segunda-feira, 31 de agosto de 2015

JORGE RODRÍGUEZ PADRÓN | Para una interpretación del Modernismo en Canarias


El primer estudio sistemático que existe sobre la poesía escrita en las islas Canarias es el iniciado por el profesor Angel Valbuena Prat, en la última década de los años veinte, que daría lugar, poco tiempo después, al primer tomo de su Historia de la poesía canaria (Barcelona, 1937). Esta obra, que el autor nunca completó, establece unas líneas fundamentales que - durante mucho tiempo - han servido a estudiosos, historiadores y antólogos para aproximarse al movimiento poético que se desarrolla en las islas, con muy singulares características, en el tránsito de los siglos XIX al XX. En sus años de catedrático en la Universidad de la Laguna (Tenerife), Valbuena Prat convivió con los más jóvenes y pujantes escritores insulares, iniciadores por entonces de la aventura vanguardista, y agrupados en torno a publicaciones como “La rosa de los vientos”, revista precursora de “Gaceta de arte”, indiscutido portavoz del surrealismo canario de los años treinta. Aquel entusiasmo afirmativo de una identidad insular en la literatura en lengua española despertó, sin duda alguna, el interés de Valbuena Prat por explorar el origen de actitudes tan renovadoras. Por eso, su Historia de la poesía canaria se inicia con el estudio de autores como Antonio de Viana y Bartolomé Cairasco, poetas del siglo XVII, fundadores de una visión poética que ya es claramente insular, y de un lenguaje que - movido por la vibración estética del Barroco - se convierte él mismo en paisaje, en imagen, estableciendo así una particularísima mitología insular y atlántica en la poesía de Canarias. Valbuena pasa de ellos a los románticos, para iniciar seguidamente, con más pormenor, el estudio de los poetas que ya conforman el modernismo de las islas, a partir de sus indiscutibles predecesores: los poetas de la Escuela Regionalista de Tenerife. Valbuena Prat declara sin reparos que, a partir de ahí, la poesía canaria adquiere su indiscutible personalidad y demuestra su condición moderna.

Sin embargo, los criterios manejados por el profesor Valbuena - a pesar de su larga y buena fortuna crítica posterior - se han revelado, a la luz de los nuevos estudios sobre el modernismo, como el mayor obstáculo para que una obra tan importante lograra trascender los límites históricos dentro de los cuales se realizó. Hace muy poco tiempo que las propuestas de Valbuena Prat sobre la poesía canaria han empezado a ser revisadas, y quizá ésta sea una buena ocasión para exponer el porqué de esa revisión imprescindible, teniendo en cuenta su incidencia en la valoración posterior del modernismo insular. A pesar de su contacto directo con aquella literatura, a pesar de su conocimiento de primera mano de autores y obras, y de la realidad misma de las islas, Valbuena siempre aplicó a su estudio un criterio estético que oponía al alumbramiento imaginativo y formal de los modernistas el recelo y la templanza sentimentales del noventayochismo dominante: frente a una poesía pretendidamente musical y colorista, otra que dice, cuenta y canta. Por eso, en su análisis de los poetas canarios, Valbuena desvía la atención hacia aquellas obras exaltadoras de lo próximo, de la cotidianidad pequeña y familiar, por medio de lo que él entiende como efusión sentimental de temas y actitudes expresados en esa poesía. Y acaba estableciendo, como caracteres definitorios de la misma, los siguientes: el aislamiento, el cosmopolitismo, la intimidad y el sentimiento del mar. No obstante existir esas características (si sólo atendemos a lo puramente descriptivo), no se arriesga Valbuena a matizar cada una de ellas, y prefiere quedar en los niveles temáticos, sin notar que tales aspectos actúan sobre la obra literaria provocando en ella una agitación dramática muy peculiar, consecuencia de la condición insular en que se origina. El aislamiento y la intimidad no sólo son sentimientos, sino rasgos de una personalidad capaces de inaugurar una imaginería específica, donde lo cotidiano no es la celebración enajenadora sino actitud crítica; no son sentimientos que se traduzcan en retórica, sino rasgos que favorecen una liberadora síntesis de lo coloquial y prosaico con lo artístico y poético, en el lenguaje manejado por estos poetas, que es así crítica de sí mismo. El cosmopolitismo y el sentimiento del mar no serán - como explica Valbuena y así parece haber sido interpretado hasta hace poco - motivo de una temática exótica o curiosa, sino generadores de una concepción de la poesía y de la palabra poética de carácter universal, unánime: una palabra cambiante, de una vitalidad y un dinamismo siempre inesperados. El cosmopolitismo, además, orienta a la poesía insular hacia uno de los vértices capitales de la modernidad: el lenguaje de la ciudad, como opuesto a la retórica tradicional.

Por otra parte, Valbuena aplica siempre a su estudio un criterio central y casticista para explicar un fenómeno literario que es, básicamente, periférico y excéntrico. La crítica española ha aludido siempre a los rasgos diferenciadores entre el centro y la periferia del idioma, pero - tal vez consciente del riesgo que supone encontrarse con una imagen contestadora y dialogante de la literatura propia - se ha apresurado a advertir que no puede ser muy sólida una crítica sustentada en tales presupuestos. Un error que ha costado muy caro no sólo a los estudios del tema que nos ocupa sino al desarrollo de toda la poesía española. Desde esos escritores del Barroco que Valbuena Prat estudia en su libro, la poesía de Canarias se escribe con el propósito decidido de originar un nuevo centro fuera del centro (al igual que sucede con la poesía en lengua española de América, precisamente por las mismas fechas); con la intención de dilucidar una nueva identidad confusa y contradictoria, pues se reconoce en el centro de una dramática bipolaridad determinada por su aislamiento y por su voluntad cosmopolita. Desde Viana y Cairasco, la poesía escrita en Canarias quiere ser una inauguración con la capacidad suficiente para interrogar, de forma constante e impertinente, a la tradición peninsular heredada. En consecuencia, no creo que pueda hablarse del modernismo insular como de una provincia del modernismo peninsular, o como de una simple realización ecoica del modernismo americano, que deba ser superada con la vuelta a las fuentes de una poesía tradicional y popular; a esa retórica de carácter utilitario y ético, religiosa, que alienta en todo el 98. Así orientó su trabajo Valbuena Prat, e impidió que el modernismo de Canarias llegase a ser rectamente entendido.

Valbuena rastreó en los poetas canarios de fin de siglo en busca de aquellos aspectos que pudieran servirle para aproximarlos a la estética discursiva y machadiana que él defendía como modelo; aunque tales rasgos fueran, en realidad, aparentes o superficiales. Y la crítica posterior prefirió conformarse con esas líneas generales establecidas por él, y no se preocupó de interrogarse sobre sus evidentes limitaciones. De esta forma, la poesía de Canarias ha ocupado sólo un lugar subsidiario en los recuentos históricos del modernismo, o en los estudios y antologías sobre el tema publicados en España, a partir de entonces. [1] Y la razón no es otra que aquella tenaz incomprensión (cuando no abierta desconfianza) con que la poesía española escrita fuera de los límites peninsulares ha sido observada siempre desde dentro del país. Una incomprensión y un recelo que han abortado, una v otra vez. el diálogo necesario entre la lengua (y la literatura) de ambas laderas de nuestra cultura. Aquí nos hemos conformado o con la observación minuciosa que aplican a la literatura hispanoamericana aquellos que la entienden como un producto exótico. cuya rareza lo hace digno de ser catalogado, clasificado e historiado, o con el impulsivo mimetismo de aquellos otros que asumen, sin discusión, formas expresivas que, por su notoriedad o brillantez, resultan especialmente atractivas. Pero marcando siempre - unos y otros - las diferencias; haciendo más insalvable cada vez la distancia que separa una poesía de otra que es ella misma. No ha existido una conciencia clara (y la incomprensión americana no ha sido menor) de que lo imprescindible y urgente es un diálogo, una abierta comunicación entre el origen y el futuro de una lengua, y de su literatura, que para desarrollarse con necesaria vitalidad, no pueden negar la existencia del otro, sin arriesgarse a afrontar su mirada y ser capaz de contestar a su interrogante perplejidad.

En Canarias, los momentos literarios de mayor originalidad coinciden con el Barroco, con la Ilustración, con el Modernismo y con la Vanguardia. No se trata de una casualidad histórica; hay razones contundentes para que así suceda: en las islas no se produce una creación literaria propia en tanto que no exista una situación histórica abierta al riesgo y a la crítica de sí misma y de su vehículo expresivo; en tanto no se ponga en tela de juicio la validez de unas determinadas formas que ya habían adquirido la categoría de clásicas. Es más, en las islas no habrá originalidad literaria sino en aquellas etapas de su particular historia en que el escritor se ve obligado a definirse (o a explicarse) en tanto que insular, en tanto que escritor periférico en abierta disidencia con la tradición peninsular, porque se sabe protagonista de una existencia diferente. Y ello se produce en las dos grandes crisis de la historia moderna, que son los dos momentos de profunda crisis, también, en las formas expresivas de la creación artística y literaria. Y en el caso de las islas, a esas dos articulaciones decisivas de la historia habrá que sumar la crisis particular que, primero cultural y luego cultural y política, afecta a la España de la edad contemporánea. Los límites de la Ilustración española o la necesidad de regeneración que proponen los noventayochistas, no se dan en las islas que - por su abierta conciencia cosmopolita - conectan directamente (así pasó también con el surrealismo) con las fuentes de la modernidad. Es decir, ofrecieron a la literatura peninsular la imagen que ésta se resistía a admitir, o que distorsionaba reiteradamente.

Porque, como ha explicado el profesor Alvar, que ha estudiado profunda y largamente la cuestión, Canarias es el primer enclave geográfico, a este lado del Atlántico, donde la lengua española empieza a tomar distancia con respecto a sí misma y a interrogarse por su presente y su futuro. El primer enclave atlántico en que, al asumir sin traumas la realidad del mestizaje, el español empieza a ser otra lengua sin dejar de ser la misma. Y ello sucede desde el instante mismo en que las islas deben afrontar su conflictiva situación geográfica y su no menos dramática participación en la expansión oceánica de España y del español. Me parece que todo ello nos obliga a acercarnos a la literatura de Canarias prescindiendo del criterio provincialista hasta ahora vigente: deben explorarse aquellos caracteres que determinan su peculiaridad en el contexto de la literatura en lengua española, porque conforman un desarrollo literario de carácter fronterizo y abierto: última orilla hacia el descubrimiento, hacia la sugestión de esa aventura que consiste en salir en busca del otro y asumirlo sin paliativos; ir en busca de la imagen española proyectada en América y retornar, sin perder el sentido del origen, enriquecidos por un entendimiento exacto de lo que significa lo americano. Frontera y orilla que es, también, confluencia, espacio de encuentro y diálogo entre ambas imágenes. Sólo en este contexto podrá entenderse (y valorarse justamente) la poesía modernista de Canarias. La condición insular, la condición moderna y la condición atlántica son los tres puntos de referencia que determinan esa originalidad. En ellos están englobados, y alcanzan su total significado, aquellos caracteres a los que se refería Valbuena Prat. Me detendré en cada uno de esos puntos y trataré de poner algunos ejemplos que justifiquen mis afirmaciones.

Lo primero que descubrimos es que los rasgos definitorios señalados por Valbuena no pueden aceptarse por separado, ni son independientes los unos de los otros; que actúan en tanto que extremos de una relación bipolar y dramática: el aislamiento y la intimidad no se explican sin sus contrarios complementarios que son el cosmopolitismo y el sentimiento del mar. Porque la condición insular está sujeta a la incertidumbre que supone el reconocimiento de un espacio propio y perfectamente delimitado en el cual arraigar, al tiempo que la inquietud producida por la evidencia de un desvalimiento geográfico obliga al hombre insular a interrogarse sobre el misterio que encierra el horizonte y a sentir, como consecuencia, la necesidad de salir en su busca. Isla y viaje son conceptos estrechamente unidos en la simbología literaria, pero también en las actitudes sociales e históricas que condicionan al hombre insular. Si a ello se añade, como hemos visto, que el archipiélago canario, desde su ingreso en la historia (en la edad moderna, desde la prehistoria y sin conocer etapas intermedias), asume su papel de enclave estratégico, de frontera última hacia la aventura del descubrimiento y conquista atlánticos, aquella incertidumbre dramática se nos hace doblemente significativa en la constitución de su personalidad. Y los escritores de fin de siglo serán los primeros en asumir, como marca de su originalidad, y de su conciencia moderna, esa identidad conflictiva.

Porque, primero los poetas regionalistas de Tenerife y más tarde los máximos exponentes del modernismo insular, escribirán desde una excentricidad activa e inaugural; con el propósito evidente (y hasta declarado sin tibieza;) de situar su voz en un contexto totalizador, de modo que el otro la reciba, y se establezca así un diálogo crítico y, por ello, fructífero. ¿Quién es ese otro? En primer lugar, ellos mismos: su imagen histórica, que en ese momento empieza a ser cuestionada, y su lengua, que con ellos empieza a ser diferente, pues desarrolla sus peculiaridades dialectales, entendiendo éstas no en lo que respecta a la fonética o al vocabulario, sino - primordialmente - en relación con todo cuanto define su ritmo, su tono, su acento y su intención. Se genera así una suerte de ambigüedad irónica, de doble fondo que nos obliga a entender el instrumento expresivo como algo fragmentario y confundidor, antes que como una unidad sin quebraduras, manejada como instrumento de comunicación. Esa reflexión existencial y esa fundación de la identidad que pretenden los poetas modernistas de Canarias sólo podían darse con una estética deformada y dramática que es totalmente moderna; una estética que no era extraña en las islas, pues surgía como expresión natural de la condición insular. El aislamiento y la intimidad, como señas de identidad de la moderna poesía de Canarias, son equivalentes al proceso de individualización creadora que es fundamental en la modernidad; individualización que, además, se aparta de toda valoración ética, de toda seguridad arrogante, para iniciar la vertiginosa exploración - de índole explícitamente pagana - en las zonas oscuras de la conciencia y en la magia alumbradora del lenguaje, porque ambos caracteres actúan como expresión de una conciencia marginal que es doble: el escritor aislado y el escritor como crítico de esa realidad cercada que lo acoge y lo define.

En este orden de cosas resulta paradigmática la obra de Rafael Romero (Las Palmas, 1886-1925), cuyo pseudónimo de “Alonso Quesada” suplantó, desde muy pronto, en la obra, la verdadera identidad del escritor. Este desdoblamiento no es causal (como no lo son tampoco los pseudónimos que el mismo escritor maneja al publicar su obra en prosa), pues tiene que ver con la distancia crítica adoptada con respecto a la sociedad insular en la que vive y con respecto a sí mismo como individuo. “Alonso Quesada” empezó escribiendo romances muy literarios, hijos de una tradición aprendida; pero muy pronto - y la influencia personal de Unamuno no fue lo que menos contribuyó a ello - dejó que su poesía asumiera un coloquialismo más directo y verdadero, y hasta nunca disimulado prosaísmo. En El lino de los sueños (Madrid, 1915), los ritmos se quiebran, movidos por el testimonio existencial que con urgencia vierte el autor en sus poemas; al trascendentalismo literario contesta con la aguzada ironía de sus versos, cuando no con un humor que llega, en ocasiones, al sarcasmo más violento. Los temas bucólicos de sus poemas iniciales se cambian por el de la ciudad y sus gentes; por la vida cotidiana, pero también por la angustia personal. Pero no es la suya, por eso, ni una poesía exaltadora de la vida menuda y provinciana, ni una visión entrañable de esa dulce mediocridad, ni un testimonio patético de la crisis personal. Sus libros - en especial su segunda y póstuma entrega: Los caminos dispersos - revelan la agitación y el drama de un creador que ha de vivir en medio de esa pequeñez, padeciendo, como confiesa, ese

Buen clima. ¡Oh la atracción del turismo,
bigardonería de presidentes de sociedad!…
Fe del patriota terruñero que hace
de su Baedexcker, alfalfa espiritual…
Yo estoy en medio de este clima localista
con una irremediable temperatura universal.

En esto, “Alonso Quesada” resulta un autor perfectamente equiparable a los posmodernistas hispanoamericanos, a Leopoldo Lugones o a López Velarde, con quienes su obra guarda sorprendentes relaciones. Pero más aún (y lo he estudiado con detalle en otro lugar), la obra de Quesada se halla próxima a la de César Vallejo, no ya por la similitud vital de ambos escritores, que también (“¿Mi dolor es inactual? / ¿Por qué siento esta amargura / que no es justa ya / dentro de la vejez planetaria? / ¿Es anacrónico el dolor de mi alma? / ¿Y ésta desesperada negrura / de la noche infinita, incrustada / en mis ojos que miran la sombra / como si la sombra fuera camino de luz?”), sino porque tanto Quesada como Vallejo se acercaron decididos hasta la irracionalidad que luego la vanguardia convertirá en eje de sus más atrevidas exploraciones poéticas:

La muerte española es una señorita vaga
ninfómana y torcida.
No se puede abrazar. Huele a hueso orinado
y tiene una interpretación mímica.

Una “irremediable temperatura universal”, dice “Alonso Quesada”, y ello nos advierte de cómo esa tensión centrípeta busca su contraria complementaria; de cómo ese reconocimiento de la insularidad presupone y justifica una voluntad de cosmopolitismo que también los modernistas insulares (como los americanos) convierten en motor de su originalidad creadora. El escritor canario, desde que ingresa en la modernidad, se reconoce ciudadano del mundo, y como explica Juan Marichal, “nos hemos librado del regionalismo,  del espejismo literario que ha absorbido (malográndolas) a tantas plumas de la península española y de la América en lengua castellana”. Lo que constituye su más evidente limitación (no tener una historia propia y estar obligado a padecerla), se revela como la capacidad más creadora del escritor insular, y por tanto, su capacidad más liberadora: poder hablar con una voz personal que es, al mismo tiempo, una voz unánime. Como escribe Luis Monguió, “la sensibilidad del poeta lo hace universal, no un mero asimilador de modelos extranjeros, y lo universal de su humanidad lo hace identificarse con todos los tiempos, todos los sentimientos, toda la naturaleza animada, todos los pueblos”.

Cuando Valbuena Prat se refiere al cosmopolitismo de los poetas modernistas de Canarias no va más allá de una simple caracterización temática, y pone el ejemplo de los ingleses que, en la obra del propio “Alonso Quesada”, tienen un destacado protagonismo, tanto en la poesía como en la prosa. Pero esos ingleses - y esto no alcanza a verlo Valbuena - actúan como espejo, o como doble, en el cual nuestro escritor contempla su propia existencia angustiada. Esos británicos silenciosos y hasta herméticos; aislados también en una sociedad distinta a la suya y - en su mayoría - con una salud muy precaria (cuando no irrecuperable), víctimas de una soledad que los obliga a refugiarse en el alcohol o en el opio, no están en la obra de Quesada como personajes exóticos en los que solazarse por su extrañeza, sino como imágenes cambiantes y dolorosas de sí mismos, con las que el escritor establece un diálogo crítico y una subrepticia y sutil solidaridad:

Cielo de Londres sobre el Mar Atlántico.
Corazón de abisinio, la ciudad:
un aroma español de rebotica
llena de estupidez y ancianidad.
Pero en el Puerto se cobija Europa
dentro de un barco que es universal.
………………………………………………………..

Una francesa salta.
(En la litera se deja olvidado el lunar.)
Sólo una inglesa de cabellos rojos
tiene luminosidad…

El cosmopolitismo es así una fuerza centrifuga que empuja al insular desde su centro hacia ese otro en que sin duda se reconoce, y que derrota a sus playas y a sus puertos para quedar allí como su doble, o para pasar, en efímera escala, y certificar la fugaz condición de su identidad. El cosmopolitismo, en fin, como condición que da al escritor insular la ventaja de sentirse dentro y fuera de esa realidad que lo justifica. Y en este sentido, el mar es el primer doble con el cual tropieza el poeta. No es un sentimiento, ni es un paisaje, aunque haya sentimiento y paisaje en el mar de los modernistas insulares, sino que con su constante presencia, siempre igual y siempre cambiante y sorprendente, siempre límite pero siempre puerta de entrada para toda la magia del mundo, se constituye en una identidad cuya imaginería mitológica servirá a Tomás Morales (Gran Canaria, 1885-1921) para fundar, con sus dos poemas capitales (“Poemas del Mar” y “Oda al Atlántico”) una realidad poética opuesta - gracias a su vitalidad sensual y colorista y gracias al esplendor de su lenguaje - a la mezquina condición utilitaria de una burguesía comercial naciente, satisfecha con un progreso del que sólo era dócil servidora. La obra de Tomás Morales, tantas veces considerada como epigonal con respecto a la de Rubén Darío, su maestro, no es un simple ejercicio de reverencia hacia el poeta nicaragüense, sino una construcción irónica que extrema la inutilidad de sus visiones poéticas, o quiebra los ritmos y estrofas intencionadamente, para zarandear - con una voluntad creadora muy moderna - las dormidas conciencias de una sociedad para quien la imaginación no era un valor cotizable. Tomo dos ejemplos:

Llegaron invadiendo las horas vespertinas;
el humo, denso y negro, manchó el azul del mar,
y el agrio resoplido de sus roncas bocinas
resonó en el silencio de la puesta solar.

Hombres de ojos de ópalo y de fuerzas titánicas
que arriban de países donde no luce el sol;
acaso de las nieblas de las islas británicas
o de las cenicientas radas de Nueva York.

* * *

¡Atlántico infinito, tú que mi canto ordenas!
Cada vez que mis pasos me llevan a tu parte,
siento que nueva sangre palpita por mis venas
y a la vez que mi cuerpo, cobra salud mi arte…
El alma temblorosa se anega en tu corriente.

Ese cosmopolitismo que empieza reflejándose en la creación mitológica del mar de Tomás Morales, tiene pronto mucho que ver con la modernidad en la cual las islas ingresan por entonces, también de un modo inesperado y como consecuencia de un nuevo sobresalto histórico, a fines del siglo XIX. Y será el propio Morales quien, en los “Poemas de la ciudad comercial”, plantee la segunda fundación poética de la moderna identidad insular. En ellos, la nueva ciudad, nacida en torno al puerto y a la prosperidad económica, suplanta con su dinamismo y su novedad al viejo barrio colonial. A la vida apacible de los palacios y casas señoriales sucederá la nerviosa actividad de las oficinas, los bancos, las casas consignatarias y el trajín de visitantes de la más diversa condición (“La calle de Triana en la copiosa / visión de su esplendor continental: / ancha, moderna, rica y laboriosa; / arteria aorta de la capital… / … / Donde el urbano estrépito domina / y se traduce en industrioso ardor; / donde corre sin tasa la esterlina / y es el english spoken, de rigor”.). Un dinamismo en medio del cual el poeta se siente perdido, como un ser marginal y distinto; un dinamismo que - visto de su perspecbva - engendra la semilla de su propia destrucción. Y por eso, a la actitud aún optimista de Tomás Morales sucederá pronto su propio recelo irónico y la abierta disidencia, sarcástica o angustiada, de “Alonso Quesada”:

Ciudad del mar. Buen clima.

……………………………………………………………

Clima oficial
Cortesía del cielo, discreción de la Rosa
de los vientos… ¡Cordura zodiacal!
Buen clima. Uniforme clima
como la estupidez. Clima ideal,
económico, sin gabanes sobre los montes
y sobre la eternidad
de las cosas vacías; clima vacío,
de una perenne y templada vaciedad.

Porque estos poetas se ven obligados a vivir sometidos a un destino burgués que es contrario, por principio, a su voluntad creadora. Todos viven otra existencia que contradice su búsqueda poética. Como diría un compañero de su generación, el periodista Francisco González Díaz, “el destino ha hecho de Tomás Morales un galeno nostálgico, ha condenado a Rafael Romero en la oficina de una casa bancaria y ha confinado a Saulo Torón en una caseta del muelle. Pequeños Prometeos tienen sus pequeños buitres”. Obligados, pues, a sobrevivir en medio de aquella sociedad espléndida y progresiva, dominada sin embargo por una nueva y más sutil forma de colonización (la colonia inglesa no sólo se establece en la isla, sino que asume el control del puerto, de la economía y hasta crea un estrato social muy influyente que nunca llegará a desaparecer del todo), los escritores empiezan a ver tras la máscara de aquel esplendor la inutilidad de su condición; y la única forma de luchar contra ello será la utilización de ese lenguaje cotidiano, pero volviéndolo contra sí mismo; ello es, volviendo la retórica imaginista del modernismo en imaginación subversiva, aprovechando la condición efímera y perecedera de una palabra que sólo sirve para comunicar apariencias, gestos vacíos y una rutina desesperante. En consecuencia, su obra será el testimonio desgarrado de un drama que se refleja en la visión cotidiana de la existencia; en una imagen de lo próximo y entrañable, pero con una nunca disimulada intención de dejar al descubierto la miseria allí contenida: una escritura con voluntad de despojamiento. Con los “Poemas de la ciudad comercial”, Tomas Morales, y con Los caminos dispersos, “Alonso Quesada” (éste, además, ya lo había hecho en sus Crónicas de la ciudad y de la noche en los relatos sobre los ingleses de la colonia, con una prosa de indudable estirpe poética), abandonan los esplendores del modernismo fundacional, pero no para contradecirlos, sino para permitir que un lenguaje llano, incluso un descarado prosaísmo, adquieran ahora aquella misma vigorosa capacidad de transfiguración poética que el modernismo aportó a una lengua en exceso dominada por la anécdota y el carácter discursivo. “Alonso Quesada” incluso fue más lejos: tanto en su poesía como, sobre todo, en su prosa, se dejó penetrar de los primeros alientos del irracionalismo vanguardista que su temprana muerte, sin ninguna duda, le impidió llevar hasta sus últimas consecuencias:

Ahora, un hombre embalsamado con morfina
cruza de pronto a mi lado.
Lívido y sordo,
es como un extraño fantasma ibseniano.
No mira con los ojos
sino con el temblor de los labios.
Los labios locos. Toda el alma amarilla
como un sueño de opio vibrando.
Se pierde entre los espejos
de un café iluminado…
La terrible sombra
danza en los espejos,
y el café se toma
en un luminoso laberinto trágico.

La crítica de una realidad insular estática y detenida, satisfecha de su propia imagen, exacerbó la pasión creadora de estos poetas en esa orilla que geográficamente los condiciona y humanamente los enfrenta, una otra vez, con una imagen de sí mismos que habita a ambos lados de esa frontera, ante la incertidumbre ilusionada y perpleja del océano. De ahí su condición atlántica. Ello es, una predisposición al descubrimiento, a la novedad, a la sugestión creadora. Una excentricidad dinámica que discurre por esa sutil orilla entre iluminación y oscuridad; ajena desde la seguridad hacia lo posible: un intento dramático, y nunca conseguido, de definir esa identidad que participa de la misma afirmación y negación contenidas en un lenguaje que resiste a la tradición y solicita una sintaxis, pero sobre todo un ritmo y un acento diferentes. Una lectura de la poesía modernista en Canarias que no pretenda, con habitual y calculada intención. definir los espacios históricos y generacionales que la contienen (lo único que parece preocupar, y hasta obsesionar, a los presuntos especialistas), conducirá de forma inmediata hasta la poesía hispanoamericana. Allí, el espejo ultramarino devuelve la imagen de su pareja condición: la de Hispanoamérica, como la de Canarias, es una poesía nacida de la incertidumbre ante el lenguaje, de una concepción mestiza y plural de la realidad; una poesía que no ostenta con orgullo castizo un único origen, ni se sustrae a las novedades que - asumidas sin traumas - la mantienen al margen, o mucho más allá, de cualquier confiada seguridad. En ambas orillas encontramos una escritura poética nacida de la necesidad que sienten los escritores por desarrollar una mirada propia, individual, y por construir - a partir de ella - una visión cosmopolita; una escritura que, desde los dos extremos de la lengua común, nace con la modernidad, llámese ésta barroco, modernismo o vanguardia.
A la poesía contemporánea española le era indispensable una salida hacia lo incierto que el mar ofrece; debía situarse en esa posición fronteriza desde la cual se hiciera patente tan necesaria disyuntiva. Y será siguiendo el curso de ese rio de la lengua que discurre desde el Sur hacia América donde halle esos dos enclaves decisivos para su evolución: Andalucía y Canarias. La afirmación juanramoniana de que él se sentía “andaluz universal” debe entenderse en este contexto. Y sólo cuando su obra incorpora la visión cosmopolita que le concede su contacto con la realidad americana - para él una vivencia muy particular de su misma lengua - podrá dar cima a su poema fundamental, espejeante y crítico, movido por la incertidumbre y por la recíproca contemplación de imágenes y palabras, a un lado y a otro de esa lengua común. “Espacio” no es otra cosa que la fundación poética donde la memoria del escritor se refleja en la realidad cambiante de un lenguaje que ilumina y multiplica sus posibilidades de conocimiento hasta abrirse al drama de la identidad que la contemplación del mar pone de manifiesto. Pero ya Canarias había marcado la primera distancia que facilita ese análisis auto-contemplativo y crítico que será urgente entonces, y a partir de ese momento: un diálogo todavía hoy intermitente, pero sin el cual es imposible un desarrollo renovador y vivo de la poesía de nuestra lengua.

Al acercamos a la poesía insular del modernismo descubrimos, prodigiosamente, el reflejo de otra voz que se suma al diálogo en ella iniciado; otra voz que es otra condición también atlántica y fronteriza. Otra voz que aborda los problemas de su lengua con idéntica voluntad inaugural, y afronta la creación poética con la misma urgencia inquietante y sugeridora que la conduce hasta la imagen de su verdadera identidad individual y colectiva, coincidente en todo con esa difícil reconstrucción del origen que, como ya he dicho, se resiste a aceptar de modo inconsciente y subsidiario el legado de la tradición. Me estoy refiriendo a los poetas que en Portugal inauguran la modernidad: los poetas saudosistas y la figura central de la poesía contemporánea portuguesa, que en ellos se sustenta: Fernando Pessoa. No se debe obviar la circunstancia de que poetas como Guerra Junqueiro o Texeira de Pascoaes fueran leídos con especial interés por sus coetáneos en Canarias, donde - desde los comienzos de su historia - la relación con Portugal y sus islas atlánticas y la presencia de población portuguesa, fue constante y muy influyente. Los saudosistas, como los regionalistas de Tenerife y como Tomás Morales más tarde, incorporan a su poesía ciertos mitos nacionales que tienen que ver con la leyenda y la imaginación fraguadas a partir de su vocación atlántica: una forma de buscar un origen propio, en el momento de ingresar en la modernidad. Pero también coinciden todos ellos en esa fusión de la retórica celebratoria de un esplendor atlántico con la inmediatez de lo cotidiano y con el prosaísmo coloquial. El intimismo y el aislamiento pessoanos, de ahí derivados, en pugna siempre con el voluntarismo mítico del supra-Camões, no es más que la consecuencia de aquella fundación, al igual que Morales, “Alonso Quesada”, o Saulo Torón lo hacen en la poesía de Canarias:

Dios quiere, el hombre sueña, la obra nace.
Dios quiso que la tierra fuese toda una,
que el mar uniese, ya no separase.
Te bendijo, y fuiste desvelando la espuma,
y la orla blanca, de isla en continente,
clareo, corriendo hasta el fin del mundo,
y se vio la tierra entera, de repente,
surgir redonda, del azul profundo.

(Pessoa)

De los confines últimos arribarán veloces
voces terrenas, voces
cargadas de oraciones, de terror y lamentos
que harán batir las puertas de los audaces vientos:
la que domina al Norte y al Bóreas cautiva;
las que a Occidente giran, y al Meridión y al Este;
y cual inmenso domo cobijador, arriba
- temblorosa de nubes - la bóveda terrestre.

(T. Morales)

Los poetas portugueses escriben también desde una orilla, a veces no específicamente geográfica, que los defina y abre sus senderos hacia lo posible, hacia lo intuido por el deseo (“¡Ah todo el muelle es una nostalgia de piedra! / Y cuando el navío zarpa del muelle / y se advierte de pronto que se ha abierto un espacio / entre el muelle y el navío, / me viene, no sé por qué, una angustia reciente, / una niebla de tristes sentimientos / que brilla al sol de mis angustias reverdecidas / como la primera ventana donde la madrugada asoma, / y me envuelve como un recuerdo de otra persona / que fuese misteriosamente mía”, escribe Pessoa en Oda Marítima); su fe se materializa en la construcción de una identidad resistente a esa historia que reconocen ajena y frustrada: Y se establece así una relación dramática (crítica y dialogante) con las dos imágenes que de sí mismo confluyen en el poema, en la orilla. La poesía portuguesa funda sus orígenes de igual forma que los otros dos vértices de la poesía atlántica, en una ruptura con la historia que es ruptura con el lenguaje heredado; en una obsesión reformadora que, superado el simple compromiso histórico, adopta una voluntad cosmopolita contenida en su peculiar afirmación de la individualidad, y hasta del aislamiento, del escritor: la marginalidad como inauguración imaginativa que sitúa al lenguaje del otro lado de la realidad, en ese territorio donde la voz poética es voz unánime. En ello consiste la iluminación de Pessoa, escritor con quien tantas concomitancias, y no sólo literarias, guardan los escritores canarios. La lengua literaria portuguesa (y la española) empieza a ser otra sin dejar de ser la misma cuando se aventura de esa manera a correr el riesgo de su identidad naciente, cuando la experiencia de unos y otros escritores, simultánea aun en sus pequeños desfases cronológicos, encuentra su correlato exacto en esos otros dos extremos atlánticos, donde también las relaciones heredadas entre individuo y lenguaje, entre el escritor y el concepto unilateral de realidad, se rompe y multiplica para que sus fragmentos dialoguen entre sí, estableciendo sus propias leyes de atracción y rechazo. Que la poesía en lengua portuguesa haya conocido sus más arriesgadas experiencias de la mano de los escritores brasileños no hace sino confirmar lo que digo.
Estas son las razones que me llevan a invocar la situación de Canarias como singularmente válida, en el contexto de la poesía escrita en lengua española. No se trata de una proposición caprichosa, pues a la vista está que es una evidencia histórica, fácilmente comprobable son sólo iniciar una aproximación a los poetas de la modernidad insular y establecer un cotejo con los poetas situados en esos otros dos polos de la poesía atlántica. Una poesía de carácter lírico y subjetivo que, primero, transforma la solemnidad rigurosa de la épica en la desmesura de un mito; y, más tarde, desarrolla una exploración crítica en lo cotidiano, aprovechando los valores de la expresividad coloquial, incluso la capacidad irónica del prosaísmo y, sobre todo, la inestable fugacidad que lo caracteriza; o, en fin, se deja arrastrar hasta el terreno de lo visionario, de un más allá que es paisaje - cósmico o próximo - siempre nuevo y distinto para ese individuo que, desde su seno, siempre alerta, alza voluntarioso su palabra. Para conseguirlo, el escritor - también en los tres casos - se somete a una transformación: objetivo y distante, mira lo que le es próximo, llegando hasta su misma identidad; pero, comprometido con esa existencia que es su lenguaje, debe entregarse a los otros con una peculiar religiosidad, sustrayéndose a la vida pública con una existencia marginal y bohemia; limitándose a los contornos, cada vez más cercanos, de su ciudad, su barrio, su hogar; o renunciando a su propia identidad, para desdoblarse en pseudónimo o heterónimos, en personaje de ficción pero de precisa biografía, por medio de los cuales ahondar más, y de modo más radical, en los extremos claves de su experiencia: la búsqueda apasionada y dramática de sí mismo, en diálogo continuo, crítico, irónico y hasta lúdico, con el lenguaje que es la única verdadera identidad que reconocen:

Mi corazón es un cubo vaciado
Como invocan espíritus los que los invocan, me invoco a mí mismo y no encuentro nada.
Me acerco a la ventana y veo la calle con una nitidez absoluta.
Veo las tiendas, veo las aceras, veo los coches que pasan,
veo los entes vivos vestidos que se cruzan,
veo los perros que también existen,
y todo ello me pesa como una condena al destierro,
y todo ello es extranjero, como todo.

(Pessoa)

De pronto sentí un hastío infinito…
Parecía que de mi corazón iban saliendo calles,
calles rectas de una ciudad lenta y gris.
Sentí un rumor trepidante en el fondo del alma,
las calles tiraban de mi corazón.
Y esas voces de polvo, esas palpitaciones urbanas
de los hombres de hongo y de bastón,
removían acremente un pedazo de conciencia
que aún mantenía vivo el dolor.

(“A. Quesada”)


NOTA
1. Debo hacer la excepción de la Antología de la poesía española e hispanoamericana, de Federico de Onís (new York, 1961), y los artículos que Enrique Diez-Canedo, prologuista además de Tomás Morales, publicara en La Nación, de Buenos Aires, con el título de Voces de Atlántida: los líricos de Canarias, en los años treinta.






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