El primer estudio sistemático que existe
sobre la poesía escrita en las islas Canarias es el iniciado por el profesor
Angel Valbuena Prat, en la última década de los años veinte, que daría lugar,
poco tiempo después, al primer tomo de su Historia
de la poesía canaria (Barcelona, 1937). Esta obra, que el autor nunca
completó, establece unas líneas fundamentales que - durante mucho tiempo - han
servido a estudiosos, historiadores y antólogos para aproximarse al movimiento
poético que se desarrolla en las islas, con muy singulares características, en
el tránsito de los siglos XIX al XX. En sus años de catedrático en la
Universidad de la Laguna (Tenerife), Valbuena Prat convivió con los más jóvenes
y pujantes escritores insulares, iniciadores por entonces de la aventura
vanguardista, y agrupados en torno a publicaciones como “La rosa de los
vientos”, revista precursora de “Gaceta de arte”, indiscutido portavoz del
surrealismo canario de los años treinta. Aquel entusiasmo afirmativo de una
identidad insular en la literatura en lengua española despertó, sin duda
alguna, el interés de Valbuena Prat por explorar el origen de actitudes tan
renovadoras. Por eso, su Historia de la
poesía canaria se inicia con el estudio de autores como Antonio de Viana y
Bartolomé Cairasco, poetas del siglo XVII, fundadores de una visión poética que
ya es claramente insular, y de un lenguaje que - movido por la vibración
estética del Barroco - se convierte él mismo en paisaje, en imagen,
estableciendo así una particularísima mitología insular y atlántica en la
poesía de Canarias. Valbuena pasa de ellos a los románticos, para iniciar
seguidamente, con más pormenor, el estudio de los poetas que ya conforman el
modernismo de las islas, a partir de sus indiscutibles predecesores: los poetas
de la Escuela Regionalista de Tenerife. Valbuena Prat declara sin reparos que,
a partir de ahí, la poesía canaria adquiere su indiscutible personalidad y
demuestra su condición moderna.
Sin embargo, los criterios
manejados por el profesor Valbuena - a pesar de su larga y buena fortuna
crítica posterior - se han revelado, a la luz de los nuevos estudios sobre el
modernismo, como el mayor obstáculo para que una obra tan importante lograra
trascender los límites históricos dentro de los cuales se realizó. Hace muy
poco tiempo que las propuestas de Valbuena Prat sobre la poesía canaria han
empezado a ser revisadas, y quizá ésta sea una buena ocasión para exponer el
porqué de esa revisión imprescindible, teniendo en cuenta su incidencia en la
valoración posterior del modernismo insular. A pesar de su contacto directo con
aquella literatura, a pesar de su conocimiento de primera mano de autores y
obras, y de la realidad misma de las islas, Valbuena siempre aplicó a su
estudio un criterio estético que oponía al alumbramiento imaginativo y formal
de los modernistas el recelo y la templanza sentimentales del noventayochismo
dominante: frente a una poesía pretendidamente musical y colorista, otra que
dice, cuenta y canta. Por eso, en su análisis de los poetas canarios, Valbuena
desvía la atención hacia aquellas obras exaltadoras de lo próximo, de la
cotidianidad pequeña y familiar, por medio de lo que él entiende como efusión
sentimental de temas y actitudes expresados en esa poesía. Y acaba
estableciendo, como caracteres definitorios de la misma, los siguientes: el
aislamiento, el cosmopolitismo, la intimidad y el sentimiento del mar. No
obstante existir esas características (si sólo atendemos a lo puramente
descriptivo), no se arriesga Valbuena a matizar cada una de ellas, y prefiere
quedar en los niveles temáticos, sin notar que tales aspectos actúan sobre la
obra literaria provocando en ella una agitación dramática muy peculiar,
consecuencia de la condición insular en que se origina. El aislamiento y la
intimidad no sólo son sentimientos, sino rasgos de una personalidad capaces de
inaugurar una imaginería específica, donde lo cotidiano no es la celebración
enajenadora sino actitud crítica; no son sentimientos que se traduzcan en
retórica, sino rasgos que favorecen una liberadora síntesis de lo coloquial y
prosaico con lo artístico y poético, en el lenguaje manejado por estos poetas,
que es así crítica de sí mismo. El cosmopolitismo y el sentimiento del mar no
serán - como explica Valbuena y así parece haber sido interpretado hasta hace
poco - motivo de una temática exótica o curiosa, sino generadores de una
concepción de la poesía y de la palabra poética de carácter universal, unánime:
una palabra cambiante, de una vitalidad y un dinamismo siempre inesperados. El
cosmopolitismo, además, orienta a la poesía insular hacia uno de los vértices
capitales de la modernidad: el lenguaje de la ciudad, como opuesto a la
retórica tradicional.
Por otra parte, Valbuena aplica
siempre a su estudio un criterio central y casticista para explicar un fenómeno
literario que es, básicamente, periférico y excéntrico. La crítica española ha
aludido siempre a los rasgos diferenciadores entre el centro y la periferia del
idioma, pero - tal vez consciente del riesgo que supone encontrarse con una
imagen contestadora y dialogante de la literatura propia - se ha apresurado a
advertir que no puede ser muy sólida una crítica sustentada en tales
presupuestos. Un error que ha costado muy caro no sólo a los estudios del tema
que nos ocupa sino al desarrollo de toda la poesía española. Desde esos
escritores del Barroco que Valbuena Prat estudia en su libro, la poesía de
Canarias se escribe con el propósito decidido de originar un nuevo centro fuera
del centro (al igual que sucede con la poesía en lengua española de América,
precisamente por las mismas fechas); con la intención de dilucidar una nueva
identidad confusa y contradictoria, pues se reconoce en el centro de una
dramática bipolaridad determinada por su aislamiento y por su voluntad
cosmopolita. Desde Viana y Cairasco, la poesía escrita en Canarias quiere ser
una inauguración con la capacidad suficiente para interrogar, de forma
constante e impertinente, a la tradición peninsular heredada. En consecuencia,
no creo que pueda hablarse del modernismo insular como de una provincia del modernismo peninsular, o
como de una simple realización ecoica del modernismo americano, que deba ser
superada con la vuelta a las fuentes de una poesía tradicional y popular; a esa
retórica de carácter utilitario y ético, religiosa,
que alienta en todo el 98. Así orientó su trabajo Valbuena Prat, e impidió que
el modernismo de Canarias llegase a ser rectamente entendido.
Valbuena rastreó en los poetas
canarios de fin de siglo en busca de aquellos aspectos que pudieran servirle
para aproximarlos a la estética discursiva y machadiana que él defendía como
modelo; aunque tales rasgos fueran, en realidad, aparentes o superficiales. Y
la crítica posterior prefirió conformarse con esas líneas generales
establecidas por él, y no se preocupó de interrogarse sobre sus evidentes
limitaciones. De esta forma, la poesía de Canarias ha ocupado sólo un lugar
subsidiario en los recuentos históricos del modernismo, o en los estudios y
antologías sobre el tema publicados en España, a partir de entonces. [1] Y la razón no es otra que aquella
tenaz incomprensión (cuando no abierta desconfianza) con que la poesía española
escrita fuera de los límites peninsulares ha sido observada siempre desde
dentro del país. Una incomprensión y un recelo que han abortado, una v otra
vez. el diálogo necesario entre la lengua (y la literatura) de ambas laderas de
nuestra cultura. Aquí nos hemos conformado o con la observación minuciosa que aplican
a la literatura hispanoamericana aquellos que la entienden como un producto
exótico. cuya rareza lo hace digno de ser catalogado, clasificado e historiado,
o con el impulsivo mimetismo de aquellos otros que asumen, sin discusión,
formas expresivas que, por su notoriedad o brillantez, resultan especialmente
atractivas. Pero marcando siempre - unos y otros - las diferencias; haciendo
más insalvable cada vez la distancia que separa una poesía de otra que es ella
misma. No ha existido una conciencia clara (y la incomprensión americana no ha
sido menor) de que lo imprescindible y urgente es un diálogo, una abierta
comunicación entre el origen y el futuro de una lengua, y de su literatura, que
para desarrollarse con necesaria vitalidad, no pueden negar la existencia del
otro, sin arriesgarse a afrontar su mirada y ser capaz de contestar a su interrogante
perplejidad.
En Canarias, los momentos
literarios de mayor originalidad coinciden con el Barroco, con la Ilustración,
con el Modernismo y con la Vanguardia. No se trata de una casualidad histórica;
hay razones contundentes para que así suceda: en las islas no se produce una
creación literaria propia en tanto que no exista una situación histórica
abierta al riesgo y a la crítica de sí misma y de su vehículo expresivo; en
tanto no se ponga en tela de juicio la validez de unas determinadas formas que
ya habían adquirido la categoría de clásicas.
Es más, en las islas no habrá originalidad literaria sino en aquellas etapas de
su particular historia en que el escritor se ve obligado a definirse (o a
explicarse) en tanto que insular, en tanto que escritor periférico en abierta
disidencia con la tradición peninsular, porque se sabe protagonista de una
existencia diferente. Y ello se produce en las dos grandes crisis de la
historia moderna, que son los dos momentos de profunda crisis, también, en las
formas expresivas de la creación artística y literaria. Y en el caso de las
islas, a esas dos articulaciones decisivas de la historia habrá que sumar la
crisis particular que, primero cultural y luego cultural y política, afecta a
la España de la edad contemporánea. Los límites de la Ilustración española o la
necesidad de regeneración que
proponen los noventayochistas, no se dan en las islas que - por su abierta
conciencia cosmopolita - conectan directamente (así pasó también con el
surrealismo) con las fuentes de la modernidad. Es decir, ofrecieron a la
literatura peninsular la imagen que ésta se resistía a admitir, o que distorsionaba
reiteradamente.
Porque, como ha explicado el
profesor Alvar, que ha estudiado profunda y largamente la cuestión, Canarias es
el primer enclave geográfico, a este lado del Atlántico, donde la lengua
española empieza a tomar distancia con respecto a sí misma y a interrogarse por
su presente y su futuro. El primer enclave atlántico en que, al asumir sin
traumas la realidad del mestizaje, el español empieza a ser otra lengua sin
dejar de ser la misma. Y ello sucede desde el instante mismo en que las islas
deben afrontar su conflictiva situación geográfica y su no menos dramática
participación en la expansión oceánica de España y del español. Me parece que
todo ello nos obliga a acercarnos a la literatura de Canarias prescindiendo del
criterio provincialista hasta ahora
vigente: deben explorarse aquellos caracteres que determinan su peculiaridad en
el contexto de la literatura en lengua española, porque conforman un desarrollo
literario de carácter fronterizo y abierto: última orilla hacia el
descubrimiento, hacia la sugestión de esa aventura que consiste en salir en
busca del otro y asumirlo sin paliativos; ir en busca de la imagen española
proyectada en América y retornar, sin perder el sentido del origen,
enriquecidos por un entendimiento exacto de lo que significa lo americano.
Frontera y orilla que es, también, confluencia, espacio de encuentro y diálogo
entre ambas imágenes. Sólo en este contexto podrá entenderse (y valorarse
justamente) la poesía modernista de Canarias. La condición insular, la
condición moderna y la condición atlántica son los tres puntos de referencia
que determinan esa originalidad. En ellos están englobados, y alcanzan su total
significado, aquellos caracteres a los que se refería Valbuena Prat. Me
detendré en cada uno de esos puntos y trataré de poner algunos ejemplos que justifiquen
mis afirmaciones.
Lo primero que descubrimos es
que los rasgos definitorios señalados por Valbuena no pueden aceptarse por
separado, ni son independientes los unos de los otros; que actúan en tanto que
extremos de una relación bipolar y dramática: el aislamiento y la intimidad no
se explican sin sus contrarios complementarios que son el cosmopolitismo y el
sentimiento del mar. Porque la condición insular está sujeta a la incertidumbre
que supone el reconocimiento de un espacio propio y perfectamente delimitado en
el cual arraigar, al tiempo que la inquietud producida por la evidencia de un
desvalimiento geográfico obliga al hombre insular a interrogarse sobre el
misterio que encierra el horizonte y a sentir, como consecuencia, la necesidad
de salir en su busca. Isla y viaje son conceptos estrechamente unidos en la
simbología literaria, pero también en las actitudes sociales e históricas que
condicionan al hombre insular. Si a ello se añade, como hemos visto, que el
archipiélago canario, desde su ingreso en la historia (en la edad moderna,
desde la prehistoria y sin conocer etapas intermedias), asume su papel de
enclave estratégico, de frontera última hacia la aventura del descubrimiento y
conquista atlánticos, aquella incertidumbre dramática se nos hace doblemente
significativa en la constitución de su personalidad. Y los escritores de fin de
siglo serán los primeros en asumir, como marca de su originalidad, y de su
conciencia moderna, esa identidad conflictiva.
Porque, primero los poetas
regionalistas de Tenerife y más tarde los máximos exponentes del modernismo
insular, escribirán desde una excentricidad activa e inaugural; con el propósito
evidente (y hasta declarado sin tibieza;) de situar su voz en un contexto
totalizador, de modo que el otro la reciba,
y se establezca así un diálogo crítico y, por ello, fructífero. ¿Quién es ese
otro? En primer lugar, ellos mismos: su imagen histórica, que en ese momento
empieza a ser cuestionada, y su lengua, que con ellos empieza a ser diferente,
pues desarrolla sus peculiaridades dialectales, entendiendo éstas no en lo que
respecta a la fonética o al vocabulario, sino - primordialmente - en relación
con todo cuanto define su ritmo, su tono, su acento y su intención. Se genera
así una suerte de ambigüedad irónica, de doble fondo que nos obliga a entender
el instrumento expresivo como algo fragmentario y confundidor, antes que como
una unidad sin quebraduras, manejada como instrumento de comunicación. Esa
reflexión existencial y esa fundación de la identidad que pretenden los poetas
modernistas de Canarias sólo podían darse con una estética deformada y
dramática que es totalmente moderna; una estética que no era extraña en las
islas, pues surgía como expresión natural de la condición insular. El
aislamiento y la intimidad, como señas de identidad de la moderna poesía de
Canarias, son equivalentes al proceso de individualización creadora que es
fundamental en la modernidad; individualización que, además, se aparta de toda
valoración ética, de toda seguridad arrogante, para iniciar la vertiginosa
exploración - de índole explícitamente pagana - en las zonas oscuras de la
conciencia y en la magia alumbradora del lenguaje, porque ambos caracteres
actúan como expresión de una conciencia marginal que es doble: el escritor aislado
y el escritor como crítico de esa realidad cercada que lo acoge y lo define.
En este orden de cosas resulta
paradigmática la obra de Rafael Romero (Las Palmas, 1886-1925), cuyo pseudónimo
de “Alonso Quesada” suplantó, desde muy pronto, en la obra, la verdadera
identidad del escritor. Este desdoblamiento no es causal (como no lo son
tampoco los pseudónimos que el mismo escritor maneja al publicar su obra en
prosa), pues tiene que ver con la distancia crítica adoptada con respecto a la
sociedad insular en la que vive y con respecto a sí mismo como individuo.
“Alonso Quesada” empezó escribiendo romances muy literarios, hijos de una tradición aprendida; pero muy pronto - y
la influencia personal de Unamuno no fue lo que menos contribuyó a ello - dejó
que su poesía asumiera un coloquialismo más directo y verdadero, y hasta nunca
disimulado prosaísmo. En El lino de los
sueños (Madrid, 1915), los ritmos se quiebran, movidos por el testimonio
existencial que con urgencia vierte el autor en sus poemas; al trascendentalismo
literario contesta con la aguzada ironía de sus versos, cuando no con un humor
que llega, en ocasiones, al sarcasmo más violento. Los temas bucólicos de sus
poemas iniciales se cambian por el de la ciudad y sus gentes; por la vida
cotidiana, pero también por la angustia personal. Pero no es la suya, por eso,
ni una poesía exaltadora de la vida menuda y provinciana, ni una visión
entrañable de esa dulce mediocridad, ni un testimonio patético de la crisis
personal. Sus libros - en especial su segunda y póstuma entrega: Los caminos dispersos - revelan la
agitación y el drama de un creador que ha de vivir en medio de esa pequeñez,
padeciendo, como confiesa, ese
Buen clima. ¡Oh la atracción del turismo,
bigardonería de presidentes de sociedad!…
Fe del patriota terruñero que hace
de su Baedexcker, alfalfa espiritual…
Yo estoy en medio de este clima localista
con una irremediable temperatura universal.
En esto, “Alonso Quesada”
resulta un autor perfectamente equiparable a los posmodernistas hispanoamericanos,
a Leopoldo Lugones o a López Velarde, con quienes su obra guarda sorprendentes
relaciones. Pero más aún (y lo he estudiado con detalle en otro lugar), la obra
de Quesada se halla próxima a la de César Vallejo, no ya por la similitud vital
de ambos escritores, que también (“¿Mi dolor es inactual? / ¿Por qué siento
esta amargura / que no es justa ya / dentro de la vejez planetaria? / ¿Es
anacrónico el dolor de mi alma? / ¿Y ésta desesperada negrura / de la noche
infinita, incrustada / en mis ojos que miran la sombra / como si la sombra
fuera camino de luz?”), sino porque tanto Quesada como Vallejo se acercaron
decididos hasta la irracionalidad que luego la vanguardia convertirá en eje de
sus más atrevidas exploraciones poéticas:
La muerte española es una señorita vaga
ninfómana y torcida.
No se puede abrazar. Huele a hueso orinado
y tiene una interpretación mímica.
Una “irremediable temperatura
universal”, dice “Alonso Quesada”, y ello nos advierte de cómo esa tensión
centrípeta busca su contraria complementaria; de cómo ese reconocimiento de la
insularidad presupone y justifica una voluntad de cosmopolitismo que también
los modernistas insulares (como los americanos) convierten en motor de su
originalidad creadora. El escritor canario, desde que ingresa en la modernidad,
se reconoce ciudadano del mundo, y como explica Juan Marichal, “nos hemos
librado del regionalismo, del espejismo
literario que ha absorbido (malográndolas) a tantas plumas de la península española
y de la América en lengua castellana”. Lo que constituye su más evidente
limitación (no tener una historia propia y estar obligado a padecerla), se
revela como la capacidad más creadora del escritor insular, y por tanto, su
capacidad más liberadora: poder hablar con una voz personal que es, al mismo
tiempo, una voz unánime. Como escribe Luis Monguió, “la sensibilidad del poeta
lo hace universal, no un mero asimilador de modelos extranjeros, y lo universal
de su humanidad lo hace identificarse con todos los tiempos, todos los
sentimientos, toda la naturaleza animada, todos los pueblos”.
Cuando Valbuena Prat se refiere
al cosmopolitismo de los poetas modernistas de Canarias no va más allá de una
simple caracterización temática, y pone el ejemplo de los ingleses que, en la
obra del propio “Alonso Quesada”, tienen un destacado protagonismo, tanto en la
poesía como en la prosa. Pero esos ingleses - y esto no alcanza a verlo
Valbuena - actúan como espejo, o como doble, en el cual nuestro escritor
contempla su propia existencia angustiada. Esos británicos silenciosos y hasta
herméticos; aislados también en una sociedad distinta a la suya y - en su
mayoría - con una salud muy precaria (cuando no irrecuperable), víctimas de una
soledad que los obliga a refugiarse en el alcohol o en el opio, no están en la
obra de Quesada como personajes exóticos en los que solazarse por su extrañeza,
sino como imágenes cambiantes y dolorosas de sí mismos, con las que el escritor
establece un diálogo crítico y una subrepticia y sutil solidaridad:
Cielo de Londres sobre el Mar Atlántico.
Corazón de abisinio, la ciudad:
un aroma español de rebotica
llena de estupidez y ancianidad.
Pero en el Puerto se cobija Europa
dentro de un barco que es universal.
………………………………………………………..
Una francesa salta.
(En la litera se deja olvidado el lunar.)
Sólo una inglesa de cabellos rojos
tiene luminosidad…
El cosmopolitismo es así una
fuerza centrifuga que empuja al insular desde su centro hacia ese otro en que sin duda se reconoce, y que
derrota a sus playas y a sus puertos para quedar allí como su doble, o para
pasar, en efímera escala, y certificar la fugaz condición de su identidad. El
cosmopolitismo, en fin, como condición que da al escritor insular la ventaja de
sentirse dentro y fuera de esa realidad que lo justifica. Y en este sentido, el
mar es el primer doble con el cual tropieza el poeta. No es un sentimiento, ni
es un paisaje, aunque haya sentimiento y paisaje en el mar de los modernistas
insulares, sino que con su constante presencia, siempre igual y siempre
cambiante y sorprendente, siempre límite pero siempre puerta de entrada para
toda la magia del mundo, se constituye en una identidad cuya imaginería
mitológica servirá a Tomás Morales (Gran Canaria, 1885-1921) para fundar, con
sus dos poemas capitales (“Poemas del Mar” y “Oda al Atlántico”) una realidad
poética opuesta - gracias a su vitalidad sensual y colorista y gracias al
esplendor de su lenguaje - a la mezquina condición utilitaria de una burguesía
comercial naciente, satisfecha con un progreso del que sólo era dócil servidora.
La obra de Tomás Morales, tantas veces considerada como epigonal con respecto a
la de Rubén Darío, su maestro, no es un simple ejercicio de reverencia hacia el
poeta nicaragüense, sino una construcción irónica que extrema la inutilidad de
sus visiones poéticas, o quiebra los ritmos y estrofas intencionadamente, para
zarandear - con una voluntad creadora muy moderna - las dormidas conciencias de
una sociedad para quien la imaginación no era un valor cotizable. Tomo dos
ejemplos:
Llegaron invadiendo las horas vespertinas;
el humo, denso y negro, manchó el azul del
mar,
y el agrio resoplido de sus roncas bocinas
resonó en el silencio de la puesta solar.
Hombres de ojos de ópalo y de fuerzas
titánicas
que arriban de países donde no luce el sol;
acaso de las nieblas de las islas británicas
o de las cenicientas radas de Nueva York.
* * *
¡Atlántico infinito, tú que mi canto ordenas!
Cada vez que mis pasos me llevan a tu parte,
siento que nueva sangre palpita por mis venas
y a la vez que mi cuerpo, cobra salud mi arte…
El alma temblorosa se anega en tu corriente.
Ese cosmopolitismo que empieza
reflejándose en la creación mitológica del mar de Tomás Morales, tiene pronto
mucho que ver con la modernidad en la cual las islas ingresan por entonces,
también de un modo inesperado y como consecuencia de un nuevo sobresalto
histórico, a fines del siglo XIX. Y será el propio Morales quien, en los
“Poemas de la ciudad comercial”, plantee la segunda fundación poética de la
moderna identidad insular. En ellos, la nueva ciudad, nacida en torno al puerto
y a la prosperidad económica, suplanta con su dinamismo y su novedad al viejo
barrio colonial. A la vida apacible de los palacios y casas señoriales sucederá
la nerviosa actividad de las oficinas, los bancos, las casas consignatarias y
el trajín de visitantes de la más diversa condición (“La calle de Triana en la
copiosa / visión de su esplendor continental: / ancha, moderna, rica y
laboriosa; / arteria aorta de la capital… / … / Donde el urbano estrépito
domina / y se traduce en industrioso ardor; / donde corre sin tasa la esterlina
/ y es el english spoken, de
rigor”.). Un dinamismo en medio del cual el poeta se siente perdido, como un
ser marginal y distinto; un dinamismo que - visto de su perspecbva - engendra
la semilla de su propia destrucción. Y por eso, a la actitud aún optimista de
Tomás Morales sucederá pronto su propio recelo irónico y la abierta disidencia,
sarcástica o angustiada, de “Alonso Quesada”:
Ciudad del mar. Buen clima.
……………………………………………………………
Clima oficial
Cortesía del cielo, discreción de la Rosa
de los vientos… ¡Cordura zodiacal!
Buen clima. Uniforme clima
como la estupidez. Clima ideal,
económico, sin gabanes sobre los montes
y sobre la eternidad
de las cosas vacías; clima vacío,
de una perenne y templada vaciedad.
Porque estos poetas se ven
obligados a vivir sometidos a un destino burgués que es contrario, por
principio, a su voluntad creadora. Todos viven otra existencia que contradice
su búsqueda poética. Como diría un compañero de su generación, el periodista
Francisco González Díaz, “el destino ha hecho de Tomás Morales un galeno
nostálgico, ha condenado a Rafael Romero en la oficina de una casa bancaria y
ha confinado a Saulo Torón en una caseta del muelle. Pequeños Prometeos tienen
sus pequeños buitres”. Obligados, pues, a sobrevivir en medio de aquella
sociedad espléndida y progresiva, dominada sin embargo por una nueva y más
sutil forma de colonización (la colonia inglesa no sólo se establece en la
isla, sino que asume el control del puerto, de la economía y hasta crea un
estrato social muy influyente que nunca llegará a desaparecer del todo), los
escritores empiezan a ver tras la máscara de aquel esplendor la inutilidad de
su condición; y la única forma de luchar contra ello será la utilización de ese
lenguaje cotidiano, pero volviéndolo contra sí mismo; ello es, volviendo la
retórica imaginista del modernismo en imaginación subversiva, aprovechando la
condición efímera y perecedera de una palabra que sólo sirve para comunicar
apariencias, gestos vacíos y una rutina desesperante. En consecuencia, su obra
será el testimonio desgarrado de un drama que se refleja en la visión cotidiana
de la existencia; en una imagen de lo próximo y entrañable, pero con una nunca
disimulada intención de dejar al descubierto la miseria allí contenida: una
escritura con voluntad de despojamiento. Con los “Poemas de la ciudad
comercial”, Tomas Morales, y con Los
caminos dispersos, “Alonso Quesada” (éste, además, ya lo había hecho en sus
Crónicas de la ciudad y de la noche
en los relatos sobre los ingleses de la colonia, con una prosa de indudable
estirpe poética), abandonan los esplendores del modernismo fundacional, pero no
para contradecirlos, sino para permitir que un lenguaje llano, incluso un
descarado prosaísmo, adquieran ahora aquella misma vigorosa capacidad de
transfiguración poética que el modernismo aportó a una lengua en exceso
dominada por la anécdota y el carácter discursivo. “Alonso Quesada” incluso fue
más lejos: tanto en su poesía como, sobre todo, en su prosa, se dejó penetrar
de los primeros alientos del irracionalismo vanguardista que su temprana
muerte, sin ninguna duda, le impidió llevar hasta sus últimas consecuencias:
Ahora, un hombre embalsamado con morfina
cruza de pronto a mi lado.
Lívido y sordo,
es como un extraño fantasma ibseniano.
No mira con los ojos
sino con el temblor de los labios.
Los labios locos. Toda el alma amarilla
como un sueño de opio vibrando.
Se pierde entre los espejos
de un café iluminado…
La terrible sombra
danza en los espejos,
y el café se toma
en un luminoso laberinto trágico.
La crítica de una realidad
insular estática y detenida, satisfecha de su propia imagen, exacerbó la pasión
creadora de estos poetas en esa orilla que geográficamente los condiciona y
humanamente los enfrenta, una otra vez, con una imagen de sí mismos que habita
a ambos lados de esa frontera, ante la incertidumbre ilusionada y perpleja del
océano. De ahí su condición atlántica. Ello es, una predisposición al
descubrimiento, a la novedad, a la sugestión creadora. Una excentricidad
dinámica que discurre por esa sutil orilla entre iluminación y oscuridad; ajena
desde la seguridad hacia lo posible: un intento dramático, y nunca conseguido,
de definir esa identidad que participa de la misma afirmación y negación
contenidas en un lenguaje que resiste a la tradición y solicita una sintaxis,
pero sobre todo un ritmo y un acento diferentes. Una lectura de la poesía
modernista en Canarias que no pretenda, con habitual y calculada intención.
definir los espacios históricos y generacionales que la contienen (lo único que
parece preocupar, y hasta obsesionar, a los presuntos especialistas), conducirá
de forma inmediata hasta la poesía hispanoamericana. Allí, el espejo
ultramarino devuelve la imagen de su pareja condición: la de Hispanoamérica,
como la de Canarias, es una poesía nacida de la incertidumbre ante el lenguaje,
de una concepción mestiza y plural de la realidad; una poesía que no ostenta
con orgullo castizo un único origen, ni se sustrae a las novedades que -
asumidas sin traumas - la mantienen al margen, o mucho más allá, de cualquier
confiada seguridad. En ambas orillas encontramos una escritura poética nacida
de la necesidad que sienten los escritores por desarrollar una mirada propia,
individual, y por construir - a partir de ella - una visión cosmopolita; una
escritura que, desde los dos extremos de la lengua común, nace con la
modernidad, llámese ésta barroco, modernismo o vanguardia.
A la poesía contemporánea
española le era indispensable una salida hacia lo incierto que el mar ofrece;
debía situarse en esa posición fronteriza desde la cual se hiciera patente tan
necesaria disyuntiva. Y será siguiendo el curso de ese rio de la lengua que
discurre desde el Sur hacia América donde halle esos dos enclaves decisivos
para su evolución: Andalucía y Canarias. La afirmación juanramoniana de que él
se sentía “andaluz universal” debe entenderse en este contexto. Y sólo cuando
su obra incorpora la visión cosmopolita que le concede su contacto con la
realidad americana - para él una vivencia muy particular de su misma lengua -
podrá dar cima a su poema fundamental, espejeante y crítico, movido por la
incertidumbre y por la recíproca contemplación de imágenes y palabras, a un
lado y a otro de esa lengua común. “Espacio” no es otra cosa que la fundación
poética donde la memoria del escritor se refleja en la realidad cambiante de un
lenguaje que ilumina y multiplica sus posibilidades de conocimiento hasta
abrirse al drama de la identidad que la contemplación del mar pone de manifiesto.
Pero ya Canarias había marcado la primera distancia que facilita ese análisis
auto-contemplativo y crítico que será urgente entonces, y a partir de ese
momento: un diálogo todavía hoy intermitente, pero sin el cual es imposible un
desarrollo renovador y vivo de la poesía de nuestra lengua.
Al acercamos a la poesía insular
del modernismo descubrimos, prodigiosamente, el reflejo de otra voz que se suma
al diálogo en ella iniciado; otra voz que es otra condición también atlántica y
fronteriza. Otra voz que aborda los problemas de su lengua con idéntica
voluntad inaugural, y afronta la creación poética con la misma urgencia
inquietante y sugeridora que la conduce hasta la imagen de su verdadera
identidad individual y colectiva, coincidente en todo con esa difícil
reconstrucción del origen que, como ya he dicho, se resiste a aceptar de modo
inconsciente y subsidiario el legado de la tradición. Me estoy refiriendo a los
poetas que en Portugal inauguran la modernidad: los poetas saudosistas y la
figura central de la poesía contemporánea portuguesa, que en ellos se sustenta:
Fernando Pessoa. No se debe obviar la circunstancia de que poetas como Guerra
Junqueiro o Texeira de Pascoaes fueran leídos con especial interés por sus
coetáneos en Canarias, donde - desde los comienzos de su historia - la relación
con Portugal y sus islas atlánticas y la presencia de población portuguesa, fue
constante y muy influyente. Los saudosistas, como los regionalistas de Tenerife
y como Tomás Morales más tarde, incorporan a su poesía ciertos mitos nacionales
que tienen que ver con la leyenda y la imaginación fraguadas a partir de su
vocación atlántica: una forma de buscar un origen propio, en el momento de
ingresar en la modernidad. Pero también coinciden todos ellos en esa fusión de
la retórica celebratoria de un esplendor atlántico con la inmediatez de lo
cotidiano y con el prosaísmo coloquial. El intimismo y el aislamiento
pessoanos, de ahí derivados, en pugna siempre con el voluntarismo mítico del
supra-Camões, no es más que la consecuencia de aquella fundación, al igual que
Morales, “Alonso Quesada”, o Saulo Torón lo hacen en la poesía de Canarias:
Dios quiere, el hombre sueña, la obra nace.
Dios quiso que la tierra fuese toda una,
que el mar uniese, ya no separase.
Te bendijo, y fuiste desvelando la espuma,
y la orla blanca, de isla en continente,
clareo, corriendo hasta el fin del mundo,
y se vio la tierra entera, de repente,
surgir redonda, del azul
profundo.
(Pessoa)
De los confines últimos arribarán veloces
voces terrenas, voces
cargadas de oraciones, de terror y lamentos
que harán batir las puertas de los audaces
vientos:
la que domina al Norte y al Bóreas cautiva;
las que a Occidente giran, y al Meridión y al
Este;
y cual inmenso domo cobijador, arriba
- temblorosa de nubes - la bóveda terrestre.
(T. Morales)
Los poetas portugueses escriben
también desde una orilla, a veces no específicamente geográfica, que los defina
y abre sus senderos hacia lo posible, hacia lo intuido por el deseo (“¡Ah todo
el muelle es una nostalgia de piedra! / Y cuando el navío zarpa del muelle / y
se advierte de pronto que se ha abierto un espacio / entre el muelle y el
navío, / me viene, no sé por qué, una angustia reciente, / una niebla de
tristes sentimientos / que brilla al sol de mis angustias reverdecidas / como
la primera ventana donde la madrugada asoma, / y me envuelve como un recuerdo
de otra persona / que fuese misteriosamente mía”, escribe Pessoa en Oda Marítima); su fe se materializa en
la construcción de una identidad resistente a esa historia que reconocen ajena
y frustrada: Y se establece así una relación dramática (crítica y dialogante)
con las dos imágenes que de sí mismo confluyen en el poema, en la orilla. La
poesía portuguesa funda sus orígenes de igual forma que los otros dos vértices
de la poesía atlántica, en una ruptura con la historia que es ruptura con el
lenguaje heredado; en una obsesión reformadora que, superado el simple
compromiso histórico, adopta una voluntad cosmopolita contenida en su peculiar
afirmación de la individualidad, y hasta del aislamiento, del escritor: la
marginalidad como inauguración imaginativa que sitúa al lenguaje del otro lado
de la realidad, en ese territorio donde la voz poética es voz unánime. En ello
consiste la iluminación de Pessoa, escritor con quien tantas concomitancias, y
no sólo literarias, guardan los escritores canarios. La lengua literaria
portuguesa (y la española) empieza a ser otra sin dejar de ser la misma cuando
se aventura de esa manera a correr el riesgo de su identidad naciente, cuando
la experiencia de unos y otros escritores, simultánea aun en sus pequeños
desfases cronológicos, encuentra su correlato exacto en esos otros dos extremos
atlánticos, donde también las relaciones heredadas entre individuo y lenguaje,
entre el escritor y el concepto unilateral de realidad, se rompe y multiplica
para que sus fragmentos dialoguen entre sí, estableciendo sus propias leyes de
atracción y rechazo. Que la poesía en lengua portuguesa haya conocido sus más
arriesgadas experiencias de la mano de los escritores brasileños no hace sino
confirmar lo que digo.
Estas son las razones que me
llevan a invocar la situación de Canarias como singularmente válida, en el
contexto de la poesía escrita en lengua española. No se trata de una proposición
caprichosa, pues a la vista está que es una evidencia histórica, fácilmente
comprobable son sólo iniciar una aproximación a los poetas de la modernidad
insular y establecer un cotejo con los poetas situados en esos otros dos polos
de la poesía atlántica. Una poesía de carácter lírico y subjetivo que, primero,
transforma la solemnidad rigurosa de la épica en la desmesura de un mito; y,
más tarde, desarrolla una exploración crítica en lo cotidiano, aprovechando los
valores de la expresividad coloquial, incluso la capacidad irónica del
prosaísmo y, sobre todo, la inestable fugacidad que lo caracteriza; o, en fin,
se deja arrastrar hasta el terreno de lo visionario, de un más allá que es
paisaje - cósmico o próximo - siempre nuevo y distinto para ese individuo que,
desde su seno, siempre alerta, alza voluntarioso su palabra. Para conseguirlo,
el escritor - también en los tres casos - se somete a una transformación:
objetivo y distante, mira lo que le es próximo, llegando hasta su misma
identidad; pero, comprometido con esa existencia que es su lenguaje, debe
entregarse a los otros con una peculiar religiosidad, sustrayéndose a la vida
pública con una existencia marginal y bohemia; limitándose a los contornos,
cada vez más cercanos, de su ciudad, su barrio, su hogar; o renunciando a su
propia identidad, para desdoblarse en pseudónimo o heterónimos, en personaje de
ficción pero de precisa biografía, por medio de los cuales ahondar más, y de
modo más radical, en los extremos claves de su experiencia: la búsqueda
apasionada y dramática de sí mismo, en diálogo continuo, crítico, irónico y
hasta lúdico, con el lenguaje que es la única verdadera identidad que
reconocen:
Mi corazón es un cubo vaciado
Como invocan espíritus los que los invocan,
me invoco a mí mismo y no encuentro nada.
Me acerco a la ventana y veo la calle con una
nitidez absoluta.
Veo las tiendas, veo las aceras, veo los
coches que pasan,
veo los entes vivos vestidos que se cruzan,
veo los perros que también existen,
y todo ello me pesa como una condena al
destierro,
y todo ello es extranjero, como todo.
(Pessoa)
De pronto sentí un hastío infinito…
Parecía que de mi corazón iban saliendo
calles,
calles rectas de una ciudad lenta y gris.
Sentí un rumor trepidante en el fondo del
alma,
las calles tiraban de mi corazón.
Y esas voces de polvo, esas palpitaciones
urbanas
de los hombres de hongo y de bastón,
removían acremente un pedazo de conciencia
que aún mantenía vivo el dolor.
(“A. Quesada”)
NOTA
1. Debo hacer la excepción de la Antología
de la poesía española e hispanoamericana, de Federico de Onís (new York,
1961), y los artículos que Enrique Diez-Canedo, prologuista además de Tomás
Morales, publicara en La Nación, de Buenos Aires, con el título de Voces de Atlántida: los líricos de Canarias,
en los años treinta.
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