quinta-feira, 12 de novembro de 2015

DAVID CORTÉS CABÁN | Lêdo Ivo: "¿Qué somos nosotros sino eternidad?"


Yo creía que los muertos no volvían
y con todo estás aquí, luminoso y pobre.

Lêdo Ivo

En El silencio de las constelaciones ocultas: Antología bilingüe [1] la gestora cultural y traductora venezolana Nidia Hernández seleccionó y tradujo poemas que proceden de dieciséis libros publicados por Lêdo Ivo (1924-2012) entre los años 1944 y 2001. Reúne en esta antología casi seis décadas de poesía de uno de los autores más consagrados de la lírica brasileña moderna. Su vasta y significativa obra incluye, además de poesía, otros géneros literarios que van desde sus novelas, cuentos y ensayos, hasta sus crónicas y artículos periodísticos. [2]
La primera vez que conocí a Lêdo Ivo fue en la celebración del III Encuentro Internacional de Poesía Universidad de Carabobo, Venezuela, en 2004. [3] Ese año el Departamento de Literatura de la Dirección de Cultura de esa prestigiosa institución le rendía un homenaje a él y al poeta Alejandro Oliveros. Dos magníficos poetas: uno venezolano y otro brasileño. Del poeta Alejandro Oliveros ya había leído algunos textos (más tarde vine a conocer mejor su poesía de la que publiqué una reseña en la revista Mediaisla, que dirige el amigo y escritor dominicano René Rodríguez Soriano), pero en aquellos años nada conocía de la producción literaria del poeta brasileño. Desconocimiento debido a mi misma ignorancia y en parte porque sus libros no eran asequibles en las librerías hispanas más conocidas de Manhattan. Me refiero a las librerías Macondo y Lectorum, hoy desaparecidas y en su tiempo lugares de encuentros y tertulias frecuentadas por la intelectualidad y la comunidad hispana de Nueva York. Por otra parte, las antologías de poesía latinoamericana que los estudiantes utilizábamos para las décadas del ’70 y el ’80 en los centros académicos de la City University of New York (CUNY) dejaban fuera, como aún parece persistir la costumbre, muchas personalidades significativas del mundo de las letras. Una óptica bastante reduccionista de la poesía contemporánea, a la que se añade la fascinación excluyente de algunos académicos por ciertas personalidades de la poesía hispanoamericana y peninsular.
La segunda y última vez que compartí con Lêdo fue en 2011en la Feria Internacional del Libro Venezolano (FILVEN) en Caracas. [4] Habían pasado ya siete años de aquel primer encuentro lejano pero aún vivo en la mente del poeta. Lêdo Ivo parecía no envejecer y conservaba aún el mismo espíritu amigable y gentil que siempre lo caracterizó. Ni la vanidad ni la fama, que suelen envanecer el ego de escritores que quisiera uno nunca haber conocido, empañaban su personalidad. En el poco tiempo que compartimos comprendí el porqué una obra puede ser un reflejo de quien la escribe y no como la crítica moderna pretende hacernos creer deslindando el sentido de ésta de su autor. Teorías que en ciertos casos pueden tener validez, pero no en todos. En Lêdo Ivo esos señalamientos carecen de fundamento. Mucho contiene su poesía de las circunstancias y el sentido humano del poeta. El mismo Lêdo escribe en “el arte de componer versos…” que a manera de prólogo abre esta antología: “La poesía representa en mi vida, mi propia vida, mi razón de ser, mi razón de vivir, mi razón de estar, mi lenguaje de comunicación con los hombres”. Este “lenguaje de comunicación con los hombres”, en el sentido genérico del vocablo, encarna la grandeza de su escritura: comunicar su particular visión de mundo y el modo de sentirlo en su total plenitud, con sus altas y bajas, como vivencia solidaria de las situaciones que a diario padecemos en nuestro tránsito por la vida. Por eso su poesía será de un tono mesurado y de una transparencia que permite asociarnos con las cosas más elementales impregnadas siempre de un profundo sentido existencial. Su universo poético parece nacer de su interioridad más del que pudo proporcionarle su entorno. Como quien camina sin sosiego, el poeta va de aquí para allá observando lo que luego complementará su magnífica obra: el cosmos y la naturaleza del ser. Coordenadas que entrelazan sus versos con naturalidad y lucidez. Por eso no es extraño que los temas de sus composiciones contengan situaciones con las que todos podemos identificarnos. La naturaleza del léxico que describe su cosmovisión poética: “alba”, “aurora”, “noche”, “mar”. “sol”, “pájaros”, “lluvia”, “jardín”, “girasol”, “paisaje”, “ciudad”, “aldea”, “cascada”, “viento”, “océano”, “esplendor”, dignifica el contacto con las cosas que penetran su vida en el espacio de ese “silencio de constelaciones ocultas”.
 El concepto de la muerte que aparece en sus versos no es de quien se ve desterrado del virginal paraíso, sino de quien a través de intensas imágenes manifiesta su visión de la vida ante la muerte. Por ejemplo, en “Vals fúnebre de Hermengarda” expone su dolor impregnado de un sentimiento que choca con las falsas apariencias sociales: “Otros vendrán lúcidos y enlutados, / pero yo vengo bebido, Hermengarda, / vengo bebido”. La conciencia no le permite refugiarse en la estricta moral de los “lúcidos y enlutados”. Por eso su ebriedad le despoja del peso que representa para su espíritu esa pérdida y le permite, en cierta forma, liberar de su dolor:

Heme junto a tu sepultura, Hermengarda,
para llorar tu carne pobre y pura que ninguno
de nosotros vio podrir.

Otros vendrían lúcidos y enlutados
pero yo vengo bebido, Hermengarda,
vengo bebido.

Y si mañana encontraran la cruz de tu tumba
tirada al suelo, no fue la noche, Hermengarda,
ni fue el viento.
Fui yo.

Quise resguardar mi embriaguez en tu cruz
y caí al suelo donde reposas
cubierta de margaritas, aunque tristes.

Heme junto a tu tumba, Hermengarda,
para llorar nuestro amor de siempre.
No es la noche, Hermengarda, ni es el viento.
Soy yo.

El sentido que transciende del texto une al yo lírico al cuerpo de la amada ausente: “Quise resguardar mi embriaguez en tu cruz / y caí al suelo donde reposas / cubierta de margaritas, aunque tristes”. Su caída representa, simbólicamente, su propia muerte. El viento, la noche y las flores incoloras transmiten el estado de ánimo del poeta y matizan el ambiente del poema creando un tono nostálgico y desolador. El vals, por su ritmo cadencioso y lánguido, sugiere un concepto contrario a lo que inspira el sentido desolador del texto. [5] Y aunque parezca paradójico el vals se convierte en un elemento amortiguador de ese angustioso final de la existencia. Esa profunda y tierna revelación del yo: “…no fue el viento. / Fui yo.” Y en otro verso: “No es la noche (…), ni el viento. / Soy yo” purifica la conciencia del hablante lírico dándole una dimensión más humana al sentido de la muerte. No a la muerte vista como una realidad envilecedora del cuerpo, sino reveladora de otro sentido más profundo de la vida en el tiempo. El ‘Soneto de la muerte” ejemplifica también este sentimiento, pero desde otra perspectiva:

Llevado lejos por el impulso
de la vida, me vi frente a la rosa breve
de la muerte que cantaba en mi pulso
como si, muerto, la tierra me fuera leve.
Ningún temblor sentí al verla mirándome
como el sol al sol de diamante,
la amé por ser mía y no me bastó
que durara en mí apenas un instante.
Oh rosa negra y blanca, deseé
que, siendo muerte, fuera como la vida
que, felizmente pasajera, sigue la ley
de lo eterno, y como lo eterno es consumida.
Ven, muerte que en mí brilla, y sé la estrella
de cinco puntas que en mi cielo titila.

Esa “rosa breve de la muerte” proyecta no una visión ilusoria de la vida, sino una conciencia penetrante del conocimiento que trasciende esa realidad: “Oh rosa negra y blanca, deseé / que siendo muerte, fuera como la vida / que, felizmente pasajera, sigue la ley / de lo eterno…”. Esa “ley de lo eterno” implica la muerte y la unidad de esa visión. Así lo reitera en los siguientes versos: “Ven, muerte que en mí brilla, y sé la estrella / de cinco puntas que en mi cielo titila”. Esto lo dirá reemplazando el sentido de su propia realidad con el que ilustra el final de toda vida: “Los que los vivos ven y no olvidan / lo que todo hombre recuerda, la vida entera, / es lo que estoy viendo en este instante”, dice. Y ese “ver” comprende un modo de introspección. Es decir, el hablante se identifica con la muerte, pero no de una muerte de quien se deja arrastrar por la angustia y el desamparo, ni por la dolorosa incertidumbre de quien llega a cuestionarse el fin de la vida terrenal, sino de quien intuye en lo que nombra la armonía de su espíritu imperecedero. En esa concepción de la muerte el amor encarnará también un sentido semejante: “El morir, lúcido y secreto, / cerca de tierras absolutas, / de ese amor que mueve las estrellas / y encierra a los amantes en un cuarto”, dice en estos versos. Pero lo que nace de esa experiencia erótica conlleva una imagen de la muerte en función del acto amoroso. No como sucede en otras composiciones que representan la muerte como una unión esencial entre el ser y el cosmos. Se trata, por supuesto, de expresar las cosas que nacen como presentidas y asociadas a la muerte. Ya en la niñez el poeta sentía ese sentimiento de las cosas que no podía definir pero que llegaban a su vida como experiencias que anticipaban esa relación. En el “Soneto del volador de papagayos” quedan implícitas estas profundas connotaciones:

Acepto la noche, menos la eternidad
en este viaje ambiguo que me lleva
al altar absoluto que, en la oscuridad,
espera por mi inanidad.

Lo que soñé de niño, hoy es verdad
estación del alba que en mi silencio nieva
el invierno de una fábula primitiva
que fue sol, ciego a su propia claridad.

En la hora del fin de todo, separadas
quedan las dos comparsas del destino
que saben a ceniza luego del último aliento.

Y que la muerte guarde en sepultura los injuriados
despojos del hombre maduro; que el niño
eleve el papagayo, vivo al viento.

La vida, observada desde los extremos de la niñez y la adultez, vuelve a comunicarle ese vivir incontaminado que resplandece la infancia. El ingenuo vuelo del “papagayo” que asciende con el viento produce un bienestar que recompensa esa comunión con el universo. Así mismo el yo ascenderá al infinito vinculado a la imagen de la muerte.
En el poema “El regreso” la muerte concretará un espacio íntimo y confesional para proyectar una descripción reveladora y humana de la figura paterna:

Ahora que te fuiste es que apareces
más visible que nunca.
Me ves tan de cerca que me estremezco.
En tu mano no traes la distracción.
Ni aún viniendo de tan lejos,
por sobre todas las estrellas, del callado espacio sin ángeles,
redimes la antigua deuda
anotada en un álgebra de ceniza.
Y fue preciso que atravesaras velozmente
los cielos plausibles,
cruzando los conductos de lo Invisible y las plazas
donde no redoblan los tambores populares de la vida,
para regresar así, sin sobretodo, en el claro día
que la noche no esconde,
y con la espantosa novedad de que aún estás vivo
con tus lentes, tu calvicie y tu cartera.
Yo creía que los muertos no volvían
y con todo estás aquí, luminoso y pobre.
¿Qué vienes a intrigar, viejo curioso? ¿Qué quieres
decirme humildemente,
tú que te consubstanciaste, en tanto y en nada
y te reíste de la mentira del abismo?
¿Por qué te pusiste el mejor traje
si no vas a salir más los domingos, y apenas resurges
como una luz en el día calcinado?
Tú, que nada dejaste, vuelves lleno de todo
y me sonríes con tus manos vacías.
Vuelves de repente. Al igual que cuando
llegabas de tus viajes cortos
y era como si hubieras recorrido el mundo.
Yo sabía que no cambiarías. Ninguna muerte
te haría intocable, intransitable y abstracto.
Por eso vienes, te reconozco
como si, cansado e invisible, volvieras a casa.
  ¡Con qué prisa volviste y cómo tienes
tantas horas marcadas!

Tu aparición me deja atónito.
No esperaba tu visita. Te hacía bien lejos,
entre bosques de sal, allá donde el dolor no alcanza
y nadie siente frío en el perpetuo invierno.
Pero lo importante es que volviste, deshaciendo
el equívoco de creer en la desaparición de los muertos.
Mientras me contemplas, leo en tus ojos
el intangible legado de tu duro
amor sin lágrimas.

El poema trata del encuentro entre el hijo y el padre que regresa del lejano abismo de la muerte. La muerte posibilita el encuentro y sostiene ese acercamiento vedado al hombre mortal, pero intuido por el hablante lírico como si ésta fuera otra dimensión de la vida. Con el “regreso” se transgrede el dilema de la muerte del padre ante la sorprendida mirada del hijo: “Ahora que te fuiste es que apareces / más visible que nunca. / Me ves tan cerca que me estremezco”. No se trata de una idealización, ni de presentar al padre como un ser misterioso que interviene en el destino del hijo, sino de mostrar el sentido paterno-filial de esa relación que se opone a la muerte. Relaciones al parecer marcadas por un sentimiento de respeto que se mantiene candorosamente por encima de cualquier circunstancia. Esta imagen recupera la figura del padre y lo muestra en su dimensión real sin necesidad de sublimarlo: “Yo creía que los muertos no volvían / y con todo estás aquí, luminoso y pobre”, dice el hablante para afirmar la certidumbre de ese encuentro:

Tú que nada dejaste, vuelves lleno de todo
y me sonríes con tus manos vacías.
Vuelves de repente. Al igual que cuando
llegabas de tus viajes cortos
y era como si hubieras recorrido el mundo.
Yo sabía que no cambiarías. Ninguna muerte
te haría intocable, intransitable y abstracto.

Esta reacción justifica el sentido de esa visión sorprendente: “Tu aparición me deja atónito. / No esperaba tu visita. / Te hacía bien lejos…” Y es que elregreso contrarresta la lejana posibilidad del olvido anulando el vacío y reivindicando a su vez esa relación paterno-filial a través de la memoria:

Pero lo importante es que volviste, deshaciendo
el equívoco de creer en la desaparición de los muertos.
Mientras me contemplas, leo en tus ojos
el intangible legado de tu duro
amor sin lágrimas. 

Los últimos versos del poema reflejan la postura entre lo que sentimos y lo que deseamos expresar. Esa ingenua conducta que inhibe la libre expresión de los sentimientos: “Mientras me contemplas, leo en tus ojos / el intangible legado de tu duro / amor sin lágrimas”. Ese “amor” se restablece en la continuidad de esas revelaciones extrasensoriales que persisten como mágicas experiencias en la mirada del hijo. Así el mundo de la niñez se sostiene como una influencia reveladora ante el presentimiento de la muerte: “De niño, yo caminaba al lado de mi eternidad y de su herida goteando la muerte.”, dice en este verso. Y en uno de los poemas centrales de esta antología (“El portón”) observamos una visión cósmica encarnada en el sueño como una imagen frente al misterio de la vida y la muerte: “…Y quien no vino de día / pisando las hojas secas de los eucaliptos / viene de noche y conoce el camino, igual a los muertos / que jamás vinieron, pero saben dónde estoy…”. El lenguaje reafirma el sentido metafísico de esa visión impregnada por la luminosidad del espíritu. Lo que el yo lírico descubre de sí, en esa metáfora representativa del portón, es una vía a la naturaleza intangible de sus creaciones. Entre el mundo real y el infinito de los sueños el portón da acceso a un reino invisible y sin límites. El yo lírico se transforma para entrar a un espacio de sensaciones que particularizan esa forma metafísica de conocimiento: “La noche es tan silenciosa que puedo escuchar / el nacimiento de los manantiales del bosque. / Mi cama blanca como la Vía Láctea / es breve para mí en la noche negra. / Ocupo todo el espacio del mundo: mi mano desatenta / derriba una estrella y ahuyenta un murciélago”. En ese ámbito de los sueños se proyecta también la riqueza imaginativa del espíritu como reflexión y trascendencia del ser ante los misterios del universo: “Aunque mi portón va a amanecer cerrado, / sé que alguien lo abrió en el silencio de la noche, / y asistió en la oscuridad a mi sueño inquieto”.
En el poema “Por última vez” intuimos la muerte no como una preocupación o el fin de la vida, sino como un conocimiento ligado íntimamente a una verdad esperanzadora del ser pero invisible a los ojos mortales:

En la iglesia se abre de nuevo el ataúd
y los dolientes vuelven a contemplar el rostro del difunto
Oh muerte, ¿dónde está tu victoria?
Toda sepultura es una cuna en el piso del universo.
Como la brisa que hace temblar la hierba
fuiste apenas un instante. Nadie te encontrará
cuando renazcas entre las estrellas.

El tercer verso “Oh muerte, ¿dónde está tu victoria?” trae una resonancia de la Primera Epístola a los Corintios, del Apóstol San Pablo (Cap. 15, verso: 55). Y da paso a esa reafirmación del espíritu en cuanto al pensamiento revelador de una concepción religiosa de lo trascendente. Esto tomando como postura el sentido de la muerte sellado en esa transformación inmortal y permanente: “Nadie te encontrará / cuando renazcas entre las estrellas” declara el último verso, quedando así la muerte integrada al cosmos como otro elemento. Sin duda, es ésta una visión expresada en la armonía que renace como un triunfo del espíritu sobre la muerte. Más adelante dirá: “Lo que existió una vez, existirá para siempre”, refiriéndose otra vez a este concepto de la muerte en su sentido trascendente. El poema “A mi madre”, refleja también de esta concepción. Y es que para el hablante poético todo lo que existe se proyecta con mayor fuerza al contacto con la muerte, como si ésta definiera nuestra existencia. Este sentimiento está presente en el poema “El instante”, pues destaca con mayor lucidez nuestra precaria condición humana:

Cualquiera que sea el día, será
la víspera del frío y del silencio
y todo lo que es rumor se callará.

Cualquiera que sea la noche, será
la puerta abierta hacia el gran sueño
del cual ninguno de nosotros despertará.

Cualquiera que sea la hora, será la hora
de callar y partir y estar solo
lejos de todo y todos para siempre.

La promesa de la vida finalmente cumplida,
el instante de los párpados cerrados.
Y la muerte muere, la muerte igual a la vida.

Para el sujeto lírico la muerte representa una inviolable realidad que lo eleva por encima de la vida en una visión estimulada por los sentidos. Y sugiere, además, otras posibilidades para expresar esa fusión de permanencia con el universo. Por eso no va tras el encuentro de una muerte hostil e implacable, ni se siente atraído por la enajenación que causa el dolor o las expectativas de doctrinas desgarradoras del espíritu. Por otro lado, el fluir del tiempo será lo que menos interese a su alma en ese transcurrir hacia lo ignorado ya que reconocerá en sí mismo la plenitud de ese espacio en el que transciende su espíritu: “Cualquiera que sea la noche, será / la puerta abierta hacia el gran sueño / del cual ninguno de nosotros despertará”. El sueñoaludido aquí es el de la muerte física por supuesto, pero no el del espíritu que es transformado misteriosamente en una conciencia inmortal. De este modo, el verso que diáfanamente cierra el texto iguala ambos términos (vida/muerte) enfatizando la esencia de esa dimensión: “Y la muerte muere, la muerte igual a la vida”.
 En “La bella aurora” figura el concepto de la muerte semejante al mismo sentido de la vida en ese encuentro proyectado en el tiempo: “Y aquí estoy, oh Muerte, y traigo la vida / como quien trae en las manos la despedida / después de tantos adioses provisorios”. Queda plasmado en el título esa sugerente imagen de la muerte como una “bella aurora”. Es decir, un amanecer vislumbrado como un triunfo del espíritu y como un testimonio definidor de su inmortalidad:

para que también mueras junto a mí,
relámpago en la aurora desplegada
a un pensamiento que jamás se piensa
y a una nada que es todo, siendo nada.

No se trata pues de viajar hacia las sombras que disolverían ese yo poético en la nada, sino hacia el resplandor primigenio de esa inmortalidad. De ahí nace la total plenitud de quien llega impregnado de la presencia de la muerte. Una muerte no como irónicamente la presentaran aquellos sorprendentes y desafiantes versos del Arcipreste: “! Ay, Muerte, muerta seas, muerta e malandante!”, sino como la realidad de un proceso intransferible y eterno. La vida y la muerte fundidas en un cuerpo que busca lo trascendente en la imagen del universo. El hablante avanza hacia ella en la soledad de ese paisaje que supone otro renacer en el tiempo: “Despojado de todo cuanto amé / busco, en la hora final, mi camino / y cuanto más avanzo más regreso.” así lo siente el yo lírico y así se desprende su cuerpo entre el azul del cielo lejano y la terrenal planicie por donde se aleja su espíritu. Así se dejó ir en la claridad infinita de sus constelaciones ocultas, y en el susurro de aquellas justas palabras, como quien esconde un pajarito muerto:

Ahora que vi la nieve puedo morir
de una muerte inmaculada y blanca
que reunirá la claridad y la sombra
en el vértigo del postrero enlace. 
Con su soplo tembloroso y los labios fríos
ella es el silencio esperado y sepulta en la tierra
el amor atrevido y el sueño insensato
como quien esconde un pajarito muerto
de los ojos del transeúnte que cruza el parque.

NOTAS
[*] Verso del “Soneto de la aurora”, página 13.
1. Lêdo Ivo, El silencio de las constelaciones ocultas: Antología bilingüe, Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana, C.A., 2011. Traducción y selección de Nidia Hernández. También existen las antologías: Poesía Completa 1940-2004 (Río de Janeiro, Tobpook, 2004); Estación Final 1940-2011 (Casa de Libros, Bogotá y Valparaíso Ediciones, Granada, 2012), Selección, traducción y prólogo de Mario Bojórquez; La Tierra Allende 1944-2005. Chihuahua, Ediciones del Azor, 2005; La aldea de sal. Madrid, Calambur, 2009. Selección, traducción y prólogo de Guadalupe Grande y Juan Carlos Mestre.
2. Algunos títulos se pueden conseguir a través del Internet: As alianças (novela, 1947), Ninho de cobras (novela, 1973), A morte do Brasil (novela, 1984), 10 contos escolhidos (1964); A ética da aventura (ensayo, 1982) y A república da desilusão (ensayo, 1995).
3. Debo la invitación en aquella ocasión al poeta Adhely Rivero, quien dirigía entonces la prestigiosa revista Poesía, del Departamento de Literatura de la Universidad de Carabobo.
4. Ese mismo año los poetas Horacio Benavides (Colombia) y José Ángel Leyva (México) junto a Lêdo Ivo y quien escribe esta reseña, presentamos nuestros libros editados por la editorial Monte Ávila Editores Latinoamericana. El poeta Enrique Hernández D’Jesús introdujo a los autores y habló brevemente sobre estas publicaciones. 
5. Sin duda, el vals usado comúnmente en las bodas por la carga romántica y emotiva de su música suave y cadenciosa, contiene un sentido simbólico que contrasta con la realidad de la muerte.  




***

DAVID CORTÉS CABÁN (Puerto Rico, 1952). Poeta, ensayista. Autor de  Una hora antes (1990), El libro de los regresos (1999), y Ritual de pájaros: Antología personal 1981-2002 (2004). Fue cofundador de la revista Tercer Milenio. Contacto: dcortes55@live.com. Página ilustrada con obras de Gonçalo Ivo.






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