Aldo Pellegrini dijo una vez de “sus últimos poemas, los de la internación definitiva”: “brota de ellos un soplo arcaico que parece destinado a remover esa permanente actualidad de lo eterno que yace sepulta al interior de todo hombre.” Hablamos de Jacobo Fijman, con cuya poesía venimos dialogando casi desde siempre, justo cuando acaba de publicarse material inédito suyo. Romance del vértigo perfecto, cuyo título a su vez está tomado de uno de los poemas perdidos y recuperados por Fernando Gioia para esta recopilación, recoge también dibujos y pinturas y otros manuscritos producidos por Fijman, como desde un continuo resplandor de emanación, en el Hospicio donde vivió recluido desde 1942 hasta su fallecimiento en 1970.
Este libro de tapas celestes (¿de qué color eran los ojos de Fijman?) que trae consigo el lanzamiento de un nuevo sello editorial –oportunamente bautizado como Descierto– es, en sí, un acontecimiento poético, dada la vibración amorosa que dimana. Del orden de las maravillas, rendición devocional a la poesía en tanto práctica, a la cual adscribió Fijman. Como él mismo diría, en su conversación con Vicente Zito Lema, [1] al referirse al dios que calmaba “personalmente” su hambre, situación que en trasfondo no confirmaría a una divinidad inmóvil sino a la presencia fértil y proteica del enigma al inspirar: “Ello prueba la existencia de la poesía.”
En los recodos zigzagueantes de su segundo libro, Hecho de estampas (1929), antes de esa alabanza-iluminación que es Estrella de la mañana (1931), había inscripto, como quien desgarra los misterios: Miseria./ Dios pesa./ Me llaman vientos de mar./ Van y vienen en grandes cambios; se alargan en saltos irritados/ que apagan mi temblor, que exasperan los sueños. Y en su primera obra, la más recordada, quizá debido a su virulencia atmosférica e imaginal, Molino rojo(1926), había sido explícito en un lenguaje de exacta nitidez: Se acerca Dios en pilchas de loquero,/ y ahorca mi gañote/ con sus enormes manos sarmentosas;/ y mi canto se enrosca en el desierto.// ¡Piedad!
Lo que ahora se publica no sería sino tramo de un incalculable volumen abierto, cuyas estancias comenzaron hace años a reconstruirse, gracias a ciertos y bien diversos lectores privilegiados, administradores temporales de manuscritos no compilados de Fijman –las “páginas sueltas”, in progress, que éste repartía entre amigos y conocidos–, en ocasión de la inclusión de otros inéditos acoplados a las sucesivas reediciones de su obra. [2] Hay diferencias entre éstos y su obra anterior, del mismo modo en que las hay entre esos tres libros sucesivos que su persona escritural firmó y que constituirían, por cierto, una primera etapa, tal como distinguiera Pellegrini.
Una vez que el Libro –su idea en tanto condensador energético– junto a toda otra posible continencia se disipa, para Fijman, sin embargo la práctica poética no se apaga ni concluye en debilitamiento protocolar o repetición de fórmulas con efecto calculado. El hecho de que no hubiera ya un libro por destino para estos textiles no les resta en absoluto condición de familiaridad y al remitirse entre sí, reactivan resonancias en los demás tramos del itinerario.
Tales variaciones son velocidades y alcances de rozamiento: no establecen jerarquías de calidad al interior de una entidad homogénea –no todo autor se destina a una Obra Completa– pero importan en relación a la cualidad vital y trágica, dúplice pulsión, de esta itinerancia del espíritu en trance de encarnar, seguir encarnando en la luz general del amor y la muerte, que hace a la poesía fijmaniana. Lo carnal sustenta la espiritualidad, aun nutriéndola de intensa, impura contradicción (y contracción: razón que sueña la materia).
La devoción no exime los rasgos crispados. Incluso brinda su cantar al conflictivo sino cuyo apogeo de la disolvencia a que la voz se entrega hace expansión. De elocutoria pasa la voz escrita a la fusión en devenir con sus objetos de encanto. Cantar-irradiar.
Ven al amor, y muere,
vasija de luz crepuscular
perpetua relativa
astral y montañesa.
Si se consideran las condiciones de supervivencia a que se ven sometidos los internados de un hospital psiquiátrico estatal sudamericano (y en las décadas de referencia) es más que sorprendente el tenor vibratorio del estro en Fijman. El modo en que se sostuvo durante décadas, en tal periferia paria. Lo inesperado del poeta, verdadero aparecido en un mundo regido por el borramiento, su cualidad de encrucijada viviente, poeta en sentido de practicante de un arte inspirador (mucho más acá de la literatura), es esa dimensión impremeditada de inocencia, desnudez exponencial que desinstala, subversivamente, un medio de amasado mental entristecedor, asestando el toque de magia (la cortante belleza) en plena estructura verbal: se estrecha la mágica belleza/ de lumbre en el diamante…
La sintaxis desde luego hiperconciente de Fijman, superreal, implica esa colocación de la voz escrita a manera de potente pero imprevisto resplandor capaz de disolver, por levedad grave, por absorción en el dolor, la asfixia coyuntural, la angustiosa presión de los falsos contactos, el encierro semántico, la sarta de opresiones humanas midiéndose en jornadas. Por eso el despliegue lírico implica en Fijman una eclosión introspectiva de signo drástico, irrevocable: resuena el arcaico impersonal proyectándose en esa interdimensión donde lo humano se recupera mediante otros consistires del ser y acaso resplandor de conciencia ampliada.
Conciencia flexible u oscilatoria que no ciñe necesariamente un historial, un anecdotario, una declaración de principios inclusive, sino que se pule –corazón– con el rítmico correr y transcurrir de los elementos. La otra voz alcanza, por matices irreductibles de escritura, una anonimia medular, un desapego de la lengua que cambia de pronto las cosas, las transmuta en vibración recuperada: la disolvencia resonadora del ser al hacerse digno instrumento.
El verbo en cuanto canta otro cantar, plasma el vero desplazamiento de una disciplina de los vientos y la variación retorna indicio de esa “tercera persona que nos desposee del poder de decir Yo” que para Deleuze recién estaría propiciando el comienzo de “la enunciación literaria”. Las canciones de Fijman celebran la transpersona, atingen a “ese pueblo que no existe” –pero existe– y por supuesto nada tienen que ver con la enfermedad puesto que todo lo tienen que ver con la salud, en el mismo sentido en que Deleuze cita a Le Clézio: acaso nunca hubo arte, sino medicina. Curación por el ritmo.
Conocemos los ritmos de las aguas cantoras;
veloz es la materia de los sueños presentes.
Contemos las lenguas, los tambores,
los diversos sonidos de la tarde,
la posición del alba,
las variables distancias,
los vientos moderados.
La presencia poética de Jacobo Fijman ha sido durante noventa años tan soslayada como insoslayable. No debiera sorprender que retorne una vez más, como si nada, sin augurios, sin que nadie lo esperase. Es así el propio aparecer de la poesía.
Esta nueva estación del itinerario significa el reencuentro con una obra insólita, hospitalaria pero no exenta de desolación, de poderosa expresión imaginal en su trato perpetuo con lo incomunicable: poesía febrífuga, arde en vilo de una religiosidad de amplio espectro. Un poco al modo del místico indomeñado, siempre que se entienda, también, en su intraducibilidad interpretante, la condición indómita de su lenguaje, entre abisal y entrañable. Incómodo, por luminoso al fondo del claroscuro.
Incómodo Fijman, porque sólo atravesando el claroscuro, no exento de desesperación en acecho y acezante tiniebla, es que uno, en cuanto lector, se haría recipiente-instrumento del resplandor. Es un asunto de merecimientos, los cuales sin embargo no son fijados más que en la telepatía dialogal, no siempre sesgada, de la lectura.
En una etapa de poesía aparente, bonita o chocante, en pose pop, como la que abunda y prevalece en catálogo, la súbita y para nada anunciada aparición de estos papeles, que casi nadie sabía escritos entre 1957 y 1960, se recibe como un soplo de aire fresco. Acaso también como advertencia. Los poemas se mantuvieron intactos en el capullo de sus manuscritos. Al verterlos a tipografía e imprimirlos en páginas encuadernadas, de despejado diseño que homenajea a su modo antiguas ediciones, aun con algunas modificaciones en cuanto al cuerpo mayúsculo de las letras de algunos textiles, no sólo no pierden nada de su potencia inmediata así como de su secuela subliminal de velocísimo ensarte entre dimensiones de la experiencia, sino que sorprenden (y azuzan) la escucha poética con una nitidez que rara vez encontramos en las escrituras poéticas más “producidas”.
Entre los manuscritos anota Fijman: DE PIEL Y DE CARNES ME VESTISTE, Y DE NERVIOS ME COMPUSISTE. Pero su puesta en página original, que ocupa la superficie manuscrita del papel integrándola a la composición, es decir el textil propiamente, es esencial aquí y mi pobre transcripción no la recupera. Apenas la dimensión extra-semántica aparece, surge lo irreproducible, lo improgramable: la traza del gesto, que vincula ideográficamente la palabra y el signo, la plenitud significativa y el vaciamiento de la oración que sostiene el salto del devoto en brazos de su misterioso amor de esencia innominable. Fijman no está lejos, en esto, del bhakta tántrico, que hace de su insistencia disciplina paradójica: rigor del desbloqueo.
Este despegue de lo habitual, esta apelación cantante a lo incondicionado, reconectan con una dinámica (nada más alejado del estancamiento y la rigidez que caracterizarían al enfermo mental) de verbalidades tensadas con hilvanes de otros parámetros completamente, como si los influjos que maneja la poética fijmaniana proviniesen ya no sólo desde otros siglos sino desde otros estadios de conciencia. Para dejarse tocar por ellos –ya que una reconsideración de qué sea la poesía lírica se implica– es necesario un cierto abandono de prerrogativas de lectura y comprometer en la partida (hacia quién sabe dónde, ráfaga) la fecunda ignorancia.
Para no engañarse: la poesía de Fijman, la antes publicada como obra completa y la que ahora se nos descubre, en toda su incompletud (y la nuestra), gracias a la propia potencia de los textiles, que han persistido, ellos, en su llamamiento apasionado al lector, fuerza remoto-inmediata, hasta alcanzar el actual formato de libro, ha sido en todo momento una rareza.Molino rojo no se parecía a nada. No era asunto de recursos o el afán estilístico lo que guiaba esa obra primera: era una urgencia de reparación, es decir insurgencia de formas cantantes. Una transmisión. No otra cosa persiste, por detrás de los cambios necesarios, en el universo palpitante y a punto de estallar, en la escritura de alta transparencia, asimismo, que otorga el tono e irriga los textiles recopilados en Romance del vértigo perfecto.
La lengua lírica que aquí se pronuncia es la de una parla paria que ora astillando rituales, sobre todo los más inadvertidos –“pensamiento mágico”, en la medida que a la expresión se la despeje del dejo despectivo–, que se disuelven vibrátiles en un ánimo incomún y retornan, a manera de supervivencia, en forma de enlaces verbales que se dejan escuchar –se escuchan– dictados. La sola presencia de Fijman pone al descubierto la infame negación de la inspiración; demuestra sin argumentos que el estro asignificador persiste a través de los estratos significados (y los enhebra). Por esa latencia informal con que Fijman genera su abertura, y nuestra posible fuga, pasa, por cierto, la reparación implicante (se activa ese valor poético).
Véase otro textil de título inagotable: “Arte retórica de trueque”, fechado el 14 de febrero de 1958 (¿cuándo?).
A los sueños el sueño
de los lavar el sueño.
Trocáronse la aldea con el río,
los corderos muy tersos
así como la luna.
A los sueños el sueño de los lavar el sueño
que nos dieron en ello que fuesen los corderos,
la aldea con el río
así como la luna.
Muy aldea la aldea
para la luna luna
trocáronse en el río los corderos
con el río de sueños
de los lavar el sueño.
A propósito de inspiración. Al ver y rever la reproducción de los manuscritos, fuertes atractores incluidos con tino editorial como segunda zona del libro, donde el cuerpo del autor está inscripto más directamente todavía, en los trazos al natural, esas marcas huyentes de la marca y que hacen fluir demarcaciones, territorialidades mentales, se constata que Fijman estaba literalmente enchufado a su escucha. Es un estado de receptividad lo que escribe y no la psico-imagen. Quizá escribiera de una sentada –de un tirón– o por raptos que serían, quién sabe, intermitencia verbal en un continuo de conexión (parpadeante) con la alteridad. Incluso rescoldo, a contraluz, en tanto nostalgia de allende materializadora de otredad.
Con Fijman quizá ocurra algo similar a Martín Adán quien, también recluido, aunque “voluntariamente”, en varias instituciones psiquiátricas, durante años no dejó de escribir las páginas de lo que luego sería La mano desasida, que su amigo, el librero-editor Juan Mejía Baca, fue recogiendo hasta sumar ese volumen considerable y sorprendente, absolutamente inspirado (e inspirador) que hemos leído como parte incuestionable (y re-iluminadora) de sus obras “completas”. Sabemos que tal completitud no se alcanzará nunca: tantos son los manuscritos de Adán en juego y los por aparecer. Algo similar sucede con la poesía del también peruano Luis Hernández, otro “internado” (al final de su vida, el cual acontece abruptamente y sin aclaración: arrollado por un tren en Buenos Aires, nada menos que en 1976) cuyos trazos dispersos –lenguajes confluentes entre el acto verbal y el hecho pictórico, visivo– continúan apareciendo.
Quizá la obra de Fijman nunca se llegue a completar: sería lo de menos. Incluso es bella esa reserva que aguarda, esa indeterminación que permite asistir intuitivamente y por relámpagos al proceso transmutante en que consiste su poética, más que capturar, en teoría, un Resultado: ese margen de ampliaciones hacia un siempre latente “puede ser”. Podría argüirse que ese factor-sorpresa o ese suspenso actualizan, en forma impensada, incluso, supongamos, para el propio autor, la obra toda.
Será más que agradable estimulante releer lo antes establecido como obra de Fijman a la luz de estos nuevos hallazgos. Cuestiones técnicas aparte, estas piezas de madurez modificarán sutil y necesariamente las perspectivas de acercamiento manejadas hasta ahora y los parámetros de lectura del periodo anterior, difundido. De ninguna manera se trata aquí de piezas menores ni de borradores, aun dentro de la modestia de sus medios, Fijman respira la página. Se trata, sí, del desplazamiento saludable, cuya conciencia no evita su vértigo: vera dinamo respiratoria, que a Fijman desincrusta, como en un alto estrato del alma. Para leerlo, vale insistir, exigente como es, en cuanto poeta natural, será imprescindible intentar el vuelo: ese desasimiento desde el cual inscribe.
En ese desplazamiento cuentan las resonancias de un Siglo de Oro, que Fijman reinventa –lo venía haciendo desde Molino rojo– según su óptica moderna. A la exploración visual de las imágenes verbales Fijman añade esa inquietud intrínseca a lo visionario, acaso vértigo perfecto. Asimismo el grado fluido y achispado de elaboración del instrumento fónico, pero para ampliación interiorizada de una resonancia, o de un resonar, más bien, que ya no fija personas, permite recordar esta escritura –hablamos de visiones sonoras también– cerca de otras emparentadas (Macedonio Fernández, Oliverio Girondo, Xul Solar). En todas éstas prevalece (y subsiste) una lengua en revisitación perpetua, un idioma constante de pensarse, que Fijman remastica y resuena, en un cierto adentro, como si en materia desplegara cueros traslúcidos para pirograbar, con uso rayado del sol, los tatuajes ancestrales que incorporan la cicatriz al signo, los signos –sensuales y ascéticos, constructivos y anárquicos, armónicos y desacordes– de la intemperie.
Por esa no-definición de la lengua escrita se define una hilacha de mirada al interior cavado de los significados. Se está escarbando en detritos del soma a la vez que se busca la elevación que entone, alcanzar en la transmisión al recién íntegro ser de atención, que es un estar afinándose. La voz adviene desnuda. Ya no sostiene a una sola persona.
Véase la miniatura prismática, ambigua titulada “Hipnófoba”.
Más de miedo la angustia que soledad mundana;
somática de graves.
El septentrión de rápidas fatigas
convulsiona el pesar de las montañas.
La lluvia atencionada
sacudía a las pálidas ovejas
en agudos cristales exaltados.
En Fijman, como en Martín Adán, no hay género poético sino experiencia desasida. Una gramática de rayos, un rallador de signos. El abandono personal con que el mundillo literato dejó cesante a Fijman, puede además inferirse como síntoma o reacción ante una poesía que no promete nada, que nada salda ni redime de la persona social, pero que exige una reparación, y la exige mediante una suspensión tal del juicio que sólo inspiradamente, y en semejante provocación de lo inesperado, se puede apreciar. Que el lector active a su inspirado; esa exigencia puede asustar, porque la inspiración implica vaciamiento; por ahí, la lectura deviene resonancia.
La identidad lectora podrá disolverse en ese punto de fervor que la abertura poética propala, para lo cual se requerirá de simultáneo abandono de verdades previas, así como de la modesta aceptación de la profesión específica de fe, mezcla única de factores potenciales y expresivos, en que Fijman convierte su oficio de trazar.
Se trata, en trance de la articulación de panoramas velocísimos, de amplitudes que conciernen al aire anterior, a frecuencias vibratorias que se sueltan de todo consuelo en la identidad (aunque en algún momento se catapulten hacia la conciencia presente/ del amor escogido de los llanos). El elemento irrisorio, por su parte, puede también conducir con fraseo imantado las esquirlas de una narración nunca del todo destrozada. Véase, en tanto ejemplo extremo, el título (y luego el poema) “Canción no tnetopsíquica de Doña Remedios de la Flor en las Indias Occidentales”:
Una lanza de pájaros desgarra las arterias;
y la selva dormida
se depone en angustias de sueños y de vuelo.
Una lanza de pájaros desgarra las arterias;
para adentro pasaron amenguando caminos
la ciudad y las calles y la buena mañana.
Con la sierra la sierra,
el lugar de las cosas,
el tiempo de las lluvias
encendidas de luna con algunas estrellas.
Doña Remedios de la Flor,
de la sangre limpísima beata
tú suspiras y vives en el dolor más vivo
de pulsos y de heridas
y martirios ilustres de eminente martirio.
Besarabia se llama el área donde Fijman nació. Conocí y traté en cierta época a una señora que de chica lo había conocido. Lo recordaba como violinista, oficio que también desempeñara, animando al parecer algunas fiestas de la comunidad de rusos judíos en Buenos Aires. Fijman, el violinista. Complicado habría sido intentar explicarle a la amable señora que fue, asimismo, un calígrafo singular: ahí donde sus trazos y sus palabras recíprocamente se eclipsan en la fricción (esa magia de los primordios, ese gen anterior al agente), como en las tensas separaciones donde el dibujo se dispara en ideogramas de humo y lapalabra, por su arte lento-veloz, se alínea en precisos cambios de letra.
Fijman cambia la letra a cada rato y sin embargo mantiene un nivel de vuelo, porque a cada textil le corresponde una hoja que es un pulso (un tono visual impregnando a nivel somático-óptico la enunciación semántica). Como si en la incorporación activa de la herida, marca, la palabra se recobrase Verbo; adquiriese, por consiguiente, refulgencias que no serían meramente lo humano.
Lo antropocéntrico, en cuanto restricción a los haces intuitivos, a la receptividad del receptáculo que de pronto se encara como voz, por más voz escrita que sea, se yergue también hacia lo subterráneo como a lo celestial. Por la raíz se alcanza otro cielo y constancia trans-humana, aunque la abertura del alma se haga trizas junto al cuerpo, giróscopo. Y hay raíces de haces que manan de la coronilla. Y hay un estar envuelto en algo así como la memoria o la anticipación de un perfume.
Nada más alejado de la inercia y el sonambulismo contemporáneos que el acatamiento a ese otro orden de la voluntad que enuncia y celebra Fijman en otro textil de 1958, “Anafonesis”.
Tu voluntad se mueve en movimientos;
sabes cantar, sabes cantar:
confundiste las rosas y las penas,
las lluvias y los ríos.
Doctor de muchos sueños
apersonas las lunas
en el sueño objetivo de la forma lunar.
(…)
La tempestad confunde las estrellas
en el nombre del mundo;
pero tú sabes en el canto
saber de rayos
cuando los soles parten al amor de esperanzas
eternidad velada de las lumbres eternas.
De cómo ese trabajar el nombre del mundo, ese saber de rayos en el canto, trastorna las cosas, ilumina de improviso lo inmenso. Es un chispazo. El cerebro de Fijman no soporta la mentalidad y en verdad no enraíza en un solo territorio, por lo tanto es irrecuperable a una “poesía nacional y popular”. Su letra cambia porque el pulso que acuña le cambia el ritmo. Se trata de minuciosidad fluida, como en el agua pez el poeta en la letra. Ahí tu devocionario, Jacobo: montón de papelitos sueltos, puñado de insignificancias sobre papel barato, de descarte, a veces con sello del Poder Ejecutivo, papel de anotar, página arrancada de libro de historia argentina.
Los textiles pacientemente reunidos en Romance del vértigo perfecto, de silencioso pero innegable surgimiento, como en toda fuerza germinal, con esa modestia del infinito comenzar –esa potencia– son canciones. Canciones que dejan la voz escrita en un suspenso cordial, se devuelven como la mismísima voz que nos piden en entrega. En “Dimas, monoclepto”, canturrea el devoto, el 3 de diciembre de 1957:
Tú robabas la muerte
de la flor en la rosa, de la flor en el sueño.
Ay la noche sin flor y los días sin flor
y la rosa del sueño o de la muerte.
Tus pupilas se extasían;
y tus órbitas roban
muerte de llanto o soledad,
o de lluvias que cantan cuando nacen los ríos.
Tú imperfección de fugas remitentes
aniquila tu muerte
con la muerte del sueño o de la rosa.
Ay las noches sin la flor y sin la sombra
y la rosa sin muerte del sueño o de la rosa.
Al extasiar, pues, lo plantea Roberto Cignoni en su encendido prólogo, cuando nos permite suscribir:
[…] Jacobo Fijman se sostuvo en el canto y la gracia ininterrumpidos. Coincidía, sin saberlo, con la visión de otro gran poeta, J. L. Ortiz, cuando afirmaba que la tarea que más importa es la del éxtasis, la cual resulta estrictamente íntima y se consume en la misma ocurrencia, mientras que otra labor mucho menos relevante la constituye la del archivista, la cual no es más que el ocuparse de que los demás reciban los resultados de aquella primera tarea, el dejar para el mundo la estela o el rastro de ese éxtasis.
Debido a esta luz de intenso renacer que condensan y transmiten los textiles fijmanianos, remito una vez más al recorte anécdotico. En plena dictadura militar, siendo muy joven aún, recuerdo haberme allegado dos o tres veces a la antigua Biblioteca Nacional, calle México 564, San Telmo, tan llena de fantasmas –el mismo Fijman, asiduo concurrente durante la década del 30, leyendo los textos patrísticos en latín, brotándoseprecisamente en aquella Biblioteca, desde la que al parecer fuera llevado al Hospital Borda– con la intención de copiar a mano el manoseado ejemplar de Molino rojo disponible. Supe que no era el único en esa autoiniciación de amanuense.
No quería ser nomás otro lector, quería pasar por el trance de entonación inspirada y al “copiar el original”, intuía, podría cuando menos repasar la escritura, estudiarla en la fuerza del trazo, aunque fuera de segunda mano, el propio pulso; averiguar ahí (en la cortante belleza de tus manos de fuego/ que golpean los nombres/ de la paz y la muerte) y encontrar, desde luego, lo inesperado ansiado: copiar esos poemas, sabiendo, a grandes rasgos, del sufrimiento así como de la no menos inexplicable dicha vividos por Fijman, era restituir una luz. Dejarla crecer adentro. Literalmente la biblioteca, el universo se concentraban. Se estaba en vela. Se ardía en esa minúscula luz de las letras trazándose para trasvase y asimilación de una voz.
Jacobo Fijman, mago. Apresado quizás, atrapado nunca: no sin dolor de signos que suplen a la muerte. Conmovida cercanía la del signo inquietado.
NOTAS
Reynaldo Jiménez (Perú, 1959). Poeta, editor y ensayista. Autor de Musgo (2001), La indefensión (2001), Sangrado (2006) y Plexo (2009). Dirige la revista Tsé-Tsé. Contacto: tsetse@sinectis.com.ar. Página ilustrada con obras de Kurt Seligmann (Suiza), artista invitado de esta edición de ARC.
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