Curiosamente, mi intervención en este
Encuentro [1] es la única que hace
referencia, en el título, al tema que nos ha convocado: las vanguardias tardías. Debo confesar que
esta denominación me inquieta un poco; algo parecido me sucede con el término decadentismo, aplicado, como suele
hacerse, a los movimientos inaugurales de la modernidad. Siempre me he
preguntado: ¿con respecto a qué se decae, si asistimos al principio fundacional
de una riquísima y plural actividad creadora, en las artes y en la literatura,
todavía vigente? Ante la propuesta de hoy me asalta idéntica duda: ¿tardías por agotadas; porque ya no
responden al impulso vivificador que el término vanguardias tuvo en su origen? Y si sólo se trata de una
parcelación cronológica, ¿no implica este calificativo la idea de llegar a
destiempo, cuando ya nada (o muy poco) tienen que decir las vanguardias?
Creo que a una y a otra pregunta
se respondería si afrontásemos un problema crucial que - todavía hoy - tienen
planteado el estudio y la crítica de la modernidad en España, y cuyas
repercusiones se manifiestan - no me cabe duda - en la recepción que de ambos
fenómenos se ha hecho por parte de esa crítica y, en especial, por parte de la
propia escritura poética española, al acercarse a los últimos tramos de la
poesía hispanoamericana. Aludo al empeño repetido por leer a los escritores de
la modernidad con la misma actitud, y
desde idéntica perspectiva, a la utilizada con toda la tradición anterior:
buscando un centro y obligando a que en él coincidan, inexcusablemente, las
distintas propuestas que fueran apareciendo. Lectura crítica que, apoyada de
modo casi exclusivo en la temática, en la cronología o en las influencias,
prefiere unificar criterios antes que analizar diferencias; lectura a la cual
le resulta más fácil parcelar generaciones, observar rasgos concomitantes,
cuando lo significativo del fenómeno estudiado es - precisamente - aquello que
distingue a cada escritor, que los hace ser voces de un diálogo plural. Se opta
también por resolver (sólo en apariencia) esta cuestión volviendo al criterio
de las literaturas nacionales, cuando ya no podemos sustraernos al fundamento
cosmopolita que la determina: condición diversa y unánime a la vez del proceso
creador; y no impersonalidad, coartada común para desviarnos de la cuestión
primordial.
Si desde el modernismo
(reduzcámonos al ámbito hispánico) se asiste a un flujo poético caracterizado
por una constante capacidad generadora, pues contiene y alimenta su propia
conciencia crítica, que es fin y comienzo a un tiempo (fluir proteico,
dinamismo metamórfico), las vanguardias no son otra cosa que una de las
manifestaciones formales de ese fenómeno plural de la modernidad, resistente por igual a los límites cronológicos que, en
tanto movimiento literario, tratan de imponérsele, y a esa falacia de la
uniformidad que le obliga a renunciar a su carácter proliferante. Proliferación
que sostiene toda la escritura posterior en el tiempo y que la implica en el
continuo al cual me he referido, sin renunciar por ello a su condición
periférica y a su excentricidad; es decir, a su capacidad para ser otra sin
dejar de ser una, a su raigambre crítica e irónica.
¿Por qué seguimos aquí sin
entender a plenitud el fenómeno de la literatura en lengua española de América?
Precisamente porque nuestra lectura se empecina en no perder la suficiencia
hispano-céntrica; porque no se hace desde el convencimiento de que los
escritores del otro lado del Atlántico nos responden en nuestra misma lengua,
pero devolviéndonosla como nuestra otra
voz: no una respuesta, una propuesta de diálogo para, a partir de ella,
continuar y completar un discurso creador y crítico que nos compromete a todos.
No es ocioso recordar la sorpresa de Rubén Darío (y en cierto modo su dolor),
cuando en 1899 comenta la actitud receptora de los escritores y críticos
españoles ante todo cuanto suponía exigencia reflexiva, pues se abría a la
ruptura y a la novedad: “en todo círculo de jóvenes - escribe - todo se
disuelve en chiste, en ocurrencia de más o menos pimienta, o frase caricatural
que evita todo movimiento grave”. Pensaríamos que Rubén hablaba por sí mismo;
pero en seguida advierte: “a Valle-Inclán mismo le llaman decadente porque
escribe de una forma trabajada y pulida de admirable mérito formal (…) todo se
toma a guasa”. No desvío la cuestión si aludo a los suspirillos germánicos con que, desdeñosamente, se aludió a la voz
de Bécquer, en nuestro irregular romanticismo, o si me remonto en el tiempo
hasta el Góngora oscuro que heredamos
durante siglos. Tampoco estará de más referirnos a la actitud crítica mostrada
por Luis Astrana Marín ante César Vallejo, en 1925 , y que me excuso de
transcribir por muy conocida, y por algo de pudor. Y Cansinos Assens nos ha
dejado testimonio contundente de la recepción de Vicente Huidobro por parte de
“aquellos que ya practicaban el arte avanzado: ‘Eso - decían - está ya hecho’,
y repudiaban el creacionismo, no por nuevo, sino por retrasado”. No sobra esta
memoria, porque - como espero demostrar más adelante - no han cambiado mucho
las cosas, a pesar del tiempo transcurrido.
Una actitud, pues, que no ha
sido nueva, y sí causa - entre nosotros - de una lectura equivocada de la modernidad que en Hispanoamérica se
funda y desde allí se difunde. Hubo asombro - y temor - ante la irrupción
modernista: Machado o Unamuno entendieron peor que Juan Valera el sentido
inaugural y cosmopolita de la poética que llegaba a España de la mano de Rubén
Darío; demasiado riesgo para quienes la utilidad moral y la reverencia a la
temporalidad prevalecían sobre el valor de la forma y sobre la capacidad
imaginativa del poeta. Así heredamos un modernismo estereotipado y falso,
agotado en fórmulas o temas que en sí mismos se consumían, según la desdeñosa
interpretación de la voz y del ritmo, de la línea y del color, como negadores
de la sustantiva humanidad que todo poema debía contener y trasmitir. En eso se
resumió todo. Nada hubo con Leopoldo Lugones; y mucho menos con Ramón López Velarde
o con José María Eguren (¿se han acercado alguna vez los exégetas españoles del
modernismo a la obra y significación de estos autores, en la medida en que
censuraron los excesos modernistas, o en que trataron de hacer pasar por
modernistas forzosos a poetas españoles que ni lo fueron ni quisieron serlo
nunca?) Y no es extraño: la obra de los últimos escritores citados recoge la
inauguración modernista para desarrollarla, no desde un regreso a lo común
cotidiano, sino desde la subversión irónica y desde la apropiación sugestiva
del ritmo coloquial (la conversación como ritmo, no como arquetipo), desde el
descreimiento hacia el riesgo que ya vislumbra la vanguardia. Como tampoco puede extrañarnos la difícil ubicación (y
escasa comprensión) de poetas como Tomás Morales o “Alonso Quesada” en el
panorama histórico y crítico del modernismo español: no siguen el modelo
hispanoamericano; en él coinciden, desde una problemática paralela resuelta
como agresión al lenguaje en tanto que forma y en tanto que ritmo; su condición
dialectal - periférica y atlántica - favorece esa singular perspectiva, extraña
dentro del limitado modernismo peninsular.
Vicente Huidobro y César Vallejo
llegan a España en las primeras décadas del siglo, y toman contacto con nuestra
incipiente vanguardia poética, si así puede hablarse de una poesía que no había
tenido trato con la modernidad y que, sistemáticamente, negaba la vanguardia, o la miraba con prevención,
en tanto que “corriente viva de la poesía contemporánea nuestra”, como afirma
Pablo Corbalán. Desde tal actitud, cómo iba a entenderse esta segunda
inauguración americana como parte de una tradición también nuestra. De nuevo,
sorpresa y asombro; de nuevo, recelo autosuficiente. José Bergamín impulsó y
preparó la edición española de Trilce
(1930), pero - al redactar su prólogo - no disimuló su desrazón ante un texto
que “no tiene - son sus palabras - (…) esa poderosa plenitud dominada y
dominadora de la expresión de Rafael Alberti (Sobre los ángeles)”. Juan Larrea, sin embargo, confesará a un
dubitativo Gerardo Diego que, ante la lectura de Vicente Huidobro, su reacción
fue dar un salto atrevido, y necesario, porque “a partir de ese día empecé a
sentirme otro (…) me sumió en una atmósfera de ultramundo [porque] se construía
la frase (…) dentro de un ámbito (…) sin tiempo ni lugar, [lo que] presuponía
otra especie de existencia, afirmada sobre símbolos extraños a la experiencia
humana (…) Sentía yo - concluye - en su modo de ser y de expresarse la
presencia de una especie de imaginación neomúndica, libre y abierta a
horizontes amplísimos”. Posición que es resultado de un diálogo, de una
verdadera reflexión crítica sobre el sentido de la escritura: Larrea no rechaza
la novedad, ni se deja vencer por la extrañeza, se propone actuar con ellas y
frente a ellas, en igualdad de condiciones.
Si difíciles habían sido las
relaciones con la obra de Vallejo y con la de Huidobro, porque los poetas
españoles prefirieron acogerse a una tradición (clásica o popular) fácilmente
reconocible y cómodamente utilizable, la presencia de Pablo Neruda, poeta de la
locuacidad retórica y de la afirmación pasional, [2] concitó inmediato y unánime reconocimiento, acrecentado por su
identificación política con los escritores españoles de la República. Quienes,
por el contrario, nada supieron (aún hoy siguen siendo materia de estudio para
eruditos) de los poetas mexicanos del grupo de Contemporáneos: José Gorostiza, por ejemplo, en cuyo discurso “la
conciencia intelectual se inclina fijamente sobre el fluir del lenguaje hasta
congelarlo en una dura transparencia”, resulta ajeno y difícil para nuestra
cómoda escritura poética. Desconocido Gorostiza; ajeno, igualmente, Emilio
Adolfo Westphalen, cuya abundancia interior le permite penetrar en el lenguaje
como cuerpo o territorio ofrecido para su exploración y repetido crecimiento.
Otro tanto sucede - en nuestro ámbito - con Juan Ramón Jiménez y su poética de
la depuración expresiva: por contagio y diálogo con el otro costado, sus libros últimos (y su poema “Espacio”) desdoblaron
- y desbordaron - la aparente desnudez de su escritura. Críticos y poetas
españoles prefirieron entenderlo como el contrario de Antonio Machado, y
censurarlo “a causa de la pérdida de vigencia histórica de la obra que publicó
en los últimos veinte años”. [3] ¿Se
atrevieron, acaso, a dilucidar el conflictivo tramo final de la obra
machadiana?
Así, por buscar tan sólo una
cómoda parcelación histórica, o por usar el rasero igualador de las
influencias, negando (o eludiendo) el contraste con - y el análisis de - lo
renovador y distinto, se prefiere desconocer la presencia de ese otro que nos habla en nuestra propia
lengua con acento diverso, sigue sin hacerse la adecuada lectura que exige la
poesía hispanoamericana de los últimos cincuenta años. Se me dirá que ediciones
ha habido (no han sido muchas; y, desde luego, no las necesarias); el profesor
González Boixo acaba de hablarnos de la presencia - constante y abundante de
estos poetas en las revistas peninsulares… No creo que tales referencias
invaliden mi planteamiento. Que haya libros publicados a su tiempo, que se
conozca la existencia de determinados nombres, y hasta que se detecten ciertas
influencias (que, estudiadas con atención, sólo afectan a lo circunstancial:
temas y fórmulas), no quiere decir que la poesía hispanoamericana haya sido una
presencia normal para los poetas españoles y para la crítica de esos poetas;
ni, mucho menos, que se haya mantenido con ella una corriente de diálogo y
entendimiento ante el proceso formal de la escritura poética contemporánea. [4]
Nada más iniciar el recorrido
por el período concreto que nos ocupa, descubrimos que la distancia con
respecto a los poetas hispanoamericanos, y el desconocimiento de su obra, es
casi total; por muchas noticias y ediciones que tengamos, siempre se repiten
los mismos nombres y desde idénticas posiciones críticas. Insisto: me refiero a
la integración de la poesía hispanoamericana en el proceso creador de esta
ladera; no me refiero a los estudios que sobre los autores puedan hacerse en otros
niveles intelectuales. Hasta los mismos años ochenta, sólo Vallejo o Neruda o
Nicolás Guillén son los escritores aludidos e imitados (esto, en el peor
sentido de la palabra): el Vallejo fácil, ternurista o solidario, efectista y
discursivo de los poemas políticos y de la palabra descarnada; el Neruda
narrativo y locuaz, el Neruda testimonial; y Nicolás Guillén porque justificaba
la identidad con ciertos estereotipos de la poesía popular, y porque confirmaba
la utilidad mural y política de la poesía… En un minucioso cotejo temático y
formal, Francisco Gutiérrez Carbajo ofrece diversos aspectos de la presencia de
César Vallejo en la poesía española de la posguerra civil. Trataré de matizar
algunos de los ejemplos por él aducidos, lo que demuestra - a mi entender - ese
contacto apenas superficial al que me he referido. Dejo a un lado la
voluntariosa coincidencia de contenidos y actitudes personales, morales o
políticas; quiero referirme a la ausencia de diálogo en lo que al tratamiento
del lenguaje respecta.
Gutiérrez Carbajo habla - entre
otras cosas - de las enumeraciones, y cita unos versos de José Hierro:
“lagartijas, jaras, erizos, / pintores, nubes, madreselvas, / olas plegadas,
amapolas”, y los emparenta con estos otros de Vallejo: “la paz, la abispa, el
tacto, las vertientes, / el muerto, los decílitros, el buho”. Enumeración en
ambos casos, sí, ¿pero adoptan ambos poetas la misma actitud ante el lenguaje y
ante el poema? Hierro no ha ido mucho más allá que Unamuno en aquellos poemas
suyos dedicados a ciudades o ríos españoles: una suma de sustantivos confirma
la realidad observada (Hierro, incluso, debe acudir al calificativo “plegadas”
para ajustar el ritmo del verso), y construye una totalidad lógica. Por el
contrario, Vallejo - en su recorrido zigzagueante y dinámico, con esa
dispersión intencional - nos lleva, con cada cosa que nombra, a una totalidad
diferente, a un discurso distinto; la enumeración vallejiana disgrega la
sintaxis y multiplica así el sentido del texto. No tiene reparo en escribir
“abispa”, ni en incorporar el sustantivo “decílitros”, una presencia
inquietante dentro del conjunto. Tampoco necesita la ayuda del calificativo,
redundante y retórico, pues la sacudida de estos versos es esencialmente
rítmica. Más adelante, refiriéndose a la antítesis y la paradoja, Gutiérrez
Carbajo aporta los siguientes ejemplos de José Manuel Caballero Bonald (“la
carne yergue / su gastada mentira hacia el perdido / rastro de verdad, emblema
despiadado / de lo que se puede poseer / pasión que muere cuando está
naciendo”) y del propio José Hierro (“Próximo el cuerpo, pero / lejana el alma.
Cantan / las almas juntas, cuando / los cuerpos se distancian. / Oh, qué
luchar, qué angustia, / qué ir y venir del alma / al cuerpo, cómo yerra, / de
cuerpo en cuerpo, el alma”) para cotejarlos con éste de César Vallejo (“Oh,
siempre, nunca dar con el jamás de tanto siempre”). No se puede comparar el
discurso narrativo y evocador de los dos poetas españoles con la radical y
vigorosa síntesis vallejiana. Ni la sintaxis ordenada de los primeros, su
necesaria explicación, con el vértigo interior (y corporal también) que el
verso de Vallejo registra en su ritmo quebrado y en su amalgama temporal, donde
la alteración de las categorías gramaticales actúa muy eficazmente. En Caballero
Bonaldo y en Hierro, una imagen inalterada y preservada, el lenguaje con sus
recursos dados dispuestos para su uso. Porque - como explica Gaëtan Picon - “la
existencia oral de la palabra no se cambia en existencia escritural sino a
condición de que la intuición y la fascinación de ese orden específico
intervenga. Es la sintaxis lo que cuenta, no el vocabulario”. No el simple uso
de las fórmulas - añadiría yo - sino la forma en que tales recursos originan,
en tanto que voz personalizada, una consciente alteración del ritmo verbal y
versal.
Y en los años sesenta, más
distancia y más desconocimiento, si cabe. Aunque seguían presentes los mismos
nombres, tampoco servieron para que una escritura poética, en trance de
renovación, confrontara sus posibilidades con las que, por esos años, mostraban
los poetas hispanoamericanos como nuevo principio crítico de una vanguardia
petrificada. Nuestra poesía fue incapaz de abandonar su discurso moral y
narrativo, empeñada en la fidelidad a una sola tradición, a una sola memoria:
la bondad machadiana y el erróneo
sentido rupturista que se adjudicó a la generación del 27 (tampoco se
plantearon entonces los interrogantes necesarios acerca de esto), hizo que la
entonces nueva poesía española se encerrase en sí misma y se repitiese
indefinidamente. Quizá el abordaje crítico que protagoniza José ángel Valente
sobre la poesía de César Vallejo fuera augurio de su posterior acercamiento a
(y entendimiento de) la poesía de Emilio Adolfo Westphalen. [5] E igualmente reveladora puede ser la
opinión de Claudio Rodríguez quien, en 1963, dice entender como más completo
“un poema destartalado de César Vallejo que la mayoría de los poemas
aparentemente disciplinados que hoy se publican con semejantes aspiraciones”.
Así habla un poeta cuya raigambre castellana, y tradicional, cuya concepción
exhortativa del poema, no son obstáculos para ese sugerente diálogo que
establece con la otra voz que Vallejo había introducido en nuestra lengua, y
precisamente desde la agitación de la oralidad (“Aquí no estoy. Madre, ésta no
es mi cama. / ¡Pero si es la de todos, si es la dura / pero con hoyo! Tierra.
¿Y quién la hizo / tan mal todo este tiempo, madre mía?”, escribe Claudio
Rodríguez en Conjuros, 1958), sin
necesidad de hacer dejación de la propia identidad: entendiéndola en aquélla, a
través de aquélla.
Con el lanzamiento editorial de
los novísimos, [6] se operó una consciente suplantación; y por ello supuso, en
tanto que imprescindible renovación para la poesía española, una verdadera
falacia. El culturalismo con el cual venían avalados estos poetas (y que sus
descendientes inmediatos adoptarán como dogma de fe) fue - éste sí - disfraz,
afeite, cosmética; pero no en el sentido en que se apresuró a subrayar la crítica
de entonces: en lugar de renovar (o remover siquiera) una lengua poética
estancada, edulcoraron la temporalidad discursiva que venía lastrándola desde
su principio moderno, e insistieron en una reiterativa sentimentalidad doliente
de la memoria, con una estética más bien engañosa por lo superficial, pues no
dependía de la lengua misma y de sus necesidades, sino que era producto de una
imposición cultural. Brillantez, sí; pero no iluminación; y mucho menos
fundación. La supuesta agresión a las formas convencionales de nuestra poesía,
pronto se descubrió que no alteraba lo más mínimo el sistema expresivo de la
lengua, pues la opaca configuración de aquella imaginería regresaba - una y
otra vez - a un estereotipo de belleza poética ya caduco. Los poetas jóvenes de
entonces renovaron una cierta fe en el principio modernista, pero no asumieron
las consecuencias de aquella inauguración: su exquisitez (acogida a la tímida
aproximación vanguardista del 27) no se quiso contaminar con la turbulencia
oral de César Vallejo (a quien seguían recibiendo deformado, por la actitud de
sus predecesores); los obligó a bordear el caudaloso río de la poética
nerudiana, por temor a caer en su declarada impureza poética (también la imagen
del chileno condicionada por lo que de él había interesado a los poetas de
posguerra); los condujo hasta el espacio poético de Octavio Paz, [7] en donde se reproducía aquel
sincretismo cosmopolita que alimentara - desde sus comienzos - a la poesía
hispanoamericana, y desde donde todo eso (nueva excentricidad también)
irradiaba: en la escritura de Paz habitaban - perfecta sincronía - las dos
líneas de la tradición hispánica, ambas vueltas, en diálogo fructífero, hacia
el discurrir de la poesía de otras lenguas, desde el simbolismo a las vanguardias; allí coincidía también la
deslumbrante presencia de la poesía oriental… Tal riqueza sedujo muy pronto a
nuestros poetas, y por intermedio del Octavio Paz poeta, y del Octavio Paz
crítico, hicieron suya aquella vocación cosmopolita.
Pero acabaron entronizando al
escritor mexicano, y siendo presas - en consecuencia- del atractivo de sus
recursos, antes que escribir partiendo de sus más luminosas propuestas: no hubo
diálogo tampoco con aquella escritura; se prefirió una ciega e incondicional
(también más cómoda) sumisión a su escritura. O incorporan, sin más, la
imaginería deslumbrante que descubrieron en Baudelaire, Eliot o Pessoa; o
traducen la obsesión paciana porque la escritura genere su propia crítica en
una narración del sentido revelador,
transparente, que el poema comporta, para dar más tarde - estragos del
entusiasmo con que se asomaron a Mallarmé, a Pound o a Stevens - en lo que se
denominaría poética del silencio,
resolviendo aquella crítica en negación de la palabra, nunca en revulsivo para
un cambio. O, en fin, insisten en la limitada gama tonal dentro de la cual se
mueve la poética de Octavio Paz, aprovechándola para abundar - y justificar,
con la protección de su autoridad - en aquella comodidad discursiva que
decíamos.
Durante esos años setenta
(curiosidad hacia Hispanoamérica, tras la revolución cubana), se publicaron
sucesiva y abundantemente libros de los poetas americanos más representativos
del tiempo; incluso, se recuperó algún nombre del último plazo de las
vanguardias: desde Oliverio Girondo y Lezama Lima hasta Antonio Cisneros o José
Kozer; desde Enrique Molina y Gonzalo Rojas hasta Heberto Padilla o Alejandra
Pizarnik; desde Ernesto Cardenal y Roberto Juarroz hasta Roque Dalton o
Fernández Retamar; desde Sebastián Salazar Bondy y Alvaro Mutis hasta Juan
Gelman, Enrique Lihn, Nicanor Parra o Jorge Enrique Adoum… Pero muy poco habría
de significar todo esto. Los más jóvenes y activos poetas de la Península
eludieron toda confrontación con Lezama Lima, por ejemplo. Si algún conato de
acercamiento hubo, poco se entendió que el escritor cubano - en mayor medida
que Octavio Paz y, sin duda, arriesgando más - era también un centro
irradiante; su escritura - de verdad excéntrica - arraigaba en el barroco
gongorino y, atravesando la compleja poética juanramoniana, desembocaba (y se
prolongaba) en la “continuidad sensorial de una lengua de las equivalencias
(figuras de aprehensión y rotación), así como en la apertura especulativa que
otorga a la palabra e1 poder de un conocimiento” por decirlo con palabras de
Julio Ortega. No en vano, Lezama - al tiempo que desarrollaba esa tradición de
su lengua - había llegado críticamente hasta el territorio mallarmeano del
silencio, hasta la violencia existencial que desmembraría la escritura de
Rimbaud. Y lo hizo - además - superando aquellas fórmulas; es decir, no
usándolas, sometiendo su lengua - que es la nuestra - a una purga similar,
desde un fructífero diálogo. Era la del cubano una fe poética y por eso
desembocaría en una conversión, en
una forma de descifrarnos como
habitantes de una misma palabra. En la extrañeza ante el propio idioma seguía
estando la razón de esa imposibilidad española: en vez de encarar la cuestión
preguntándose qué más podría obligarle a decir a su lengua, el poeta peninsular
prefirió seguir usando de ella como
de un instrumento acabado en sí mismo; puede que apure el fraseo, puede que
aproveche algún recurso de ingenio: nunca la lengua como experiencia, como
vida, nunca la poesía como conversión
- con limitarse a escribirla resulta suficiente.
Pasó igualmente desapercibida
(cuánto bien hubiese hecho a nuestra retórica discursiva) la invención
narrativa y la memoria inmemorial con que Enrique Molina cumple ese viaje por
su biografía y por su experiencia, que configura su obra toda: lo conceptual
deja paso a una sucesión metamórfica de imágenes atraídas hacia su centro por
una particular incoherencia, movidas en su caminar por la búsqueda de un vacío
previo, por la necesidad de retorno a un estado primordial: en lugar de memoria
y melancolía, conocimiento alucinado, un “estado de furor”. Y nada se supo
tampoco ni de la renuncia a la palabra y al objeto (construcción de lo
invisible, de su plenitud sólo revelada por una imaginación subversiva) que
César Moro bebió en el surrealismo, ni de la juiciosa ironía con la cual
Joaquín Pasos acometería (primeros años cuarenta) la crítica de la vanguardia con sus propios recursos
expresivos. ¿Qué noticia hubo de Javier Sologuren, o de Jorge E. Eielson, o de
Juan Liscano? ¿Qué de Fernando Charry Lara o Cintio Vitier…? Un imprescindible
ensayo de este último, publicado en Madrid, pasaría absolutamente
desapercibido. Qué importaban esas presencias, qué repercusión habría de
producir esta multiplicada publicación entre nosotros de los herederos de la
vanguardia hispanoamericana, si la poesía peninsular continuaba empeñada en su
caduca sentimentalidad cernudiana (al parecer, su única voz) o en una amanerada
reproducción de la retórica aleixandrina o en su tono trascendente y su ritmo
envarado. Nada puede extrañarnos, por lo tanto, el destino final de los novísimos: desde la confesada
integración que derivaría “en un cierto neoclasicismo”, como advierte Molina
Foix, hasta la manera vulgar, carente de intuición iluminadora, del último
Gimferrer; desde el gastado sentimentalismo discursivo con trasfondo moral que
repite Guillermo Carnero hasta el forzado ejercicio métrico (pero no rítmico; y
por ello ni crítico ni dialogante con la tradición) que intenta Jaime Siles en
sus últimos poemas, contrariando así su más genuina voz, su más luminoso hallazgo.
Agudos teorizadores todos; pero nunca creadores de lenguaje.
Llegados a este punto,
permítanseme dos anécdotas personales. En 1983 presenté, a la editorial
Espasa-Calpe, el proyecto de una antología de poetas hispanoamericanos de las -
por entonces - últimas generaciones. Aunque la antología se publicó poco
después, hubo de sufrir ciertas modificaciones ante la reacción de los
responsables de la edición: su perplejidad inicial se trocó en decepción al
entender - como dijeron - que no había “ningún nombre conocido”. Sin embargo,
entre Juan Liscano (1915) y Juan G. Cobo Borda (1948), allí figuraban Gonzalo
Rojas y Javier Sologuren, Cintio Vitier y Roberto Juarroz, Carlos G. Belli y
Alvaro Mutis, Enrique Lihn y Juan Gelman, Ernesto Mejía Sánchez y Jaime
Sabines, Roque Dalton y Luis A. Crespo, José Emilio Pacheco y José Kozer, Pedro
Shimose y Antonio Cisneros. Autores, todos, de obra abundante y sobresaliente,
y en su mayoría editados en España diez años atrás… En 1990, y para su
publicación en una conocida revista literaria de Madrid, preparé una serie de
textos poéticos hispanoamericanos sobre los cuales, a una propuesta de lectura
hecha por mí, contestaban los propios autores con una reflexión sobre mis
aproximaciones. La dirección de la revista reaccionó de igual manera que mis
editores de 1983: ante el nombre de Javier Sologuren (nacido en 1921 y con más
de veinte títulos publicados) dijeron: “Hemos de confesar nuestra ignorancia,
pero es la primera vez que oímos este nombre”. El proyecto, en esta ocasión, no
llegó a publicarse.
Algo más que anécdotas, si
tenemos en cuenta que 1a poesía española de los ochenta (al menos, la que se ve
y se pregona) se ha encerrado cada vez más en sí misma, y se ha aplicado a una aburrida reiteración de ciertos ecos que le
llegan desde dentro y desde sus más inmediatos antecedentes (un 27 mal leído y
peor asimilado, un Cernuda de tercera mano, una experiencia que es anécdota
vulgar, un coloquialismo que es mera fórmula y no ritmo renovado); una poesía
ajena a su doble tradición contemporánea y, por supuesto, negada al diálogo con
esas otras voces que - desde la misma lengua - le hablan. Si han de referirse a
los poetas hispanoamericanos, apenas repiten por rutina los nombres de Borges,
de Neruda, de Paz; cuando no - atrevimiento de la ignorancia - dicen
interesarse por César Vallejo a causa de “las geniales intuiciones técnicas que
muestra de vez en cuando”, pero entienden su obra “frustrada por la incultura y
el compromiso del poeta, que le impidieron llegar a una adecuada teorización de
sus atisbos”. Para estos poetas españoles, la escritura se limita a ser
regurgitación de lo apenas digerido; no se esfuerzan por desarrollar con ella
una crítica (necesaria aún) de su herencia literaria. Desde tales posiciones,
resulta impensable un ejercicio de irreverencia (que lo es de libertad, y de
crítica reveladora) como el que acometen con los clásicos Juan Gelman o Carlos
G. Belli; no se alcanza una depuración verbal y una interrogación sobre el
poema (lectura no hecha, por ejemplo, de Juan Ramón Jiménez) como la que llevan
hasta sus últimas consecuencias Javier Sologuren o Roberto Juarroz; sin una
imprescindible desconfianza ante la lengua, no se desarrollará una abundancia
irónica y trágica, a partes iguales (que es sensualidad gozosa, pero también
religiosa reverencia) como la de José Kozer, vuelto hacia su compatriota Lezama
Lima en atrevida respuesta. Cómo se va a esperar, en la satisfecha escritura de
nuestra poesía última, una auto-negación de la misma como la operada por Jorge
E. Eielson (los españoles más próximos a esta experiencia se hallan
condicionados por la trascendencia reverente, por la retórica o por la broma
ingeniosa). ¿Puede haber, así, un rigor existencial que encare la memoria
personal de forma tan sugeridora, porque en la doblez irónica se alimenta, como
lo hace la poesía de Gonzalo Rojas, nunca mera evocación sentimental? Y ese
riesgo, que es dureza implacable contra sí misma - mente y cuerpo - en Blanca
Varela, ¿podría hallarse entre tanto artificio truculento como nuestras poetas
manejan con general beneplácito?
Para que tales fronteras puedan
cruzarse de modo natural, y para que la presencia en España de la más renovada
(y renovadora) poesía hispanoamericana cumpla su función como elemento agitador
y como propuesta crítica ante la lengua poética común, al poeta español le
cumple asumir un riesgo que ha esquivado reiteradamente desde la inauguración
modernista: no interpretar desde la seguridad, sino hacer que su lectura sea el
“descubrimiento de una actualidad permanente” de la verdadera tradición
hispánica, en su plenitud y en su vigorosa resistencia a la petrificación
histórica. Julio Ortega afirma, con absoluta claridad, que dicha tradición solo
se reconocerá “en la circulación de
sus figuras, en las señales de su cambio,
en la actualidad con que nos
reclama”. Tradición que - en un momento dado - se bifurca y actúa desde sus dos
orígenes de manera simultánea; pero que aún resulta ajena para la experiencia
poética peninsular, mientras que en Hispanoamérica, más allá de ser un hecho
asumido, es decisivo para su constante renovación, desde el momento mismo en
que el mestizaje actúa como conciencia de identidad cultural en la penetrante
mirada de Sor Juana Inés de la Cruz sobre el barroco español; principio nutriente
luego, de forma sucesiva, para los modernistas y para Vallejo, para Neruda, Paz
o Lezama y - sin duda alguna - para todos los poetas hispanoamericanos de los
últimos plazos históricos. Con una importante salvedad: para todos ellos, esa
tradición de la extrañeza, de los
místicos y de Góngora, de Quevedo y de Juan Ramón Jiménez…, escritores que, al
igual que la respuesta de Rojas o Sologuren, Belli o Juarroz, Lihn o Gelman
(por citar solo aquellos en quienes resulta más evidente), no asumen las voces
de su principio poético sin someterlas al contraste del diálogo; no las abordan
desde la sabiduría, las requieren desde la necesidad: no se limitan a usar
ciertas fórmulas expresivas que sus antecesores hubiesen canonizado, actúan
sobre la lengua de forma paralela a como aquellos lo hicieron, sin obligarse a
claudicar ante tal herencia, por influyente que sea.
Y desde la perspectiva crítica,
la clave reside en no seguir explicando
la poesía con la relación simple de su proceso histórico (algo siempre convencional);
importa indagar en la diferencia, descubrir lo que tuvo de necesario cada
articulación histórica y cómo - al actuar sobre la lengua - amplió la capacidad
de esta última para nombrar lo invisible, preservando la identidad de cada una
de las voces que en ese período confluyen y se hablan. No puede seguir la
crítica limitándose a corroborar una forzada igualdad general para cada tramo
de la historia; o - aun peor - empeñándose en la detectación de influencias,
imponiéndolas como enlace lógico entre el tiempo anterior y el inmediato
siguiente. El problema es más complejo. Y por ello la crítica debe imponerse
otra forma de lectura, puesto que, desde el otro lado de nuestra lengua,
nuestra poesía contemporánea nos habla de otra manera y por ello nos exige,
también, oír de otro modo nuestra propia tradición. Leer así nos descubrirá la
trivialidad ambiente y la peligrosa degradación en que se mueve la escritura
peninsular de este momento, incapaz - salvo excepciones - de asumir el
verdadero compromiso de la poesía en tanto que forma literaria: iluminar el
mundo invisible, y hacerlo además desde posiciones radicales. El poeta o es un
converso o no es nada. Hablo del poeta en estado puro, de la poesía como forma
de existencia, pues ése es el convencimiento que mueve al escritor
hispanoamericano ante el ejercicio creador. Por encima de la presión que ejerce
el medio social, superando la limitación impuesta por cada coyuntura histórica,
los poetas hispanoamericanos cuya obra importa de verdad manejan su lengua y afrontan
su compromiso (la poesía) como una forma - la más pura y completa - de
existencia, y como medio - el más luminoso - de conocimiento y reconocimiento.
Esa lectura distinta que
propongo para la moderna poesía hispánica nos permitirá comprender que la
parcelación convencional de épocas y movimientos se halla superada por unas
obras que no se limitan a cumplir las exigencias de cada momento sino que,
dentro de cada situación, generan su propia respuesta. Octavio Paz advierte
cómo la poesía hispanoamericana que inaugura este último medio siglo “en cierto
sentido fue un regreso a la vanguardia. Pero una vanguardia silenciosa,
secreta, desengañada. Una vanguardia otra,
crítica de sí misma y en rebelión solitaria contra la academia en que se había
convertido la primera vanguardia. No se trataba, como en 1920, de inventar,
sino de explorar. E1 territorio que atraía a estos poetas no estaba fuera sino
adentro. Era esa zona donde confluyen lo interior y lo exterior: la zona del
lenguaje”. Testimonio doblemente valioso: por sí mismo, y por serlo de un
testigo que también es parte. Crítica y
rebelión solitaria, nos dice; pero no para restablecer una academia, sino para arriesgarse en esa
zona fronteriza donde el lenguaje es el único protagonista, y alcanzar a través
de él - por medio de su construcción cifrada - ese otro lado que nos descifra.
Llamar a este proceso que nos ha convocado aquí vanguardias tardías puede ser, cuando menos, injusto, siempre que
entendamos bien lo que el testimonio de Octavio Paz simplemente certifica. No
quieren ser vanguardistas estos
escritores; quieren ser poetas. Y saben que serlo implica resistencia ante la
lengua como sistema, y fidelidad a la lengua en tanto que organismo cuyas
funciones vienen determinadas por las voces (formas) que en él confluyen
permanentemente. Lo que como poetas han de decir (e iluminar con su palabra) no
es lo ya dicho, sino lo aún no dicho.
Esa misma lectura distinta, por
ser distinta, nos desvelará el porqué de la escasa dimensión y del agotamiento
evidentes en el último tramo de la poesía española peninsular; nos descubrirá
la trampa de su obligada reverencia a una
tradición a una moral, a un dictado estilístico, y por qué se
rehúsa - una vez y otra - a la desconfianza y a la ironía ante la lengua, por
qué - en fin - el poeta español renuncia a ser el centro, contentándose con
reproducir, en cada momento, ese patrón establecido desde el centro. Nuestra historia de andar por casa (la única que
hemos sabido hacer) insiste, todavía hoy, en el esquema de las generaciones,
tan repetido por (y cómodo para) estudiosos y antólogos, y a él se avienen sin
dudarlo los propios poetas, aunque no lo confiesen (y aún negándolo); así
pueden hablar (unos) y escribir (otros) sin riesgo alguno. Pero en el riesgo
reside, precisamente, la clave de toda poesía que quiera serlo de verdad: el
poeta no se sirve del lenguaje; sirve al lenguaje y lo explora y lo inventa a
cada paso, logrando así - desde el asombro - ver lo invisible, decir lo
inefable. El poeta escribe de espaldas al mundo, de cara a su lado moridor (la expresión, certera, es
de Salazar Bondy): su experiencia se convierte en epifanía; en luz de un principio que es forma, palabra vuelta sobre
el lenguaje para interrogarlo, para contradecirlo. En España siempre se ha
preferido magnificar la figura del poeta (Machado, Lorca, Cernuda) antes que
entender su obra como propuesta de lenguaje (Juan Ramón, Darío, Vallejo), y al
poeta español (las excepciones siempre se han mirado con recelo y algo más) le
cuesta poner en duda su propia escritura; lo desazona la diferencia.
Porque, para establecer ese
diálogo pendiente, y aún difícil, con la poesía hispanoamericana (diálogo
también con nuestra lengua), y para lograr que sea aceptado con normalidad, el
poeta (y el crítico) debe adoptar una posición periférica; una distancia que,
al margen de la geografía, establezca una nueva perspectiva con respecto a
aquel centro único; que desarrolle otra forma de mirar su realidad, de usar su
lengua no negándolas sino obligándose a afrontarlas, sin temor a ver cuanto lo
identifica desde esa nueva posición inversa. Tal distancia genera, en
consecuencia, una excentricidad, un
nuevo movimiento cuyo principio se halla dentro del mismo ámbito que le es
propio. Dialogar con el lenguaje supone no tener miedo a la diferencia, ni
pudor a la hora de ser usuarios de las diversas tradiciones de las que toda
escritura poética es heredera, para abordar posibilidades de expresión siempre
nuevas y hacer que la lengua crezca y se enriquezca. Esa distancia, que es diferencia,
se realiza entre nosotros - desde el principio de la modernidad - en el espacio
atlántico de la lengua española. Allí el escritor demuestra que, para cumplir a
plenitud esa reflexión, ha de imponerse también una renuncia, despojamiento. No
se puede acceder a lo invisible desde la sabiduría. El poeta empieza a serlo
cuando siente el asombro nacido de la experiencia, cuando escribe desde una
ignorancia primordial que concede pureza al acto creador.
Mientras el poeta
hispanoamericano mira en esa dirección, el poeta peninsular cede a los
requerimientos de quienes siguen hablando de la escritura como un bien de utilidad pública (en todos los sentidos
de la expresión). La retórica narrativa de los sentimientos y de la moral ha
sido el dogma de una pretendida poética de la
experiencia, dominante en las últimas décadas. Pagados de no se sabe bien
qué sabiduría, émulos de tanta gloria residual, nuestros poetas insisten hoy en
el amaneramiento de su nueva
sentimentalidad; cegados por la urgencia del éxito (impuesta por la
mediocridad de los tiempos), no participan del “desvelo lúcido al que se llega
sin prisa, por incesante crecimiento”, como explica Gonzalo Rojas. Indiferentes
al compromiso que exige toda conversión,
prefieren poner el lenguaje al servicio de los ecos, antes que ejercitar sus
voces en la disciplina de la diferencia. Existe - eso sí - la apuesta solitaria
de aquellos poetas que - al margen de su edad o de su posible ubicación
histórica [8] - dudan de la
inmediatez moral y de la temporalidad discursiva; con una palabra inaugural
afrontan cada día el poema como espacio ofrecido a la posesión y a la
transgresión del lenguaje, y como tiempo primordial anterior a toda historia:
en ese espacio comulgamos; en ese instante, lo oculto del mundo, de nosotros
mismos, nos será revelado.
NOTAS
1. La primera redacción de este capítulo sirvió de base a la ponencia
presentada en las Jornadas sobre “Las vanguardias tardías hispanoamericanas”,
celebradas en la Universidad Complutense (Madrid, noviembre 1991).
2. En 1927, la primera estancia española de Pablo Neruda pasa
desapercebida. Será en 1934 - en sus contactos con los poetas de la Residencia
de Estudiantes y al fundar la revista Caballo
verde para la poesía - cuando su influencia sea notoria. Un homenaje tributado
a Neruda, frente a Vicente Huidobro, contaría con la adhesión de Gerardo Diego
(siempre que no se mencionara explícitamente al chileno); Juan Larrea y Juan
Ramón Jiménez, sin embargo, declinaron la invitación.
4. Debo advertir que esta década de los años treinta sigue sin ser
explicada con precisión, ni siquiera por la crítica hispanoamericana: aparte de
la coincidencia unánime en la importancia del grupo de Contemporáneos, los poetas más significativos de este tiempo son
sistemáticamente desplazados a otras órbitas de influencia, lo cual desfigura
su personalidad y atenúa la importancia de su posición transformadora y crítica
entre las vanguardias y la posguerra.
4. Desde el ámbito de la erudición académica se suele - falsamente -
pensar (y decir) que la difusión de determinados autores u obras permite
establecer el conocimiento efectivo o posible que de ellos se pueda tener. Ese
tipo de estudios compartidos, sin embargo, se limita (y en ello fía,
incorrectamente) a la estadística, a la rigurosa enumeración de fechas y
ediciones, a la fijación anecdótica de circunstancias, nunca reflexiona sobre
la existencia o no de una verdadera influencia, que no es siempre consecuencia
inmediata de aquella difusión y conocimiento.
5. En 1991 preparó y prologó la edición de la poesía toda de Emilio
Adolfo Westphalen que, con el título Bajo
zarpas de la quimera, publicó Alianza Editorial, en Madrid.
6. La antología Nueve novísimos,
preparada y prologada por José María Castellet, fue publicada por Barral
Editores (Barcelona, 1970). La secuela de su influencia ha permanecido entre
los poetas y críticos españoles de los últimos años, aun cuando nieguen o
cuestionen tal influencia.
7. La primera publicación española de la obra de Octavio Paz fue una
amplia antología titulada La centena
(Barral Editores. Barcelona, 1969).
8. Dentro del discurso habitual de nuestra poesía, mantienen esa
continuidad de la tradición de la extrañeza
poetas como Francisco Pino, Miguel Labordeta o Juan E. Cirlot; Ángel Crespo,
Antonio Gamoneda, Tomás Segovia o Luis Feria; Manuel Padorno, César Simón o
Rafael Soto Vergés; Eugenio Padorno, Aníbal Núñez, Leopoldo María Panero o José
Carlos Cataño. No sólo se sitúan al margen de la normal circulación de las
generaciones: integran su poesía en la órbita de ese diálogo permanente con sus
diversas tradiciones.
Nenhum comentário:
Postar um comentário