quinta-feira, 5 de abril de 2018

MIGUEL ANTONIO GUEVARA | Fragmentos de la batalla, de Miguel Márquez



Son estas líneas apuntes de una lectura de Fragmentos de la batalla (Caracas, 2010) del poeta e intrépido editor Miguel Márquez. Y se limitará la ojeada de estas esquirlas, de estos fragmentos, como si nunca se hubiese avistado demás obra, corpus e improntas del autor, sabiendo que posee una vasta producción; collar de cuentas de diferente tamaño y registro, sobre todo entendiendo que queremos apartarnos de la lectura abarcadora en la que avistamos cómo se orientan el devenir de la producción poética y sistematización del tránsito vital, acá solo avistaremos fragmentos. Salvo dos excepciones, claro, para confirmar así el punto de vista.
Es decir, hablaremos de este Miguel, el Miguel del fragmento. Un subconjunto del subconjunto de lo que podría ser visto sin microscopio. La lectura del outsider, dicen.

Primer movimiento
El mayor peligro que corre el lector de poesía ante este tipo de manifiestos del espíritu es el de comparar la realidad con el código escrito. La paranoia y la conspiración acechan, si no se les separa nuestro querido descifrador, hypocrite lecteur, corre el riesgo de perderse.
La primera parte de este libro —publicado en 2010— en clave diario-aforístico, nos hace preguntarnos ¿Será esto una distopía bélica, un oráculo chamánico o alguna profecía? No estamos seguros de qué lo define mejor, lo cierto es que dibuja la guerra del presente, caracteriza al enemigo y lo registra:

La mirada del enemigo sólo sabrás reconocerla en el campo de batalla si eres campesino. En la ciudad todos somos inocentes.

Hay mesura de épica y conciencia de registro histórico. No es para menos, estamos hablando de un escritor pulido (¿o curtido?), la trayectoria editorial de Márquez le ha afinado el ojo al presenciar cientos de voces del panorama literario venezolano. Digamos que, en el lenguaje de guerra de fragmentos, hablamos de un autor que conoce el campo que se ha convertido y convertirá en institución y acervo, es decir sabe a dónde hay que disparar.
Fragmentos de la batalla se expresa como un manual para el montuno, el nunca inocente, tiene un mapa indistinto para el trajeado que circula por el complejo urbanístico abstractor de la civilización y la barbarie. Es arte de la guerra para tiempos de entropía. Para estos lapsos en que parece que todo se diluye.
Lo mejor de esta propuesta es que no se queda en el análisis coyuntural —no perdonen la jerga política, político es el libro más de lo que imaginamos— sino que propone praxis, poética, praxis adjetivada.
También hay confesión al cometer el crimen o al desear cometerlo que es lo mismo. Quién esté libre de contradicciones que tire la primera moral flexible.
Como buen poeta disfruta de la necrofilia. Es un buen pastor. Un zombie a ratos, un carroñero. Todavía sigue intacto el homenaje a la descomposición en nuestra literatura.
“Una vez, parado en un callejón me provocó sacarle el corazón a una niña de un solo mordisco. Otra vez un hígado fresco tentó mis ganas. A ambas las dejé bailar con sus acompañantes…”.
El inventario de la ciudad no está ausente. Obvio:
“De vez en cuando como gatos, ratas, gallinas. Incluso he devorado policías, oficinistas, agentes de la banca, periodistas a montones y señores que llevaban en el cuello unas corbatas feísimas…”.

Segundo movimiento
“Papeles al desnudo” es el poema épico, el registro del ahora. Mariano Picón Salas en Formación y proceso de la literatura venezolana nos confirmaría a la “literatura como medio más eficaz que la propia historia para conocer la idiosincrasia de un pueblo, de un país”, Márquez no lo ignora y explora. En el paseo por el tráfico del campo de batalla observa y registra. Va, pelea, y en la trinchera que encuentra mal parada se detiene a rastrear. Vuelve, aceita rifles y borra la pátina que aceleradamente acecha en la humedad de los tugurios que ni en medio de la balacera faltan. Gracias a Dios. Concluye:

Ustedes han mentido mucho y adrede, y esto
ya es de conocimiento público:
están sus papeles al desnudo.

Especulación: podría tratarse de uno de los poemas políticos más importante de los últimos diez años, junto a “Baúl de óbitos” del barinés Leonardo Ruiz Tirado.
“Fuga sobre Palestina” nos convida a ver juntos dos nombres: Palestina-Venezuela, ambos arquetipos del mundo, modelos, símbolos de la resistencia ante el enemigo.
La fuga es lo más rápido, la superposición de imágenes-sonidos-notas. Léanlo escuchando Yngwie Malmsteen interpretando Flight of the bumblebee. La comparación diacrónica cabe en estos resquicios sonoros. El tiempo es también geografía. La música es imagen y viceversa, la poesía y la música son lo mismo. Siglos y siglos de argumentación oriental/occidental lo comprueban.
Resuena la literatura documento. Militante. Lo que al árabe Nur Masalha le toman más de cien páginas en Nakba, a propósito de la apropiación de territorio palestino por parte del Estado genocida israelí, le toma a la poesía pocos versos. Picón Salas uno, nosotros cero (“la literatura como medio más eficaz…”). Vayamos al segundo tiempo en este siglo XXI y procuremos homenajear al merideño superándole.

Tercer movimiento
Trópico relativo es la mirada fotográfica, la fotografía que el poeta visita, investiga y aprehende ¿Acaso no es el poeta, como bien me comentaría William Osuna “un editor de imágenes…”?
Es también la metáfora de la imagen para mostrar un país que ya no es imagen sino imágenes [y que quede claro, en plural].
“Pero definitivamente Venezuela dejó atrás la foto fija…”.

Cuarto movimiento
“Las manzanas de Chile” vienen a retomar al 2do movimiento.
Si Fragmentos para la batalla fuese una canción bien podría caber en un cancionero latinoamericano. “Las manzanas de Chile” lo jala de nuevo a un subconjunto de lo NuestroAmericano. Si se le preguntara al autor de dónde es respondería, además del territorio de la poesía: venezolano, palestino y chileno. De un subconjunto del continente. O del mundo. O de todos. Déjeme explicarle:
“Ay Chile. Mucho daño, mucho hierro”.

Quinto movimiento
“Bajo el signo de cáncer” es un guiño a la estupidez de algunas celebraciones ¿A qué geografía corresponde la enumeración siguiente?
“Acordeones rusos reventarían el aire con imágenes urgentes y presagios con ginebra, topacios, esmeraldas, naipes de todos los colores…”.
No importa demasiado, después de todo:

Un escarabajo, por ejemplo, volcado sobre sí mismo,
pudiera ser
el agua o la resurrección del Santísimo Sacramento.
Caparazones, cuencas, concavidades,
lo difícil, dice el hombre del fuego, es morir con un arcángel en la tráquea…

¿Y si el arte de la guerra es el arte de evitar la confrontación, como diría Sun Tzu? Enumeremos también los afectos y los efectos personales. Todo eso carga en el bolsillo el combatiente de esta guerra, de estos fragmentos.

Sexto movimiento
“La venganza de las cosas” es la poética del taxista. ¿No es acaso el médium entre la ciudad y los transeúntes? Vuelven las enumeraciones. Este es el poema completo, para marcar la diferencia con los episodios fragmentarios del resto:

Un taxi es un peligro público, especialmente
cuando está enamorado: encuentra signos
zodiacales en la ropa de los pasajeros,
presagios en las placas de otros carros, pasa
por las esquinas como un tango fugaz
en Buenos Aires.

Nada se puede hacer cuando no cobran
su trabajo y ríen como idiotas
detrás de los edificios. Ríen y escuchan la radio.

Ellos, por definición y por su oficio,
deberían ser escépticos y tacaños:
dedicarse a lo suyo con el rigor
de un cura novato o un sargento satisfecho.

Inmunes a la belleza y al deseo, uno espera
que los taxis no sufran ni lleven consigo la vida,
la que transforma el aceite en bálsamo,
cambia gasolina por metáforas,
hace fiestas por cualquier motivo.

Yo fui taxista: por eso sé de lo que hablo.
Mi carro, una noble lata a la que cuidé mucho,
un día se puso a pensar en sí mismo
y me llevó al desastre.

Sé que los objetos están vivos:
He visto piedra de cristal de roca levitar
al lado mío como un levísimo suspiro,
de continuo hablo con los ceniceros
y aquel sacapuntas, para no ir más lejos,
me contó que se llamaba Miguel.

Pero los taxis son otro asunto:
Deberían ser implacables,
tener un corazón de oro, ojos vacíos.
No tener puntos de vista, ilusiones,
ni preguntas.

Eran otros tiempos…

Hoy, hasta los taxis buscan pareja
y se atropellan unos contra otros
cuando la rabia es así
y las tigras están en celo.

Lo peor es que ya no sabemos qué hacer
con una realidad tan susceptible,
con este hervidero de opiniones.

Un poema enigmático lleva por título:
«La venganza de las cosas». Otro,
escrito con rencor, dice en un verso:
«Aquí lo que hace falta son bozales».

Lo cierto es que hay algo indefinible
animando cada átomo del universo
y nadie piensa en abdicar, enmudecer
o detenerse.

En este taxi hasta la muerte fuma
y luce collares espléndidos
cuando recorre la noche con el cabello suelto.

Por eso, a estas alturas, lo único que sé,
mientras pasan las avenidas, los ríos de gente,
los cines, los semáforos, es que vivir
es tan intenso y tan riesgoso
como la existencia que lleva un taxi enamorado
por el laberinto apasionante de Caracas.

Séptimo movimiento
“Homenaje mínimo” se explica solo. Justo nombre. Justos versos. Rescatemos uno: “Las ramas del prodigio”; un solo reproche: Miguel: ¿No son todos los animales totémicos per se?

Octavo movimiento
“Todo está bien” es el poeta transfigurado en Jesús Enrique Guédez. Locura audiovisual. Hay curiosidad escrutadora. ¿Qué Eliot nombra el poeta en el epígrafe al estadounidense o al pretendido británico que nos describiría J.M Coetzee en Qué es un clásico? Sería una curiosidad epistémica averiguarlo. La poesía es una red vasta de significados, de signos dispuestos a modificarse con el encuentro de sus hilos. Importa el lugar desde donde se nombra y nombramos.
Este es el relato (“Todo está bien”):

Y todo esto suena muy enérgico y serio,
pero ahora que he luchado con ello, ya no lo es.
Me siento feliz… profundamente. Todo está bien.

Katherine Mansfield

Todo irá bien y toda suerte de cosa irá bien
cuando las lenguas de llama se enlacen
en el nudo postrero de fuego
y el fuego y la rosa sean uno

T. S. Eliot

Esa mañana estábamos en el auditórium, más animados algunos que de costumbre, otros idénticos en el mutismo arisco de sus ecuaciones. Maritza comentaba que la gelatina de la luz le impedía escuchar la voz del doctor al pasar la lista. Para mí, a esta hora, los bombillos parecían árboles y sentí que la brisa debería ser una cuestión de aprendizaje. Asentí levantando el brazo cuando pronunciaron mi nombre. Estaba seguro de no haberme equivocado. Continuó la rutina sin muchas interrupciones hasta que Hans se puso a maldecir. Hija de puta decía y se miraba las manos. Tuvieron que anestesiarlo con rudeza, a pesar suyo, y fue entregándose a un subsuelo profundo.
Vi que salía sangre de su boca extenuada, y su cuerpo vencido entre los brazos de los enfermeros pasó ante nosotros como una melodía. Luego salimos a desayunar. A comer con lentitud porque el día casi siempre es peligroso.
Uno abre los ojos sin saber cómo desprenderse la tierra y las voces que uno trae de quién sabe dónde y se encuentra aquí como en un cine continuado, pero con otra escenografía y diferentes autores. Por eso creo en la lista y en el desprendimiento de los helechos cuando no me equivoco. A Maritza no le importa en realidad que la llamen de una u otra manera: ella siempre levanta el brazo al escuchar un nombre. Habla con frecuencia de una nube donde duermen seres fantásticos y cuando los escucha mira al cielo con una fe conmovedora. A veces nos da risa su actitud, pero una vez a Carlos le dio rabia y le pegó durísimo. Ella, desde esa ocasión, dice que lo ama y él se la pasa arrecho cuando le llevan el chisme.
Carlos mató a alguien, parece que con razón. Él jamás habla de esto, ni de sus hijos. Pasa la mayor parte de las horas callado con un rumor en la espalada. Toma las medicinas sin saludar. Yo quisiera decirle que le convienen las palabras esdrújulas para espantar los relámpagos. Pero no quiero que él no me quiera y me pegue. Aunque a veces me viene a la mente un golpe sobre su abdomen para que nadie hable.
A Hans lo conocí antes de morir. Se la pasaba abstraído. Trabajaba con disciplina, pero olvidó que el hígado es un órgano vulnerable a las
alucinaciones. Incluso le escribí un obituario prematuro y bellísimo que cada vez que se lo recito me escupe. Yo vine a dar aquí por pura coincidencia dice mi madre. Ella le cuenta a los doctores, que bueno, que sí, que desde que le dio el asma se puso a hablar de la Virgen. Su padre lo castigó cuando le mordió la espalda apenas entradito en cuarto grado y yo sufría porque él era el mayor. Después, continuaba, comenzaron las ronchas, los sarampiones ficticios. Se ponía mis coloretes después de la medianoche y asustaba a las hermanas… Y ella hablaba tan tranquila con ellos como si nada. Me trae caramelos los miércoles y todos me los roban. Estoy seguro que coquetea con los médicos, con los enfermeros. Cuánto detesto su vestidito morado.
En este sitio uno no hace mucho, pero debe cuidarse de los muertos. Los vivos siempre son más dóciles. Los bombillos en cambio son malignos y mortifican sobre todo a las tres o cuatro de la madrugada. Es cuando me hago el loco y pienso en las coliflores que brotan de mis fosas nasales. Una tras otra. Aquí estoy bien me digo para tranquilizarme.
Casi nunca salgo al patio. Me quedo con la Virgen en el cuarto y ella me cuenta todo lo que se le ocurre. A ella tampoco le gustan la luz ni las gentes. Hablamos largo, larguísimo, y pocas veces la entiendo; sin embargo, sé que me quiere hasta la ira que siento cuando me encuentro solo. Los enfermeros no saben de estas cosas ni de los caracoles en el techo. Son ignorantes, ni siquiera escuchan rodar la sangre bella de los pájaros cuando la mañana está rara.
Yo sé que estoy aquí por pura casualidad y por eso escribo este diario. Hoy viernes, sin que me escuche nadie. Hoy viernes, cuando me bañan y me da frío y los odio. Tal vez por eso no entienden mi letra y me castigan porque mi diario les repugna. Por venganza hieren mis dedos para que deje de untar mierda en las paredes del cuarto. Luego viene la aguja y ese líquido que entra a mi casa como una bala ciega en el corazón de los astros. Mañana será otro día, me digo. Todo está bien, todo irá bien, seguro.

Noveno movimiento
Desde estos nueve movimientos vemos un poemario compuesto de tres partes que respeta la fórmula aristotélica o la divina. Esperemos que sea la segunda, de una nueva divinidad compuesta por los cuerpos sufrientes, como diría Fanon, este cuerpo de batalla, esta brújula-diario-aforístico del fragmento tiene un pórtico narrativo, un ónfalos poético y una cola que vuelve a la narrativa. Termina como empieza para consolidar el corpus.
Después de todo, la poesía, más allá de sus formas, composición y pretendido ardid de interpretación nos elude, en palabras de Miguel Márquez: como agua “y ese líquido que entra a mi casa como una bala ciega en el corazón de los astros…”.
Apunta Márquez, finalizando las páginas de la batalla:

mañana será otro día, me digo…

Estos fragmentos se recogen entre todos. Por favor no se hagan los locos. Encaren la batalla. Mañana será otro día.
Ojalá Miguel, ojalá.


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Página ilustrada com obras de Benito Mieses (Venezuela, 1958), artista convidado desta edição.
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Agulha Revista de Cultura
Número 110 | Abril de 2018
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
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