No se trata de una biografía ni de un texto crítico similar a tantos otros
en los cuales la obra de Breton es vista desde el exterior bajo el ángulo de teorías
literarias o filosóficas (1). El mecanismo emocional del escritor es concebido aquí
en su realidad profunda. Esta inmersión hasta el centro magnético ha sido posible
a través de un análisis poético del lenguaje, de las imágenes particulares, de la
sintaxis propia de Breton. Quizás por vez primera la posición humana de éste ha
sido expresada con justicia por alguien lo suficientemente próximo a la sensibilidad
del grupo como para comprender el valor excepcional de su animador. Gracq posee
un sentido poético asimilable al instinto del cazador o al del zahorí que le permite
orientarse a través de las contradicciones y encontrar rastros; gracias a una inteligencia
sutil y a un conocimiento amplio de la realidad contemporánea, puede seguir los
senderos y destacar así su exacta geografía. En su libro, las frases verdaderamente
reveladoras de Breton son subrayadas, extraídas de textos y engastadas en un desarrollo
cuyo estilo parece, en ciertos momentos, emparentado con el del mismo Breton. Sin
embargo nada menos parecido a una parodia. Se tiene la impresión que para Gracq
ha sido necesario, en busca de una plena comprensión, sumergirse en el movimiento
a la vez sensible y formal de su objeto de estudio. Leyendo su ensayo pienso a menudo
en lo que los verdaderos pintores acostumbran hacer cuando copiaban las obras de
sus mayores para asimilar los mecanismos de su inspiración y de sus técnicas. Estos
ejercicios se han vuelto cada vez más raros hoy en día, en una época en la cual
los menores procuran exaltar desde sus primeros pasos lo que consideran como su
personalidad. No obstante, no implican ninguna sumisión y testimonian únicamente
una voluntad de comprensión por encima de juicios superficiales.
Quisiera ampliar indefinidamente el comentario de un libro de crítica capaza
de colmar la atención del público que encontraba allí una guía muy segura para percibir
todo el valor del mensaje de André Breton y carácter único de la atmósfera creada
por él.
El libro de Gracq no es el único, aunque si el mejor, dedicado a Breton en
el curso de este año. No hay por estos días periódico o revista que no contenga
un estudio de este autor que , aún recientemente, es objeto de los ataques más groseros
y de los sarcasmos de la “inteligencia tradicional”. Estos homenajes provienen de
medios muy diferentes, con frecuencia muy alejados de aquellos a los que buscó llegar
el autor, sin menospreciar algunas reacciones de parte de sus amigos o de antiguos
amigos. Es así como uno de los historiógrafos del movimiento surrealista ha creido
pertinente dar cuenta del libro de Gracq en térmios acerbos, a mi modo de ver muy
injustos. Pretende situar a Breton entre las glorias nacionales y establece un paralelo
muy desueto y convencional entre Breton triunfante en vida y Artaud el poeta maldito
muerto en condiciones que ya conocemos.
Evidentemente no hay en esta cuestión nada de celos o envidia sino más bien
un despecho en constatar que personas ajenas al grupo osan hablar de aquel como
el mejor y, sobre todo, como abanderado de una revuelta intransigente. Los adeptos
preferirían no compartir su admiración con los profanos, lo mismo que con algunos
de sus enemigos. No obstante Breton no ha flaqueado, sigue siendo el abanderado
de la revuelta, pero la celebridad y la gloria lo han convertido, de por sí, en
un fenómeno siempre trastornador.
Desde su origen, el surrealismo en tanto que grupo se erigió contra el culto
de los grandes nombres, contra el hábito de los pedestales, contra las estatuas
literarias o políticas; ha hecho del irrespeto su ley, del sacrilegio su método;
por doquier ha reivindicado una poesía hecha para todos y por todos, una obra lo
más anónima posible como fórmula del porvenir. De hecho, quién podría decir que
en algún momento aceptara André Breton el clásico juego literario, preocupándose
por alcanzar el primer rango mediante la estrategia familiar a los literatos y a
los artistas, poco dispuesto como era a la glorificación alcanzada actualmente.
Nadie ha jugado a perder tan obstinadamente, nadie ha explotado tan poco sus ventajas.
Pero lo que los grupos y los individuos deciden, inscribiéndolo en los manifiestos
y lo que la sociedad y la historia realizan son cosas diferentes. La fama se me
ha aparecido siempre como uno de los misterios más inquietantes de la humanidad.
Digo la fama y no logro reunir la paciencia y la suficiente aplicación en explicarla.
Sueño con la versión mitológica ofrecida por los griegos: “la trompeta de Mercurio”,
versión occidental de la elección asiática -el dedo de Dios-. La celebridad hace
pensar en un proyector luminoso que se pasea por encima de la multitud y viene a
fijar su luz sobre los rasgos de un personaje que un destino desconocido elige como
héroe o como víctima.
La salida de la sombra es el escándalo necesario. Nada de lo escrito acerca
del resplandor inusitado de algunos individuos excepcionales aporta la menor explicación
sobre un fenómeno que insisto en considerar como una de las claves de la historia.
Es este el sentimiento de Gracq cuando escribe: “tendemos a creer, sin que a menudo
osemos reconocerlo, en la posibilidad de ciertos nudos de ondas que comunicarían
sorprendentes poderes de control y resonancia a los seres dotados con el medio de
captarlos, a unos focos humanos extrañamente favorecidos, y que algunas personalidades
de excepción, fuera de toda superioridad intelectual demostrable, fueran de un modo
difícil de definir, mantener un intercambio especial con las influencias espirituales
llamadas a regirnos en alguna medida”. El surgimiento de algunos, su traslado a
la escena del teatro se muestran tan ineluctables como el sorteo del número ganador
de la lotería. La explicación de buenas a primeras resulta siempre cómoda, y el
cumplimiento de las causalidades tan caro al determinismo logra confirmar fácilmente
mediante la lógica lo que no es más que realidad observada. Pero la pasión no la
suscita otra cosa que la previsión del porvenir; el hombre busca el signo excepcional,
el conocimiento por las hadas y los magos, el que guía a los reyes magos y los profetas.
Si el número ganador no está escrito de antemano nadie puede conocerlo, “un golpe
de manos nunca abolirá el azar”.
La comparación entre la gloria y los efectos luminosos de la escena es de
lo más banal, sin embargo estoy persuadido de que expresa una profunda analogía
válida sobre todos los planos. “Il portait l’etoile au fornt”. En la noche humana,
anónima y colectiva, la luz irradia a los seres que pasan rápidos como meteoros,
semejantes a penachos de fuego -pienso en Lautremont y en tantos otros héroes cuyo
resplandor es comparable al instante único alcanzando una intensidad insostenible-
iluminando a otros dotados de una firmeza y una estabilidad infinitamente más grandes:
los grandes capitanes, los grandes políticos, los grandes criminales, en fin aquellos
a quienes la humanidad reserva el título de “grandes hombres”. Confieso que nada
resulta tan irritante como este calificativo al que ninguna definición seria podría
esclarecer. Examinados de cerca estos personajes no se diferencian de otros, más
bien sus allegados se sorprenden antes que nada de su asombrosa fragilidad; no obstante,
la historia los elige, los separa de la masa y conserva su nombre. Los juicios comunes
no parecen aplicables a estos destinos.
Se quiera o no, le plazca o no a él, Breton es uno de estos grandes hombres;
ni las alabanzas ni los ataques, ni los esfuerzos de minimización cambiarán nada
al respecto. Poeta, explorador de las fuentes siempre rebosantes de la emoción y
del asombro, Breton excede el marco de su siglo; reúne la sociedad de los grandes
heréticos a los que proclamó ancestros del surrealismo; desborda ampliamente la
atmósfera cultural en la cual se formó y pertenece, tal vez, más a los llamados
primitivos a quienes más que nadie nos hizo amar. Sin embargo, su personaje se sitúa
históricamente y corresponde a lo que aún se mantiene vivo en la cultura francesa.
El trazado de su pensamiento adhiere estrechamente a París, foco geométrico de las
curvas de la libertad.
Desde que se habla de grandes hombres se ha intentado escoger entre dos posiciones
extremas. Una según la cual éstos hacen la historia y fundan una corriente de ideas
y de acciones que no hubiesen existido sin su ayuda, y otra en la que esta corriente
constituye en sí la realidad verdadera y de la cual el gran hombre no habría hecho
más que alimentarse, traducirla y dejarse llevar por ella. En estos términos se
plantea hoy el problema de André Breton en relación al surrealismo. Bien sea que
el haya manifestado siempre la voluntad de constituir y de mantener homogéneo y
compacto “el grupo”, o bien que haya hecho regla al ligar los más sumisos de sus
amigos a todas las manifestaciones políticas, literarias y artísticas; quienes escriben
ahora sobre Breton parecen decididos a no ver en el surrealismo más que la atmósfera,
el aura, la franja magnética de su pujante personalidad. Es preciso reconocer ahí
una muy hábil maniobra que, en el caso de tener éxito, terminará por destruir en
el presente y eclipsar en el pasado todo lo que el surrealismo, en tanto que esfuerzo
colectivo, ha podido tener de existencia real. Este intento de reducción no es aceptable
y no podría decirse que quienes, alrededor de Breton y con él, dotados de medios
tan diferentes, han modificado profundamente a través de los años el clima sensible
de nuestra época, hayan sido simples reflejos de la chispa emanada por un personaje
central. La posición contraria según la cual el surrealismo constituiría un movimiento
de fondo -la protesta de una generación y de una juventud- del cual se había servido
Breton luego de explotarlo y desviarlo de su legítimo fin, posición asumida por
algunos jóvenes animados por intenciones confusas y poco honestas, desemboca en
la estúpida propuesta de los “surrealistas revolucionarios” que pretenden excluir
a André Breton de un movimiento después de veinticinco años no encuentra sus definiciones
formales más que en sus escritos.
La conjunción del movimiento colectivo y del aporte individual es uno de
los aspectos de la dialéctica existente entre el signo y la cosa significada, entre
el pensamiento tal cual se forma por la intercomunicación de los hombres sobre un
plano que podría llamarse cósmico y el verbo que le otorga una forma particular,
una expresión, un rostro reconocible y, por ende, su cristalización. Se trata de
la elección de una porte-parole. La oscuridad reside en las virtudes creadoras del
verbo. Experimentando las modalidades de transición entre el inconsciente y el consciente,
el surrealismo se propuso el estudio de este problema fundamental.
El surrealismo ha sido ante todo una voluntad de ruptura irremediable con
una sociedad en plena descomposición económica, política, estética y moral. Ha sido
entre un rechazo deliberado a la vez que búsqueda de un nuevo modo de vida. Tal
interés por la ruptura no es en sí específicamente nuevo, en todos los tiempos la
juventud ha intentado transgredir el pasado, la tradición, la regla impuesta, la
ley muerta; esto es a la vez ímpetu vital y resultado de las fuerzas antisociales
siempre presentes en el hombre que busca en ellas el medio de no dejarse disolver
en el oleaje de lo gregario. Con todo y eso, nunca la necesidad de separar la vida
de la muerte fue tan aguda como en el período contemporáneo y particularmente en
Europa Occidental.
El grupo surrealista ha tropezado con la dificultad de subsistir en medio
de una sociedad cuya corrupción resulta extrañamente contagiosa. Podría decirse
que esta dificultad es la de todo grupo revolucionario -es raro en este caso que
haya ruptura sobre todos los planos, en particular sobre el plano estético-, de
toda secta religiosa. aquí la cristalización se opera alrededor de un dogma aceptado
pues no ha sido cuestión del surrealismo el fijar un dogma, muy al contrario han
ensanchado hasta el máximo el campo de experiencia. Para subsistir en una comunidad
no enclaustrada, subsistencia que dista de ser únicamente material, los individuos
deben participar en el juego social ambiente. Los debates que agitaron al grupo
surrealista tuvieron y tienen aún como origen la limitación del grado de compromiso
posible más allá del cual todo ser está perdido, condenada toda poesía, suprimido
para siempre todo contacto con la verdad cósmica y humana; estos son los debates
morales en los cuales interviene a cada instante la tentación de hacer triunfar
en lo inmediato el mal menor, el bien relativo, de luchar con urgencia contra lo
peor, contra el peligro inminente. El surrealismo ha aportado más que unas obras,
unas teorías y unos programas, una experiencia humana singular sobre la que convendrá
explicarse pronto ya que importa hasta el más alto punto a quienes no han renunciado
a cambiar el mundo. Desde ahora puede concluirse que las piruetas de los unos, las
posiciones humorísticas, o la esperanza de otros en dividirse en dos seres, uno
de ellos asociado a las bajas faenas de la estrategia mientras que el otro permanecería
intocado no han desembocado más que en acosos, renuncias y deslices. En medio de
situaciones exigentes y entusiastas, de salidas fatigosas o polémicas, André Breton
permanece. Probablemente sea este uno de los caracteres más conmovedores de su personalidad,
un cierto grado de transparencia y disponibilidad. Sin adherir a una posición dogmática,
ha examinado los acontecimientos trastornadores de la guerras, de las revouciones,
las esperanzas y las decepciones, salvaguardando este capital sin el cual desaparece
el hombre. El entusiasmo de las adhesiones suscitadas por Breton, así como los odios
que provoca, prueban hasta dónde se le ha considerado como guardián vigilante de
la conciencia. A falta de regla escrita, de medios seguros de apreciación, se ha
confiado en su lucidez de vidente para sacarnos del laberinto. Estamos aquí ante
algo distinto al arte o la literatura. Breton ha dado la prueba de su convivencia
sensible con la iniciación inmemorial y existen razones para creer en su declaración:
“Yo tengo el hilo”. Si observamos ahora lo que han sido los grandes hombres en quienes
ha confiado la humanidad -sin dejar de asediarlos- se percibe que también tenían
el hilo y participaron, conscientemente o no, de la tradición inmemorial.
NOTA
1. Julien Gracq, "André Breton".
José Corti, Paris, 1948.
Traducción al español, por Carlos Bedoya.
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