De la pintura
La casa amarilla de Vincent Van Gogh
(1853-1890), proviene el nombre que el poeta colombiano Jorge Eliécer Ordoñez
ha dado a su poemario. Es la casa de Arlés, en la que en 1888 el pintor
holandés encontró un lugar y un paisaje. Un paisaje en el que la pintura se
hizo reflejo del hombre y sus circunstancias: la precariedad del diario
existir, la vida misma intuida en la dimensión del tiempo como iluminación que
afirma la voluntad de ser a través del arte. En La casa amarilla la poesía propone un diálogo que conlleva la carga
emocional del entorno. La relación del hablante con todo aquello que refleja la
fe y las preocupaciones, las carencias y la plenitud, la incertidumbre y la
esperanza, lo permanente y lo huidizo, el amor y la muerte en la realidad insustituible
de todo ser sobre la tierra.
Cincuenta y ocho poemas componen la estructura de este libro
que al mismo tiempo es luz y sombras, espejo y reflejo de un Van Gogh
transfigurado en la intensidad del lenguaje. Y de un hablante poético que
encarna la figura de Theodorus Van Gogh (1857-1891) y establece las
correspondencias y particularidades que contienen estos textos. Todo aquí visto
en el plano imaginario de esas cartas destinadas a darnos no la imagen de la vida
real del pintor, sino la de su vivencia interior, la de ese sentir reflexivo
que se origina en el misterioso oleaje de la verdadera poesía. En el prólogo,
ha señalado la profesora Clara María Parra Triana que “Los poemas de La casa amarilla recogen desde la
sencillez de la experiencia, una búsqueda de diálogo incesante entre la
comunión de la soledad, el sentido de la realidad y la magnificencia del
color”. Y precisamente ese “diálogo” y esa elaborada “sencillez” impregnan la
atmósfera de estos poemas de una profunda intensidad que proyecta lo que
realmente vale de la poesía, lo que trasciende la esencial dimensión del yo y deja
en el alma como una llama inextinguible. Y no podría ser de otro modo, pues la
mirada misma va ilustrando lo que ocurre en ese mundo tan personal y lleno de
contrastes. Pero la mirada no basta
para aprehender el sentido de esa experiencia personal, tendríamos también que
aplicar el oído y dejar que el corazón viaje a través del paisaje como buscando
la elevación espiritual que la naturaleza misma le confiere. Por eso desde el
primer poema sentimos la relación estética y espiritual del hablante con el
paisaje:
Escucha la voz del río, Vincent
cuando pasa descalzo por tu palma
Escucha al girasol
escondido en la luz del amarillo,
a la tórtola que se desvanece
en la espiga quebrada por la luna,
a la carreta,
a la liebre que cruza la hojarasca,
a la marta de nieve entre la
nieve,
escucha hermano mío, la soledad
de tu corazón
al borde de un barranco,
a la lengua de la naturaleza, presta oídos
(“De música
callada y soledad sonora”)
Escuchar es un sentido que nos transfiere el palpitar del
mundo y en esta poesía, el tono y el asunto del poema. Pero, ¿escuchar y mirar
qué? El mundo externo, la naturaleza que nos sitúa entre lo imaginario y lo
real. El mundo lejano de un Van Gogh fundido en un lenguaje que busca revivir la
exaltación de la naturaleza en el más humilde detalle de aquello que sólo es
posible contemplar con el espíritu: “Escucha la voz del río… / Escucha al
girasol… / a la tórtola… / a la espiga… / a la carreta / a la liebre… / a la
marta...” Ciertamente no es solamente la mirada la que se impone en la revelación
de un paisaje que queda más allá de nuestra realidad vital. Es, también, en un sentido
más amplio y conmovedor, la vivencia que se manifiesta a través de ese escuchar. Y asimismo el valor de los
colores, y de una luz cuyo esplendor se integra a esta poesía para resguardar
al hablante de la indiferencia del mundo. Por eso, la soledad que le acompaña animará
el recuerdo del amor fraternal en la profundidad del ser. Pero antes de seguir
adelante, y para evitar erróneas conjeturas, quiero subrayar —aunque posiblemente
el lector lo haya reconocido— que el protagonista de estas composiciones es
Vincent Van Gogh, y su hermano Théo es quien aparece desdoblado en la figura
del hablante poético. Las cartas constituyen aquí el vínculo que presenta la
vida cotidiana de estos personajes frente a una naturaleza imaginaria y
estética. La vida del hablante quedará resumida en estas cartas-poemas y en el
sentido de correspondencias que establece cada texto:
Me dices en tu carta
que las cosas no son fáciles
por las exigencias del tiempo
ya que la nieve no cesa de caer
Me agrada que vayas a la fuente,
el esqueleto es la base de todo,
espero conocer esos bocetos,
igual el de la vaca y el carnero,
quien pinta un caballo puede pintar el universo
(“Lección de
anatomía”)
Las cartas son una vía para conocer el sentido de esa
relación, y existen como ideas generadoras del poema. Sirven como referencias que
materializan y transmiten la relación entre ambos hermanos y los detalles de
sus vidas. Por otra parte, estas cartas-poemas carecen de puntuación final
liberando el diálogo y ajustándolo al sistema de correspondencias que configura
la estructura del libro. De este modo recogen más plenamente el realismo de la
vida en todas sus manifestaciones y vivencias. Esto es así porque el paisaje
enfrenta no sólo al artista con su mundo, sino también con esa realidad
compartida de la que participan otros humanos. La intimidad del pintor y la del
hablante lírico se enlazan como referencias que se filtran sobre la superficie
de estos versos:
Ya veo, tu pequeño dormitorio
es insuficiente, le falta luz,
a veces, debe ronronear un insecto,
y le sigues la pista, hasta el silencio.
Se balancea la cama
que has pintado de amarillo cromo,
con almohadas blancas, colcha roja.
El perchero me habla de tus carencias:
escasamente un abrigo, un sombrero ajado,
igual, la mesa, con sus jarras de hielo, insignificantes,
vacías –tal parece–
los taburetes, las paredes lila,
los adoquines, hacia el infinito.
Se bifurca el ventanal, en la sombra,
sólo el jadeo de los niños distantes
ha de penetrar en el espejo.
Por la atmósfera que imprimes
parece que pronto va a nevar,
si no tienes leña seca para esta temporada
recógete temprano, después de la oración,
las mañanas en Arles
son menos gélidas que sus
madrugadas
(“Cuarto de
Arles”)
El tránsito de un poema a otro también irá proyectando una
imagen del mundo. El mundo de Van Gogh visto por los ojos de Jorge Eliécer Ordóñez,
pero fundido en una poseía que es igualmente un modo de sentir la vida. De ahí
que el entorno muestre sus propias connotaciones en un lenguaje que rescata lo
que la pintura misma expresa como imagen de la existencia. Así la vivencia de
esa realidad social se corresponderá con la mayoría de los textos que
configuran la estructura del libro. Unos más enfocados en la luz del paisaje;
otros más relacionados con la problemática de la vida, y otros más
profundamente arraigados en esa relación fraternal que traza las coordenadas de
esta poesía:
No te afanes, al igual que tú,
yo también soy un hombre de
pasiones,
hago cosas insensatas, me
detengo en los bares,
aspiro tabacos hasta la
exacerbación de mis pulmones,
me arrepiento a medias,
pero sigo mis pisadas de hombre,
miro con lujuria a la joven
cabaretera,
ganas no me faltan de besar el
lunar
que florece en su seno
y luego salir corriendo hacia
los muelles,
pero ya ves, solo y delirando
sobre el puente,
termino echándole pedacitos de pan a los
albatros
(“Pasión por los
albatros”)
La casa amarilla nos revela algo más que los colores y la luz del paisaje;
presenta también una inquietud existencial, una visión solidaria y un sentido
religioso de la vida. Por eso las situaciones con las que se identifica el yo lírico
son parte de las experiencias que encuentra a su paso. Es decir, le ayudan a
contemplar el fondo donde gravita su ser y la esencia de sus pasiones. En este
sentido su voluntad será siempre atraída por las cosas que conmueve su
espíritu. Por eso la mirada recogerá ese sentimiento para proyectarlo
emocionadamente en el lenguaje: “Me ha conmovido tu carta desde Etten, / nadie,
sólo mi alma solidaria contigo, / ha de volver una y otra vez sobre sus sílabas,
/ tu tema es el amor, o más bien su cara triste”, dice en estos versos. [1] Por eso, quienes hayan leído sobre
Van Gogh verán en este leguaje un discurso hecho de situaciones y de sentimientos
que trascienden lo cotidiano hasta adquirir una dimensión poética. Situaciones que
a la luz de la verdad nos conmueven hasta hacernos partícipes de esa realidad
desconocida que ilumina el texto: “Nuestro padre me ha escrito, / se preocupa
por ti, / no deja de orar por tus afectos contrariados, / dice que eres un poco
díscolo, / pero el Señor ha de corregir tus malos pasos…” Es la voz, por
supuesto, de su hermano Théo la que habla en el ámbito de estos versos y, desde
el punto de vista de la escritura, la voz que ha elegido el yo poético para
trazar el destino que los une. De ahí, como sabemos, que la realidad histórica
sea una cosa y la que ocurre a nivel poético, otra. La creación poética se
alimenta de la realidad para fundir en el plano creativo una experiencia no
necesariamente personal. Esto lo reconocemos en lo que expresa el lenguaje como
evocación y transformación de la realidad. Por eso, en La casa amarilla la voz de Théo da sentido al mundo que el yo
poético ha creado. Y son las cartas las que nos guían en un intento por revelar
lo que representa esa relación entre hermanos. Por otra parte, la mirada nos
dará siempre otra perspectiva del mundo al alternar con un paisaje de luz y
sombras. Las sombras que en la complejidad del vivir humano se ciernen sobre el
placer de la vida, o sostienen lo que el lenguaje busca revelar de esa
realidad: “Me sobrecoge la carta donde describes / tu estudio de asilo con
ancianos / tal vez porque aquí en París los veo a diario / caminando sin rumbo
por el barrio bohemio…”, revela en estos versos. Y más adelante: “Entonces te
comprendo, / tu alma de raíz quiere atrapar el dolor de la vida, / su don
perfecto. / Piensas que esas siluetas / sombrías, magulladas, por el contraste
de la luz / pueden volverse hermosas”. Evidentemente se describe aquí la
realidad interior, ésa que marca el rumbo abstracto de las cosas que entran a
la vida y después se proyectan en la escritura. En otras palabras, esa
naturaleza que circunda al hablante y como una sensación de angustia que impregna
el poema:
Respondo a tu carta enviada desde La Haya
en enero del 82:
por estos días, mi pequeño old boy,
mientras paseaba por el campo, unos instantes
para distraer el tedio urbano de las oficinas,
sobre el tronco de un árbol
que sirve de cerca a una estancia,
un ave inmensa se posó, me miró a los ojos
te puede parecer exagerado,
pero te juro, me miró a los ojos
un instante no más, luego dio media vuelta
y su torso, entre negro, blanco y marrón,
parecía una bandera entre los eucaliptos,
el símbolo de algo misterioso y profundo.
Luego voló, lenta, majestuosa, se perdió en el follaje.
Todas estas cosas te las puedo decir ahora
cuando la memoria es un espejo
sin fondo,
porque en el momento preciso de la magia
yo también pensaba, como afirmas en tu carta,
que a veces, la naturaleza parece no decirnos nada
(“La naturaleza
parece no decirnos nada”)
El poema lleva implícito la vida de ambos hermanos: una
relación que responde a una visión intensa y humana que se percibe como un
sentimiento de soledad y de situaciones de índole personal. A través de ellas podemos
comprender la condición y el ambiente que caracteriza sus vidas: “yo también
pensaba, como afirmas en tu carta, / que a veces, la naturaleza parece no
decirnos nada”, dice; y es que tanto Vincent como Theo son dos almas que
comparten un mundo determinado por el arte
y por las circunstancias de la vida. Y en el fondo esa actitud dolorosa ante
el mundo es indudablemente la que provee a sus vidas de una profunda ternura:
Yo también me he engañado en el pasado,
cambié la luz por las tinieblas,
me hice hombre o me deshice en
pequeños sentimientos,
espejismos que luego la vida
cobró con intereses.
Te comprendo, las cosas hablan
por sí mismas,
a un golpe otro golpe, una resaca
sobre el corazón
que nunca aprende.
Pero ya ves, mi vida simple, de
comerciante de cosas
bellas,
no tiene los altibajos de los
genios,
va y viene en este pequeño país
de turba,
sin otro atributo que resolver
las cosas cotidianas.
Tú en cambio me dices que ahora,
tras la crisis,
te encuentras totalmente poseído,
avizoras algo mejor,
y tu pintura –única fe y pasión
de tu destino– se hace
más fácil,
fluye como el canto de la cigarra entre la
sombra.
Sigue poseído, hermano, que tu fuego
es una fiesta de luz en estas tierras
(“Completamente
poseído”)
Théo, desdoblado en la figura del poeta, es quien dice estas
palabras y quien construye ―creo que lo he sugerido antes― este discurso
poético. A través de él se hace perceptible todo lo que palpita en este libro: lo
doliente y real, y lo imaginativo y disperso como un sueño interminable, no
como un “consolador lugar común”, como diría una vez Dámaso Alonso de la obra
de Vicente Aleixandre, subrayando su grandeza. Y es que en la poesía de Jorge
Eliécer Ordóñez La casa amarilla representa
una imagen que configura un paisaje y una experiencia de la vida. La naturaleza
y el ser circundados por la luz, la belleza y la soledad como espejos donde el
poeta mismo se contempla. Es decir, lo que las palabras sacan a la luz para mostrarnos
una visión poética que se nutre del espíritu. Y donde la poesía se adhiere al diario
vivir para manifestar la comprensión y la plenitud que une estos hermanos. En
este sentido, la subjetividad misma de esas cartas-poéticas deja escapar, casi
como si fuera una queja, la dura realidad de la vida: “No he vendido ningún
cuadro tuyo, ya lo sé, / así lo pongas en duda, varias veces lo he intentado. /
Tu carta, un poco dura, me ha puesto a pensar en tantas cosas: / tú pones el
talento, la imperiosa voluntad de mejorar / cada día, / pero nada sucede en el
mundo circundante.” Y en efecto, ese mundo circundante constituye todo lo que entra
en sus vidas, y sobresale en la visión abarcadora que estos poemas nos
transfieren. Pero por mucho que queramos entender lo que realmente ocurre en
estas vidas, siempre algo se escapa; algo inefable como la sensación misma que
domina ese mundo de ocultas relaciones y dinámicas familiares:
veo como corre la sombra de mi mano
sobre el papel,
la luminaria agranda mis rasgos, hace
figuras curiosas
mientras avanzo.
Es obvio, tus ideas y las mías sobre
arte y política
son diversas, muchas veces, contrarias,
pero aunque habitemos en orillas
distintas
hay un viento solidario que circula en
nuestras vidas.
[…]
(“El molino ya no
está, pero el viento sigue todavía”)
Quién haya entrado a La
casa amarilla, ¿podría luego ignorar la emoción que sintió al leer por
primera vez estas composiciones? Imposible no sentir la ternura y el claro
acontecer de la imagen sencilla y espontánea buscando un balance entre la luz y
las palabras. La luz contra la dura realidad de la vida, como entrega y revelación
de un camino que destaca una visión más humana del mundo. Y es esa luz:
“Vincent, cuán temprano llegaste a la luz y a las tinieblas, ese claroscuro que
pintas con palabras…”; y son esas palabras: “Las palabras de los aldeanos
parecían los salmos de un / profeta…” las que nos llevan por este paisaje que arde
silenciosamente contra tiempo. El tono confesional del lenguaje combina la luz
y las sombras para presentarnos el perfil poetizado de un Van Gogh personal e
imaginario, y de un Théo lírico y doliente y, ¿por qué no?, de una Johana
Willmen Van Gogh traslúcida en una visión que nos presenta su humanidad y su doliente
experiencia compartida. El poema “De Johana Begner a su hijo Vincent Willmen
Van Gogh” refleja también esa otra verdad desconocida que arroja luces para
ahondar ―desde la mirada poética― en las relaciones de estos dos hermanos. Ella
añade a esta poesía la sustancia definitiva que nos conecta con la historia y
la realidad (aunque sabemos que esa realidad adquiere otras connotaciones en la
poesía) de un mundo que otros vivieron, y que adquiere en este lenguaje vida
propia. No el que contiene la historia auténtica, por supuesto, sino ése que
nace de la compleja intuición poética. Y de esa visión de mundos paralelos el
lector asumirá su propia interpretación, ésa que lo sitúa en un paisaje del que
ya no puede desligarse:
[…]
Se fue, se fueron, se apagaron sus voces y sus ojos
que recorrieron signos iguales en desiertos diferentes.
Cuando camines por las verdes estepas de los países
bajos,
y a lo lejos el mar, te salude con sus alas de cormorán,
detente unos instantes, junto a los viejos molinos
a constatar que el viento sigue todavía
NOTA
1. El
poema habla de una realidad: la desafortunada propuesta de casamiento que
hiciera Vincent a su prima después que ésta perdiera a su esposo. Propuesta a
la que, obviamente, contestó con un rotundo no.
DAVID CORTÉS CABÁN (Puerto Rico, 1952). Poeta, ensayista. Ha publicado los siguientes
libros: Poemas y otros silencios (1981), Al final de
las palabras (1985), Una hora antes (1990), El
libro de los regresos (1999), y Ritual de pájaros: Antología
personal 1981-2002 (2004). Fue cofundador de la revista Tercer
Milenio. Contacto: dcortes55@live.com. Página ilustrada con obras de Félix Ángel (Colombia, 1949), artista invitado de esta edición de ARC.
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Fase II | Número 18 |
Julho de 2016
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