quinta-feira, 29 de outubro de 2015

RODOLFO ALONSO | Poesía cotidiana y vida extraordinaria: Umberto Saba


Allí donde no se respira sino el aire de las altas cumbres, en la gran estación de la poesía italiana, esa primera mitad del siglo XX donde sólo parecen erguirse las dos cumbres aisladas del (quizá mal llamado) hermetismo: nada menos que Giuseppe Ungaretti (1888-1970) y el único que merece aproximársele: Eugenio Montale (1896-1981), han logrado sin embargo perfilarse otras dos cumbres no menos solitarias pero, cada cual a su modo, lo suficientemente individualizadas. Una es la figura a la vez sombría y radiante de Dino Campana (1885-1932), que en la mejor tradición de los poetas malditos pagó con una vida de errancia y reclusión (inclusive en hospicios) su experiencia de fondo, eso que el mismo Montale supo percibir tan nítidamente como “la naturaleza más personal y más oscura del mensaje bárbaro de Campana”. La otra es sin duda la voz alta y humilde, la difícil y colmada sencillez de Umberto Saba (1883-1957). De quien, el próximo 25 de agosto (la misma fecha que había elegido el Pavese suicida), se cumplirá medio siglo de su muerte, en una clínica de Gorizia.
Triestino, lo fue toda su vida. Y no sólo por haber nacido allí, como Ítalo Svevo, o por haber elegido vivir allí (como en parte James Joyce) prácticamente toda su vida, con la única excepción de ese período negro en que debió refugiarse en Florencia, donde cambió hasta once veces de residencia escapando de las inicuas leyes raciales del fascismo (y donde la figura de Ungaretti se ilumina por haberlo ocultado en su propia casa), siempre bajo el temor de ser deportado a la Alemania nazi. (A pesar del peligro, Montale lo visitaba casi a diario.) Sino también porque como la misma Trieste en que nació, un 9 de marzo, y que todavía formaba parte entonces del Imperio Austro-Húngaro, los blasones de su vida y de su obra bien pueden ser la extraterritorialidad, la frontera, el cruce.
Hijo de un comerciante italiano y madre judía, Rachele Cohen, que al parecer no logró aceptarlo por haber sido tempranamente abandonada, el pequeño Umberto Poli (que tal era su nombre) sólo lograría amor y cobijo al ser adoptado por una campesina eslovena, Peppa Sabaz, a la cual homenajearía adaptando al de ella su propio apellido de escritor, su nom de plume. Muy pronto comenzó a padecer frecuentes crisis nerviosas que, en 1929, lo llevarían a psicoanalizarse con Edoardo Weiss, el introductor de Freud en Italia. En 1909, el tierno y melancólico Umberto Saba se casa con Carolina Wölfler, y al año siguiente nace su única hija, Linuccia. Aunque no le tocó ir al frente, participó en la Primera Guerra Mundial.
Si Campana demostraba con la apasionada posesión casi crispada del mayor universo posible una de las características fundamentales -y más ambiciosas- de la poesía moderna, la calma mirada de Saba, no menos tensa ni menos apasionada, aunque discurriera en apariencia serena y casi módicamente, prefiere colocar en los paisajes cotidianos que contempla y que es, su propio tono, su propio clima, el de un lenguaje exento de complicaciones y sutilezas, y hasta en extremo sencillo, pero cuya lograda tersura y cuyo sabio escandido no denotan en absoluto ninguna clase de facilismo o superficialidad, sino todo lo contrario.
Es la propia médula, el meollo de la misma vida cotidiana, y la del hombre -común, en el mejor sentido- que la refleja y que la vive, que la encarna, lo que Saba viene a hacer fructificar y florecer. Brotes que veremos también despuntar en las futuras corrientes realistas y neorrealistas de la poesía italiana (de Pavese a Pasolini), con otros rumbos quizá, pero con la misma legítima calidez de lo vivido y de lo compartible. Hay pocos casos como el de Saba en la literatura mundial, de un poeta que haya llegado a rondar entre los mayores de su patria y de su tiempo partiendo dignamente de un tono menor (y en realidad sin apartarse nunca de él), de una mirada humanísima pero sensible a las sencillas -y humanísimas- cosas y hechos de todos los días.



Singular destino entonces el de Umberto Saba: nada menos que ser un buen poeta en una generación con cumbres como Ungaretti y Montale. Pero su natural y proverbial humildad, la aparente ajenidad (por otra parte tan humana) de su ascendencia, de su lugar de nacimiento y de su historia personal, supo hacer trascender a su “sabiduría triste”, a su “melancolía desolada” (como bien dijo Augusto Vicinelli), en una límpida y humanísima poesía. esa con la que atemperó a “la serena desesperación”, bello título de uno de sus muchos y tocantes libros. Los libros que, callada y digna, hondamente (como por su propia esencia y presencia él sin duda ha preferido), siguieron hablando por él, lo han ido ubicando, poco a poco, pero con toda justicia, al lado de los grandes poetas de su tierra y de su tiempo.
Además de la poesía, toda su vida giró prácticamente alrededor de una única ocupación, su legendaria Librería Antigua y Moderna, cerca de la Plaza de la Bolsa, en Trieste. La misma que imprimió en 1921 Il Canzoniere, primera versión de un mismo creciente volumen que iría incorporando todos los suyos, y que sería a lo largo de los años la recopilación reiterada de la totalidad de sus poemas bajo ese único título. No muchos lo percibieron, al principio. Honra sin duda a Montale el haber sido uno de ellos. Otro fue el crítico Giacomo Debenedetti, quien sutilmente apeló como metáfora al viaje del salmón hacia sus fuentes, enfrentando aguas contrarias, para aludir a la honradez y hondura con que Saba persistió en su propio camino mientras predominaban estéticamente otros dominios, por lo menos contrarios si es que no adversos. Pero incluso porque no resulta en absoluto usual que un prosista se ocupe de los poetas, se hace sin duda más valioso este aserto del narrador Guido Piovene: “Puede ser que la prosa italiana de este siglo haya dado algunos escritos (pocos) de igual valor. Pero estoy seguro que no ha dado nada mejor.”
Y también, para enfrentar hoy mismo la arrolladora banalización, el sinsentido apenas de adquisición de objetos con que la globalizada sociedad de consumo y del espectáculo ha devaluado los verdaderos valores originales de la vida cotidiana, y que por desgracia ha tenido su cría espuria en supuestos criterios estéticos de minimalismo esmirriado o de prefabricada coloquialidad, ha de resultar un verdadero antídoto, un gran mentís, la simplicidad de fondo, la conmovedora intimidad de la poesía de Saba. Sigo creyendo que es a nivel de vida cotidiana (como un verdadero test de realidad) que han de ponerse a prueba las cuestiones -pretendidamente- más significativas de la vida. Y mi experiencia personal es que lo que entendemos por poesía, por poesía lírica, aún en estos tiempos y también en todos los tiempos, en sus mejores exponentes, en sus más lúcidos logros, no ha hecho (como Saba) otra cosa que ocuparse de ello. Los poemas auténticos tratan de revivir, de mantener vivos, de conservar latentes, para uno mismo y para otros, esos chispazos de percepción de lo sagrado que hay en el hombre, de lo sagrado que hay en muchos instantes de muchas vidas cotidianas.
Esos relámpagos de hominización, donde el hombre se siente -más que se descubre-, se palpa, se convierte él mismo en conciencia de lo sagrado de su propia condición y de lo que la envuelve, de su relación con el mundo y con el tiempo, el universo y los otros hombres, son la herencia y la cantera a la vez donde la poesía (nunca mera literatura) trabaja y se logra. Y se justifica. Mantener encendida esa conciencia, como lo ha hecho cabalmente Saba, abierta siempre para los otros y para uno mismo, para el que quiera y pueda verla, es -fue, será- su tarea. Por eso hay (como en Saba) una poesía cotidiana de la vida extraordinaria. Y también una poesía extraordinaria de la vida cotidiana. (Que no son juegos de palabras.) Porque más allá de vocablos y de anécdotas, en el centro de ese instante sagrado que conjuga, intercala, disuelve, unifica y hace irradiar otros miles y miles de instantes similares, el hombre se descubre y nos descubre, a la vez animal y especie, humanidad y sociedad, instinto y cultura, cuerpo sagrado y santo espíritu, capaz del poema y de la vida.
Eso mismo que, tal vez, el propio Umberto Saba vino a afirmar con sencilla grandeza: “A los poetas les queda por hacer la poesía honesta.”



Rodolfo Alonso (Argentina, 1934). Poeta, traductor y ensayista. Fue el primer traductor de Fernando Pessoa en América Latina. Contacto: gonyparanoico@hotmail.com. Página ilustrada com obras de Luis Caballero (Colombia), artista convidado desta edição de ARC. Agulha Revista de Cultura # 58. Julho de 2007.







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