quarta-feira, 29 de junho de 2016

DAVID CORTÉS CABÁN | Un girasol sobre la nieve: La casa amarilla, de Jorge Eliécer Ordóñez


De la pintura La casa amarilla de Vincent Van Gogh (1853-1890), proviene el nombre que el poeta colombiano Jorge Eliécer Ordoñez ha dado a su poemario. Es la casa de Arlés, en la que en 1888 el pintor holandés encontró un lugar y un paisaje. Un paisaje en el que la pintura se hizo reflejo del hombre y sus circunstancias: la precariedad del diario existir, la vida misma intuida en la dimensión del tiempo como iluminación que afirma la voluntad de ser a través del arte. En La casa amarilla la poesía propone un diálogo que conlleva la carga emocional del entorno. La relación del hablante con todo aquello que refleja la fe y las preocupaciones, las carencias y la plenitud, la incertidumbre y la esperanza, lo permanente y lo huidizo, el amor y la muerte en la realidad insustituible de todo ser sobre la tierra.
Cincuenta y ocho poemas componen la estructura de este libro que al mismo tiempo es luz y sombras, espejo y reflejo de un Van Gogh transfigurado en la intensidad del lenguaje. Y de un hablante poético que encarna la figura de Theodorus Van Gogh (1857-1891) y establece las correspondencias y particularidades que contienen estos textos. Todo aquí visto en el plano imaginario de esas cartas destinadas a darnos no la imagen de la vida real del pintor, sino la de su vivencia interior, la de ese sentir reflexivo que se origina en el misterioso oleaje de la verdadera poesía. En el prólogo, ha señalado la profesora Clara María Parra Triana que “Los poemas de La casa amarilla recogen desde la sencillez de la experiencia, una búsqueda de diálogo incesante entre la comunión de la soledad, el sentido de la realidad y la magnificencia del color”. Y precisamente ese “diálogo” y esa elaborada “sencillez” impregnan la atmósfera de estos poemas de una profunda intensidad que proyecta lo que realmente vale de la poesía, lo que trasciende la esencial dimensión del yo y deja en el alma como una llama inextinguible. Y no podría ser de otro modo, pues la mirada misma va ilustrando lo que ocurre en ese mundo tan personal y lleno de contrastes. Pero la mirada no basta para aprehender el sentido de esa experiencia personal, tendríamos también que aplicar el oído y dejar que el corazón viaje a través del paisaje como buscando la elevación espiritual que la naturaleza misma le confiere. Por eso desde el primer poema sentimos la relación estética y espiritual del hablante con el paisaje:

      Escucha la voz del río, Vincent
      cuando pasa descalzo por tu palma
      Escucha al girasol
      escondido en la luz del amarillo,
      a la tórtola que se desvanece
      en la espiga quebrada por la luna,
      a la carreta,
      a la liebre que cruza la hojarasca,
      a la marta de nieve entre la nieve,
      escucha hermano mío,  la soledad de tu corazón
      al borde de un barranco,
      a la lengua de la naturaleza, presta oídos

     (“De música callada y soledad sonora”)

Escuchar es un sentido que nos transfiere el palpitar del mundo y en esta poesía, el tono y el asunto del poema. Pero, ¿escuchar y mirar qué? El mundo externo, la naturaleza que nos sitúa entre lo imaginario y lo real. El mundo lejano de un Van Gogh fundido en un lenguaje que busca revivir la exaltación de la naturaleza en el más humilde detalle de aquello que sólo es posible contemplar con el espíritu: “Escucha la voz del río… / Escucha al girasol… / a la tórtola… / a la espiga… / a la carreta / a la liebre… / a la marta...” Ciertamente no es solamente la mirada la que se impone en la revelación de un paisaje que queda más allá de nuestra realidad vital. Es, también, en un sentido más amplio y conmovedor, la vivencia que se manifiesta a través de ese escuchar. Y asimismo el valor de los colores, y de una luz cuyo esplendor se integra a esta poesía para resguardar al hablante de la indiferencia del mundo. Por eso, la soledad que le acompaña animará el recuerdo del amor fraternal en la profundidad del ser. Pero antes de seguir adelante, y para evitar erróneas conjeturas, quiero subrayar —aunque posiblemente el lector lo haya reconocido— que el protagonista de estas composiciones es Vincent Van Gogh, y su hermano Théo es quien aparece desdoblado en la figura del hablante poético. Las cartas constituyen aquí el vínculo que presenta la vida cotidiana de estos personajes frente a una naturaleza imaginaria y estética. La vida del hablante quedará resumida en estas cartas-poemas y en el sentido de correspondencias que establece cada texto:

     Me dices en tu carta
     que las cosas no son fáciles
     por las exigencias del tiempo
     ya que la nieve no cesa de caer

     Me agrada que vayas a la fuente,
     el esqueleto es la base de todo,
     espero conocer esos bocetos,
     igual el de la vaca y el carnero,
     quien pinta un caballo puede pintar el universo
 
         (“Lección de anatomía”)

Las cartas son una vía para conocer el sentido de esa relación, y existen como ideas generadoras del poema. Sirven como referencias que materializan y transmiten la relación entre ambos hermanos y los detalles de sus vidas. Por otra parte, estas cartas-poemas carecen de puntuación final liberando el diálogo y ajustándolo al sistema de correspondencias que configura la estructura del libro. De este modo recogen más plenamente el realismo de la vida en todas sus manifestaciones y vivencias. Esto es así porque el paisaje enfrenta no sólo al artista con su mundo, sino también con esa realidad compartida de la que participan otros humanos. La intimidad del pintor y la del hablante lírico se enlazan como referencias que se filtran sobre la superficie de estos versos:

      Ya veo, tu pequeño dormitorio
      es insuficiente, le falta luz,
       a veces, debe ronronear un insecto,
      y le sigues la pista, hasta el silencio.
      Se balancea la cama
      que has pintado de amarillo cromo,
      con almohadas blancas, colcha roja.
      El perchero me habla de tus carencias:
      escasamente un abrigo, un sombrero ajado,
      igual, la mesa, con sus jarras de hielo, insignificantes,
      vacías –tal parece–
      los taburetes, las paredes lila,
      los adoquines, hacia el infinito.
      Se bifurca el ventanal, en la sombra,
      sólo el jadeo de los niños distantes
      ha de penetrar en el espejo.
      Por la atmósfera que imprimes
      parece que pronto va a nevar,
      si no tienes leña seca para esta temporada
      recógete temprano, después de la oración,
      las mañanas en Arles
      son menos  gélidas que sus madrugadas

         (“Cuarto de Arles”)

El tránsito de un poema a otro también irá proyectando una imagen del mundo. El mundo de Van Gogh visto por los ojos de Jorge Eliécer Ordóñez, pero fundido en una poseía que es igualmente un modo de sentir la vida. De ahí que el entorno muestre sus propias connotaciones en un lenguaje que rescata lo que la pintura misma expresa como imagen de la existencia. Así la vivencia de esa realidad social se corresponderá con la mayoría de los textos que configuran la estructura del libro. Unos más enfocados en la luz del paisaje; otros más relacionados con la problemática de la vida, y otros más profundamente arraigados en esa relación fraternal que traza las coordenadas de esta poesía:

      No te afanes, al igual que tú,
       yo también soy un hombre de pasiones,
       hago cosas insensatas, me detengo en los bares,
       aspiro tabacos hasta la exacerbación de mis pulmones,
       me arrepiento a medias,
       pero sigo mis pisadas de hombre,
       miro con lujuria a la joven cabaretera,
       ganas no me faltan de besar el lunar
       que florece en su seno
      y luego salir corriendo hacia los muelles,
      pero ya ves, solo y delirando sobre el puente,
      termino echándole pedacitos de pan a los albatros

  (“Pasión por los albatros”)

La casa amarilla nos revela algo más que los colores y la luz del paisaje; presenta también una inquietud existencial, una visión solidaria y un sentido religioso de la vida. Por eso las situaciones con las que se identifica el yo lírico son parte de las experiencias que encuentra a su paso. Es decir, le ayudan a contemplar el fondo donde gravita su ser y la esencia de sus pasiones. En este sentido su voluntad será siempre atraída por las cosas que conmueve su espíritu. Por eso la mirada recogerá ese sentimiento para proyectarlo emocionadamente en el lenguaje: “Me ha conmovido tu carta desde Etten, / nadie, sólo mi alma solidaria contigo, / ha de volver una y otra vez sobre sus sílabas, / tu tema es el amor, o más bien su cara triste”, dice en estos versos. [1] Por eso, quienes hayan leído sobre Van Gogh verán en este leguaje un discurso hecho de situaciones y de sentimientos que trascienden lo cotidiano hasta adquirir una dimensión poética. Situaciones que a la luz de la verdad nos conmueven hasta hacernos partícipes de esa realidad desconocida que ilumina el texto: “Nuestro padre me ha escrito, / se preocupa por ti, / no deja de orar por tus afectos contrariados, / dice que eres un poco díscolo, / pero el Señor ha de corregir tus malos pasos…” Es la voz, por supuesto, de su hermano Théo la que habla en el ámbito de estos versos y, desde el punto de vista de la escritura, la voz que ha elegido el yo poético para trazar el destino que los une. De ahí, como sabemos, que la realidad histórica sea una cosa y la que ocurre a nivel poético, otra. La creación poética se alimenta de la realidad para fundir en el plano creativo una experiencia no necesariamente personal. Esto lo reconocemos en lo que expresa el lenguaje como evocación y transformación de la realidad. Por eso, en La casa amarilla la voz de Théo da sentido al mundo que el yo poético ha creado. Y son las cartas las que nos guían en un intento por revelar lo que representa esa relación entre hermanos. Por otra parte, la mirada nos dará siempre otra perspectiva del mundo al alternar con un paisaje de luz y sombras. Las sombras que en la complejidad del vivir humano se ciernen sobre el placer de la vida, o sostienen lo que el lenguaje busca revelar de esa realidad: “Me sobrecoge la carta donde describes / tu estudio de asilo con ancianos / tal vez porque aquí en París los veo a diario / caminando sin rumbo por el barrio bohemio…”, revela en estos versos. Y más adelante: “Entonces te comprendo, / tu alma de raíz quiere atrapar el dolor de la vida, / su don perfecto. / Piensas que esas siluetas / sombrías, magulladas, por el contraste de la luz / pueden volverse hermosas”. Evidentemente se describe aquí la realidad interior, ésa que marca el rumbo abstracto de las cosas que entran a la vida y después se proyectan en la escritura. En otras palabras, esa naturaleza que circunda al hablante y como una sensación de angustia que impregna el poema:

     Respondo a tu carta enviada desde La Haya
      en enero del 82:
      por estos días, mi pequeño old boy,
      mientras paseaba por el campo, unos instantes
      para distraer el tedio urbano de las oficinas,
      sobre el tronco de un árbol
      que sirve de cerca a una estancia,
      un ave inmensa se posó, me miró a los ojos
      te puede parecer exagerado,
      pero te juro, me miró a los ojos
      un instante no más, luego dio media vuelta
      y su torso, entre negro, blanco y marrón,
      parecía una bandera entre los eucaliptos,
      el símbolo de algo misterioso y profundo.
       Luego voló, lenta, majestuosa, se perdió en el follaje.
       Todas estas cosas te las puedo decir ahora
       cuando la memoria es un espejo sin fondo,
       porque en el momento preciso de la magia
       yo también pensaba, como afirmas en tu carta,
       que a veces, la naturaleza parece no decirnos nada
 
   (“La naturaleza parece no decirnos nada”)

El poema lleva implícito la vida de ambos hermanos: una relación que responde a una visión intensa y humana que se percibe como un sentimiento de soledad y de situaciones de índole personal. A través de ellas podemos comprender la condición y el ambiente que caracteriza sus vidas: “yo también pensaba, como afirmas en tu carta, / que a veces, la naturaleza parece no decirnos nada”, dice; y es que tanto Vincent como Theo son dos almas que comparten un mundo determinado por el arte y por las circunstancias de la vida. Y en el fondo esa actitud dolorosa ante el mundo es indudablemente la que provee a sus vidas de una profunda ternura:

     Yo también me he engañado en el pasado,
     cambié la luz por las tinieblas,
     me hice hombre o me deshice en pequeños sentimientos,
     espejismos que luego la vida cobró con intereses.
     Te comprendo, las cosas hablan por sí mismas,
     a un golpe otro golpe, una resaca sobre el corazón
     que nunca aprende.
     Pero ya ves, mi vida simple, de comerciante de cosas
     bellas,
     no tiene los altibajos de los genios,
     va y viene en este pequeño país de turba,
     sin otro atributo que resolver las cosas cotidianas.
     Tú en cambio me dices que ahora, tras la crisis,
     te encuentras totalmente poseído, avizoras algo mejor,
     y tu pintura –única fe y pasión de tu destino– se hace
     más fácil,
     fluye como el canto de la cigarra entre la sombra.
     Sigue poseído, hermano, que tu fuego
     es una fiesta de luz en estas tierras

   (“Completamente poseído”)

Théo, desdoblado en la figura del poeta, es quien dice estas palabras y quien construye ―creo que lo he sugerido antes― este discurso poético. A través de él se hace perceptible todo lo que palpita en este libro: lo doliente y real, y lo imaginativo y disperso como un sueño interminable, no como un “consolador lugar común”, como diría una vez Dámaso Alonso de la obra de Vicente Aleixandre, subrayando su grandeza. Y es que en la poesía de Jorge Eliécer Ordóñez La casa amarilla representa una imagen que configura un paisaje y una experiencia de la vida. La naturaleza y el ser circundados por la luz, la belleza y la soledad como espejos donde el poeta mismo se contempla. Es decir, lo que las palabras sacan a la luz para mostrarnos una visión poética que se nutre del espíritu. Y donde la poesía se adhiere al diario vivir para manifestar la comprensión y la plenitud que une estos hermanos. En este sentido, la subjetividad misma de esas cartas-poéticas deja escapar, casi como si fuera una queja, la dura realidad de la vida: “No he vendido ningún cuadro tuyo, ya lo sé, / así lo pongas en duda, varias veces lo he intentado. / Tu carta, un poco dura, me ha puesto a pensar en tantas cosas: / tú pones el talento, la imperiosa voluntad de mejorar / cada día, / pero nada sucede en el mundo circundante.” Y en efecto, ese mundo circundante constituye todo lo que entra en sus vidas, y sobresale en la visión abarcadora que estos poemas nos transfieren. Pero por mucho que queramos entender lo que realmente ocurre en estas vidas, siempre algo se escapa; algo inefable como la sensación misma que domina ese mundo de ocultas relaciones y dinámicas familiares:

         Mientras escribo estas líneas
veo como corre la sombra de mi mano sobre el papel,
la luminaria agranda mis rasgos, hace figuras curiosas
mientras avanzo.
Es obvio, tus ideas y las mías sobre arte y política
son diversas, muchas veces, contrarias,
pero aunque habitemos en orillas distintas
hay un viento solidario que circula en nuestras vidas.
    […]

 (“El molino ya no está, pero el viento sigue todavía”)

Quién haya entrado a La casa amarilla, ¿podría luego ignorar la emoción que sintió al leer por primera vez estas composiciones? Imposible no sentir la ternura y el claro acontecer de la imagen sencilla y espontánea buscando un balance entre la luz y las palabras. La luz contra la dura realidad de la vida, como entrega y revelación de un camino que destaca una visión más humana del mundo. Y es esa luz: “Vincent, cuán temprano llegaste a la luz y a las tinieblas, ese claroscuro que pintas con palabras…”; y son esas palabras: “Las palabras de los aldeanos parecían los salmos de un / profeta…” las que nos llevan por este paisaje que arde silenciosamente contra tiempo. El tono confesional del lenguaje combina la luz y las sombras para presentarnos el perfil poetizado de un Van Gogh personal e imaginario, y de un Théo lírico y doliente y, ¿por qué no?, de una Johana Willmen Van Gogh traslúcida en una visión que nos presenta su humanidad y su doliente experiencia compartida. El poema “De Johana Begner a su hijo Vincent Willmen Van Gogh” refleja también esa otra verdad desconocida que arroja luces para ahondar ―desde la mirada poética― en las relaciones de estos dos hermanos. Ella añade a esta poesía la sustancia definitiva que nos conecta con la historia y la realidad (aunque sabemos que esa realidad adquiere otras connotaciones en la poesía) de un mundo que otros vivieron, y que adquiere en este lenguaje vida propia. No el que contiene la historia auténtica, por supuesto, sino ése que nace de la compleja intuición poética. Y de esa visión de mundos paralelos el lector asumirá su propia interpretación, ésa que lo sitúa en un paisaje del que ya no puede desligarse:  

  […]
  Se fue, se fueron, se apagaron sus voces y sus ojos
  que recorrieron signos iguales en desiertos diferentes.
  Cuando camines por las verdes estepas de los países
  bajos,
  y a lo lejos el mar, te salude con sus alas de cormorán,
  detente unos instantes, junto a los viejos molinos
  a constatar que el viento sigue todavía

NOTA
1. El poema habla de una realidad: la desafortunada propuesta de casamiento que hiciera Vincent a su prima después que ésta perdiera a su esposo. Propuesta a la que, obviamente, contestó con un rotundo no.



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DAVID CORTÉS CABÁN (Puerto Rico, 1952). Poeta, ensayista. Ha publicado los siguientes libros: Poemas y otros silencios (1981), Al final de las palabras (1985), Una hora antes (1990), El libro de los regresos (1999), y Ritual de pájaros: Antología personal 1981-2002 (2004). Fue cofundador de la revista Tercer Milenio. Contacto: dcortes55@live.com. Página ilustrada con obras de Félix Ángel (Colombia, 1949), artista invitado de esta edición de ARC.

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Agulha Revista de Cultura
Fase II | Número 18 | Julho de 2016
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