La cosa empezó así. Una mañana de Cali, y en el café Bemoka, el Filósofo Fantasmas me dijo, mientras se tomaba su café tinto con aguardiente y limón, regalo de la sapiencia de Gurdjieff, lo siguiente: “La literatura fantástica empieza por casa”, y se quedó prendido a ese par de ojos que le salían por las barbas, con una sonrisita de dientes blancos, también. No quise pedirle explicaciones a esta sentencia, sólo demostrarle con mi gran carcajada que me había puesto ese día la cacerola patafísica en la cabeza y que el absurdo era mi traje everfit.
No obstante, como soy uno de esos que caen en lo fantástico como si fueran atraídos por las moscas, me gusta hacer pasar por ese anillo de león en el circo muchas de las cosas que me atañen; así es que días después, empecé a repasar con cuidado la lista de mis seres queridos y los puse a saltar por los agujeros como cuartos que era la casa que habitábamos, en mi niñez, en el barrio Obrero.
Recordé entonces que a mi padre le gustaban los aparecidos. Pienso que debería escribir esta palabra con mayúscula porque era más un apellido que un sustantivo: Los Aparecidos. Para mi padre no había nada más real que los Aparecidos, y eso él lo sabía desde niño, ya que su madre había sido muy amiga de uno de ellos en la antigua cocina de la casa. Mi abuela decía que este Aparecido la quería mucho, siempre trataba de hablar con ella, de indicarle algo, aunque ella no lo había podido entender lo suficiente como para saber que con sus gestos, entre luz y lumbre, le indicaba donde estaba el entierro de dinero, las morrocotas, que luego encontraría su hermana, mi tía Anunciación. A mi madre, por lo contrario, los Aparecidos la tenían sin cuidado, pero sí tenía gran afecto y temor por Los Duendes (también con mayúsculas). Estos no eran Aparecidos sino seres de carne y hueso que corrían por entre los árboles, y que tenían la particularidad de tener cabeza ancha, casi en el pecho como los seres de Ewaipanoma de que nos habla Sir Walter Raleigh, con sombrero alón a lo mexicano, y por supuesto enanos hasta el cansancio. Los Duendes eran juguetones y malignos a la vez, y las miles de trenzas diminutas que podían hacer en las crines de los caballos o en el pelo de las niñas eran casi imposibles de deshacer. A misía Mercedes le había dado porque las brujas se escondían en el abovedado de la casa, y mandaba a don Pacho a que las espantara dando golpes con la escoba en el techo. Los golpes había que darlos a eso de las seis de la tarde, por media hora, para que aprovechando el último rayo de sol, las brujas encontraran los agujeros que les permitirían salir a volar en sus escobas. Todas las tardes, pues, iba don Pacho con el palo de escoba de habitación en habitación, cocina y corredores, dando golpes y golpes, y era como si en un monasterio se llamara a la oración. Por su lado, don Pacho la tenía con la escalera, y nos había dicho que si nos subíamos en ella, al llegar al último travesaño, había un hombre con otra escalera que lo llevaba a uno al cielo, donde estaban los gallinazos, y que el padre de los gallinazos era un ser con patas de becerro y rostro de niño feroz, todo rojo y untado de una cera brillante que resplandecía con el sol.
Ya fuera de las lindes de la casa, recuerdo que a Abel, el zapatero, le gustaban los espíritus burlones, tal vez porque lo había aprendido en un son de Tito Cortés o Daniel Santos, no recuerdo bien. A don Miguel, el tendero, lo asustaban las sombras de los muertos que venían a recoger sus pasos por la esquina; y a Hermenegildo, el vendedor de botellas, unos demonios que se metían dentro de las botellas y las quebraban, y si no cómo explicar que explotaran así como así, de la noche a la mañana, decía.
Mientras toda esta fiesta de seres fantásticos daba vueltas y revueltas por la casa y el barrio, mi hermano y yo habíamos construido con piedras y ladrillos una rata que era casa al mismo tiempo, es decir, la casa de la rata era la rata, y dentro de esta casa-rata-casa vivía toda clase de insectos que conformaban un país. Así, las hormigas hacían de ejército, las avispas de aviones de guerra, los chapules de gente de gobierno, los ciempiés de buses, los gorgojos de vacas, de tal manera que la casa de la rata que era una rata era también la ciudad, el país, el universo, el cosmos. Tal vez un análisis multi-cultural e híbrido podrá descifrar por qué para nosotros el cosmos era una rata y no un zapallo, como es el caso en Macedonio Fernández.
Pasados los años, y cuando ya me hice a las palabras como letras, me dio por pensar que tal vez lo que el Filósofo Fantasmas quería decir estaba relacionado con “El derrumbe de la casa de los Usher”, el cuento de Poe, “Sueños en la casa embrujada” y “La fotografía en la casa” de H. P. Lovecraft, “La casa de Asterión” de Borges, “La casa tomada” de Cortázar, “La casa inundada” de Felisberto Hernández, la casa en Aura de Carlos Fuentes, o tal vez mi propia “La casa de los vespertilios”, y esto lo digo sin afán de ponerme al lado de tan ilustres escritores, sino porque el mismo Filósofo Fantasmas, una vez que me lo encontré en Sabana Grande, en Caracas, me dijo de pasada que le había gustado este cuento, y que una vez lo entendiera, me diría por qué.
Volví, pues, a la casa de los Usher, a los hermanos incestuosos Roderick y Madeline, y llegué en esa carroza de palabras que lleva al narrador, el amigo de Roderick, hasta ese paisaje espectral que luego se transforma en espacio del terror como mansión. Y allí me senté al lado de lo mórbido, lo enfermo, en una de esas poltronas deshaciéndose, esas paredes atacadas por los insectos del tiempo, decrépitas como rostros borrados por la edad. “El derrumbe de la casa de los Usher” me abrió un espacio congelado, sin movimiento, donde poco a poco los personajes descienden a la muerte, y a esa otra vida que está más allá de la muerte, pero que viene a ésta para desafiarla.
Sin embargo, esta intensa y creciente quietud autodestructiva de la casa como escenario viviente, se impone sobre Roderick, quien en un momento reflexiona que la casa controla sus acciones y su destino.
De la quietud espectral al movimiento dentro de lo estático, Poe nos abre esta ventana a lo maravilloso, a lo fantástico. Si incursiona en lo gótico para resaltar el espacio petrificado, lo hace para lograr que este espacio adquiera vida, pase a ser un reflejo especular de los sentimientos humanos, y más allá, tome control de estos sentimientos: espacio independiente ahora a la presencia de los personajes, espacio que actúa en el texto como personaje mismo. De Baudelaire al surrealismo esta idea nos llevó a la belleza convulsiva de Breton.
Símbolo de locura, de horror o camino al deterioro, la casa es además todo esto en sí misma, de tal manera que abandona su calidad metafórica para hacerse plano íntegro de la realidad. “La unidad de efecto depende de la unidad de tono”, decía Poe, y es por eso que hoy en la lectura es más el horror que exuda la casa lo que nos invade, y no tanto la aparición de Madeline, salida de la tumba.
Como ustedes pueden imaginarse, estas reflexiones me llevaron derecho al ruso Todorov (quien dicho sea de paso tiene un nombre más fantástico que el de Fernández, Hernández o Borges). Sostiene el ruso que la literatura fantástica debe ser literal, y no alegórica o poética. Idea un poco radical ésta que no comparto en su totalidad, aunque el término literal (que viene de piedra) me gusta.
Animado por este diálogo secreto que preparaba para cualquier otro encuentro fortuito con el Filósofo Fantasmas, pensé que la presencia de tres personajes en el cuento fantástico es bastante común, y aunque se resuelva en dos siempre hay un tercer personaje escondido, que es a veces el que dispara lo fantástico, como sucede en “La casa tomada” de Cortázar, donde un murmullo, o un moverse de pies, es lo que nos inunda con la realidad otra. Recordé el cuento “Véra” de Villiers D’isle Adam, otra historia de volver de ultratumba, o “la casa de Asterión” de Borges, donde el cuento se resuelve entre el minotauro, Ariadna y Teseo. Pero no nos salgamos de la casa, por el momento.
Tal vez es Henry Michaux, el poeta belga, el único escritor que ha despertado en mí tanta inquietud como H. P. Lovecraft. Este “soñador de Providence”, que vivió en New England para dialogar con Borges en la eternidad de sus espacios cerrados, y con las brujas.
En Notes on writing weird fiction, de 1937, Lovecraft nos dice:
La razón por la cual escribo cuentos fantásticos es porque me producen una satisfacción personal y me acercan a la vaga, escurridiza, fragmentaria sensación de lo maravilloso, de lo bello y de las visiones que me llenan con ciertas perspectivas (escenas, arquitecturas, paisajes, atmósfera, etc.), ideas, ocurrencias e imágenes. Mi predilección por los relatos sobrenaturales se debe a que encajan perfectamente con mis inclinaciones personales; uno de mis anhelos más fuertes es el de lograr la suspensión o violación momentánea de las irritantes limitaciones del tiempo, del espacio y de las leyes naturales que nos rigen y frustran nuestros deseos de indagar en las infinitas regiones del cosmos, que por ahora se hallan más allá de nuestro alcance, más allá de nuestro punto de vista. [trad. Pablo Morlans]
Además de cumplir con el presagio de Todorov que reza que lo fantástico se resuelve en la incertidumbre que siente un ser que sólo conoce las leyes naturales cuando se coloca frente a lo sobrenatural, Lovecraft nos indica que es “una satisfacción personal”, sus propias inclinaciones, las que lo llevan a lo fantástico, vía el horror. Es como un crimen perfecto, a la manera de Borges, podríamos argüir.
Ya lo dijimos, Lovecraft, como Borges, tiende a los espacios cerrados, y muchos de sus cuentos se resuelven en casas de la ficticia y fantasmal población de Massachussets, Arkham, palabra ésta que deriva de Arcano, lo secreto, lo oculto. Así, en una de esas casas de Arkham, se desarrolla uno de sus cuentos que siempre llamó mi atención: “Sueños en la casa embrujada”.
Esta historia es como un juego de espejos oníricos que en vez de reflejarse al infinito, se apilaran hasta el clímax del horror. La casa envuelve completamente los sueños de Gilman, el desafortunado protagonista, es decir, sus sueños se entrelazan con los espacios habitables, y así se abren abismos, precipicios, enredados e imposibles esquemas matemáticos, brujas, personajes de otras dimensiones, otros espacios y tiempos. Y a medida que esta sucesión especular de sueños se hace más atroz, Gilman pasa a ser sonámbulo, y pierde toda ubicación por la casa, hasta que el horror lo devora dentro de la casa, y este horror de espacio y tiempo pasa a ser la inmunda realidad de una inmensa rata que se lo come por dentro, mientras que la casa se derrumba materialmente, y al quedar como una pila de escombros y desechos, el gran esqueleto de esta rata reina majestuoso, junto a los esqueletos de otros seres que también han sido devorados por dentro.
Lovecraft afirmaba que era la atmósfera del texto la que decidía lo fantástico y no la acción. Esto se puede ver bien en otro de sus cuentos, “La fotografía en la casa”, donde el horror se pasea por los pasillos, los corredores de la casa, para luego introducirse, como una inmensa rata, podríamos especular, en una fotografía que va a cargar con todo lo fantástico del cuento. Aquí la acción es mínima, todo está en lo que conforma el espacio del texto. Borges, a quien siempre tenemos al lado de Lovecraft, señalaba como una de las formas de la literatura fantástica, la contaminación de la realidad por el sueño, y esto es lo que se cumple en este “soñador de Providence”.
Si la función de una puerta es estar cerrada para abrirse en un momento o viceversa, una puerta que nunca se abre ni se cierra no es una puerta; sin embargo, uno de los elementos inquietantes de “La casa de Asterión” de Borges son estas no-existentes puertas que prueban así su existencia. Más allá de la previsible historia del minotauro, este cuento de Borges es la reducción al absurdo del universo como una casa, una casa que al negarse se afirma, repito.
Borges, como Poe, como Lovecraft, era un hombre de encierros, de claustro. Y este encerrarse no sólo era un acto físico sino un confinamiento creado por las rejas de su imaginación, que tendía a jugarle la misma partida de ajedrez al infinito.
A pesar de proclamarse único Asterión, y de afirmar lo siguiente: “(…) dos cosas hay en el mundo que parecen estar solo una vez: arriba, el intrincado Sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo”, casa donde Asterión tiene las cualidades de Dios y su memoria, este mismo Asterión también juega a ser doble, y finge que el otro Asterión viene a visitarlo y que él le muestra la casa, como hacemos cuando llega una persona amiga al vecindario:
“Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.”
Lo interesante aquí es que estamos frente a la posibilidad de equivocación en un mundo que es unívoco. No nos podemos perder en el infinito porque ya de hecho estamos perdidos en él.
Este quedarse en las puertas de la casa me llevó a otro texto entre mis preferidos, se trata de Aura, esa novela corta o cuento largo, que a mi juicio es lo mejor siempre de Carlos Fuentes.
Aura cumple con esa norma aproximativa de que se necesitan tres personajes para la acción de un cuento fantástico: pero más allá de eso, es una novela que crea la atmósfera de lo fantástico, de lo extraño e irreal, a través de un ir de puerta en puerta, puertas que nunca están cerradas sino que falta abrir de un jalón o un golpe. La multiplicación de las puertas, su número al infinito, nos da la sensación del espacio desde los umbrales. Nada más fantástico entonces que este laberinto limitado a una casa de centro en la ciudad de México.
En un trabajo que escribí y publiqué años atrás, me preguntaba:
“¿Cuántas puertas hay en Aura? Todo depende: en condiciones normales toda puerta es dos: la que se abre, la que se cierra. Pero si se trata de una puerta de golpe, una cancilla, tendremos que multiplicar por dos, ya que se abre y se cierra doblemente. De tal manera que las treinta puertas, por mínimo, a que se enfrenta el texto de Aurapara pasar con su discurso, no son sesenta como supondríamos sino ciento veinte, multiplicación espeluznante y laberíntica puesto que no se trata de puertas cerradas. El misterio está abierto. Teseo no matará al minotauro”.
En este laberinto limitado, donde las puertas se abren sobre lo mismo, ya no hay redención, no hay salida. No hay una puerta para Felipe Montero, perdido en las lindes del tiempo, que va de la belleza a la fealdad, de la juventud a la vejez, del terror al horror, de Aura a Consuelo.
Una de las particularidades de la literatura fantástica es que si movemos los trastos literarios en la cocina creativa podemos ir de lo real a lo irreal con entera facilidad. No otra cosa le ocurre a Felisberto Hernández, quien en “La casa inundada” invierte el espacio del agua, que en vez de rodear la casa como en Venecia, ahora está adentro de la casa, y no por accidente sino por elección:
“Me gustaba saber que aquella casa, como un ser humano, había tenido que desempeñar diferentes cometidos; primero fue casa de campo; después instituto astronómico; (…) y por último la señora Margarita la compró para inundarla”.
Irene Béssiere lo dice claramente: “La ficción fantástica crea otro mundo con las palabras, pensamientos y realidades de este mundo”. Esto me recuerda lo que dice el poeta Paul Eluard: “Hay otros mundos pero todos están en éste”.
En esta historia, también triangular (aunque podría acercarse al cuadrado freudiano), Felisberto nunca sale de lo normal, aunque lo normal aquí está condicionado por lo anormal. Es interesante notar que este autor uruguayo, como buen maestro de lo fantástico, escoge la casa como espacio en muchos de sus cuentos. Podríamos lanzar entonces la hipótesis de que en la narrativa fantástica, centrada en el espacio de la casa, las variantes van de la casa encantada, apartada de la realidad cotidiana, donde sucede una acción casi normal, a la casa embrujada aunque no necesariamente fuera de lo normal, donde ocurre una acción extraordinaria, sobrenatural, y una tercera variante donde ambos elementos son fantásticos. Conservando la casa cierta autonomía, la cual le permite controlar su propio ser y a veces el de los que la habitan.
Bien sabemos que si damos un paso fuera de lo común y corriente, lo entendido como cotidiano, podemos caer en lo otro, a veces innombrable. Así, el texto de Felisberto me lleva a otros dos textos; “La luz es como el agua” de García Márquez, y “Mi vida con la ola”, ese cuento-poema en prosa de Octavio Paz. Basta pues, sólo darle una vuelta de tuerca a la realidad, como señalaba Henry James, y estamos en la irrealidad. En el texto de García Márquez los niños terminan navegando en la luz, y en el de Paz, el poeta vive en su casa con la ola, y allí todo se disuelve en agua, peces, mar. En ambos se necesitó sólo un empujón, un aprehender la metáfora literalmente, para ir a lo fantástico. Se puede colegir que Paz “contamina la realidad con el sueño”, como quería Borges para la literatura fantástica, mientras que Felisberto y García Márquez contaminan la realidad con una realidad equidistante que se torna diferente al sólo contacto con esa misma realidad.
A mi generación, que vio luz y sombras en la década del 60, nada le produjo más satisfacción que la salida en grande de “La casa tomada”, este cuento de Cortázar, al cual le cuelga una interrogación como un cisne patas arriba.
Como en Lovecraft y en Poe, los personajes de Cortázar sienten que la casa controla sus acciones, y como en los Usher, un toque incestuoso se perfila. Cortázar cumple a cabalidad con los requisitos del creador de casas fantásticas, siendo uno de los más importantes, la descripción rigurosa, milimétrica, del espacio y sus componentes. Así, si la casa es personaje, lo que la integra es parte substancial de su carácter, de su ser. Un escritor de lo fantástico no puede pasar por una casa como si fuera el viento que pasa por la ventana. Por lo contrario, es un ojo que ve, que pasa, dejando el rastro de su mirada.
Lo irreal como natural es el sello de Cortázar en su ficción fantástica, y lo interesante de este texto, es ese cosquilleo que nos produce cuando poco a poco nos alejamos de lo habitual para empezar a oír esos murmullos, ese roce de pies y manos, esos ruidos como ecos del silencio que va tomando la casa, que va cerrando puertas. Porque a diferencia de Borges, quien en “La casa de Asterión” irrealiza las puertas, o de Fuentes, quien en Aura las multiplica para dejarlas siempre abiertas, en este cuento de Cortázar las puertas se van cerrando una a una, hasta el final cuando el narrador nos dice:
“Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada”.
La sutil felicidad que nos depara este cuento tiene que ver con ese eje de liberación de que habla Todorov, donde según él descansa un estado fronterizo transitorio, el cual nos permite ver los extremos opuestos entre el sistema racional de la naturaleza y el orden irracional de lo maravilloso, y así tomar una dirección en el sentido que más nos convenga. En este caso, y ese era nuestro querer de lectores, los dos personajes de Cortázar escogen la libertad, y hacen de este extremo lugar de lo maravilloso. La opresiva razón queda dentro de la casa. La puerta se cierra a espaldas de los personajes, quienes a diferencia de los héroes de Poe, Lovecraft, Borges, Felisberto o Fuentes, salen de la casa, se liberan de ella.
Luego de estas elucubraciones, y otras más, me puse a cavilar sobre la relación histórica latinoamericana con lo fantástico, siendo esta nuestra América nuestra casa, casa de lo utópico, de la realidad otra. De hecho, la visión fantástica de lo que será América no es producto de la imaginación indígena. Muy por lo contrario, son los españoles, los europeos en general, los que imponen esta cualidad de lo otro a la realidad americana. Los indios, a pesar de que sus Quetzalcoatls, sus Hichilopchtlis y sus Intis, dioses y creencias, se presentaron como absurdos y fantásticos frente a los españoles, además de sus ciudades y centros ceremoniales, tenían una visión directa, objetiva, de la realidad. Su mundo dual, de eterno retorno, comprendía mejor la complejidad de la existencia, en acuerdo con su mundo científico, con su presencia histórica.
Es Colón, y el diablo de su imaginación medieval y renacentista, el primero que ve sirenas, seres monstruosos, seres angelicales, y quien encuentra el paraísos terrenal en la desembocadura del Orinoco. Traían en sus hombros y en sus cascos los españoles esa mente febril, onírica, que poblaba el vacío con toda clase de seres, animales, sitios fantásticos. En su precioso libro, Los conquistadores y su lengua, Angel Rosenblat dice:
“Ya en el siglo I de nuestra era, la Historia natural de Plinio, que recogió toda la tradición antigua, y fue la enciclopedia europea hasta el Renacimiento, menciona una raza de hombres con cabeza de perro, que ladran en lugar de hablar (la noticia es de Ctesias, médico de Artajerjes, según el cual había 120.000 hombres de esta raza). Plinio habla también de pueblos antropófagos y de hombres extraños, hombres con un ojo en la frente, hombres con pies de caballo, hombres sin nariz, de cara plana; hombres sin boca, con un orificio por el que respiran, beben y comen; hombres con una sola pierna, que saltan con agilidad extraordinaria; hombres con pies invertidos, que corren a gran velocidad por los bosques; hombres que ven mejor de noche que de día, hombres de pelo blanco en la juventud y negro en la vejez, hombres con ojeras enromes que les sirven para cubrirse como si fuesen vestiduras, hombres que se desvanecen como sombras, hombres sin cabeza, con ojos en las espaldas, y hombres sin cabeza, con boca y ojos en el pecho. Plinio atribuía estas y otras variedades de la especie humana al ingenio de la naturaleza”.
La naturaleza, desde este ángulo, nos lleva la delantera en creatividad e imaginación. ¿Cómo no ser fantásticos, entonces? Es obvio que somos fantásticos en la medida en que nos nutrimos de nuestra tradición europea, así Borges, Felisberto, García Márquez, Fuentes, y todos los otros que no paramos de contar, y que el lector conoce bien.
Uno de esos días en que a uno le da por lo fortuito, por el azar, como viejo surrealista, sucede que me encuentro al Filósofo Fantasmas, en Cincinnati, cerca de mi casa. Pretendí no sorprenderme al verlo porque él me dijo una vez que siempre visitaba muchos sitios a la vez, principalmente aquellos en que sabía tenía conocidos o amigos. “Son mis apariciones”, dijo.
Nadie recuerda quien lo llamó por primera vez Filósofo Fantasmas. Tal vez se lo encontraron como personaje en una novela de esas que nadie lee, o en algún Tratado sobre la Inmortalidad del Alma, uno de sus temas favoritos, o alguien indagó lo que dice el muy tomista y aristotélico Quevedo en una de sus obras póstumas: “Los fantasmas no son otra cosa sino formas sin materia; no son las mismas cosas sensibles sino sus simulacros”, ya que según explica él mismo, “Lo que se llama fantasma, o fantasía, es la imaginación”.
Allí estaba, pues, el Filósofo Fantasmas tomando un café en el bar Sitwell’s de la calle Ludlow.
- Este café gringo no sabe a nada. Ni comparación con el del Bemoka, ¿no es cierto? Aquí no entienden que uno le tiene que echar aguardiente y limón al café –me dijo como si aquel encuentro hubiera pasado hace unos pocos días.
- En eso estaba pensando, –le dije, sin dejarme intimidar por su manejo del tiempo y sus circunstancias.
Y como se quedó luego callado y riendo suavecito por entre las barbas, se me ocurrió soltarle todo este rollo de la casa fantástica, que él empezó con sus palabras hace 35 años, y me propuse hablar hasta que lo dejara con la boca abierta, pez en el pavimento.
Así que escuchó todo este discurso, pacientemente, como lo han hecho usted ahora, y a diferencia de lo que yo pensaba, a medida que avanzaba en mis racionamientos, mejor respiraba el hombre, y se mecía las barbas con cierta satisfacción.
- No debes pararle mucha atención a lo que te dicen por ahí, –dijo y agregó:
- De manera que te fuiste a ver a tu gente en la infancia, y luego a vestirte de académico porque te dije que la literatura fantástica empieza por casa, qué divertido. Cómo se ve de facilito lo que piensas, como si lo hubieras metido en una cápsula de vidrio. Yo no quería decir eso, ni más faltaba. Déjame te explico:
- Hay quienes dicen que lo fantástico está en la anécdota, en la atmósfera, en el tono, en todo ese contenido que tú le prestas a Plinio, y la verdad que eso es tan cierto que no importa. Lo que importa es que lo fantástico está en la palabra misma.
- ¿Cómo así? –le pregunté-. La misma Irene Bessiere dice que no hay un lenguaje fantástico en si mismo.
- Piensa bien en una señora como ella, que se dedica toda la vida a dilucidar qué es la literatura fantástica. A mí eso me parece fantástico, aunque aburrido, a la verdad. Pero si ella se hace fantástica como tema de la literatura, y se la puedes dejar a Borges y ya vas a ver qué pasa, la literatura propiamente dicha se hace fantástica por la palabra –y al repetir esta idea el Filósofo Fantasmas se mordió un poco los labios, y continuó:
- Toma por ejemplo la palabra casa, que fue la que te dije el otro día. Como referente es un espacio cerrado con puertas y ventanas, a menos que la situemos en medio de la selva, como hace Conrad, o en el desierto, como le gustaba a Borges, y allí le crecerán epifitas y calaveras y le saldrán serpientes por los agujeros o se derrumbará de polvo y arena en espejismos y sonidos. En eso no hay nada fantástico, sólo algo que se sale de lo habitual. Para que la palabra “casa” se naturalice fantástica tendremos que concentrarnos primero en el hecho mismo de “casa”, preguntarnos ¿qué es una casa?, sin tratar de responder como tú lo haces con las casas de Poe y Lovecraft. Bien, desde este ángulo la casa es una cueva mejorada, y aquí nos podemos preguntar, ¿es más fantástica la cueva que la casa? La cueva no tiene ventanas, pensamos, y ya eso se nos torna fantástico, como la casa sin puertas de Borges que tú citabas, porque puertas y ventanas son la misma cosa, por unas sale el cuerpo y por las otras el alma, tú decides. ¿Y, por otro lado, no es fantástico el hecho mismo de poner ventanas en una pared?, te pregunto. Es decir, que cambiamos el ángulo de mira, y en vez de ver de afuera hacia adentro como lo hacemos en una cueva, ahora vemos de adentro hacia afuera. La cueva se construye a sí misma mientras que la casa la construimos nosotros, ¿verdad?
No quise interrumpirlo diciendo que no entendía nada, así es que hice un gesto para que siguiera.
- Si naturalmente estamos en el afuera, como un árbol o una piedra, ¿por qué tenemos que estar en el adentro, cubiertos totalmente por la piel de la casa? Así la casa resulta nuestro propio invento, algo que nos saca del afuera para meternos en el adentro. Corolario: toda casa es fantástica por naturaleza, pero contra la naturaleza. Y si sigues por este camino puedes tomar cualquier palabra y disecarla hasta lo fantástico. Toma por ejemplo la palabra “árbol”, y pregúntate, ¿qué hacen esas ramas llamando pájaros, descolgando hojas, obstruyendo el vacío? Recuerda entonces que la palabra es eje de lo fantástico, como Dios, que más que una idea fantástica, es una palabra fantástica, y eso lo sabían muy bien aquellos que no la pronuncian, o como el Borges de plástico, a signo convertido, que tengo como adorno en mi ventana de Cali.
- ¿Cuál sería entonces el segundo principio de esta teoría? –le pregunté para no dejarlo escapar.
- Está bien que me lo recuerdes porque ya lo olvidaba. A mí me gusta mucho lo que dice Goya, “la fantasía, aislada de la razón, sólo produce monstruos imposibles”. Así, si sacamos la palabras “casa” del primer principio de mi teoría, que no deja de ser también una explicación del hecho “casa” como objeto referencial, y la vemos en sí misma, te repito, sin esos ejes referenciales, esta palabra queda excluida a la dualidad semántica “casa”, que hace que la palabra se torne real e irreal al mismo tiempo, es decir que nos abra la boca dos veces. Imagínate algo más fantástico que un sonido que nos abra la boca dos veces, no tres ni una sino dos, y que luego nos hiera los oídos con su cascajo cacofónico: Ca – Sa. Y eso es lo que tienes que enfocar en tu análisis del cuento de Borges. ¿Te acuerdas cuántas veces utiliza la palabra “casa”?
- No –le dije sin vacilar.
- Yo tampoco. Un montón de veces, tal vez. Porque a Borges le gustaban las palabras. Una vez lo vi comerse enterita la palabra “laberinto”, y se limpió luego la boca con una servilleta. Entró como un espagueti, con salsa napolitana. A Borges le gustaba pensar que todo era fantástico, de manera que todo era real. A él no le interesaban, de seguro, esos extremos de tu amigo Todorov, esa cuerda floja. Porque en lo fantástico no se va hacia lo irreal sino hacia lo real.
Por un momento el Filósofo Fantasmas se quedó en silencio. Yo sentía como que algo le esta traqueando adentro, piedras sonando al paso del río. Pero no dije nada, y él pidió otro café, esta vez con limón y tequila, y no protestó.
- Estaba pensando, -dijo luego-, en esa palabra, Todorov. A ti te parece desde ya fantástica. Eso es cierto. To-do-rov, To-do-rov. Me provoca escribir un cuento donde Todo, un personaje de origen ruso, busca un pájaro imposible llamado Rov, y atrás hay un coro de mujeres, como en el teatro griego, que van repitiendo si cesar: Todo-rov, Todo-rov. Piensa bien y verás que así empezó Nabokov, otro ruso sonoro, su novela Lolita. Como ves, tenemos que buscar la palabra clave, fantástica, en el cuento.
- ¿Todas las palabras de un cuento son fantásticas? –le pregunté, sorprendido de verme entrar en este juego de imposibles.
- Obviamente. Y es más, con esta idea misma, aclaratoria de lo fantástico, podrías escribir un cuento fantástico.
- ¿Cuál sería la palabra clave, fantástica, en el cuento de Poe, “El derrumbe de la casa de los Usher”? –le pregunté.
- Tú puedes escoger. Un amigo mío escogió “derrumbe” y le fue bien. Pero lo hizo en inglés, y terminó leyendo un cuento que tenía además que ver con la caída del paraíso, en el otoño y con una catarata al fondo. Yo también lo leo en inglés, tú sabes.
Yo no lo sabía pero me quedé callado. El continuó:
- A mí me gusta la palabra Usher, está más en el espíritu de Poe, creo. Fíjate bien, esta palabra está compuesta de dos partes. Us, que nos lleva a nosotros, y her, que nos lleva a ella. Y allí está todo lo fantástico, el misterio y su horror. Sólo tenemos que leer esa palabra y ya está el cuento todo. Un triángulo del nosotros, el narrador y Roderick, y ella, lo otro, Madeline. Usher, una realidad triangular, como le gustaba al retorcido de don Edgar.
- ¿Y qué pasa con Lovecraft?
- Este es más previsible, y como era un niño solitario, le gustaba jugar con palabras grandes, Arkham, Necronomicon, Old Keziah, Azathoth, Nyarlathopep, Chaos, Shub-Nuguratti. Pero a mí ninguna de esas palabras me impresiona, son demasiado fantásticas para mi gusto. Porque algunas palabras tienen más carga fantástica visual y auditiva que otras, es bien cierto. A mí lo que me llama la atención en el cuento que tú citas de Lovecraft es la palabra “rata”, pero en inglés “rat”. En inglés la rata es más peligrosa que en español porque es más rápida. Hay un abismo entre “rat” y “rata”. En español es una palabra más delicada, y tiene un sonido como de percusión, algo que construye un ritmo, un compás. En cambio en inglés es como un disparo, algo fuerte y destructivo. Final. Rat. En español permite hacer algo. La casa de la rata que tú construiste con tu hermano es sólo posible en español. En inglés es imposible. Sé que no lo hiciste, pero casi me atrevería a pensar que estuviste tentado a transponer la casa de tu barrio Obrero, a la casa de la rata de Lovecraft. Qué disparate hubiera sido. Nada más distinto y distante. Y en esto debes saber que las palabras son fantásticas de acuerdo al idioma, por eso toda teoría de lo fantástico que no contemple el idioma, está errada, a mi parecer.
- ¿Y en el cuento de Felisberto Hernández?
- Ahí que la cosa se hace fácil. Se ve de lejos. “Inundada” es la palabra. No sólo es femenina, lo cual nos lleva a doña Margarita, sino que la palabra es agua en sí, ya de nacimiento está “inundada”. Nada más preciso y especular. Felisberto era un as para las palabras fantásticas. Eso lo debe haber aprendido de Macedonio Fernández, quien llevó el zapallo a lo fantástico, tú lo dijiste bien. Pero anota que Macedonio no habla de una calabaza, porque la realidad fantástica de la calabaza es muy diferente a la del zapallo. La sinonimia dentro de lo fantástico cambia completamente los significados, rechazando la acumulación barroca. Ni Lezama Lima, ni Sarduy, a pesar de lo fantásticos que son como escritores, no tienen nada que ver con la narrativa fantástica.
Esto último lo dijo entre cortas risas, y su propósito era que yo lo celebrara como un chiste.
- También me gusta la palabra “tomada” en el cuento de Cortázar –continuó-. Sabes que en Colombia la casa de Cortázar estaría borracha; y se puede suponer que alguien se bebió la casa, también. Sé que Cortázar en Argentina no podía decir “La casa cojida”, porque no sólo ese era otro cuento sino que un poco obsceno, a su gusto. “Tomada” es una palabra oscuramente fantástica. Ya que hay palabras fantásticas abiertas o cerradas, como la vocales. Tú sientes a esos otros seres, si así se los puede llamar, que empiezan a habitar la casa, dentro de esta palabra. La palabra “tomada” los incluye y ya misma ella es el cuento, como en los otros casos que te digo.
Hacía rato que el Filósofo Fantasmas había pedido algo de comer y se empujaba con los dedos unas lonjas de jamón y unos pepinos dulces.
- Me gusta comer como las bestias –dijo, y agregó-: Hace unos días estuve en México, y me encontré con un poeta colombiano, compatriota tuyo, quien me dijo que amaba las bestias. ¿Te gustan las bestias?
- Bueno, no sé. Escribí un libro que se titula La raíz de las bestias.
- Me gustaría leerlo para desajustarlo, como ya hice con tu cuento “La casa de los vespertilios” –dijo.
- ¿Cómo así?
- Es que ahora me dedico a la desajustación de libros. No sólo les desajusto la cubierta, el lomo y las páginas, sino también los desajusto por dentro. El otro día desajusté un libro y quedó inservible, a la verdad.
- Explíqueme esto, maestro –le dije un poco horrorizado y dudando si le iba a dejar la copia del libro que llevaba bajo el brazo.
- Mi propósito no es entrar en guerra con gente como Gadamer, o Derrida, o cualquiera de sus seguidores hermenéuticos descentrados. Con Derrida no puedes pelear porque el hombre ya le dio un totazo al logocentrismo, le echó bombas a todas las interpretaciones, y le sacó la madre al texto mismo. Y así no se puede. Hasta el mismo Foucault lo llamó un “terrorista oscurantista”. Le pasa como a muchos de los europeos, que les da por tirarle al logocentro y caen de bruces en el etnocentro. Desde Descartes para acá es lo mismo. Derrida busca comprender cómo se construye un texto, y para eso lo reconstruye, desarticulando todos los conceptos filosóficos de la tradición. Le mueve el piso a las estructuras del pensamiento. Es demasiado radical. No quiere dejar ni el nido de la perra. Ya viste tú lo que puede pasar cuando uno juega a los dados con la idea de lo real y de lo irreal, esas oposiciones binarias que los deconstructivistas trataban de superar. Esa pelea que desde la antigüedad tiene a Aristóteles junto a Santo Tomas por un lado, y por el otro a los idealistas, donde sin dificultad te encuentras con Borges.
- ¿Pero de la desbarajustación, qué? –le pregunté. Al Filósofo Fantasmas es necesario mantenerlo en el hilo de las cosas, ya que siempre está jugando a las tangentes.
- Ya te decía, a mí lo que me interesa es desbarajustar. Y eso limitado a nuestra literatura, nuestro pensamiento latinoamericano. Esta aproximación la puedes aplicar a toda la literatura, cualquiera que sea, incluida la fantástica. Un primer principio del desbarajuste es escoger una idea como palabra, y aplicarla para calificar una acción humana o no, reflejada en la literatura. Por ejemplo, yo puedo decir que no hay nada más fantástico que desnudarse en la noche para luego vestirse en la mañana. Este simple ejercicio, al cabo de los años, nos transforma en otro. Como ves, hemos desbarajustado la rutina con el cambio, y a eso le ponemos la visión de lo fantástico. Sigue por esta vía y podrás afirmar que el sólo hecho de pensar es fantástico, y si lo fantástico es lo que no tiene explicación, entonces nos jodimos, todo es fantástico. Fácil es. Cuando le pones el término fantástico a algo, de inmediato lo hace fantástico.
Se quedó un rato en silencio, saboreando su ahora whisky, limón y café.
- De tu cuento –dijo luego, “La casa de los vespertilios”, me gusta decir que es fantástico porque es un cuento-vespertilio, es decir, vuela de noche y duerme patas arriba, un nuevo género literario, casi. –dijo con cierto espíritu burlón.
Temeroso de que empezara a desbarajustar mi cuento, le pregunté si existía para él un pasado literario o filosófico que le permitiera llegar al desbarajuste como forma del análisis para la literatura latinoamericana. Me respondió animado:
- Cierto. Y allí, en los orígenes, me encuentro bien con Derrida, para que veas que yo no soy tan cerrado como él, porque él es nietzscheano de arrancada. Recuerda que Nietszche dijo que “el arte es sacudida y desbarajuste del sistema lingüístico conceptual canonizado”. Así que Derrida extrae la idea de deconstrucción de Nietszche, pero la verdad es que Nietszche hablaba de desbarajuste. Pero a nosotros los latinoamericanos esto nos llega más por nuestro propio ser, por ese desbarajuste que nos identifica, y que le permitía a Amado Alonso hablar del “desbarajuste lingüístico de Buenos Aires”, y aunque este español eruditón lo decía en forma correctiva y casi despectiva, éste fue el desbarajuste que nos dio, no sólo el desbarajuste semántico de Macedonio (acuérdate de esa novela fantástica que es “Museo de la novela de la eterna”), sino que también nos dio el desbarajuste como forma de pensar en el mismo Macedonio, en Borges, en Cortázar. Fíjate que los críticos ingleses hablan del desbarajuste lingüístico de Joyce, con propiedad. Y sin ir muy lejos, me encontré el otro día en Buenos Aires con un muchacho alebrestado y alborotado, llamado Néstor Perlongher, quien me habló del “desbarajuste dionisíaco” en la literatura de los maricas. Y allí, al otro lado del río, otro muchacho acalorado, febril, Amir Hamed, me habló de la retroescritura, su pasión, a la que calificó de “desbarajuste genérico”. Y hace poco en México me dijeron que los poetas y narradores nuevos, y los que no han nacido todavía pero ya están en las antologías, están de lleno en el “desbarajuste post-moderno”. Magnífico todo esto, pero me interesa el desbarajuste como crítica, como lectura, ¿me entiendes? Yo soy un hermenéutico a la antigua.
Se quedó otro rato en silencio, y dijo después:
- Tú debes meterte más con los gringos, tienen cosas buenas cuando imitan a los grandes, que a veces son ellos mismos. Hay por ahí un par de discípulos de Borges que están de lleno en el desbarajuste fantástico. Uno es William Gibson, escribió una novela, Neuromancer. Es una novela de las neuronas, a la vez que es pura magia cerebral, y te vas con él al cyberspace y luego hasta te salen culebras por los brazos y otras cosas. La inteligencia artificial como natural. El mago de las neuronas, este tipo. Y el otro es un muchacho, Mark Danielwski, que tiene una novela llamada La casa de las hojas. Y aquí las hojas de la novela se desprenden como si fueran el horror, los abismos de la nada. Da gusto meterse en la fantasía de este muchacho y en una casa que es más grande por dentro que por fuera. Una casa como un animal gigantesco que es muestro cerebro.
Ese fue el momento en que tomando aire y valor me atreví a preguntarle sobre mi cuento. ¡Qué carajo! me dije, a lo mejor todo es sólo barullo. Pero yo no estaba preparado para ver lo que vino después. Al oír mi pregunta, el Filósofo Fantasmas metió su mano a la vieja maleta que tenía al lado, y empezó a sacar pedazos, retazos, hojas sueltas, restos imposibles de lo que había sido mi libro ése, donde estaba el cuento en mención, publicado en Venezuela hace ya tantos años.
- Esto es lo que queda de bueno –me dijo, y tenía un pedazo de la portada en la mano.
Esa noche, con el alter ego un poco averiado, y ya en mi casa, fui a la biblioteca y saqué la copia impecable de mi libro y leí la primera parte del cuento, que dice así:
“De antemano, la casa esta reservada como inútil por la imposibilidad de dar uso a sus habitaciones, las cuales eran tan irregulares que en lugar de recibir en su interior a la persona terminaban por expulsarla, y si ésta recurría a los pasillos se encontraba con desagües que de tanto en tanto soltaban una bocanada que arrastraba todo a su paso; pasillos electrificados que eran un juego divertido, a la distancia, de rayos y centellas, animales que alguien soltó dentro: culebras del Amazonas, ornitorrincos de Australia, pericos del Orinoco, monos de Casanare, rabipelados de La Pedregosa, anofeles del Valle del Cauca. La única posibilidad de habitación había sido colocar bajo este desorden el orden de otro desorden, y es así como se vive este día, el que nos importa; mañana las cosas serán diferentes”
Luego de leer esto dormí tranquilo.
Días después, me encontré de sopetón al Filósofo Fantasmas en la calle Division de Chicago, y en un viejo bar, el Gold Star. Luego de su saludo, que era una despedida, me dijo:
- No te olvides nunca de que una vez alguien dijo que el asombro ha reemplazado la cordura.
Trabajaré esta idea con detenimiento, me dije, no vaya a ser que la próxima vez que tenga un encuentro fortuito con el Filósofo Fantasmas me encuentre descuidado.
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Armando Romero (Colombia, 1944). Poeta, ensaísta e prosador. Foi um dos integrantes do movimento Nadaísta. Armando é um intenso apaixonado pelas viagens, o que o levou a viver em países como México, Venezuela, Grécia e Estados Unidos. Publicou os seguintes livros de poesia: Los móviles del sueño (1976), El poeta de vidrio (1976), Del aire a la mano (1983), Las combinaciones debidas (1989), A rienda suelta (1991), Hagion Oros-El Monte Santo (2001), Cuatro líneas (2002), y De noche el sol (2004). Em 2005 se publica A vista del tiempo (antología poética 1961-2004). Entre seus livros de ensaios, destacam-se Las palabras están en situación (1985), y El Nadaísmo o la búsqueda de una vanguardia (1988). Contacto: armando_romero@msn.com. Página ilustrada com obras do artista Guillermo Ceniceros (México).
El período de enero de 2010 hasta diciembre de 2011 Agulha Revista de Cultura cambia su nombre para Agulha Hispânica, bajo la coordinación editorial general de Floriano Martins, para atender la necesidad de circulación periódica de ideas, reflexiones, propuestas, acompañamiento crítico de aspectos relevantes en lo que se refiere al tema de la cultura en América Hispánica. La revista, de circulación bimestral, ha tratado de temas generales ligados al arte y a la cultura, constituyendo un fórum amplio de discusión de asuntos diversos, estableciendo puntos de contacto entre los países hispano-americanos que posibiliten mayor articulación entre sus referentes. Acompañamiento general de traducción y revisión a cargo de Gladys Mendía y Floriano Martins. |
domingo, 16 de novembro de 2014
El asombro ha reemplazado la cordura: encuentro fortuito con el Filósofo Fantasmas | Armando Romero
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