El poema es parte del mundo. No hay un solo poema fuera del mundo. La
poesía es un juego de puentes entre el hombre y el mundo; un juego entre el
espacio y el tiempo, entre el misterio y la mirada razonable de toda
existencia. Aquello que puede despertar una lectura lúdica es la razón de ser
del humano. No importa el credo, la ideología, la técnica; es siempre resultado
de la expresión de lo que llevamos en nuestro interior, de nuestro deseo,
máscara o fantasía de comunicación. Por eso la poesía es una revelación. Y
revelación que es, al mismo tiempo, continuación del misterio, la llave para
seguir viviendo.
Como siempre tratara de
recordar Robert Graves, “lo que más beneficia a un poeta es el conocimiento y
la comprensión de los mitos”, dos elementos fundamentales que, sin embargo, no
resultan sin la presencia de la magia poética, talento o potencia creadora. Una
tradición lírica, en consecuencia, es más fuerte cuando toma en cuenta dichos
aspectos. Y su comprensión exige la escisión con todo que no está de acuerdo
con su esencia ulterior, con la riqueza necesaria a su formación estética.
Tal vez el mayor obstáculo que
ha enfrentado el modernismo en Hispanoamérica sea el hecho de que le ha tocado inventar una
tradición. Su tarea máxima fue encontrar fuerzas para una alquimia inaplazable
—la de mezclar la multiplicidad de mitos locales con aquellos que llegaron con
el colonizador europeo—. Este desafío alquímico exigía igualmente la creación
de un lenguaje propio, lo mismo que la destreza para engendrar nuevos temas. El
reto estaba en penetrar los misterios parnasianos y simbolistas, estimar sus
conquistas, manejar sus configuraciones y salir desde allí como innovadores.
En el caso boliviano, en
particular, existe una dificultad agregada: la equivocación de lectura de Franz
Tamayo (1879-1956), uno de sus intelectuales más influyentes en el paso del
siglo XIX al XX en lo que respecta a las características simbolistas y
parnasianas, desconociendo no solamente esas distinciones como
la reacción a ellas desde otros poetas hispanoamericanos. La situación se
agrava debido al hecho de que su poesía no corresponde con el impulso de su crítica.
Tamayo rechazó todo intento de renovación del lenguaje poético, evocó un
helenismo ajeno a la realidad de su tiempo, rindió culto a la forma de modo
extravagante, es decir, lo más alejado de lo que se puede entender por
originalidad.
Franz Tamayo es un tema
polémico en esa perspectiva —diría malograda— de búsqueda de una identificación
del modernismo en Hispanoamérica. Aspectos como la sensibilidad poética y la
capacidad de aceptar y superar los conflictos de las relaciones entre dos
mundos (el viejo, el nuevo, según la leyenda) apuntan en la dirección de poetas
como Rubén Darío, Leopoldo Lugones, José Juan Tablada, Ramón López Velarde,
César Vallejo, Oliverio Girondo, León de Greiff, Vicente Huidobro, como fuertes
columnas de la reforma lírica por la que necesitaba pasar el
continente.
En ese sentido, no es posible
estar de acuerdo con un crítico como Harold Osborne, quien afirma que Tamayo,
“arraigado como está en la literatura y quizá más profundamente aún en los
clásicos, es con todo un poeta de sensibilidad americana”. Evocado por Mariano
Baptista Gumucio en su prólogo a la Obra escogida (1979) de
Franz Tamayo para la Biblioteca Ayacucho, de Venezuela, Osborne (1905-1997) fue
un crítico inglés que vivió en La Paz al servicio del gobierno de su país. En
su lectura acaba por despertar un tema que trataré más adelante: el
ensimismamiento de la cultura boliviana.
En el mismo prólogo, el
organizador habla de un “encierro físico y espiritual en el que se halla
Bolivia y […] el menosprecio que los poderes públicos y los empresarios del
nuevo riquismo vacunado sólidamente contra cualquier expresión del espíritu,
manifiestan hacia la cultura”. No trataré aquí los dilemas políticos internos
que caracterizan a nuestros países. Que la política refleje de alguna manera
los errores de conocimiento internacional de la cultura local, ya lo sabemos.
Nombres que están más allá o más acá de lo que representa o califica su obra.
Por supuesto, es mejor no contar con la política.
La reclamación de Baptista
Gumucio nos lleva a creer que el gobierno chileno o peruano o nicaragüense ha
trabajado a favor de la internacionalización de la obra y el pensamiento de
Huidobro, Vallejo o Darío. Igual por toda Hispanoamérica, menos en Bolivia. El
tiempo ha pasado y de alguna manera las nuevas generaciones han pensado igual.
Bolivia es un país victimizado por la ceguera política.
Encontramos una pequeña distinción en la conclusión del prólogo de una
antología de poetas bolivianos realizada por Mónica Velásquez Guzmán (1972), al
decir: “Si bien nuestra tradición carece de un Neruda o de un Vallejo, está
llena de múltiples caminos que se niegan a lo unívoco de ‘los grandes padres’
para proponerse más bien como parciales, críticas y originales búsquedas tanto
del decir como del habitar el mundo”.
El largo ensayo que dedica
Velásquez Guzmán a la poesía de su país — ella misma una destacada poeta—, que
trata de “una tradición de continuidades y de diálogos”, apunta en otra
dirección. La lírica boliviana se caracteriza por su capacidad ulterior de
firmarse más allá de todo. El estudio de Velásquez Guzmán es revelador de las
consonancias entre poetas y generaciones, y es tal vez el ensayo más rico sobre
esas relaciones internas de una tradición lírica. Al mismo tiempo, me parece un
texto ajeno a lo que sucede más allá de la habitación privada de la lírica
boliviana. Repite el mismo dilema que me preocupa: a Bolivia —por lo menos a
los poetas bolivianos— no le interesa mucho el resto del mundo. Está bien,
acepto la decisión. Pero hay que conocer el riesgo de descubrir el mismo hilo
negro infinitas veces al día por toda la eternidad.
La originalidad boliviana
fue perseguida por muchos como la necesidad de patentar una estética. Carlos
Medinaceli apunta la condición nórdica (herencia, influjo) en la poesía de José
Eduardo Guerra (1893-1943), al mismo tiempo que establece como boliviana la
retórica de poetas como Franz Tamayo y Gregorio Reynolds (1882-1948). Carlos
Medinaceli fue un hombre dotado de gran sensibilidad que lo llevó a reunir a
poetas y artistas en torno de la formación inicial del movimiento Gesta
Bárbara, en 1918, la primera manifestación que señalaba la necesidad que tenía
Bolivia de conocerse un poco más a sí misma.
Grupo y periódico compartían
el mismo nombre: Gesta Bárbara. Pensado, articulado y realizado inicialmente
por Carlos Medinaceli (1898-1945) y Gamaliel Churata (1897-1969), entre 1918 y
1925 fueron publicados, en Potosí, diez números de ese periódico que era vocero
de un movimiento al mismo tiempo renovador de las letras y fundador de
una bolivianidad. El mismo Medinaceli defendía que
la juventud que se ha agrupado
en torno a Gesta Bárbara ha visto que, de las perfecciones con las que idealizó
a su patria, a la áspera realidad del presente, medía un enorme camino por
recorrer, y es de esa certidumbre que arrancamos la energía para combatir los
males de la patria y la sinceridad para decirlos.
En la misma oportunidad
evocaría:
Seamos profunda y
auténticamente bolivianos, los primeros bolivianos como hasta hoy no lo ha sido
ninguno por pretender ser europeos para conseguir sólo ser una caricatura.
Aunque parezca radical la
ruptura con el pasado, algo de la generación anterior perdurará en la
admiración de los participantes de Gesta Bárbara, en especial el poeta Ricardo
Jaimes Freyre (1868-1933), a quien muchos creen sea el inspirador del nombre
Gesta Bárbara, gracias a su libro Castalia bárbara(1899). Según
sintetiza Javier Badani Ruiz, la primera formación de este movimiento “se juntó
para agitar las letras bolivianas bañadas por el romanticismo francés”, así que
“su premisa, entonces, era introducir las nuevas corrientes modernistas”. En
este sentido se dio una muy reñida disputa regional entre centro y periferia
cultural, principalmente en Potosí. En medio de todo, el modernismo pasó sobre
una nube de algodón por Bolivia, por lo que, en 1944, con la llegada de la
segunda generación de Gesta Bárbara bajo la tutela de otro Medinaceli —Gustavo,
sin parentesco con el primero—, ya no se habla en modernismo, sino de posmodernismo con
sus primeros tópicos de vanguardia. Aquí observa el mismo Javier Badani Ruiz:
De todo el grupo, era Gustavo
Medinaceli —uno de los primeros en introducir en el país elementos del
surrealismo europeo— quien lideraba ese cambio con obras, como La niña del sístole inconforme; las
metáforas utilizadas por “el poeta loco” ya nada tenían que ver con las
expresiones pegajosas utilizadas hasta aquel entonces.
Me parece que esta segunda
formación de Gesta Bárbara representa la verdadera entrada en la
materia, al hablar de una consistencia y un cierto grado de polémica
alcanzados en determinado momento en la historia de la literatura de un país.
Entre los aspectos decisivos están la ampliación geográfica de la acción del
movimiento, la calidad de las obras de sus integrantes y el énfasis de sus
cuestionamientos. Ya no se trataba más de un movimiento regional, sino de algo
que despertaba tanto interés como descontento en varias partes del país,
incluso la capital. Con sus adhesiones y enemistades, pues, finalmente se
fundaba la poesía en Bolivia.
Y desde ahí las disensiones
internas, las fracturas en la comprensión del fenómeno poético.
Los dos puntos extremos estaban representados, de algún modo, por la
fascinación y el rechazo del surrealismo. Por un lado, la libertad metafórica
de la poética de Gustavo Medinaceli (1923-1956) y Julio de la Vega (1924-2010);
por el otro, la defensa de una poesía comprometida con la realidad social del
país, como en el caso de Alberto Guerra Gutiérrez (1930-2006) y Héctor Borda Leaño
(1927). El prejuicio en relación con el surrealismo actuaba en la misma
dirección que la idea equivocada sobre la poesía como un arma física contra las
injusticias sociales.
En su libro En busca
de la piedra y el agua (2005), Gary Daher (1956) observa que “el
surrealismo tiene en Edmundo Camargo su cúspide y su isla propia, marcada por
el asombro y lo profundo, elementos que en Bolivia no se han dado en forma
conjunta”. El punto que cabe aquí destacar es esa ausencia de “forma conjunta”.
La idea de un surrealismo estratificado, en camadas de vida u obra, en
particularidades de una u otra, tiene que ver con la equivocación de un crítico
como el rumano Stefan Baciu, quien ha creado el término “parasurrealista”, en
completa disonancia con la esencia de los postulados del surrealismo. Como bien
recuerda el argentino Aldo Pellegrini, “lo que constituyó la novedad de este
movimiento fue la creencia de que el arte no tiene una función en sí, sino que
es un modo de expresión de lo vital en el hombre”. En este mismo texto,
Pellegrini anota lo que él mismo llama “ensayo de clasificación”: intento de
aclarar los poetas surrealistas que más se acercaban a las características como
el automatismo, la exaltación lírica, el humor, lo maravilloso, sin que ese
ejercicio de clasificación constituya una fractura de la condición esencial del
surrealismo.
Cuando Daher se refiere a la
ausencia, en Bolivia, de una actuación conjunta de las fuerzas
del asombro y de lo profundo, es como decir que, en su país, el surrealismo no
fue sino fruto de pasiones por aspectos aislados, casi siempre afectos a juegos
de lenguaje, a metáforas con su chistosa carga de incoherencia. Como recuerda
el chileno Hernán Ortega en su libro sobre Enrique Gómez-Correa, “en su esencia
bretoniana, el surrealismo es un llamado hacia la búsqueda de nuevas relaciones
entre seres humanos libres; contiene, por lo tanto, una cuota moral”. No
importa tanto una adhesión formal al movimiento, la disposición declarada de
seguir una cartilla, sino la comprensión de que hay una relación entre el
subconsciente personal y la fuente de signos e imágenes que conforma nuestra
existencia; que es preciso abrir las ventanas de lo que somos (hacia adentro,
lo mismo que hacia afuera) en la búsqueda de un puente de esencias que aclare
nuestra vida. El arte no es más que la conducción o dominio de una forma, pero
esa otra cosa que todavía no sabemos qué. Hay poemas de
Gustavo Medinaceli, Julio de la Vega, Humberto Jaimes Zuna (1926-1975), Edmundo
Camargo (1936-1964), Blanca Wiethüchter (1947-2004), que en mucho se acercan de
una estética surrealista. Al mismo tiempo, es conocida la discusión acerca de
la adhesión al surrealismo en nuestro continente. Pero la presencia del
surrealismo en los autores aquí referidos fue algo siempre evocado por sus
escasos exegetas, jamás por ellos mismos.
Recuerdo una conversación que
sostuve con Eduardo Mitre, en especial cuando hablamos de surrealismo:
El surrealismo en la poesía
boliviana se manifiesta de manera clara en dos poetas hasta ahora no muy bien
estudiados: Gustavo Medinaceli y Julio de la Vega. Ambos encarnan una libertad
metafórica inusual hasta entonces en la poesía boliviana. Asimismo, con ellos,
el erotismo y la experiencia de la urbe moderna cobran una carta de ciudadanía
en la poesía de mi país. Pero el surrealismo no se limita a estos autores, sino
que está presente, de manera soterrada, en casi todos los poetas dignos de
mención: Guillermo Viscarra Fabre, Roberto Echazú, para nombrar dos de
generaciones distintas y algo distantes. Frente a la poesía clacisista de un
Tamayo, el surrealismo sopló como un viento de libertad, de exploración verbal.
En sus libros sobre la lírica
boliviana, Mitre hace cierta defensa de la presencia del surrealismo en su
país, pero lo que me dijo, en el mismo diálogo, sobre Jaime Saenz y Edmundo
Camargo es lo mismo que uno podría decir de Gustavo Medinaceli y Julio de la
Vega:
Lo que no veo en Saenz ni en
Camargo es el ideario o las utopías revolucionarias que nutrieron a los
surrealistas: instaurar la poesía en la vida, hacer de ésta una obra de arte
más allá de la literatura. El erotismo, el amor, que en los surrealistas es un
acto revolucionario contra el orden establecido, no creo que lo sea en Saenz.
Su poesía amatoria es una constante y conmovedora evocación del sujeto amado
ausente, no un reconocimiento de la presencia. Por ello mismo, el cuerpo es el
gran ausente de su poesía. Le falta ese puente sensible. En su lugar, Jaime
Saenz edificó una obra originalísima que no es un puente, sino una escalera en
caracol por la que el poeta sube y baja infatigablemente a las tinieblas de la
soledad o al vislumbre del otro, de la otredad, del tú liberador.
Lo que Mitre sostiene o
anuncia aquí es que la poética de estos cuatro poetas necesita una lectura más
allá de los límites clasificatorios, sea el surrealismo o las fronteras de una
poética boliviana. Esto sí, es muy distinto de la reacción, por ejemplo, de un
Alberto Guerra Gutiérrez, al decir que Gustavo Medinaceli
fracasó en su intento de
imponer una escuela; y, claro, aunque él mismo escribió una poesía encaminada
hacia el surrealismo, tampoco pasó más allá del intento, probablemente, porque
la situación política y social del país hacían que el poeta hable del hambre y
las injusticias, y no de los anaqueles del grito.
En la misma entrevista, Guerra
Gutiérrez dice que Julio de la Vega “se dejó arrastrar por la corriente
surrealista”, una vez más dejando clara la idea de que la poesía caminaba para
la percepción del hombre como una pieza de reposición en un
sistema político. Ya sabemos la adivinanza de esos criterios.
De regreso a la tensión entre
lo lúdico y su antípoda social, lo más importante en el ambiente polémico
establecido es que uno siente la organicidad de la poesía en las venas de la
lírica boliviana. Cuando Adolfo Cáceres Romero define, sobre la segunda
generación de Gesta Bárbara, que “sus postulados tendían a la realización de
una obra eminentemente bolivianista, desarrollando e impulsando el arte y la
cultura nacionales sin dejar de lado las culturas autóctonas del país”, lo que
importa aquí es aceptar el grado de actuación en la formación de una tradición.
Gesta Bárbara no ha sacado del todo a la cultura boliviana de su enfermedad más
grave que es el solitarismo, pero ha dado un aporte fundamental en
esa dirección.
Las contadas voces poéticas
que trascendieron los límites geográficos siempre han recordado la importancia
del desarrollo de Gesta Bárbara. Una de ellas, Pedro Shimose (1940) —tal vez la
voz más consistente en su recepción internacional—, siempre ha reconocido
públicamente la preponderancia de poetas en su país como Alcira Cardona Torrico
(1926-2003), Gustavo Medinaceli, Oscar Alfaro (1921-1963), Julio de la Vega y
otros. Sin embargo, hay que detenerse un poco en la cronología de publicación
de los libros de esa nueva Bolivia.
Entre los años treinta y
cincuenta del siglo pasado ya se habían publicado los primeros libros de
Gustavo Medinaceli, Oscar Alfaro, Alcira Cardona Torrico, Jorge Suárez
(1931-1998) y Fernando Ortiz Sanz (1914-2003), sin olvidar que Yolanda Bedregal
(1916-1999) contaba con la publicación de toda su poesía, y que el boliviano
Wilson Rocha (1921-2005) —quien desde joven salió a vivir en el nordeste
brasileño, precisamente en Salvador— ya tenía dos libros publicados en Brasil.
Este recuerdo cronológico nos
ayuda a comprender dos aspectos: los caminos que empezaba a cruzar la lírica
boliviana en la búsqueda de sí misma, y el momento en que llega el aporte de
sus voces centrales que son, al mismo tiempo, antípodas: Jaime Saenz
(1921-1986) y Oscar Cerruto (1912-1981). La fecha de nacimiento de ambos
compromete demasiado a Cerruto, que empieza, más que tardío (Cifra de las
rosas y siete cantares, 1957), sin la fuerza explosiva de El
escalpelo (1955), de Saenz. Cerruto representa, de alguna manera, el
conservadurismo de una lírica, mientras que Saenz rompe en búsqueda de otras
perspectivas. El tema de la angustia existencial en Cerruto es tratado bajo la
perspectiva de un cronista, mientras que en Saenz, él mismo es el personaje de
la oscuridad, del conflicto, de la amplitud profunda del misterio y la
aniquilación del ser. Cerruto contempla el paisaje (tema, figura, lenguaje, no
importa); Saenz es el paisaje, sus reflexiones sobre el dolor no se suceden en
otro, él mismo es protagonista y crítico.
Es importante señalar la
distinción entre ambos, una vez que recurrimos a ellos como parámetros de la
elección de los poetas de esta antología. Por supuesto, hay características
fuera del ámbito de la poética de ambos que son la marca de la poesía de muchos
otros poetas, dentro y fuera del presente libro. Sin embargo, esta relación con
el yo lírico es un punto que considero fundamental en la identificación de la
relación que un poeta —en especial desde el convulsivo período de las vanguardias—
mantiene consigo mismo y con el mundo.
La marginalización de Jaime
Saenz tiene que ver con el prejuicio de la sociedad boliviana. Su zambullida en
el mundo del alcohol, lo mismo que los abusos del lenguaje, el modo como ha
cambiado la visión poética, su extravagancia de todo orden —poética y
existencial—, fueron su crimen capital, imperdonable. No fuera la soledad
cósmica de este país, y seguro se aceptaría a Saenz como un hermano,
bajo ciertas circunstancias, de Martín Adán (1908-1985) o Dylan Thomas (1914-1953).
El alcohol fue la justificación hasta el momento en que el mismo poeta trata de
librarse de su vicio. Después fue el obstáculo de un homosexualismo que no le
importaba a nadie. En verdad, Jaime Saenz ha donado a la lírica boliviana la
llave del descenso al infierno de la existencia personal. En este sentido, ha
sido el primer gran poeta moderno del país.
Saenz no tenía, sin embargo,
la necesidad de declarar la íntima relación entre su vida y obra. En cada una
de sus sentencias poéticas (fue entrañablemente proverbial) estaba claro que
escribía ante un espejo, que él era el personaje de su lirismo trágico (una tragedia
lírica). Es un autor muy raro que se ha observado a sí mismo, que ha escrito
sobre su desesperación o riesgo frente a la vida, lo que recuerda en mucho al
rumano Ghérasim Luca (1913-1994), quien experimentó algunas formas de suicidio
y luego las narró en un libro. Es otra lectura de la relación entre poesía y
vida, lo que hace de Luca y Saenz poetas que actuaron en la perspectiva extrema del
surrealismo.
Por supuesto no cabe aquí
insistir en equivalencias internacionales cuando el tema es la lírica boliviana
y su falta de comunicación con el mundo. Ésta siempre estuvo aislada y, de
algún modo, me parece que así continúa. No creo que se pueda explicar esa
condición decididamente solitaria por razones geográficas, políticas, etc. La
cultura trasciende esos medios de conducción del proceso histórico y ha
reservado las más significantes sorpresas en todos tiempos.
Una generación posterior a la
de Saenz se manifiesta a partir de la publicación de Triludio en el
exilio (1961), de Pedro Shimose. Tomo a este poeta como referencial
por una razón muy simple: su obra está marcada por un sentido muy particular de
suma, es decir, Shimose va agregando en su camino lo que hay de revelador en su
visón, que se hace más rica a cada encuentro con otros mundos, incluso al
hablar de su propio pasado. En ese sentido, Shimose es el poeta de la abertura
de Bolivia al mundo, hasta llegar al punto en que su poética toca la de Saenz
por una curiosa razón: el yo poético de Reflexiones maquiavélicas(1980)
de Shimose es la única forma de diálogo posible con el yo de Muerte por
el tacto (1957), de Jaime Saenz. En los dos casos hay un descenso a
los infiernos personales y de la creación sin correspondiente en la poesía en
Bolivia. Es cierto que en Saenz el hablante es él mismo, mientras Shimose
impone a otro el drama de sus reflexiones. Pero la voz lírica de uno
corresponde a la voz dramática del otro, con igual tensión. No se trata, en
Shimose, de un alejamiento del yo, sino de un recurso estilístico para dar
énfasis distinto al discurso.
Es la misma táctica de
Humberto Quino (1950) o de Benjamín Chávez (1971), voces de generaciones
distintas y, naturalmente, con sus singularidades incuestionables. Quino corre
incluso el riesgo de ser comprendido como cínico o fanfarrón, pues su apuesta
es todavía más osada, caracterizada por una ácida ironía, una voz que incluso
se burla de sí misma, destronando la condición humana de todo puesto de
seguridad. Ya en poetas como Benjamín Chávez o Gabriel Casazola (1972), la
apuesta es más clásica, pues el lenguaje no se arriesga tanto, aunque el
hablante, en ambos, lleve al límite el juego de despersonalización.
Casi como en la otra punta de
ese sistema poético se encuentran las voces que toman en cuenta más la lectura
metafísica de Oscar Cerruto. Algo permanece de telurismo cósmico, de
diálogo con los fantasmas de una nación perdida en su íntimo, de búsqueda del
origen de las cosas terrenales y espectrales. Ese tipo de conflicto lírico lo
encontramos bien revelado en la poesía de Matilde Casazola Mendoza (1943), Gary
Daher (1956) y Vilma Tapia Anaya (1960). De alguna manera tiene que ver con el
rescate de lo que otro poeta, Homero Carvallo Oliva (1957), llama “esencia
primitiva”.
La defensa a puerta cerrada de
una tradición son los requisitos para su permanencia, es verdad. Pero el mundo
no cambia por esa permanencia. La realidad de los cambios está en la osadía de
buscar nuevas perspectivas. El autorretrato es siempre apasionado y está a
salvo por la lectura de sí mismo. Solamente al hombre le toca firmar un
autorretrato, con sus aciertos y equivocaciones. No creo en poetas que quieran
pertenecer a una tradición lírica. Cuando están allí es porque no hay
otro modo. Los que persiguen un sitio donde prender la lámpara de sus
inquietudes son los pobres diablos o los oportunistas de cualquier establo de
la historia.
No he comentado la poética en
particular de varios de los poetas aquí presentes por una razón: la necesidad
de crear un ambiente de armonía en sus distintas semejanzas. El poema habla por
sí, se defiende solo. Es una verdad poco satisfactoria al poeta, pero el lector
la comprende bien. La opción intermedia fue buscar la palabra de los poetas
vivos, en defensa de algunos de sus crímenes (capitales), por lo que a
continuación leeremos la improvisación de una mesa de diálogo.
La idea de una pieza que falta
a la lírica boliviana me ha sido dada por la retrospectiva de su misma
historia. A partir de diversas lecturas de sus puntos más oscuros, por
curiosos, redacté un cuestionario que fue presentado a todos los poetas vivos
presentes a esta edición. La resultante que sigue es una selección de estas
respuestas que permiten una compresión de hechos y firmantes. El diálogo —que
tal vez refleja más la ausencia de diálogo— no está reproducido en su totalidad,
pero están todos los poetas que aceptaron decir algo, todos los que tienen algo
a agregar a la percepción del mundo poético que habitan.
*****
Organização a cargo de Floriano Martins © 2016 ARC Edições
Artista convidado | Graciela Rodo Boulanger (1935)
Imagens © Acervo Resto do Mundo
Esta edição integra o projeto de séries especiais da Agulha
Revista de Cultura, assim estruturado:
1 PRIMEIRA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
2 VIAGENS DO SURREALISMO, I
3 O RIO DA MEMÓRIA, I
4 VANGUARDAS NO SÉCULO XX
5 VOZES POÉTICAS
6 PROJETO EDITORIAL BANDA HISPÂNICA
7 VIAGENS DO SURREALISMO, II
8 O RIO DA MEMÓRIA, II
9 SEGUNDA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
10 AGULHA HISPÂNICA (2010-2011)
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