El centenario de la muerte en combate de José Martí, el 19 de mayo de 1995, es ocasión propicia para pasar revista a sus ideas, en particular a aquellas relativas a esta parte del mundo que él denominó nuestra América –verdadero cuerpo temático principal de su pensamiento–, sobre todo en este fin de siglo que, de hecho, está abriendo una época, y en la cual, según parecen indicar los grandes intereses dominantes en la actualidad, a nuestro Continente y a nuestros pueblos se les continúa induciendo a mantener una posición subordinada y ajena.
Por eso, dentro de la indudable tradición que se ha ido conformando durante estos cien años transcurridos desde su caída combatiendo al colonialismo español, la asimilación del ideario martiano –cuya lectura ha de responder a los requerimientos de hoy–, ha de ser parte constitutiva, tanto del nuevo pensamiento como de la nueva acción liberadora y en favor del real desarrollo propio de América Latina.
Durante el decenio final del pasado siglo tuvo lugar una de las aventuras más extraordinarias de la historia contemporánea, no contada, por cierto, por novelista o cineasta alguno. Un hombre nacido en una de las últimas colonias de España en el Nuevo Mundo se dedicó en cuerpo y alma a tratar de subvertir los cauces por donde comenzaban a transitar entonces, en el mismo tren, la historia de su Isla, de América y del mundo.
Aquel cubano nervioso y sensitivo, de elocuencia torrencial en la palabra oral y en la escrita, de ropas gastadas y zapatos rotos, se trazó –consciente y explícitamente– el propósito de impedir la expansión territorial y económica de los Estados Unidos hacia el sur del Continente, a través de las Antillas como el primer y necesario escalón de su recorrido dominador. Lo animaba el afán, escribió, de “salvar la independencia amenazada de las Antillas libres, la independencia amenazada de la América libre, y la dignidad de la república norteamericana”. [2]
Semejantes propósitos no pueden ser reducidos a la esfera de la geopolítica o de las relaciones internacionales de aquellos tiempos. Sin desconocer tal ángulo –destacadamente acentuado por él mismo–, aquel poeta y periodista bien conocido por sus escritos entre la minoría ilustrada de la Hispanoamérica de la época, diseñó una compleja estrategia de liberación nacional para Cuba y el Continente, a partir, por un lado, del análisis y la crítica del modelo de la república liberal hispanoamericana, y, por otra parte, de su comprensión de que el desarrollo industrial en transformación hacia el monopolio en Estados Unidos minaba los fundamentos democráticos de esa nación y la impulsaba por la ruta del imperialismo moderno.
Fue Martí, pues, singular personalidad que aspiró a la redención humana a través de una guerra de liberación nacional, cuyos amores fueron Cuba y nuestra América, que hizo de la dignidad y el sentido de sacrificio su manera de obrar en la vida, que se propuso, en fin, nada más y nada menos, que alterar el curso de la historia contemporánea, de nuestra propia historia.
Por eso hoy, a cien años de sus acciones para implementar esa contienda de libertad para su dos islas –Cuba y Puerto Rico–, y para el hombre; cuando cada vez más se cobra conciencia de que el destino humano sobre el planeta sólo será posible mediante relaciones no destructoras del propio hombre y de su entorno físico, es decir, cuando se va comprendiendo que requerimos de una cultura nueva, José Martí alcanza la dimensión universal que le corresponde y que necesitamos.
A los fundamentos de esa vigencia creciente se dedican estas reflexiones, en las que, siguiendo los hitos esenciales de su biografía, se diseñan los momentos básicos del complejo proceso de su pensamiento acerca de la nueva cultura apropiada para que nuestra América avance por el desarrollo pleno de su identidad e intereses.
1.
Lo primero que ha de recordarse es el ámbito cubano en que nació, el 28 de enero de 1853, y se formó inicialmente aquel precoz intelectual y patriota.
Su isla de esclavos y de azúcar para el mercado capitalista vivía la fase de estancamiento y degradación del sistema plantador, atenazado por el alza de precios de los esclavos, la indeclinable tendencia a la baja del valor del azúcar por causa del abaratamiento de su costo al industrializarse su producción con la remolacha europea, y la despiadada expoliación de la monarquía y la burguesía españolas, acostumbradas a extraer altos dividendos por los elevados impuestos y el obligado intercambio comercial con la Metrópoli.
La crisis del sistema productivo y de su correspondiente organización social –la esclavitud– estalló el l0 de octubre de 1868, cuando los hacendados de las regiones orientales se pusieron a la cabeza de una formidable insurrección que se basó en diversas clases y capas sociales, y que pretendía constituir un Estado propio, independiente, y abolir la esclavitud. De este modo, la conciencia social cubana de la época enfocó la solución de la aguda crisis estructural en los términos de abrir camino jurídico y estatal a una nación que, al menos desde los inicios de aquel siglo, se había ido autorreconociendo como una identidad en el plano de la cultura y de las ideas.
Si a finales del siglo xviii los nativos de la Isla aún se llamaron criollos –es decir, gente de la tierra– o apelaron a la identificación regional –habaneros, bayameses–, ya en la década de los 20 del pasado siglo, el gentilicio cubano ocupó ese lugar. Así, al menos tres generaciones sucesivas no vacilaron, desde fines de la Ilustración hasta los epígonos del romanticismo, en identificarse como cubanas, a pesar de la continua migración española hacia la Isla, de los sucesivos arribos desde las posesiones americanas perdidas por los europeos (Haití y Santo Domingo, la Florida y la Luisiana, Sudamérica), de los cientos de miles de africanos devorados al ritmo que imponía la máquina de vapor al trapiche del ingenio, y del crecimiento económico y la expansión territorial de las antiguas Trece Colonias de la América del Norte, vistas crecientemente como el modelo de organización política y social, y cuya interrelación comercial con la Isla provocó una sostenida –y a veces fuerte– tendencia a la anexión.
Los naturales del país se reconocieron entre sí desde entonces como cubanos, a pesar de las diferencias de clases y de castas según el color de la piel, que marcaron a la sociedad toda con conductas y prejuicios racistas, y que condujeron en el terreno literario a un movimiento de insólita ideología, como el siboneyismo, que pretendió fijar la autoctonía en nuestros aborígenes, en la práctica ya extinguidos físicamente, para no admitir en esa identidad ni a los africanos ni –sobre todo– a los cubanos negros y mulatos, que sí daban un sustancial aporte a la cultura nacional en formación por mil vías de hábitos y costumbres, muy destacadamente en el terreno de la música, las artesanías y el habla coloquial.
2.
José Martí, hijo de españoles migrantes –valenciano y canaria; de militar devenido funcionario de orden público que terminó sus días como sastre, y de ama de casa cuya costura junto a las de sus hijas aseguraba frecuentemente la subsistencia familiar–, recibió la cubanía por dos vías esenciales: la escuela –como se ha dicho siempre– y la calle, ese ambiente popular, bullanguero y abierto a todas las marinerías de esta ciudad y puerto que era La Habana, llena de coches, carretas y viandantes, por donde anduvo Martí desde niño para aportar con su trabajo al escaso peculio familiar.
La enseñanza escolarizada le abrió las puertas de los hogares y la cultura de la clase media cubana de entonces: maestros y profesores, funcionarios y empleados, médicos y abogados que, asegurando casi siempre el sustento por esas vías, hicieron del periodismo, el ejercicio literario y el debate político el verdadero sentido de sus vidas, a la vez que mantenían estrechas relaciones con los dueños de ingenios y almacenes a partir de aquellos intereses profesionales, políticos y artísticos.
La doctrina liberal en política y economía, y el romanticismo en lo artístico, fueron el mundo cultural en que introdujeron a Martí sus condiscípulos y maestros. La abolición de la esclavitud, la independencia de España y una república democrática –cuya imagen más aceptada era la estable y próspera república norteamericana– fueron los propósitos de aquellos cubanos, que desde mediados de siglo y durante los años 60 supieron aprovechar su privilegiada posición como fundadores de conciencia –en el aula y en la prensa– para expandir sus ideas entre una generación que nació ahogada por la crisis económica y social y el feroz despotismo autoritario de los capitanes generales de España.
La poesía, la escena y el periódico se adueñaron y aguijonearon la sensibilidad artística de aquel adolescente que aprendió a soñar con Cuba libre. Por eso no puede extrañarnos su rápida maduración al comenzar la guerra en 1868 y al tener que cumplir seis meses de trabajos forzados en las canteras de La Habana simplemente por sostener sus convicciones independentistas.
Su maestro, Rafael María de Mendive, también poeta y periodista, le instaló en su bien nutrida biblioteca de clásicos de la Antigüedad y españoles, y de autores modernos; le puso en contacto con los debates literarios y políticos en que se movía y robusteció sus sólidos principios morales adquiridos en el hogar.
En la escuela de Mendive conoció a los hermanos Valdés-Domínguez, acomodados hijos de un antiguo canónigo guatemalteco, en cuya biblioteca Martí devoró mucha literatura centroamericana y mexicana de los tiempos coloniales y republicanos. Y Mendive le condujo a las tertulias de Nicolás Azcárate, figura prominente del foro y del grupo de los reformistas habaneros que ponían esperanzas en la introducción de los dictámenes liberales para Cuba por el gobierno colonial y hasta en la autonomía de la Isla.
Como aquellos hombres y algunos de sus jóvenes amigos, el adolescente Martí se mantuvo al tanto del desastre español con la anexión de Santo Domingo, de la victoria de los liberales mexicanos frente al imperio de Maximiliano, y del triunfo del Norte abolicionista sobre el Sur esclavista en los Estados Unidos. Liberalismo político y republicanismo, progreso técnico y científico, así como abolición de la esclavitud, fueron temas principales de las ideas que se movían en torno de aquel jovencito que a los doce años pretendió traducir el Hamlet de Shakespeare, y que a los trece guardó luto por la muerte de Abraham Lincoln.
3.
Cuando llegó desterrado a Madrid, a los dieciocho años, era ya todo un adulto, de firme vocación patriótica, de pluma en ristre y de rima fácil y segura. Lo que vivió del convulso Sexenio Septembrino y de una cultura peninsular que intentaba transitar por entonces hacia la modernidad, frenada por el clericalismo y el tradicionalismo monárquico y aldeano, fueron elementos asumidos por él con el mismo sentido electivo que había asimilado de la tradición cultural cubana iniciada por los sacerdotes José Agustín Caballero y Félix Varela.
La minoritaria corriente nacional del pensamiento cristiano en Cuba –donde imperó siempre la doctrina oficial católica, vaticana, monárquica, antiliberal y antirrepublicana– enriqueció a la conciencia nacional al aportarle un método cognoscitivo que preconizaba la elección de lo más apropiado entre lo ofrecido por el pensamiento de la época. Por eso el cristianismo laico de Luz y Caballero –fallecido cuando Martí tenía diez años– fundó una verdadera escuela de pensamiento, asentada en la pedagogía y las ciencias modernas, basada en que su filosofía eran todas y ninguna filosofía al mismo tiempo, y en la cual se formó la generación intelectual predecesora de Martí, bajo los preceptos del deber y el sacrificio para alcanzar el bien.
Ese espíritu de ética cristiana y de aspiración a conformar un pensamiento propio, se distinguía de la corriente liberal cubana, la cual justificó la esclavitud y la dominación colonial reformada mientras ambas reportasen beneficios económicos, y que partió del típico humanismo abstracto burgués para aspirar –con la mejor de las intenciones, sin dudas, pero sin un sentido claro de lo propio– a que la nación cubana se constituyese a imagen y semejanza de sus paradigmas europeos y norteamericanos.
Entre esas dos corrientes no asumidas necesariamente como antitéticas, pero con obvias diferencias al afrontar la identidad nacional, navegó Martí. Con los fundamentos de servicio de la ética cristiana y con la preocupación por incorporar lo mejor para lo propio, de un lado, y con firme apego al sistema republicano, a la democracia electoral y al respeto a los derechos del hombre, cursó Martí sus estudios universitarios de Derecho, y de Filosofía y Letras en España.
Por todo lo anterior, su juventud en la Península no fue un período de incorporación servil a su pensamiento, sino de asimilación analítica, creadora y electiva de cuanto elemento le brindaban la universidad y la propia sociedad en su conjunto, y que a su juicio podía serle útil para entender y resolver los problemas de su patria. Por eso, más que un krausista en filosofía –como se le ha calificado a veces–, asimiló de esta escuela entonces en boga lo que era compatible con su ya establecida ética del deber y del servicio. [3] Por eso también, más que un saludo alborozado a la primera República española, a los pocos días de su instalación, en 1873, la conminó a admitir a la República por la que se combatía en los campos de Cuba, so pena de traicionar en la propia Metrópoli sus fundamentos liberales –como efectivamente ocurrió– por mantenerse en una posición colonialista y dominadora. [4] Y por eso, finalmente, en un cuaderno de apuntes de aquellos días españoles escribió lo siguiente:
Los norteamericanos posponen a la utilidad el sentimiento. –Nosotros posponemos al sentimiento la utilidad. // Y si hay esta diferencia de organización, de vida, de ser, si ellos vendían mientras nosotros llorábamos, si nosotros reemplazamos su cabeza fría y calculadora por nuestra cabeza imaginativa, y su corazón de algodón y de buques por un corazón tan especial, tan sensible, tan nuevo que sólo puede llamarse corazón cubano, ¿cómo queréis que nosotros nos legislemos por las leyes con que ellos se legislan? // Imitemos. ¡No!–Copiemos. ¡No!– Es –bueno, nos dicen. Es americano, decimos. –Creemos, porque tenemos necesidad de creer. Nuestra vida no se asemeja a la suya, ni debe en muchos puntos asemejarse. La sensibilidad entre nosotros es muy vehemente. La inteligencia es menos positiva, las costumbres son más puras ¿cómo con leyes iguales vamos a regir dos pueblos diferentes? // Las leyes americanas han dado al Norte alto grado de prosperidad, y lo han elevado también al más alto grado de corrupción. Lo han metalificado para hacerlo próspero. ¡Maldita sea la prosperidad a tanta costa! [5]
La cita es extensa, pero necesaria para que se pueda apreciar cómo desde su conceptuosa adolescencia Martí rechazaba el mercantilismo de la sociedad estadounidense y, sobre todo, cómo afirmaba ya la diferencia de identidad entre ambas partes del Nuevo Mundo, y se oponía a la imitación, a la copia de allá hacia acá. Su pregunta explicita bien su criterio: “¿cómo con leyes iguales vamos a regir dos pueblos diferentes?”.
Las diferencias –es evidente– las apreciaba entonces en rasgos espirituales: el Norte, frío, calculador, negociante, metalificado y corrupto; el Sur, imaginativo y sensible hasta la vehemencia. Su juicio se fundamenta en lo ético (el Sur es más puro, nos dice), de un modo tan decisivo, que vimos termina, incluso, maldiciendo la prosperidad a costa de la metalificación. Pero ese fondo moral se acompaña, además, de la aspiración intensa a lo genuino, a la voluntad de crear, de ser original en función de lo propio a la hora de preparar las leyes, de ordenar el cuerpo social americano. Luego, esta referencia repetida a la necesidad de leyes propias, nos indica la temprana preocupación martiana por la organización de los Estados y los pueblos latinoamericanos considerando sus rasgos espirituales particulares. ¿No estamos, pues, en presencia, de un marcado y precoz interés por señalar la especificidad continental?
4.
Con veintidós años cumplidos arribó Martí a la ciudad de México, en febrero de 1875. Su sensibilidad estética se había ampliado en la Península con el disfrute de la pintura y de la música; durante unos días en París conoció a personalidades de relieve como Víctor Hugo y la actriz Sara Bernhardt; vio las chimeneas de las fábricas en que se ahogaban los obreros ingleses en Southampton y Liverpool; y pasó por vez primera por Nueva York, émula ya de la Europa industrial. Pero, sobre todo, se empapó de la naturaleza americana: hizo escala en La Habana y pudo apreciar su ciudad natal desde el barco, y en dos días el ferrocarril lo elevó de Veracruz a México, de la baja costa del Golfo a la meseta del Anáhuac: la veloz máquina símbolo de la modernidad le hizo atravesar variados climas, floras, faunas, relieves, y, de golpe, le permitió transitar por la historia viva del caserío indio prehispánico a la capital de construcciones coloniales y republicanas edificadas encima de las imponentes ruinas indias.
A las pocas semanas es figura destacada en México. El escritor-periodista florece con toda rapidez en medio de una intelectualidad que le acoge con cálida simpatía por ser un patriota republicano desterrado, y le cede un puesto en la obra ciclópea en que se halla empeñada: rematar la transformación de la Reforma Liberal comenzada por Juárez y asegurada por la epopeya de mantener la independencia frente al imperio conservador de corte y sostén europeo.
Se aspiraba a desarrollar la economía a través de las máquinas y el comercio, a ilustrar al indio e incorporarlo a la nación liberal, a entrar, por fin, en las anchas vías del progreso decimonónico: industria, capitalismo, activo comercio, libertades individuales.
De entonces data la expresión de su concepto de identidad latinoamericana, notable para su época por su originalidad, sentido de la autoctonía y progresión hacia el futuro, y que constituyó la clave metodológica y teórica que explica el programa revolucionario y la acción martianos durante los años finales de su vida.
Con lenguaje peculiar, no ajeno a las fuentes clásicas e iluministas en que había bebido básicamente hasta entonces, el joven Martí planteó tres ideas esenciales:
América Latina está formada por pueblos nuevos.
Existe una naturaleza particular americana, es decir, rasgos espirituales, de psicología social, propios y peculiares.
Las particularidades y especificidades americanas exigen análisis y soluciones propias.
Es cierto, por una parte, que esas ideas aparecen expuestas en trabajos de muy diversa temática y no en una reflexión particular sobre el problema de la identidad. Pero la reiteración repetida de tales puntos a lo largo de sus escritos de 1875 y 1876 indica que esos asuntos eran ya preocupación central de su pensamiento. Y, por otro lado, aunque todavía no pudiera expresar mediante el análisis detenido ni el concepto sintetizador la riqueza y hondura del problema que estaba comenzando a asir, sus palabras muestran que ya él buscaba esa identidad más allá de la cercanía geográfica o de la comunidad lingüística, como hacían algunos entonces, y que el reconocimiento de la autoctonía de nuestros pueblos era punto nodal de su interpretación.
Fue ese sentido de la autoctonía, explícito en tales escritos, lo que le impulsó a aconsejar a sus lectores la siguiente fórmula, que repitió con ligeras variantes en más de uno de sus textos para la Revista Universal: “A conflictos propios, soluciones propias.” [6] O “a propia historia, soluciones propias. A vida nuestra, leyes nuestras”. [7] Esta idea –que se inserta en el hilo conductor que ya vimos en las frases citadas de su cuaderno de España– la escribió en México lo mismo al referirse críticamente a la dependencia minera de la economía mexicana que al tratar el tema obrero, o al llamar a la creación de un teatro nacional.
Y, por cierto, obsérvese a continuación, en sus propias palabras, el papel que asignaba a la creación artística para la propia definición de esa identidad americana: “México tiene su vida; tenga su teatro. Toda nación debe tener un carácter propio y especial; ¿hay vida nacional sin literatura propia? ¿Hay vida para los ingenios patrios en una escena ocupada siempre por débiles o repugnantes creaciones extranjeras? ¿Por qué en la tierra nueva americana se ha de vivir la vieja vida europea?”. [8]
No es casual entonces que en 1875, allá en México, Martí empleara por vez primera la frase nuestra América, cuando escribió: “Si Europa fuera el cerebro, nuestra América sería el corazón.” [9]
El cubano trataba de este modo de identificar a su América mediante el contraste y, de cierto modo, hasta mediante la contraposición con Europa, tal y como vimos había hecho respecto a los Estados Unidos en los apuntes de España. Por consiguiente, no caben dudas de que desde un principio Martí se siente obligado a trazar la identidad continental mediante la comparación y la diferenciación, procedimientos por los cuales justamente relaciona a la región latinoamericana con aquellas que habían sido o continuaban siendo modelos –y dominadores coloniales directos o controladores de sus recursos económicos– para nuestras tierras. Es, pues, evidente, la intención liberadora –y descolonizadora– en el proceso de aprehensión del tema de la identidad por Martí.
La comparación entre Europa y nuestra América que hace en México también identifica a su región –como hizo en los apuntes de España– con los sentimientos y con la afectividad, al metaforizar a esta con el corazón. En la cita anterior todavía resulta imprecisa la base de la identidad latinoamericana; podría hasta decirse que falta concreción en ese juicio, y, de no haberse convertido la frase nuestra América en todo un concepto dentro de su pensamiento –como se verá más adelante–, podría entenderse esta como un mero recurso literario.
Quizás lo fue en aquel momento y con seguridad no hubo una plena conciencia de su parte al escribirla, como tendría unos años más adelante, pero los elementos que se han señalado permiten entender que Martí pasaba entonces por un momento importante de aprehensión del problema de la identidad continental, al extremo de que no parece exagerado afirmar que este era ya uno de los temas de sus escritos. Por eso no puedo dejar de sospechar que sus amigos mexicanos, quienes ya comenzaban a recibir la influencia del positivismo, se sintieran alguna vez inquietos o extrañados ante aquel cubano que defendía al gobierno liberal en el poder, pero que ponía reparos al criterio universalista del progreso modernizador sostenido por tantos de ellos, al oponerse a la aceptación de sus modelos sociales europeos y norteamericano.
En resumen, pues, esta residencia de Martí en México, que abarcó desde el 8 de febrero de 1875 hasta el 2 de enero de 1877, puede ser calificada como el momento de su encuentro con la autoctonía americana.
5.
La definición martiana de autoctonía continental alcanzó una fundamentación sociológica, histórica y cultural en uno de sus textos de Guatemala. En la nación centroamericana publicó en 1877 un artículo titulado “Los Códigos nuevos”, en el que dejó plenamente esclarecido un concepto de identidad verdaderamente revolucionario para su tiempo.
Interrumpida por la conquista la obra natural y majestuosa de la civilización americana, se creó con el advenimiento de los europeos un pueblo extraño, no español, porque la savia nueva rechaza el cuerpo viejo; no indígena, porque se ha sufrido la injerencia de una civilización devastadora, dos palabras que, siendo un antagonismo, constituyen un proceso; se creó un pueblo mestizo en la forma, que con la reconquista de su libertad, desenvuelve y restaura su alma propia. [10]
La importancia de este análisis rebasa con creces a su tiempo, y habría que esperar hasta bien entrado nuestro siglo xx para que tomase carta de naturaleza esta idea de entender a nuestros pueblos como resultado de la fusión –antagónica y contradictoria por ello– de dos civilizaciones: una conquistadora y dominante, y otra conquistada y dominada.
Para el pensamiento continental precedente y contemporáneo a Martí –liberalismo, romanticismo y positivismo, e incluso para buena parte de los ideólogos y políticos de la independencia– esta visión de nuestras sociedades y culturas era, cuando menos, desafortunada, y, cuando más, absolutamente equivocada. No es casual que los editores del artículo martiano –defensores del gobierno liberal en el poder presidido por Justo Rufino Barrios– se sintieran obligados a adicionarle una nota al final lamentando que un joven a quien consideraban talentoso hubiera cometido el extravío de comparar la civilización, la cultura española (y europea) con esos pueblos atrasados y bárbaros que poblaban este continente a su llegada.
Es sabido, además, que con muy contadas excepciones –Bolívar fue quizás el más lúcido y por ello quedó en franca minoría–, la obra de la independencia culminó con la creación de Estados nacionales que adoptaron su organización política copiándola al pie de la letra de los países de Europa occidental y de Estados Unidos, naciones que marcaban el paso en el desarrollo de la modernidad industrial capitalista. Se trataba, para la intelligentzia latinoamericana de entonces, de echar por la borda la tradición (de nula modernidad) aportada por España a sus colonias junto con los rezagos adicionados por la presencia de los componentes prehispánicos. Incluso hasta la propia época de la reforma liberal –vivida directamente por Martí en México y en Guatemala, y luego en Venezuela– con independencia de sus matices locales, no pudo escapar al espejismo de buscar el desarrollo del otro, y de imitarlo en lo que parecía el (y no un) camino exitoso para ese desarrollo. Así, por tanto, desde aquellos que estuvieron animados por un noble afán ilustrador hasta quienes practicaron una acción genocida, los indios (así como los negros y mestizos) fueron considerados como algo ajeno a la nación blanca y civilizada: con ellos sólo cabían, en el mejor de los casos, la incorporación forzada o la desculturización que significaban los tantos proyectos educacionales manejados entonces, o, ante su resistencia, deberían ser arrancados de cuajo mediante su desaparición masiva.
Se trata, pues, del conflicto entre civilización y barbarie, para decirlo en los términos de aquel siglo, que todavía hoza en algunas mentes y políticas concretas de nuestros días.
Martí, por tanto, se movió conscientemente a partir de este artículo en una óptica bien diferente, cuya hondura de análisis puede desglosarse en los elementos siguientes:
Los pueblos aborígenes constituían una civilización original y autóctona, previamente a la llegada de los españoles.
La civilización europea, de hecho, tuvo un comportamiento bárbaro por su carácter devastador, al interrumpir aquella civilización americana.
Mediante un proceso antagónico se ha creado un pueblo nuevo, diferente al aborigen y al español.
Lo característico de ese pueblo nuevo es su mestizaje “en la forma”, es decir, en lo cultural más que en lo biológico.
La civilización americana original gozó de una libertad que ahora el pueblo nuevo reconquista para desenvolver y restaurar, precisamente, esa alma propia o civilización original.
Es verdaderamente asombrosa y admirable esta consideración martiana en plena juventud acerca de que los pueblos americanos de su tiempo no eran algo terminado de un golpe, sino el resultado de un proceso nada feliz, que había producido una cultura nueva, diferente y a la vez sintetizadora de dos componentes histórico-culturales antagónicos, pero cuya autoctonía le venía dada por la civilización interrumpida y devastada.
Las facetas que hallamos a este análisis martiano no constituyen una actualización de sus ideas, sino el reconocimiento desde nuestros días de las de Martí, como a todas luces fueron también leídas y entendidas por sus contemporáneos, según evidencia el propio rechazo manifestado contra ellas por el editor del artículo.
Las frases citadas de “Los Códigos nuevos” continúan del modo siguiente: “Es una verdad extraordinaria: el gran espíritu universal tiene una faz particular en cada continente. Así nosotros, con todo el raquitismo de un infante mal herido en la cuna, tenemos toda la fogosidad generosa, inquietud valiente y bravo vuelo de una raza original, fiera y artística.” [11]
De esta manera, luego de declarar su concepto de la unidad y variedad del género humano, el cubano insiste y refuerza el valor de la civilización aborigen para la autoctonía de esta cultura nueva. Si una lectura apresurada de sus palabras pudiera llevar a pensar que Martí hacía un llamado a la vuelta al pasado prehispánico, ya que indudablemente inclinaba la balanza hacia el componente aborigen –el cual, evidentemente, requería del rescate que muy pocos entonces querían asumir–, su propio concepto de la identidad latinoamericana como proceso le impide categóricamente esa visión.
Ni en Guatemala, ni tampoco antes ni después, encontramos en Martí un tradicionalismo fatal y sin salida como el del romanticismo, el del indigenismo o el de la llamada “novela de la tierra”. Con audaz y dialéctico pensamiento, desde la propia estancia en el país del quetzal, Martí expresó su criterio de asumir en nuestra América cuanto brindasen el progreso científico y tecnológico alcanzado en otras áreas del mundo, pero siempre en función de sus intereses y sus necesidades específicas.
Cuando ideó la Revista Guatemalteca, que al parecer nunca pudo editar, se planteó con ella propiciar “el comercio intelectual” con Europa, porque “nosotros [los latinoamericanos] hemos menester entrar en esa gran corriente de inventos útiles, de enérgicos libros, de amenas publicaciones, de aparatos industriales, que el mundo viejo, y el septentrión del nuevo, arrojan de su seno, donde hierven la actividad de tantos hombres, la elocuencia de tantos sabios, la vivacidad de tantas obras”. [12]
Hace ya algunos años, Roberto Fernández Retamar llamó a la etapa guatemalteca de Martí la de “revelación de nuestra América”, por considerar que durante ella se hizo patente en el pensamiento del cubano la problemática continental, e incluso, que fue en los textos escritos en ese país cuando hizo uso frecuente de la frase nuestra América. [13] Coincido plenamente con este criterio, y en su abono sumo las propias palabras de Martí, quien, en su carta del 27 de noviembre de 1877 al director del periódico El Progreso, manifestó un extraordinario grado de conciencia acerca del sentido latinoamericanista de su vida y de su obra. “Vivir humilde, trabajar mucho, engrandecer a América, estudiar sus fuerzas y revelárselas, pagar a los pueblos el bien que me hacen: este es mi oficio. Nada me abatirá; nadie me lo impedirá.” [14]
Esta declaración enfática y categórica acerca de su apostolado, la había precedido en la misma carta de una frase en la que ya se declaraba heredero del pensamiento bolivariano, con firme adhesión a su legado de unidad continental: “El alma de Bolívar nos alienta; el pensamiento americano me transporta. Me irrita que no se ande pronto. Temo que no se quiera llegar. Rencillas personales, fronteras imposibles, mezquinas divisiones ¿cómo han de resistir, cuando esté bien compacto y enérgico, a un concierto de voces amorosas que proclamen la unidad americana?” [15]
6.
La estancia de un año en Cuba a su regreso en 1878 al concluir la Guerra de los Diez Años, y su vinculación al mundo norteamericano durante la década de los 80, marcarán el rumbo del proceso de maduración del pensamiento martiano, de su ubicación como uno de los dirigentes políticos del pueblo cubano, y del desarrollo de su gran periodismo y de su arte poética, que lo condujeron a ser considerado uno de los iniciadores de la corriente modernista en la literatura en lengua española.
Su inserción directa en la práctica revolucionaria contra el gobierno colonial desde su retorno a Cuba, y su activa ejecutoria en la dirección del movimiento patriótico desde entonces, hicieron que Martí se plantease la búsqueda de soluciones a sus formas de conducción y al proyecto republicano ofrecido por los independentistas. De entonces es una frase escrita en sus notas durante su segunda deportación a España en 1879, repetida en su primer discurso ante la emigración patriótica en Nueva York, en enero de 1880: “Ignoran los déspotas que el pueblo, la masa sufridora, es el verdadero jefe de las revoluciones.” [16]
Esta manera de afirmar su filiación junto a las masas populares, a las que concedía semejante papel conductor, se completó en el discurso referido con su llamado a preparar una revolución en Cuba bajo nuevas formas. En ese texto memorable conocido como “la oración de Steck Hall” –el salón de Nueva York donde fue pronunciado–, Martí dijo: “Esta no es sólo la revolución de la cólera. Es la revolución de la reflexión.” [17]
Tal preocupación suya porque el nuevo movimiento armado que había estallado en Cuba en 1879 no fuese un simple estallido de ira contra la dominación colonial, expresa su interés de que los patriotas no cometieran los mismos errores de divisiones y desorganización que habían conducido a la terminación de la Guerra de los Diez Años sin haberse alcanzado la independencia.
Y también responde esa consigna de la revolución de la reflexión a la campaña de descrédito divisionista levantada por las autoridades españolas contra el movimiento patriótico, al cual acusaban de promover una guerra de negros contra blancos. En el mismo discurso Martí se refiere al asunto, y lo compara con la campaña similar levantada contra los indios en la América continental cuando las guerras de independencia: “Pero los fatídicos anuncios no se realizaron; los indios no vinieron como torrentes desbordados de las selvas, ni cayeron sobre las ciudades, ni quemaron con sus plantas vengativas las yerbas de los campos, ni con huesos de blancos se empedraron los zaguanes de las casas solariegas.” [18]
Antes había dicho que la América independiente tenía “el pecho devorado por el cortejo de rencores y apetitos que dejó en lúgubre herencia la colonia”. Y así, continúa el párrafo hacia la idea principal: los indios no fueron antes ni lo eran tampoco en aquellos tiempos los responsables de los males que aquejaban entonces a las repúblicas latinoamericanas, sino la conquista y la colonia avasalladoras, devastadoras, [19] como ya había escrito en Guatemala.
Ni una sola tentativa, ni un solo rugido de cólera turbaron la paz de los difíciles albores. De viejos males vinieron los males nuevos, –que no de la venganza ni de la impaciencia de los indios. Y sea dicho de paso, desde esta tierra [...] de abolengo puritano, para descargo de las culpas que injustamente se echan encima de los pueblos de la América Latina, –que los monstruos que enturbian las aguas han de responder de sus revueltas ondas, no el mísero sediento que las bebe; que las culpas del esclavo, caen íntegra y exclusivamente sobre el dueño. –Que no es lo mismo abrir la tierra con la punta de la lanza que con la punta del arado. [20]
Apréciense, por una parte, cómo desde fecha tan temprana Martí se preocupa por la incomprensión existente en los Estados Unidos acerca de las verdaderas causales de los problemas que asolaban a las repúblicas hispanoamericanas, y, por otra parte, cómo termina la idea con una metáfora que alude a los tipos de sociedades diferentes que establecieron los europeos en las dos partes de América: en el Sur, la lanza para matar, dominar y extraer riquezas; en el Norte, el arado para sembrar y obtener cultivos para consumir y cambiar. [21]
En Venezuela, donde residió entre enero y julio de 1881, su pensamiento se abrió al estudio a fondo de los problemas del país y de la región, movido entonces su espíritu latinoamericanista por el deseo de fundar una América nueva: entraba de ese modo en el camino del conocimiento verdadero de la problemática continental y en la comprensión de la necesidad de introducirle profundos cambios de estructuras, como diríamos hoy.
El 22 de marzo de 1881, en Caracas, había escrito al director de La Opinión Nacional, diario de esa ciudad, lo siguiente acerca de su misión en la vida: “A servir modestamente a los hombres me preparo; a andar, con el libro al hombro, por los caminos de la vida nueva; a auxiliar, como soldado humilde, todo brioso y honrado propósito: y a morir de la mano de la libertad, pobre y fieramente.” [22] El tono humilde que matizaba entonces su voluntad de servicio, refuerza su autorreconocimiento como un simple luchador más. Pero cuando, el 27 de julio de 1881, el día antes de su precipitada salida de Caracas, se despide en otra carta al mismo destinatario, expone –con sólo tres contundentes sustantivos– todo un vasto proyecto de servicio continental que indudablemente implicaba su protagonismo: “De América soy hijo: a ella me debo. Y de la América, a cuyarevelación, sacudimiento y fundación urgente me consagro, esta es la cuna.” [23]
Se trata, por tanto, de que a la misión que se autoasignaba en Guatemala de revelarle sus fuerzas a nuestra América, ahora le añade en Venezuela las de sacudirla (o sea, moverla con energía) y fundarla, esto es, crearla. Por tanto, ya Martí mostraba conciencia de que se requería una nueva América diferente a la de las repúblicas de “males nuevos” nacidos de “viejos males” coloniales.
Esa obra fundacional, creadora por consiguiente, también dice que era “urgente”. ¿Qué provocaba ese rápido y enérgico actuar en Martí?
Creo que desde entonces ya tenía delineadas las grandes cuestiones que lo impulsaban hacia esa urgencia. Por una parte, justamente por esos años comprendió que una nueva época se estaba inaugurando a escala mundial, para la cual, por otro lado, no estaban preparadas adecuadamente las repúblicas hispanoamericanas, divididas y atormentadas por luchas intestinas, pobreza secular, economías precarias y mentalidades colonizadas en sus clases dirigentes, más atentas hacia las grandes metrópolis industriales que hacia el interior de sus propios países y las injusticias en que vivían sus pueblos.
No es retórica contemporánea lo anterior. Baste la lectura de un texto en francés titulado “Un voyage à Venezuela”, para encontrar esos análisis. Preparado evidentemente para algún periódico norteamericano a poco de su regreso a Nueva York tras abandonar Caracas, ese manuscrito inconcluso resulta un escrito capital para comprender hasta dónde se había desarrollado la penetración martiana sobre nuestra América, desde su original concepto de la autoctonía continental.
El texto nos da desde su comienzo también la clave de la urgencia fundadora de Martí, pues en él señala que las ambiciones expansionistas de las potencias se aprovechan de las divisiones y debilidades internas. Por eso, este escrito, dirigido presumiblemente al público norteamericano, es un minucioso estudio sociológico de tales debilidades y de sus razones, entre las cuales quiero llamar la atención sobre la importancia que Martí concede en su análisis a la inconformidad entre la educación y las ideas de la clase dirigente, y las necesidades reales y urgentes del pueblo, por lo que insiste en el empleo, en la región, de modelos sociales surgidos de sus propias circunstancias. “Sólo que se desdeña el estudio de las cuestiones esenciales de la patria; –se sueña con soluciones extranjeras para problemas originales; –se quiere aplicar sentimientos absolutamente genuinos, fórmulas políticas y económicas nacidas de elementos completamente diferentes.” [24]
La autoctonía americana proclamada en sus escritos mexicanos le sirve, sin lugar a dudas, para dar base a la necesidad de la fundación urgente de la nueva América, de manera de desechar todos esos problemas que enfoca desde la sociedad venezolana, la cual, por cierto, atravesaba –desde un tiempo antes a la llegada de Martí– una reforma liberal que promovió miles de leyes y disposiciones modernizadoras (y hasta una constitución al estilo de la Suiza), pero que resultó incapaz de sacar del estancamiento y el atraso al país.
En Venezuela, además, en notable muestra de la fina dialética de político de miras universales que iba alcanzando hacia aquel 1881, Martí planteó claramente el lugar de Cuba independiente dentro de su obra de fundación latinoamericana.
En su discurso en el Club del Comercio de Caracas señala que la lucha cubana es el fin del proceso liberador de principios del siglo xix en América Latina (“se sabe que al poema del 1810 le falta una estrofa[...]”), y cuando aquella se logre será ofrecida “en el altar del Padre americano”, en obvia alusión a Bolívar, la cual refuerza la continuidad histórica que está señalando. Y continúa explicando que quiere ver a su patria libre “para que, como navecilla elegante y mensajera de nuestras glorias saliese por esos mares fúlgidos al paso de los fatigados europeos, a decirles que para sus venerandas conquistas, nosotros tenemos colosal cima fragante”. [25]
Desde su juventud, pues, Martí señalaba así el papel de Cuba como puente entre América Latina y Europa, para engarzar de ese modo su conciencia patriótica con la firmeza lógica de un político visionario, con su espíritu latinoamericanista.
7.
Durante la década de los 80, nuevos cuerpos temáticos se aprecian en su pensamiento, en proceso intelectivo mediante el cual se fue apoderando de dos cuestiones esenciales e intervinculadas de los cambios por los que atravesaba el mundo industrial hacia la etapa imperialista.
Una de ellas es su comprensión acerca de que se estaba abriendo una nueva época para el mundo con todas las incertidumbres y desencajamientos que ello significaba. Aunque había tratado el asunto en “El carácter de la Revista Venezolana”, texto aparecido en el segundo y último número de la publicación, es en el Prólogo a El poema del Niágara, del venezolano Juan Antonio Pérez Bonalde, publicado en 1882, donde desenvuelve esta materia in extenso. Del Prólogo tomo esta cita, escalofriante descripción también de este fin de nuestro propio siglo.
No hay obra permanente, porque las obras de los tiempos de reenquiciamiento y remolde son por esencia mudables e inquietas; no hay caminos constantes, vislúmbranse apenas los altares nuevos, grandes y abiertos como bosques.[...] Se anhela incesantemente saber algo que confirme, o se teme saber algo que cambie las creencias actuales. La elaboración del nuevo estado social hace insegura la batalla por la existencia personal y más recios de cumplir los deberes diarios que, no hallando vías anchas, cambian a cada instante de forma y vía, agitados del susto que produce la probabilidad o vecindad de la miseria. [26]
No es esta la ocasión para examinar a fondo este texto de Martí, pero no puedo dejar de advertir cómo en él señala que la poesía se adapta a la situación que imponían tales tiempos de cambio, y, ante las indefiniciones de estos, considera que los poetas son pálidos y atormentados, y por tanto no son ni líricos ni épicos: sólo la “vida íntima febril” es asunto principal para ellos. Y por eso considera a El poema del Niágara de su amigo venezolano una obra representativa de la época: como no hay hazañas humanas, el poeta canta a la naturaleza. [27]
Sin entrar en mayores consideraciones acerca de esta relación que él establecía entre la creación literaria y la época, no puede olvidarse que por entonces –coinciden sus estudiosos– ya su escritura iniciaba la renovación literaria que después fue llamada modernismo. Y el año anterior había insistido en la Revista Venezolana en que los nuevos tiempos exigían una nueva manera de escribir. [28]
El otro cuerpo temático al que dedicará su atención durante los años 80 nos dará el ambiente social y económico, las íntimas estructuras sociales e históricas caracterizadoras de ese momento de cambio cuya descripción acabamos de ver: se trata de sus explicaciones sobre Estados Unidos a través de sus crónicas sobre ese país para la prensa hispanoamericana. El recorrido por esas páginas renovadoras de la prosa en lengua española, deja apreciar su proceso de conocimiento de la formación del imperialismo.
Desde que comenzó a redactar sus Escenas norteamericanas fue diciendo a sus lectores que Estados Unidos, y Nueva York en particular, eran exponente destacado de esa época nueva en que estaba entrando la humanidad, a su juicio. Su prodigioso desarrollo industrial luego de la Guerra de Secesión, y la relevante manifestación en ese país de la revolución científica y tecnológica que parecía despejar todos los horizontes de la mente humana, justificaba para él tal apreciación.
Así describía la vida neoyorquina: “Todo empuja, precipita, exacerba, arrastra. Se tiene miedo quedarse atrás. [...] Todo es ferrocarril, teléfono, telégrafo.” [29] Y señalaba: “Se siente que la vida en estas grandes ciudades se consume, adelgaza y evapora.” [30] Pero, al mismo tiempo, veía una ausencia de desarrollo armónico, de equilibrio entre los factores materiales y espirituales, rasgo de la psicología social norteamericana que ya vimos le llevó a enjuiciar severamente, desde muy joven, lo que estimaba como la primacía del sentido mercantilista.
Ahí están las razones de su interés y su admiración por las ideas de Ralph Waldo Emerson, quien por muchos años criticó ásperamente la metalificación de la sociedad estadounidense, al extremo de ser una de las escasas personalidades de esa nación que se opuso a la guerra con México en 1846 por considerarla una empresa de conquista y rapiña, ajena a los fundamentos de libertad y democracia.
Martí, quien escribió páginas memorables sobre ese pensador norteamericano, coincidió plenamente con él en su apreciación de que el progreso civilizador habría de tener un sentido humanista y natural, y de que había posibilidades para andar por ese camino en el Nuevo Mundo. Esa optimista respuesta frente a los asuntos sociales que ambos consideraban negativos en la surgiente sociedad industrial burguesa, se correspondía también con la idea emersoniana de la creación de una literatura nativa como parte del vasto proyecto de independencia cultural que debía suceder a la ya alcanzada emancipación política de Europa. Luego los dos pensadores se preocuparon por el problema de la autoctonía americana, y es detectable la impronta emersoniana en más de una referencia martiana a la dependencia y el mimetismo cultural estadounidense respecto de Inglaterra.
Aunque no disponemos de estudios rigurosos y exhaustivos sobre la relación entre las ideas filosóficas de ambos, es evidente que el trascendentalismo de Emerson fue asimilado creadoramente por Martí, especialmente en su apreciación de lo natural como lo autóctono y de la necesidad de un equilibrio entre hombre, sociedad y naturaleza, ideas que, por demás, bullían en la cabeza del cubano desde sus escritos mexicanos. [31]
La temprana observación del espíritu mercantil en Estados Unidos por Martí, [32] reforzada por los juicios de Emerson, condujo al cubano, desde principios de los años 80, a preocuparse por “la soberbia conciencia de su fuerza y el desdén por las demás razas que hoy caracteriza al pueblo norteamericano”. [33] Su fundador sentido latinoamericanista no podía menos que aguzarle la mirada hacia el interior de la sociedad del Norte, para tratar de entender cómo el propio desarrollo socio-económico de la nación convertía ese desdén por los demás en ansias expansivas ante la debilidad y desunión de sus vecinos.
Por eso, según apreció la formación y creciente poderío de los monopolios, empeñados en dominar la política y el gobierno de Estados Unidos para cubrir sus necesidades de mercados consumidores y de materias primas, sus denuncias sobre el inevitable choque entre ambas identidades del Continente se fueron multiplicando hasta culminar con especial énfasis en sus formidables crónicas sobre la Conferencia Internacional Americana de Washington, efectuada durante 1889 y 1890.
8.
La temática latinoamericana no estuvo ausente de los escritos martianos durante los años 80. Sus Escenas norteamericanas se mantuvieron atentas a las relaciones entre Estados Unidos y sus vecinos del Sur, especialmente en lo referido a los intercambios comerciales y los vínculos políticos y diplomáticos. Asuntos como los debates y luchas de intereses en torno a la construcción del canal interoceánico por Panamá o por Nicaragua; la unidad centroamericana y la campaña militar emprendida en tal sentido por el presidente guatemalteco, Justo Rufino Barrios; las amenazas en la prensa y por políticos estadounidenses hacia México; la expansión mercantil y los movimientos anexionistas hacia Cuba, Haití y la República Dominicana; los vaivenes de la política arancelaria hacia las producciones del Continente; la política de “reciprocidad” comercial, fueron tratados o seguidos por Martí en sus crónicas según se fueron suscitando o desarrollando a lo largo de los años 80.
Respecto al tema que estamos tratando, resultan de marcado interés sus escritos en el periódico La América, publicado en español en Nueva York, del cual fue colaborador y luego su director durante 1883 y 1884. La publicación había sido fundada en 1882 como un mensuario de circulación continental destinado a impulsar el comercio entre Estados Unidos y América Latina, pero en manos de Martí se convirtió en un firme defensor de la identidad, la soberanía y el desarrollo de nuestra América, al extremo de que se ha considerado que en sus páginas el cubano presentó todo un programa para el desarrollo armónico y propio de nuestros pueblos.
En sus escritos para la publicación, Martí declaró sus propósitos:
Definir, avisar, poner en guardia, revelar los secretos del éxito, en apariencia, –y en apariencia sólo,– maravilloso de este país; facilitar con explicaciones compendiadas y oportunas, y estudios sobre mejoras aplicables, el logro de éxito igual, –¡mayor acaso, sí mayor, y más durable! –en nuestros países; es decir a la América Latina todo lo que anhela y necesita saber de esta tierra que con justicia le preocupa, e irlo diciendo con el mayor provecho general, con absoluto desentendimiento de toda pasión o provecho de personas, y con la mira siempre puesta en el desenvolvimiento de las artes prácticas, y el comercio inteligente, bases únicas de la grandeza y prosperidad de individuos y naciones. [34]
Dos objetivos esenciales se revelan en esta cita. El primero es el sentido defensivo de la soberanía y la identidad latinoamericanas. Martí no lo desarrolla como el otro, aunque me parece bien explícito en los verbos que justamente abren la cita. ¿Que otra interpretación podía caber, si no, a esos tres primeros verbos, con toda una verdadera progresión dramática indicadora de peligros? La América define, esto es, explica con precisión los problemas porque quiere avisar de ellos a los pueblos latinoamericanos; pero se trata de un aviso que mueve a la actividad vigilante y no simplemente al mero conocimiento: se trata de “poner en guardia”.
El segundo propósito de la publicación pretende que América Latina aprenda los elementos que han conducido al gran desarrollo norteamericano, de manera de alcanzarlo y –con osadía insólita para un pensador latinoamericano de aquel tiempo– superarlo incluso, y hasta de modo más duradero, lo cual –a mi modo de ver– implica en el juicio martiano una cierta diferencia entre el “éxito” de Estados Unidos y el aspirado por él para nuestra América. Se trata, por tanto, de un objetivo desarrollista.
Así, pues, defensa y desarrollo serán las claves que explican cómo durante los años 80 la concepción martiana acerca de la identidad se fundamentó, para siempre, en su propuesta de unidad continental.
Los escritos de La América son imprescindibles para entender este proceso, ya que, en su condición de director, Martí pudo finalmente ser responsable pleno de las ideas y la política editorial, como había pretendido infructuosamente en Guatemala y como le fue impedido de continuar en Venezuela. Por eso, aunque se trata de textos periodísticos, que en buena parte de los casos buscan informar sobre un asunto en particular, esos artículos han de ser considerados como un corpus dentro de su obra y dentro de su pensamiento, dada la explícita intencionalidad con que elaboró mes tras mes la publicación.
El sentido defensivo era impuesto, en su opinión, por las propias circunstancias que se estaban produciendo: “Sabemos que venimos en el instante en que una empresa de este orden debía venir. Hay provecho como hay peligro en la intimidad inevitable de las dos secciones del Continente Americano. // La intimidad se anuncia tan cercana, y acaso por algunos puntos tan arrolladora, que apenas hay el tiempo necesario para ponerse en pie, ver y decir.” [35]
Obsérvese, por un lado, su serenidad y realismo al apreciar como inevitable esa “intimidad” –de la que, por cierto excluye la amistad o, al menos, la confianza– en la que aprecia factores positivos y negativos para América Latina. Es evidente, por consiguiente, que esos peligros, arrolladores por algunos puntos, llevan a Martí a esa posición defensiva.
Pero esa defensa no puede hacerse desde el pasado, nos dice de hecho, sino desde el presente y, sobre todo, hacia el futuro: sólo un verdadero desarrollo que iguale a nuestra América con Estados Unidos –e incluso que le supere– podrá resolver definitivamente la situación.
De ahí, el apostolado latinoamericanista del periodismo martiano en La América, como expresión de esa obra fundacional que vimos había anunciado en Venezuela.
En rápida síntesis puede decirse que el programa desarollista expuesto por Martí planteaba que la agricultura poliproductora hacia el mercado nacional habría de ser la base del desarrollo económico continental –idea que ya venía manifestando desde México–, tanto por su función alimenticia como por constituir fuente de materias primas en las que habría de sustentarse el impulso industrial, y garantía de estabilidad social a través de un campesinado propietario. Las producciones agropecuarias e industriales deberían abrirse paso en los mercados de Europa y de Estados Unidos, por lo que los países latinoamericanos deberían estar presentes en las exposiciones internacionales que entonces se organizaban. Tales acciones económicas exigían una educación de sólido basamento científico, capaz de preparar a la población para el empleo de la técnica y la tecnología modernas. Todo ello, en fin, a partir del conocimiento de las realidades y necesidades de nuestros pueblos, de manera de aplicar las ciencias y el progreso técnico requerido por ellas, y no el asumido simplemente por copia. [36]
En la falta de desarrollo radicaba, señaló en más de una ocasión, la inestabilidad política de las repúblicas latinoamericanas, pues el cultivo rutinario, trabajoso y poco remunerativo de tierras alejadas de los grandes mercados –con lo cual aludía evidentemente a los mercados exteriores–, las industrias “raquíticas y contrahechas”, y el comercio “ajeno y sórdido”, no daban instrumento para la actividad “ansiosa y el insaciable anhelo de grandeza del hombre hispanoamericano”. “De esta disposición meramente económica; de esta desigualdad entre las demandas legítimas de la vida [...] y los medios de satisfacerlas”, se aprovechaban los “que querían hacer pasar por sacudimientos políticos lo que no era más que desarreglos económicos”. [37]
Obsérvese también en las citas anteriores la preocupación martiana por caracterizar la psicología social del “hombre hispanoamericano” y la influencia sobre ella de las circunstancias económicas e históricas. Indudablemente que esa era una manera más concreta de presentar el espíritu americano al cual se había referido en México. Sin todavía aludir a los grupos sociales en términos de clases socioeconómicas, ni a sus conflictos de intereses, queda claro que por esos años de La América ya Martí iba entrando por un camino que buscaba definir mejor esa abstracción del “hombre americano” –ahora “hispanoamericano”, con mayor precisión–, puesto que en la revista se refiere más de una vez a las diferencias entre la masa inculta y las minorías ilustradas: “La oscuridad e ineficacia actual de la raza hispanoamericana depende sólo de falta de analogía entre nuestros pueblos forzosamente embrionarios y los habitantes cultos, y relativamente ultracultos, de nuestros pueblos.” [38]
Esta frase, tomada de su artículo “Invenciones recientes”, publicado en La América en mayo de 1884, sigue con otra, que sintetiza algunos puntos esenciales de su idea acerca de los caminos para el desarrollo continental, los cuales nos indican que en su concepción sería ese desarrollo –que implicaba al mismo tiempo transformaciones económicas y educacionales– lo que permitiría borrar esa contradicción o “falta de analogía” al interior de nuestros países. “En América, pues, no hay más que repartir bien las tierras, educar a los indios donde los haya, abrir caminos por las comarcas fértiles, sembrar mucho en sus cercanías, sustituir la instrucción elemental literaria inútil, –y léase bien lo que decimos altamente: la instrucción elemental literaria inútil, –con la instrucción elemental científica, –y esperar a ver crecer los pueblos.” [39]
El concepto martiano del desarrollo de América Latina incluía, además, la permanencia de las tradiciones y elementos que habían cualificado la identidad espiritual de nuestros pueblos, en primer lugar la autoctonía aportada por los aborígenes. “El espíritu de los hombres flota sobre la tierra en que vivieron, y se le respira. ¡Se viene de padres de Valencia y madres de Canarias, y se siente correr por las venas la sangre enardecida de Tamanaco y Paracamoni, y se ve como propia la que vertieron por las breñas del cerro del Calvario, pecho a pecho con los gonzalos de férrea armadura, los desnudos y heroicos caracas!”. [40]
Y en el mismo trabajo, aparecido en La América, en abril de 1884, explica claramente la estrecha relación entre el desarrollo necesario por alcanzar y el espíritu de identidad.
Bueno es abrir canales, sembrar escuelas, crear líneas de vapores, ponerse al nivel del propio tiempo, estar del lado de la vanguardia en la hermosa marcha humana; pero es bueno, para no desmayar en ella por falta de espíritu o alarde de espíritu falso, alimentarse, por el recuerdo y por la admiración, por el estudio justiciero y la amorosa lástima, de ese ferviente espíritu de la naturaleza en que se nace, crecido y avivado por el de los hombres de toda raza que de ella surgen y en ella se sepultan. [41]
También puede apreciarse, en consecuencia con su peculiar criterio acerca de las semejanzas y similaridades entre las civilizaciones y culturas, que Martí incluso llama a considerar en la identidad los diversos aportes de distintos grupos humanos, y no estima aquella expresión única de algunos de ellos, a diferencia del criterio que se imponía cada vez más por entonces acerca de la exclusiva pertenencia de América Latina a la llamada “civilización occidental”, blanca y cristiana.
Por eso también, en enero de 1884, escribió en la revista acerca del conocimiento de las tradiciones, las características y la propia fe continentales, al referirse a los libros “que con espíritu americano, estudien problemas de América”, a los que considera “libros honestos, piadosos y fortalecedores”. Y dice: “Hablamos de esos libros que recogen nuestras memorias, estudian nuestra composición, aconsejan el cuerdo empleo de nuestras fuerzas, fían en el definitivo establecimiento de un formidable y luciente país espiritual americano, y tienden a la saludable producción del hombre trabajador e independiente en un país pacífico, próspero y artístico.” [42]
Ese país por fundar gozaría, según sus palabras, de virtudes no disfrutadas por las repúblicas latinoamericanas hasta ese momento: sería “pacífico, próspero y artístico”, por lo que –puede inferirse– sería “formidable y luciente” en lo espiritual. Y observemos que nos habla Martí de “el país”y no de los países. Se trata, pues, de que el camino hacia el futuro del Continente debería conducir, a su juicio, hacia la unidad hispanoamericana, idea repetida en muchos de los textos de La América.
En mayo de 1884, recordó así que tal era la preocupación de la revista: “la fusión del espíritu de todas en una sola poderosa alma americana.” [43] Y al mes siguiente escribía de este modo: “Pueblo, y no pueblos, decimos de intento, por no parecernos que hay más que uno del Bravo a la Patagonia. Una ha de ser, pues que lo es, América, aun cuando no quisiera serlo; y los hermanos que pelean, juntos al cabo en una colosal nación espiritual, se amarán luego.” [44]
Quiero llamar la atención sobre varias cuestiones aludidas por Martí en el párrafo citado.
En primer lugar, si se había creado alguna duda por su manera de referirse repetidas veces a lo americano, aquí explicita de nuevo –como vimos había hecho en el Prospecto de la Revista Guatemalteca– que cuando así escribe se está circunscribiendo al territorio al sur del Río Grande o Bravo, es decir, que en modo alguno está incluyendo a Estados Unidos.
En segundo lugar, es muy significativa su manera de sostener la legitimidad de esa unidad futura en su existencia ya desde entonces (“una ha de ser, pues que lo es”). Por un lado, ello indica la peculiar dialéctica martiana entre el presente y el futuro continental: este se justifica en esa dirección unitaria en la medida en que ella se perfila desde la actualidad, puesto que viene dada –como se ha visto en más de una cita– desde el pasado. Por eso, en otro trabajo para La América, en diciembre de 1883, había dicho: “los que aún no son, y en muchas cosas pudieran ser, como que lo son de naturaleza, los Estados Unidos de la América del Sur.” [45] Es decir, la posibilidad es certidumbre futura, puesto que ya hay elementos de esa realidad en el presente vivido por él; en este caso, la unidad política sería posible en el futuro porque ya hay una unidad de naturaleza.
En tercer lugar, quiero reflexionar acerca del sentido de esa unidad preconizada por Martí en aquel entonces. Se trata, esencialmente, de unidad de espíritu, de alma, más que de unidad político-estatal, aunque a esta sea a la que se refiera en la última cita, pero véase que sin plantearla como un absoluto: cuando nos dice que “en muchas cosas pudieran ser” los países latinoamericanos como su vecino del Norte, es obvio que en otras cosas –menos, quizás, pero evidentemente no en todas– no pudieran ser un Estado único, al menos a corto o mediano plazo.
Por otro lado, resulta interesante apreciar que Martí emplea como un mero punto referencial una realidad ya existente (Estados Unidos), y no como una analogía conceptual que de algún modo situase a esa entidad como modelo para ser tomado.
Esa identidad espiritual entre los pueblos de América Latina, apunta en Martí hacia la unidad entre ellos, como se ha visto ya en citas anteriores.
En un artículo de octubre de 1883, titulado justamente “Agrupamiento de los pueblos de América”, dijo: “¡Tan enamorados que andamos de pueblos que tienen poca liga y ningún parentesco con los nuestros, y tan desatendidos que dejamos otros países que viven de nuestra misma alma, y no serán jamás –aunque acá o allá asome un Judas la cabeza– más que una gran nación espiritual!”. [46]
Obsérvese cómo el adjetivo gran refuerza, no sólo las dimensiones, sino también la importancia de esa “nación espiritual”.
Este trabajo resulta de la mayor importancia para el asunto que tratamos, ya que relaciona estrechamente su criterio acerca de la unidad con los modelos copiados de otras realidades y con la época histórica que transcurría entonces.
Como niñas en estación de amor echan los ojos ansiosos por el aire azul en busca de gallardo novio, así vivimos suspensos de toda idea y grandeza ajena, que trae cuño de Francia o de Norteamérica; y en plantar bellacamente en suelo de cierto Estado y de cierta historia, ideas nacidas de otro Estado y de otra historia, perdemos las fuerzas que nos hacen falta para presentarnos al mundo –que nos ve desamorados y como entre nubes– compactos en espíritu y unos en la marcha, ofreciendo a la tierra el espectáculo no visto de una familia de pueblos que adelanta alegremente a iguales pasos en un continente libre. A Homero leemos: pues ¿fue más pintoresca, más ingenua, más heroica la formación de los pueblos griegos que la de nuestros pueblos americanos? [47]
Atiéndase, pues, a la importancia concedida por Martí a la copia de modelos ajenos –en este caso los impuestos por el pensamiento liberal, como indican esas referencias a Francia (obvia alusión a la Revolución de 1789) y a Norteamérica, (como república inicial y sostenida en el Nuevo Mundo)– como un freno a la unidad continental y, por tanto, a la propia expresión de la identidad.
De esa relación, desprende su deseo de impulsar la unión latinoamericana, sentido profundo de su actuación, como vimos escribió en cartas personales desde sus días guatemaltecos. Así, el trabajo citado continúa de este modo: “Todo nuestro anhelo está en poner alma a alma y mano a mano los pueblos de nuestra América Latina.” [48]
Las palabras que siguen en este párrafo del artículo “Agrupamiento de los pueblos de América”, resaltan la necesidad de la unión ante las nuevas circunstancias internacionales que la época traía.
Vemos colosales peligros; vemos manera fácil y brillante de evitarlos; adivinamos, en la nueva acomodación de las fuerzas nacionales del mundo, siempre en movimiento, y ahora aceleradas, el agrupamiento necesario y majestuoso de todos los miembros de la familia nacional americana. Pensar es prever. Es necesario ir acercando lo que ha de acabar por estar junto. Si no, crecerán odios; se estará sin defensa apropiada para los colosales peligros, y se vivirá en perpetua e infame batalla entre hermanos por apetito de tierras. [49]
Queda claro de estas frases que para Martí la identidad latinoamericana (“la familia nacional americana”) sería plena a través de la unidad, del agrupamiento, que ya sabemos entendía más de ideas, de propósitos y de acción que de integración político-estatal, y que esa unidad cumplía la misión defensiva ante los peligros que iban anunciando los cambios en la realidad internacional, peligros –por cierto– de una envergadura tal, que vemos los califica dos veces en el mismo fragmento de “colosales”.
Interesante correlación esa que establece Martí entre el problema conceptual y la influencia que sobre él ejercía la cambiante época histórica. En sus palabras, de nuevo, se afirma la conciencia de su propia obra individual mediante esta frase sentenciosa que desde entonces escribirá una y otra vez al examinar este asunto de los peligros que amenazaban a América Latina: “Pensar es servir.” Ambas, acciones que Martí está efectuando con este propio texto que comentamos.
Por otro lado, apréciese en las palabras citadas cómo anuda el lazo defensivo ante los enfrentamientos fraternales –que califica hasta de “infames”–, pues esas peleas intestinas dividen a nuestros pueblos ante aquellos “colosales peligros”.
9.
Esta ampliación de su concepto de la unidad continental, junto a sus análisis acerca de la realidad estadounidense, que marchaba –a su juicio– hacia el encuentro dominador con América Latina, lo cual quedó para él completamente definido como curso de acción del país del Norte con la Conferencia de Washington, le decidieron a inclinar plenamente su vida hacia la que sería su magna tarea antimperialista y de liberación nacional. Pero antes de entrar de lleno en su implementación práctica, se le hizo necesario ajustar cuentas definitivamente con el liberalismo, y de hecho, con el positivismo que iba adueñándose de la intelligentzia latinoamericana finisecular.
Esa es la clave de su ensayo mayor titulado “Nuestra América”, publicado por vez primera en La Revista Ilustrada de Nueva York, el 1ro. de enero de 1891. [50]
Allí, en unas pocas páginas, trazó el cuadro de las razones del permanente desajuste entre las instituciones y la realidad histórica continentales: las normas y formas de organización liberales de las repúblicas latinoamericanas derivaron una y otra vez hacia el caudillismo y las tiranías, por no corresponderse con los verdaderos requerimientos de la región. Se trataba, según él, de no haber apartado al “hombre natural” (el indio, el negro, el campesino, decía) con maneras de gobernar no nacidas del país. Por eso escribió en ese ensayo: “Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador.” Y esa labor creadora habría de partir, a su juicio, de la exacta comprensión del significado del hombre natural en nuestra identidad, marcada, además, por la pervivencia de rasgos coloniales, y amenazada ya entonces por la próxima “visita” de los Estados Unidos, país –nos dice– de diferentes “orígenes, métodos e intereses”.
De ahí que postule en ese texto cenital que “no hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”, en clara alusión a la célebre antinomia establecida por el pensamiento liberal –y continuada por el positivista–, que entendía la modernidad industrial capitalista –desideratum por alcanzar para nuestros pueblos– como el elemento civilizador desde el cual debería entenderse la especificidad continental. Martí, sin embargo, establecido desde 1877 –como vimos– en una posición sustancialmente opuesta, insiste en “Nuestra América” en que no se trataba de copiar el modelo europeo occidental o norteamericano sino de crear el propio, ajustado a los requerimientos de sus clases populares y de sus condiciones histórico-sociales.
Luego la identidad de nuestra América –frase que con este ensayo cobra plenamente el valor de un concepto en el pensamiento martiano– es entendida por él como un proceso que se continuaba hacia el futuro y que sería la materia afianzadora ante los peligros de una nueva dominación traída por el vecino del Norte.
Aunque, repito, el asunto central del ensayo es explicar el por qué del fracaso de determinadas formas de gobierno, por no ser nacidas del país, no podemos dejar escapar el sentido con que el autor manejó palabras como cultura y literatura. Con ellas, estamos ante algunos de los casos más notables, explícitos y brillantes de la polisemia en el estilo martiano. Una y otra vez contrapone Martí los factores y los portadores de la autoctonía frente al “libro importado”, los “letrados artificiales” y el “criollo exótico”; frente a los cultos que no han aprendido el arte del gobierno de sus pueblos. Y por eso, a su juicio, han fracasado, las universidades americanas, ya que no enseñaron “lo rudimentario” del arte del gobierno, es decir, “el análisis de los elementos peculiares de los pueblos de América”. Y por eso también dice: “El premio de los certámenes no ha de ser para la mejor oda, sino para el mejor estudio de los factores del país en que se vive. En el periódico, en la cátedra, en la academia, debe llevarse adelante el estudio de los factores reales del país [...] La universidad europea ha de ceder a la universidad americana.”
Las frases citadas, referidas muchas veces por sus estudiosos, dejan bien claro el asunto: para el cubano era imprescindible crear una cultura propia, basada en los factores reales de Latinoamérica, en su hombre natural. De este modo, en ajustada coherencia interna, su pensamiento se cierra por todos los ángulos: el desconocimiento de la identidad basada en la autoctonía ha llevado al fracaso a las repúblicas; sólo la nueva cultura permitiría asumir a plenitud tales identidad y autoctonía, y por eso únicamente la cultura real (natural, popular), abriría el avance de ese proceso de identificación frente a los apetitos del Norte.
10.
Desde entonces –1891– marchó en una veloz carrera contra el tiempo para impedir la materialización del gran peligro externo; como pensador concibió la estrategia de liberación continental que como político fue llevando a la práctica: independizar a Cuba y a Puerto Rico para fundar la “república nueva”, verdadero esquema de organización republicana surgido desde nuestra América que contribuiría a reorientar las naciones del Continente sobre la base de la justicia social para las grandes masas populares, y que contribuiría a ir conformando, a la vez, la unidad necesaria de nuestros pueblos.
Los grandes planes no oscurecieron al hábil político que fue Martí en cuanto a la comprensión de que aquellos no podían alcanzarse de golpe, sino paso a paso, dando cada uno con sumo cuidado para no poner en riesgo con el fracaso de una etapa a la gran empresa en su conjunto. Y el paso primero fue lograr la acción unificada de la emigración patriótica cubana, para lo cual fundó el Partido Revolucionario Cubano, el 10 de abril de 1892.
Electo su Delegado –original manera con que en las Bases del Partido fue denominado su máximo dirigente, a todas luces una forma de enfatizar en la representatividad de este cargo electivo–, Martí concibió esa organización política como ensayo de la “república nueva”, aunque su propósito inmediato era preparar la guerra para la independencia de las dos últimas posesiones españolas en América, puesto que, en su opinión, el férreo dominio colonial sólo admitía el enfrentamiento mediante las armas.
El Partido –y la guerra–, en su criterio, habrían de organizarse y conducirse con respeto de la voluntad popular y mediante prácticas democráticas. Por eso el PRC elegía anualmente al Delegado y a todos sus directivos, y hasta el voto directo y secreto de los jefes militares eligió a Máximo Gómez como General en Jefe del futuro Ejército Libertador. De ese modo, las Bases del PRC ofrecieron un sencillo programa republicano basado en el “trabajo real y el equilibrio de las fuerzas sociales”. [51]
Luego, si importante era arrojar a España de la región antillana, ya que –además de la explotación y dominio que la Metrópoli ejercía– ese estatus colonial facilitaba la acción expansionista de los Estados Unidos, más importante sería aún para Martí la constitución de la “república nueva” en Cuba y Puerto Rico, y su progresivo alcance al influjo de ambas en la República Dominicana, desde cuyas tres islas tal sociedad republicana autóctona irradiaría su ejemplo sobre el resto del Continente. Así, en las que él llamó “las tres islas hermanas” habría de ejercerse, por consiguiente, esa preocupación por los derechos del hombre natural, de manera de no reiterar las repúblicas coloniales e incapaces de asegurar la acción sistemática de sus propios principios de constitución, objetadas por él en su texto “Nuestra América”.
Por tanto, las tres Antillas de habla hispana tenían un significado múltiple en la concepción martiana de la identidad continental.
De una parte, contribuirían al desarrollo de aquella por ejercitar “soluciones propias” y “leyes nuestras”, como venía pidiendo desde sus años mexicanos, las que funcionarían como propuestas prácticas para las demás naciones latinoamericanas. Por otro lado, fundamentarían ese actuar hacia lo propio en la atención a las fuerzas sociales preteridas –el hombre natural–, portadoras de la autoctonía frente al “libro importado”, “los letrados artificiales” y “el criollo exótico”, como escribió en “Nuestra América”. Ambos factores, por último, también asegurarían, con sus propios ejemplo y experiencia, la conservación y a la vez la renovación necesaria de los rasgos de la identidad continental, tanto por presentar el camino del abandono verdadero de los rezagos coloniales que estaban limitando la expresión de esa identidad desde las independencias, como por asegurarle a las repúblicas vías de expresión que evitasen la nueva dominación que se inauguraba, contraria a esa identidad de la región.
Este sentido dialéctico, de proceso, a la hora de considerar la identidad, es lo que permite entonces a Martí escapar a la tradición liberal del Continente, entrampada en su concepción homologadora entre Estado nacional y nación, incapaz por ello mismo –con independencia de sus condicionantes históricas y sociales– de sustentar en la práctica un proyecto de realización continental. Al mismo tiempo, tal idea martiana que concebía la materialización plena y la culminación lógica de la identidad latinoamericana en su unidad, entendida esta como un proceso más o menos largo que no implicaba de inmediato la unión entre los Estados, evitaba el cariz voluntarista del ideal bolivariano de unidad, desconocedor en su momento de las particularidades locales, desde las cuales se fueron justificando e implantando en términos históricos los Estados nacionales.
Lúcidamente, el Maestro proclamó como objetivo último de sus ideas y acciones la unidad regional –lícita en virtud de que la fundamentaba en la propia identidad latinoamericana– a partir de su despliegue en y desde las Antillas. Interesante análisis dialéctico el de su pensamiento político: se podía avanzar más fácilmente hacia el deseado futuro de unidad desde los pueblos aún situados en el escalón más atrasado del dominio colonial directo. “No parece que la seguridad de las Antillas, ojeadas de cerca por la codicia pujante, dependa tanto de la alianza ostentosa y, en lo material, insuficiente, que provocase reparos y justificara la agresión como de la unión sutil, y manifiesta en todo, sin el asidero de la provocación confesa, de las islas que han de sostenerse juntas, o juntas han de desaparecer, en el recuento de los pueblos libres.” [52]
El revolucionario cubano se inscribía de ese modo en el espíritu antillanista manifestado desde mucho antes (Luperón, Hostos, Betances, y otros), pero elevándolo ahora a escalón inicial práctico y a fundamento teórico de su proyecto de liberación nacional para América Latina.
Apréciense la hondura de sus juicios a través de la fineza de sus palabras: siguiendo las ideas que había avanzado en sus escritos para La América, insiste en que la unidad no debía armarse mediante la alianza “ostentosa”, llamativa, e “insuficiente en lo material”, o sea, sin fuerzas para sostenerse. Es decir, no habría que constituir un Estado unificado en lo inmediato, pues ello daría pretexto, sin capacidad real para impedirla, para la agresión, a todas luces –aunque no lo explicite en esa frase– de los Estados Unidos, quienes estaban empeñados desde mucho antes, como el mismo Martí denunció en más de una ocasión, en posesionarse de las Antillas, o, al menos, de algunos puntos estratégicos dentro de ellas.
Por otro lado, el político convertido en todo un estadista deseoso de hallar un equilibrio mundial entre las potencias europeas y los Estados Unidos, introducía también en su proyecto las concepciones sociológicas que, a su vez, le habían abierto la vía hacia la elaboración de ese proyecto.
En el fiel de América están las Antillas, que serían, si esclavas, mero pontón de la guerra de una república imperial contra el mundo celoso y superior que se prepara ya a negarle el poder, –mero fortín de la Roma americana; –y si libres– y dignas de serlo por el orden de la libertad equitativa y trabajadora– serían en el continente la garantía del equilibrio, la de la independencia para la América española aún amenazada y la del honor para la gran república del Norte, que en el desarrollo de su territorio –por desdicha, feudal ya, y repartido en secciones hostiles– hallará más segura grandeza que en la innoble conquista de sus vecinos menores, y en la pelea inhumana que con la posesión de ellas abriría contra las potencias del orbe por el predominio del mundo. [53]
Ese rol en el fiel de la balanza americana, por tanto de equilibrio entre ambas partes de América, era la tarea histórica que, a juicio de Martí, imponían la época y los requerimientos de una identidad urgida de rescatar su autoctonía y de fundamentar su desarrollo futuro. Y ese deber antillano se basaba no sólo en un imperativo histórico e indudablemente ético sino, también, en las propias condiciones de las sociedades insulares, singular manera martiana de apreciar un mayor desarrollo de estas en la Modernidad. Cuba y Puerto Rico entrarían a la libertad “con composición muy diferente” a las de los demás pueblos hispanoamericanos cuando accedieron a la independencia, y aunque disponían “de elementos aún disociados”, era posible “salvarlas y servirlas” mediante “la composición hábil y viril de sus factores presentes, menos apartados que los de las sociedades rencorosas y hambrientas europeas”. [54]
Es decir, Martí reconocía una capacidad en las Antillas para cumplir la tarea histórica que él les asignaba de incorporarse creadora, original y defensivamente a la Modernidad, lo cual sustentaba en los fundamentos sociales de las islas: los pueblos antillanos ni se hallaban tan antitéticamente polarizados –a pesar de que, con realismo admirable, consideraba en ellas se manifestaban también elementos de disociación– como los del resto de Hispanoamérica cuando alcanzaron la independencia o como la misma Europa que le era contemporánea, a pesar de que esta fuera prototipo e indudablemente uno de los centros de la Modernidad. Por eso la “república nueva” buscaría el equilibrio a su interior, sería “con todos, y para el bien de todos”, como proclamó Martí en lema feliz ante la emigración cubana de la Florida. [55]
La plenitud como pensador y político la alcanzó Martí sin dudas durante sus últimos años de vida, dedicados a las tareas de organizar la guerra independentista. Entonces, su concepción acerca de la identidad continental, madurada progresivamente, como se ha visto, comenzó a abrirse camino en el terreno de la realización práctica a través de la ejecución de su estrategia, liberadora para el Continente y de proyecciones universales.
Para el afianzamiento y desarrollo de esa identidad laboró intensamente, al extremo de que su propia obra es hoy símbolo de esa alma continental, dentro de la cual su concepto de nuestra América es elemento esencial. Su criterio del deber latinoamericanista lo llevó a dar su vida en los campos de Cuba, a donde vino a “impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América”. [56]
Nos dejó, además de su ejemplo, su pensamiento, que bien supo él, “no desaparecería”, [57] como escribió también en su última carta inconclusa el día antes de su muerte. Ese, su pensamiento, ha sido y es su principal servicio a su (nuestra) América hoy, cuando esta se halla situada ante nuevas encrucijadas para su identidad y su destino.
NOTAS
1. La cita de Martí corresponde al ensayo “Nuestra América”, y se tomó de la edición crítica preparada por Cintio Vitier (La Habana, Centro de Estudios Martianos y Casa de las Américas, 1991, p. 23).
2. José Martí: “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano. El alma de la Revolución, y el deber de Cuba en América”, en Obras completas, La Habana, 1963-1973, t. 3, p. 143. En lo adelante, citamos por esta edición identificada con las iniciales O.c., por tanto sólo se indicará tomo y paginación.
3. La apreciación acerca de la confluencia de las ideas originales de Martí con algunas del krausismo, ha ido tomando cuerpo en los últimos acercamientos al tema, que niegan una relación de influencia a secas o de mera receptividad acrítica del krausismo por Martí. Ver: Adriana Arpini y Liliana Giorgis: “La presencia del krausismo en Hostos y Martí”, en Boletín de Historia (Buenos Aires), Fundación para el estudio del pensamiento argentino e iberoamericano (FEPAI), año 8, n. 16, 2do. semestre, 1990. Las autoras plantean que en ambos antillanos “su preferencia por los temas del krausismo no responde al hecho de haber adoptado un modelo filosófico acabado, sino a la necesidad de romper con una tradición especulativa que venía a justificar y mantener el esquema de la dominación”. (p. 5.) Ver, también, Mercedes Serna: “Algunas dilucidaciones sobre el krausismo en José Martí”, en Cuadernos Hispanoamericanos (Madrid), n. 521, noviembre de 1993, pp. 137-145. Esta autora señala que “no se puede hablar de una influencia radical del krausismo sobre el escritor cubano, pero sí de ciertas afinidades que se plasman a través de diversos criterios pedagógicos, religiosos, filosóficos y artísticos”. (p. 137.)
4. J.M.: La República española ante la Revolución cubana, O.c., t. 1, p. 89. También en Obras completas. Edición crítica, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2000, t. 1, pp. 101-110. En lo adelante se cita E.c., el tomo y la paginación.
5. J.M.: Cuadernos de apuntes, O.c., t. 21, pp. 15-16.
6. J.M.: “La polémica económica”, O.c., t. 6, p. 334, y E.c., t. 2, p. 187.
7. J.M.: “Graves cuestiones”, O.c., t. 6, p. 312, y E.c., t. 2, p. 170.
8. J.M.: “Cosas de teatro”, O.c., t. 6, p. 227, y E.c., t. 2, p. 65.
9. J.M.: “Hasta el cielo”, O.c., t. 6, p. 423, y E.c., t. 3, p. 158.
10. J.M.: “Los Códigos nuevos”, O.c., t. 7, p. 98, y E.c., t. 5, p. 89.
11. Idem en O.c., y E.c.
12. J.M.: “Revista Guatemalteca”, O.c., t. 7, p. 104, y E.c., t. 5, p. 291.
13. Roberto Fernández Retamar: “Martí y la revelación de nuestra América”, Prólogo a José Martí, Nuestra América, La Habana, Casa de las Américas, 1974. Durante la residencia en Guatemala, Martí usa nuestra América en “Los Códigos nuevos” (O.c., t. 7, p. 98 y E.c., t. 5, p. 89) y en la carta a Valero Pujol, del 27 de noviembre de 1877 (O.c., t. 7, p. 111. Ver también en Epistolario, compilación, ordenación cronológica y notas de Luis García Pascual y Enrique H. Moreno Pla, prólogo de Juan Marinello, La Habana, Centro de Estudios Martianos y Editorial de Ciencias Sociales, 1993). Un amplio estudio de la importancia del bienio vivido en Guatemala para el ideario latinoamericanista de Martí, puede hallarse en mi estudio titulado “Guatemala: José Martí en el camino hacia nuestra América”, incluido en este libro.
14. J.M.: Carta a Valero Pujol, 27 de noviembre de 1877, O.c., t. 7, p. 112, y Epistolario, ob. cit., t. I, p. 99. La cursiva es mía.
15. Ibidem, O.c., p. 111, y Epistolario, ob. cit., t. I, p. 98.
16. J.M.: Cuadernos de apuntes, O.c., t. 21, p. 108. En el discurso escribió “masa adolorida”, en lugar de “masa sufridora” (O.c., t. 4, p. 193).
17. J.M.: “Lectura en la reunión de emigrados cubanos, en Steck Hall, Nueva York, 24 de enero de 1880”, O.c., t. 4, p. 192.
18. Ibidem, p. 202.
19. Idem.
20. J.M.: “Lectura en la reunión de emigrados cubanos, en Steck Hall, Nueva York, 24 de enero de 1880”, O.c., t. 4, pp. 202-203. La cursiva es mía.
21. Idem. Obsérvese que esta referencia a la lanza y el arado la volverá a emplear, nueve años después, en su discurso “Madre América”.
22. J.M.: Carta a Fausto Teodoro de Aldrey, 22 de marzo de 1881, O.c., t. 7, p. 266, Epistolario, ob. cit., t. I, p. 98.
23. J.M.: Carta a Fausto Teodoro de Aldrey, 27 de julio de 1881, O.c., t. 7, p. 267. La cursiva es mía. Para un estudio de la significación de la estancia en Venezuela para el pensamiento martiano, ver mi trabajo “Martí en Venezuela: la fundación de nuestra América”, que se incluye en este libro.
24. J.M.: “Un viaje a Venezuela”, O.c., t. 19, p. 160.
25. J.M.: “Fragmento del discurso pronunciado en el Club del Comercio, en Caracas, Venezuela, el 21 de marzo de 1881”, O.c., t. 7, pp. 284 y 286.
26. J.M.: “Prólogo a El poema del Niágara”, O.c., t. 7, p. 225.
27. Ibidem, pp. 229 y 232.
28. J.M.: “El carácter de la Revista Venezolana”, O.c., t. 7, pp. 207-212.
29. J.M.: “Cansancio del cerebro”, O.c., t. 13, p. 427.
30. Idem.
31. La mejor síntesis de las ideas de Martí sobre Emerson puede encontrarse en su crónica ante la muerte del filósofo, publicada en La Opinión Nacional, de Caracas, el 19 de mayo de 1882 (O.c., t. 13, pp. 15-30). Un reciente y valioso estudio sobre las relaciones entre las ideas de ambos, que insiste en la originalidad del acercamiento del cubano al filósofo y poeta nacido en Boston en 1803, es el libro de José Ballón titulado Automomía cultural americana: Emerson y Martí, Madrid, Editorial Pliegos, 1986.
32. Ver una serie de artículos publicados en inglés en el periódico The Hour, de Nueva York, entre julio y octubre de 1880, bajo el título de “Impressions of America”, O.c., t. 19, pp. 101-125.
33. J.M.: “Blaine y Tilden”, O.c., t. 13, p. 265.
34. J.M.: “Los propósitos de La América bajo sus nuevos propietarios”, O.c., t. 8, p. 268.
35. Idem.
36. Un valioso examen que considera los textos martianos en La América como expositores de un programa para el desarrollo latinoamericano, puede leerse en el libro de Rafael Almanza, En torno al pensamiento económico de José Martí, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1990, pp. 141 y sig. y 170 y sig.
37. J.M.: “México en 1882”, O.c., t. 7, pp. 23 y 22.
38. J.M.: “Invenciones recientes”, O.c., t. 8, p. 439.
39. Idem. Es obvio el sentido de síntesis del párrafo, pero ella evidencia que todavía en esa época –a diferencia de cuando escribirá “Nuestra América”– en Martí ronda cierto espíritu de los clásicos esquemas para el desarrollo propios del liberalismo latinoamericano: educar a los indios, abrir caminos (para el comercio), aunque su llamado a una educación científica y no “literaria inútil” sobrepasa y moderniza –de cara también a los presupuestos cientificistas del positivismo– el tradicional sentido ilustrador con que los liberales del Continente tendieron a propiciar la instrucción.
40. J.M.: “Autores americanos aborígenes”, O.c., t. 8, p. 336.
41. Idem.
42. J.M.: “Biblioteca americana”, O.c., t. 8, p. 314.
43. J.M.: “La suscripción a La América [...]”, O.c., t. 28, p. 229.
44. J.M.: “Libros de hispanoamericanos y ligeras consideraciones”, O.c., t. 8, p. 318.
45. J.M.: “Buenos Aires y Uruguay”, O.c., t. 28, p. 216.
46. J.M.: “Agrupamiento de los pueblos de América”, O.c., t. 7, pp. 324-325. La cursiva es mía.
47. Ibidem, p. 325. La cursiva es mía.
48. Idem. La cursiva es mía.
49. Idem.
50. Todas las citas del ensayo corresponden a la edición crítica preparada por Cintio Vitier. Para una ampliación de las ideas expuestas en este acápite, ver en el Anuario del Centro de Estudios Martianos, La Habana, n. 14, 1991, los textos de Ramón de Armas, “Como quienes van a pelear juntos': acerca de la idea de unidad continental en “'Nuestra América' de José Martí”, y el mío, titulado 'Nuestra América' como programa revolucionario”, el cual fue reproducido también en la colección “Panorama de nuestra América”, en el volumen 1, José Martí, a cien años de nuestra América, México, Centro Coordinador y Difusor de Estudios Latinoamericanos, Universidad Nacional Autónoma de México, 1993.
51. J.M.: Bases del Partido Revolucionario Cubano, O.c., t. 1, p. 279.
52. J.M.: “Las Antillas y Baldorioty Castro”, O.c., t. 4, p. 405.
53. J.M.: “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano. El alma de la Revolución, y el deber de Cuba en América”, O.c., t. 3, p. 142.
54. Idem.
55. J.M.: “Discurso en el Liceo Cubano, Tampa, 26 de noviembre de 1891, O.c., t. 4, p. 279.
56. J.M.: Carta a Manuel Mercado, Campamento de Dos Ríos, 18 de mayo de 1895, O.c., t. 4, p. 167. También en Epistolario, ob. cit., t. V, p. 250.
57. Ibidem, O.c., p. 170 y Epistolario, ob. cit., t. V, p. 252.
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Pedro Pablo Rodríguez López (Cuba, 1946). Historiador, ensaísta e conferencista. Membro da União Nacional de Historiadores de Cuba e da Associação de Historiadores da América Latina e do Caribe. Prêmio Félix Varela da Sociedade Econômica de Amigos do País (2009), por sua contribuição às Ciências Sociais. Máximo estudioso da obra de José Martí. Contato: mil5bess@yahoo.es. Página ilustrada com obras do artista Edgar Negret (Colômbia).
El período de enero de 2010 hasta diciembre de 2011 Agulha Revista de Cultura cambia su nombre para Agulha Hispânica, bajo la coordinación editorial general de Floriano Martins, para atender la necesidad de circulación periódica de ideas, reflexiones, propuestas, acompañamiento crítico de aspectos relevantes en lo que se refiere al tema de la cultura en América Hispánica. La revista, de circulación bimestral, ha tratado de temas generales ligados al arte y a la cultura, constituyendo un fórum amplio de discusión de asuntos diversos, estableciendo puntos de contacto entre los países hispano-americanos que posibiliten mayor articulación entre sus referentes. Acompañamiento general de traducción y revisión a cargo de Gladys Mendía y Floriano Martins. |
quarta-feira, 19 de novembro de 2014
Identidad y unidad latinoamericana en José Martí | Pedro Pablo Rodríguez
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