una herencia sin letra, sin escritura. Quedan a salvo algunos libros esotéricos, como el Popol-Vuh o el Chilam Balam; como algunos dudosos poemas de Nezahualcóyotl (en tiempo de Darío aún no se habían descubierto y traducido los poemas con que Garibay y Miguel León-Portilla enriquecieron nuestra tradición náhuatl), quedaban tradiciones apasionantes, como la de Quetzalcóatl, y figuras señeras rescatadas por los primeros cronistas e historiadores de Indias. No había una verdadera literatura —como lo era la española— que conservara sin pérdida de la forma y de las esencias, la psicología y las creaciones de esos pueblos. Rubén se aferra a lo poco que la historia de entonces le ofrece. Repite nombres paradigmáticos: “Moctezuma, de la silla de oro,” “el inca sensual y fino, Cuahtémoc.” Pero promueve, a través de ellos, una búsqueda, una peregrinación mental hacia el misterio indio. En su Estética de los primitivos nicaragüenses, Rubén escribe: “la antigua civilización americana atrae la imaginación de los poetas.” El poeta debe “arrancar de la cantera poética de la América vieja, poemas monolíticos, hermosos cantos bárbaros, revelaciones de una belleza desconocida.” “El arte entonces tendría un estremecimiento nuevo.” El indio no es algo textual, sino que fue y sigue siendo “la América oculta” que hallar y descifrar. Es un reto. El indio está detrás de la lengua, detrás del pensamiento mismo occidentalizado. El indio está dentro: somos su cuna y su féretro.

Las grandes ciudades solitarias, los teocalis imponentes, las estatuas, el arte, los glifos sugestivos, las tradiciones enterradas que la arqueología va sacando a flor de cultura, vienen y vendrán en auxilio de las intuiciones de los poetas, y es como una profundidad cada vez mayor y más atrayente en que buscamos nuestra identidad insaciable e interminablemente.

Yo llamé a Tikal: Atenas muda. Esa es la diferencia con la otra tradición que nos llega diáfanamente a través de la letra. Atenas nos habla. Los mayas, en cambio, nos traspasan su legado en una forma silenciosa parecida a la comunicación del amor.

Debo poner punto final. En realidad a lo que hemos llegado —en el proceso literario de nuestro mestizaje— es apenas al punto de partida. Rubén solamente nos abrió la puerta. Tras de él, la literatura hispanoamericana ha seguido una rica trayectoria de búsquedas e incorporaciones. Del “Tutecotzimí” de Rubén, a la novelística de Miguel Ángel Asturias, o al Misterio indio, de Joaquín Pasos, hay un fecundo proceso de mestizaje consciente y adrede. ¡Bienaventurada y fecunda contradicción la de Hispanoamérica, cuya literatura, a medida que se aleja del indio como origen, paradójicamente se acerca a él como originalidad!

 


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