En 1936, Antonin Artaud viajó al corazón de la
sierra Tarahumara, a conocer “una cultura mágica”, original, no contaminada por
Europa. No fue el primer europeo que viajó al país rarámuri. Cincuenta
años antes, el etnólogo noruego Carl Lumholtz (autor de México
desconocido, el primer libro sobre los indios del norte) llegó a lomo de mula a
Nararachic, el lugar donde danza la muerte, con una carta de Porfirio
Díaz, que le servía de salvoconducto. Lumholtz dio la primera noticia a
Occidente de la existencia de una “raza que vivía aún como en la Edad de
Piedra”; se adelantó también a Artaud en probar el peyote y describir los
efectos psicotrópicos de la mezcalina pura. “La planta, cuando se toma, calma
toda sensación de hambre o sed. También produce alucinaciones. Tomé sólo una
pequeña jícara, pero sentí los efectos en pocos minutos. Primero me hizo
despertar y actuó como un estimulante, similar al café, pero mucho más fuerte.
El híkuli es también un poderoso protector de su pueblo y en
cualquier circunstancia le trae suerte”.
Antonin Artaud, el
poeta surrealista autor de El teatro y su doble, viajará en tren desde la
ciudad México hacia el norte, para adentrarse en el país de los Tarahumaras. Ese
viaje es definitivo en su vida y su creación (escribe De un viaje al país
de los Tarahumaras y media docena de artículos más, casi todos durante sus
periodos de lucidez, en el asilo de Rodez donde, acusado de locura, fue
recluido).
El viaje de Antonin Artaud
al corazón de la Sierra Madre es doble: es un viaje hacia un país desconocido
para encontrar lo nuevo y, a su vez, un viaje interior que le permite buscarse
a sí mismo. En ese viaje prueba el peyote y descubre en el camino del
Ciguli el sentido secreto de esa raza original.
Artaud venía asqueado
de Europa, que comenzaba un nuevo ciclo de guerras por el dominio neocolonial.
La utopía revolucionaria se detenía en el “terror” a los disidentes. La poesía
vivía una “disgregación” de los ismos y los lenguajes de vanguardia se
convertían poco a poco en fórmulas retóricas.
El viaje de Artaud es
un viaje a la “otredad”, a la búsqueda de caminos alternativos que le dieran
sentido a la condición humana. Occidente ha pretendido arrogarse siempre
el único camino —el del mítico progreso— para lograr la armonía de
los hombres. El resultado es que el hombre se ha cosificado, se ha convertido
en cosa en un mundo instrumental de cosas. El hombre cosificado es llamado por
el raramuri“ el hombre que se ha extraviado”.
Ir al país de los
tarahumaras le descubre a Artaud un mundo nuevo. Él escucha que los raramuris
“cayeron del cielo a la Sierra, en una Naturaleza ya preparada” y que esa
tribu conservaba el sentido de lo sagrado que lo unía a los demás hombres y a
la naturaleza. “La palabra Dios no existe en su lengua; pero rinden
culto a un principio trascendente de la Naturaleza, que es Macho y
Hembra como debe ser”. Los tarahumaras le parecen “una Raza principio”,
que vive más en un tiempo propio, natural y cósmico.
Lo asombra que la
sierra sea una “montaña de signos” y que el simbolismo del mundo indígena hable
de un lenguaje cifrado que alude a la armonía del hombre y el cosmos. Es
testigo, una noche, de una danza donde sacrifican un toro (El rito de los reyes
de la Atlántida), idéntica a la que Platón describe en Critias, su diálogo
sobre la Atlántida. Descubre que hay la creencia del “paso por las tribus
tarahumaras de una raza de hombres portadores del fuego, que tenían tres
Señores y tres Reyes, y caminaban hacia la Estrella polar”, que asimila a la
leyenda bíblica de los reyes de Oriente (El país de los Reyes Magos). Le llama
la atención la cuenta del tiempo a partir del ciclo lunar y el superior “culto
astronómico del sol”. Simbólico es todo el lenguaje del mundo indígena: sus
cuerpos pintados, sus vestidos, sus colores, sus adornos, sus bailes, todo
habla de un código sagrado y secreto en armonía con el ritmo cósmico. Esos
mismos misteriosos signos los había visto en las pirámides de México. Artaud
sabe que Occidente es incapaz de traducir este lenguaje, pues ha perdido las
claves de su interpretación.
Para el poeta francés
el ritual del peyote es un culto solar que le permite al individuo recuperar la
percepción de lo infinito: despertar “el sentido de lo sagrado de una forma que
la conciencia europea ya no conoce”. Gracias al camino del cíguli “el
Tarahumara toma conciencia de la dualidad” y descubre “lo que es de él y lo que
es del Otro” y, en esa interacción, aprende a “crearse a sí mismo”. El hombre
es “transportado al otro lado de las cosas”, o “restituido a lo que
existe en el otro lado”. El peyote es hermafrodita y “en el interior de la raza
Tarahumara el Macho y la Hembra existen simultáneamente”.
El cíguli finalmente constituye “el misterio mismo de la poesía”.
Esos indios mexicanos
que viven en la Sierra Madre “en un estado como antes del diluvio” han
resistido “desde hace cuatrocientos años a todo lo que ha venido a atacarlos:
la civilización, el mestizaje, la guerra, el invierno”. “El gobierno de México
hace lo imposible por quitar el peyote a los Tarahumaras”.
Artaud ve en la
resistencia indígena, en la perduración de su cultura, de su religión, de su
lenguaje, la elaboración de una otredad humana, más en armonía con
los demás, con la naturaleza y el cosmos. En armonía también con lo
sagrado (entendido no como ritos externos u ortodoxias providenciales) que
está anclado a los orígenes.
En la visión que
Antonin Artaud tiene de los tarahumaras hay mucho del ethos moderno:
la búsqueda de un mundo natural, casi (post)rousseauniano, que alivie al hombre
de la náusea civilizatoria. De ahí el autoexilio, la huida a un mundo más
cercano a la naturaleza de muchos modernos. La náusea europea hace que Gauguin
huya a Tahití, que Morisot vaya a Venezuela a buscar las fuentes del Orinoco,
que Breton vea en México “el país surrealista por excelencia”, que Anne Eisner
abandone su cómoda vida en Nueva York y se adentre en el Congo y pinte —entre
selvas y pigmeos del Mbuti—, abstractas naturalezas, que Artaud viaje al país
del peyote para encontrar un nuevo sagrado.
Los “paraísos
artificiales”, como una forma de ampliación de la percepción y una revelación
poética, también forman parte del legado moderno. Charles Baudelaire,
aficionado al haschis, soñaba con una sociedad embriagada (“embriagaos sin
cesar, de vino, de poesía o de virtud”, dice en El Spleen de París).
Claude Monet pintó, con rojos y verdes cobalto, un campo de adormidera y el
extravagante De Quincey describió los efectos narcóticos de esa planta oriental
en sus Memorias de un comedor de opio. El fin del siglo XIX pone ya de
moda las drogas en Europa y hasta un brillante teórico marxista como Walter
Benjamin anota, en una de sus Iluminaciones, los efectos en sí
mismo de la cocaína.
En México durante un
tiempo fue un tabú hablar del tema, pero se sabe que José Juan Tablada, nuestro
primer poeta moderno, imitó a Baudelaire hasta en el consumo de haschis. El
poeta peruano Abraham Valdelomar cuenta que en el Barrio Chino de Lima él y
José Vasconcelos visitaron los fumaderos de opio. Artaud, quien venía de esa
tradición moderna, descubre una cosa nueva además, que en México las plantas
sagradas desde siempre (Westheim, en su Arte prehispánico de México,
comprobó en códices y esculturas precolombinas la presencia de las plantas de
los dioses) habían sido un mediador entre lo humano y lo sagrado.
Varias intuiciones del
poeta francés superan ese utopismo moderno; de manera muy profunda pone a los
tarahumaras y sus ideas del mundo en la otredad de los caminos del
hombre y su contorno. Su condena a Occidente es letal: el hombre cosificado ha
perdido el sentido de lo sagrado: “un blanco es alguien a quienes los dioses
han abandonado”.
La civilización con su
mito de “progreso” ha poblado el mundo de artefactos, pero se ha olvidado del hombre;
en sus formas más oscuras ha devenido en una modalidad, quizás la peor, de
salvajismo: amenaza la tierra, las aguas, los cielos, la flora, la fauna, a la
humanidad misma. Los tarahumaras van a la ciudad para ver “cómo son los hombres
que se han equivocado”. Cuando, cansados de sus largas caminatas, con sed o
hambre, solicitan a los mexicanos agua o una tortilla con chile
dicen kórima, “comparte”, no mendigando una limosna, sino recordándole al
mestizo la ley de la armonía que debe haber en todo, hasta en la propiedad de
las cosas.
El tiempo progresivo
de Occidente es otra ficción: en realidad “es la vida moderna la que está
atrasada y no los indios tarahumaras con respecto al mundo actual”. En la
visión de Artaud hay por primera vez en el pensamiento occidental una inversión
sígnica, una lectura por entero relativizadora: la aceptación absoluta de la
superioridad moral (sagrada, poética por ende) del Otro. El tarahumara es el
padre del hombre y si conserva claves para leer los signos de lo sagrado, lo hace
con la encomienda de preservar la unidad original. La propia poesía moderna, en
riesgo de convertirse en un remedo de sí misma, en un lenguaje artificioso y
muerto, sólo puede salir de su letargo si se adentra en un lenguaje original y
cargado de símbolos, como es la lengua-música rarámuri, que le devolverá su
melopea adánica. Tutuguries el título del último poema de Artaud. Lo
escribió unos días antes de su muerte, con el recuerdo aún vivísimo del viaje
que doce años antes había hecho al extremo del mundo mexicano.
El rito de la noche
negra de la muerte eterna del sol
No, el sol ya no
volverá.
La lección que Artaud
recibe de su viaje al otro México es una revelación crítica. Su
mirada busca que nos despojemos del ego implícito de la visión
“vencedora” y aceptamos un momento (o siempre) que los tarahumaras (y el mundo
indígena) tienen claves aún para salvar lo sagrado, para reconciliar al hombre
consigo mismo y con la naturaleza. Donde ha fracasado el hombre blanco podría
decir su palabra antigua, poderosa y profunda el Hombre Rojo, esa
extraordinaria raza a la que “ninguna civilización podrá dominar nunca”, según
palabras del último iluminado de la poesía moderna.
*****
RICARDO
ECHÁVARRI
(México, 1958). Poeta y ensayista mexicano. Doctor en Literatura, por el Colegio de
México. Ha sido instructor de lenguas romances en la Universidad de Harvard y
enseñado literatura en universidades mexicanas (UIA-Laguna, Culiacán,
Campeche). Es autor de Novísimas instrucciones
a los ángeles (2015) y Cuaderno de
Durango (2007). Su Antología. México
en la poesía surrealista está próxima a aparecer. Contacto: ricardechavarri@gmail.com.
Página ilustrada con obras de Marcello Grassmann (Brasil), artista invitado de
esta edición de ARC.
Agulha Revista de Cultura
Fase II | Número 14 |
Janeiro de 2016
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