segunda-feira, 31 de agosto de 2015

JORGE RODRÍGUEZ PADRÓN | Las vanguardias tardías hispanoamericanas en España


Curiosamente, mi intervención en este Encuentro [1] es la única que hace referencia, en el título, al tema que nos ha convocado: las vanguardias tardías. Debo confesar que esta denominación me inquieta un poco; algo parecido me sucede con el término decadentismo, aplicado, como suele hacerse, a los movimientos inaugurales de la modernidad. Siempre me he preguntado: ¿con respecto a qué se decae, si asistimos al principio fundacional de una riquísima y plural actividad creadora, en las artes y en la literatura, todavía vigente? Ante la propuesta de hoy me asalta idéntica duda: ¿tardías por agotadas; porque ya no responden al impulso vivificador que el término vanguardias tuvo en su origen? Y si sólo se trata de una parcelación cronológica, ¿no implica este calificativo la idea de llegar a destiempo, cuando ya nada (o muy poco) tienen que decir las vanguardias?

Creo que a una y a otra pregunta se respondería si afrontásemos un problema crucial que - todavía hoy - tienen planteado el estudio y la crítica de la modernidad en España, y cuyas repercusiones se manifiestan - no me cabe duda - en la recepción que de ambos fenómenos se ha hecho por parte de esa crítica y, en especial, por parte de la propia escritura poética española, al acercarse a los últimos tramos de la poesía hispanoamericana. Aludo al empeño repetido por leer a los escritores de la modernidad con la misma actitud, y desde idéntica perspectiva, a la utilizada con toda la tradición anterior: buscando un centro y obligando a que en él coincidan, inexcusablemente, las distintas propuestas que fueran apareciendo. Lectura crítica que, apoyada de modo casi exclusivo en la temática, en la cronología o en las influencias, prefiere unificar criterios antes que analizar diferencias; lectura a la cual le resulta más fácil parcelar generaciones, observar rasgos concomitantes, cuando lo significativo del fenómeno estudiado es - precisamente - aquello que distingue a cada escritor, que los hace ser voces de un diálogo plural. Se opta también por resolver (sólo en apariencia) esta cuestión volviendo al criterio de las literaturas nacionales, cuando ya no podemos sustraernos al fundamento cosmopolita que la determina: condición diversa y unánime a la vez del proceso creador; y no impersonalidad, coartada común para desviarnos de la cuestión primordial.

Si desde el modernismo (reduzcámonos al ámbito hispánico) se asiste a un flujo poético caracterizado por una constante capacidad generadora, pues contiene y alimenta su propia conciencia crítica, que es fin y comienzo a un tiempo (fluir proteico, dinamismo metamórfico), las vanguardias no son otra cosa que una de las manifestaciones formales de ese fenómeno plural de la modernidad, resistente por igual a los límites cronológicos que, en tanto movimiento literario, tratan de imponérsele, y a esa falacia de la uniformidad que le obliga a renunciar a su carácter proliferante. Proliferación que sostiene toda la escritura posterior en el tiempo y que la implica en el continuo al cual me he referido, sin renunciar por ello a su condición periférica y a su excentricidad; es decir, a su capacidad para ser otra sin dejar de ser una, a su raigambre crítica e irónica.

¿Por qué seguimos aquí sin entender a plenitud el fenómeno de la literatura en lengua española de América? Precisamente porque nuestra lectura se empecina en no perder la suficiencia hispano-céntrica; porque no se hace desde el convencimiento de que los escritores del otro lado del Atlántico nos responden en nuestra misma lengua, pero devolviéndonosla como nuestra otra voz: no una respuesta, una propuesta de diálogo para, a partir de ella, continuar y completar un discurso creador y crítico que nos compromete a todos. No es ocioso recordar la sorpresa de Rubén Darío (y en cierto modo su dolor), cuando en 1899 comenta la actitud receptora de los escritores y críticos españoles ante todo cuanto suponía exigencia reflexiva, pues se abría a la ruptura y a la novedad: “en todo círculo de jóvenes - escribe - todo se disuelve en chiste, en ocurrencia de más o menos pimienta, o frase caricatural que evita todo movimiento grave”. Pensaríamos que Rubén hablaba por sí mismo; pero en seguida advierte: “a Valle-Inclán mismo le llaman decadente porque escribe de una forma trabajada y pulida de admirable mérito formal (…) todo se toma a guasa”. No desvío la cuestión si aludo a los suspirillos germánicos con que, desdeñosamente, se aludió a la voz de Bécquer, en nuestro irregular romanticismo, o si me remonto en el tiempo hasta el Góngora oscuro que heredamos durante siglos. Tampoco estará de más referirnos a la actitud crítica mostrada por Luis Astrana Marín ante César Vallejo, en 1925 , y que me excuso de transcribir por muy conocida, y por algo de pudor. Y Cansinos Assens nos ha dejado testimonio contundente de la recepción de Vicente Huidobro por parte de “aquellos que ya practicaban el arte avanzado: ‘Eso - decían - está ya hecho’, y repudiaban el creacionismo, no por nuevo, sino por retrasado”. No sobra esta memoria, porque - como espero demostrar más adelante - no han cambiado mucho las cosas, a pesar del tiempo transcurrido.

Una actitud, pues, que no ha sido nueva, y sí causa - entre nosotros - de una lectura equivocada de la modernidad que en Hispanoamérica se funda y desde allí se difunde. Hubo asombro - y temor - ante la irrupción modernista: Machado o Unamuno entendieron peor que Juan Valera el sentido inaugural y cosmopolita de la poética que llegaba a España de la mano de Rubén Darío; demasiado riesgo para quienes la utilidad moral y la reverencia a la temporalidad prevalecían sobre el valor de la forma y sobre la capacidad imaginativa del poeta. Así heredamos un modernismo estereotipado y falso, agotado en fórmulas o temas que en sí mismos se consumían, según la desdeñosa interpretación de la voz y del ritmo, de la línea y del color, como negadores de la sustantiva humanidad que todo poema debía contener y trasmitir. En eso se resumió todo. Nada hubo con Leopoldo Lugones; y mucho menos con Ramón López Velarde o con José María Eguren (¿se han acercado alguna vez los exégetas españoles del modernismo a la obra y significación de estos autores, en la medida en que censuraron los excesos modernistas, o en que trataron de hacer pasar por modernistas forzosos a poetas españoles que ni lo fueron ni quisieron serlo nunca?) Y no es extraño: la obra de los últimos escritores citados recoge la inauguración modernista para desarrollarla, no desde un regreso a lo común cotidiano, sino desde la subversión irónica y desde la apropiación sugestiva del ritmo coloquial (la conversación como ritmo, no como arquetipo), desde el descreimiento hacia el riesgo que ya vislumbra la vanguardia. Como tampoco puede extrañarnos la difícil ubicación (y escasa comprensión) de poetas como Tomás Morales o “Alonso Quesada” en el panorama histórico y crítico del modernismo español: no siguen el modelo hispanoamericano; en él coinciden, desde una problemática paralela resuelta como agresión al lenguaje en tanto que forma y en tanto que ritmo; su condición dialectal - periférica y atlántica - favorece esa singular perspectiva, extraña dentro del limitado modernismo peninsular.

Vicente Huidobro y César Vallejo llegan a España en las primeras décadas del siglo, y toman contacto con nuestra incipiente vanguardia poética, si así puede hablarse de una poesía que no había tenido trato con la modernidad y que, sistemáticamente, negaba la vanguardia, o la miraba con prevención, en tanto que “corriente viva de la poesía contemporánea nuestra”, como afirma Pablo Corbalán. Desde tal actitud, cómo iba a entenderse esta segunda inauguración americana como parte de una tradición también nuestra. De nuevo, sorpresa y asombro; de nuevo, recelo autosuficiente. José Bergamín impulsó y preparó la edición española de Trilce (1930), pero - al redactar su prólogo - no disimuló su desrazón ante un texto que “no tiene - son sus palabras - (…) esa poderosa plenitud dominada y dominadora de la expresión de Rafael Alberti (Sobre los ángeles)”. Juan Larrea, sin embargo, confesará a un dubitativo Gerardo Diego que, ante la lectura de Vicente Huidobro, su reacción fue dar un salto atrevido, y necesario, porque “a partir de ese día empecé a sentirme otro (…) me sumió en una atmósfera de ultramundo [porque] se construía la frase (…) dentro de un ámbito (…) sin tiempo ni lugar, [lo que] presuponía otra especie de existencia, afirmada sobre símbolos extraños a la experiencia humana (…) Sentía yo - concluye - en su modo de ser y de expresarse la presencia de una especie de imaginación neomúndica, libre y abierta a horizontes amplísimos”. Posición que es resultado de un diálogo, de una verdadera reflexión crítica sobre el sentido de la escritura: Larrea no rechaza la novedad, ni se deja vencer por la extrañeza, se propone actuar con ellas y frente a ellas, en igualdad de condiciones.

Si difíciles habían sido las relaciones con la obra de Vallejo y con la de Huidobro, porque los poetas españoles prefirieron acogerse a una tradición (clásica o popular) fácilmente reconocible y cómodamente utilizable, la presencia de Pablo Neruda, poeta de la locuacidad retórica y de la afirmación pasional, [2] concitó inmediato y unánime reconocimiento, acrecentado por su identificación política con los escritores españoles de la República. Quienes, por el contrario, nada supieron (aún hoy siguen siendo materia de estudio para eruditos) de los poetas mexicanos del grupo de Contemporáneos: José Gorostiza, por ejemplo, en cuyo discurso “la conciencia intelectual se inclina fijamente sobre el fluir del lenguaje hasta congelarlo en una dura transparencia”, resulta ajeno y difícil para nuestra cómoda escritura poética. Desconocido Gorostiza; ajeno, igualmente, Emilio Adolfo Westphalen, cuya abundancia interior le permite penetrar en el lenguaje como cuerpo o territorio ofrecido para su exploración y repetido crecimiento. Otro tanto sucede - en nuestro ámbito - con Juan Ramón Jiménez y su poética de la depuración expresiva: por contagio y diálogo con el otro costado, sus libros últimos (y su poema “Espacio”) desdoblaron - y desbordaron - la aparente desnudez de su escritura. Críticos y poetas españoles prefirieron entenderlo como el contrario de Antonio Machado, y censurarlo “a causa de la pérdida de vigencia histórica de la obra que publicó en los últimos veinte años”. [3] ¿Se atrevieron, acaso, a dilucidar el conflictivo tramo final de la obra machadiana?

Así, por buscar tan sólo una cómoda parcelación histórica, o por usar el rasero igualador de las influencias, negando (o eludiendo) el contraste con - y el análisis de - lo renovador y distinto, se prefiere desconocer la presencia de ese otro que nos habla en nuestra propia lengua con acento diverso, sigue sin hacerse la adecuada lectura que exige la poesía hispanoamericana de los últimos cincuenta años. Se me dirá que ediciones ha habido (no han sido muchas; y, desde luego, no las necesarias); el profesor González Boixo acaba de hablarnos de la presencia - constante y abundante de estos poetas en las revistas peninsulares… No creo que tales referencias invaliden mi planteamiento. Que haya libros publicados a su tiempo, que se conozca la existencia de determinados nombres, y hasta que se detecten ciertas influencias (que, estudiadas con atención, sólo afectan a lo circunstancial: temas y fórmulas), no quiere decir que la poesía hispanoamericana haya sido una presencia normal para los poetas españoles y para la crítica de esos poetas; ni, mucho menos, que se haya mantenido con ella una corriente de diálogo y entendimiento ante el proceso formal de la escritura poética contemporánea. [4]

Nada más iniciar el recorrido por el período concreto que nos ocupa, descubrimos que la distancia con respecto a los poetas hispanoamericanos, y el desconocimiento de su obra, es casi total; por muchas noticias y ediciones que tengamos, siempre se repiten los mismos nombres y desde idénticas posiciones críticas. Insisto: me refiero a la integración de la poesía hispanoamericana en el proceso creador de esta ladera; no me refiero a los estudios que sobre los autores puedan hacerse en otros niveles intelectuales. Hasta los mismos años ochenta, sólo Vallejo o Neruda o Nicolás Guillén son los escritores aludidos e imitados (esto, en el peor sentido de la palabra): el Vallejo fácil, ternurista o solidario, efectista y discursivo de los poemas políticos y de la palabra descarnada; el Neruda narrativo y locuaz, el Neruda testimonial; y Nicolás Guillén porque justificaba la identidad con ciertos estereotipos de la poesía popular, y porque confirmaba la utilidad mural y política de la poesía… En un minucioso cotejo temático y formal, Francisco Gutiérrez Carbajo ofrece diversos aspectos de la presencia de César Vallejo en la poesía española de la posguerra civil. Trataré de matizar algunos de los ejemplos por él aducidos, lo que demuestra - a mi entender - ese contacto apenas superficial al que me he referido. Dejo a un lado la voluntariosa coincidencia de contenidos y actitudes personales, morales o políticas; quiero referirme a la ausencia de diálogo en lo que al tratamiento del lenguaje respecta.

Gutiérrez Carbajo habla - entre otras cosas - de las enumeraciones, y cita unos versos de José Hierro: “lagartijas, jaras, erizos, / pintores, nubes, madreselvas, / olas plegadas, amapolas”, y los emparenta con estos otros de Vallejo: “la paz, la abispa, el tacto, las vertientes, / el muerto, los decílitros, el buho”. Enumeración en ambos casos, sí, ¿pero adoptan ambos poetas la misma actitud ante el lenguaje y ante el poema? Hierro no ha ido mucho más allá que Unamuno en aquellos poemas suyos dedicados a ciudades o ríos españoles: una suma de sustantivos confirma la realidad observada (Hierro, incluso, debe acudir al calificativo “plegadas” para ajustar el ritmo del verso), y construye una totalidad lógica. Por el contrario, Vallejo - en su recorrido zigzagueante y dinámico, con esa dispersión intencional - nos lleva, con cada cosa que nombra, a una totalidad diferente, a un discurso distinto; la enumeración vallejiana disgrega la sintaxis y multiplica así el sentido del texto. No tiene reparo en escribir “abispa”, ni en incorporar el sustantivo “decílitros”, una presencia inquietante dentro del conjunto. Tampoco necesita la ayuda del calificativo, redundante y retórico, pues la sacudida de estos versos es esencialmente rítmica. Más adelante, refiriéndose a la antítesis y la paradoja, Gutiérrez Carbajo aporta los siguientes ejemplos de José Manuel Caballero Bonald (“la carne yergue / su gastada mentira hacia el perdido / rastro de verdad, emblema despiadado / de lo que se puede poseer / pasión que muere cuando está naciendo”) y del propio José Hierro (“Próximo el cuerpo, pero / lejana el alma. Cantan / las almas juntas, cuando / los cuerpos se distancian. / Oh, qué luchar, qué angustia, / qué ir y venir del alma / al cuerpo, cómo yerra, / de cuerpo en cuerpo, el alma”) para cotejarlos con éste de César Vallejo (“Oh, siempre, nunca dar con el jamás de tanto siempre”). No se puede comparar el discurso narrativo y evocador de los dos poetas españoles con la radical y vigorosa síntesis vallejiana. Ni la sintaxis ordenada de los primeros, su necesaria explicación, con el vértigo interior (y corporal también) que el verso de Vallejo registra en su ritmo quebrado y en su amalgama temporal, donde la alteración de las categorías gramaticales actúa muy eficazmente. En Caballero Bonaldo y en Hierro, una imagen inalterada y preservada, el lenguaje con sus recursos dados dispuestos para su uso. Porque - como explica Gaëtan Picon - “la existencia oral de la palabra no se cambia en existencia escritural sino a condición de que la intuición y la fascinación de ese orden específico intervenga. Es la sintaxis lo que cuenta, no el vocabulario”. No el simple uso de las fórmulas - añadiría yo - sino la forma en que tales recursos originan, en tanto que voz personalizada, una consciente alteración del ritmo verbal y versal.

Y en los años sesenta, más distancia y más desconocimiento, si cabe. Aunque seguían presentes los mismos nombres, tampoco servieron para que una escritura poética, en trance de renovación, confrontara sus posibilidades con las que, por esos años, mostraban los poetas hispanoamericanos como nuevo principio crítico de una vanguardia petrificada. Nuestra poesía fue incapaz de abandonar su discurso moral y narrativo, empeñada en la fidelidad a una sola tradición, a una sola memoria: la bondad machadiana y el erróneo sentido rupturista que se adjudicó a la generación del 27 (tampoco se plantearon entonces los interrogantes necesarios acerca de esto), hizo que la entonces nueva poesía española se encerrase en sí misma y se repitiese indefinidamente. Quizá el abordaje crítico que protagoniza José ángel Valente sobre la poesía de César Vallejo fuera augurio de su posterior acercamiento a (y entendimiento de) la poesía de Emilio Adolfo Westphalen. [5] E igualmente reveladora puede ser la opinión de Claudio Rodríguez quien, en 1963, dice entender como más completo “un poema destartalado de César Vallejo que la mayoría de los poemas aparentemente disciplinados que hoy se publican con semejantes aspiraciones”. Así habla un poeta cuya raigambre castellana, y tradicional, cuya concepción exhortativa del poema, no son obstáculos para ese sugerente diálogo que establece con la otra voz que Vallejo había introducido en nuestra lengua, y precisamente desde la agitación de la oralidad (“Aquí no estoy. Madre, ésta no es mi cama. / ¡Pero si es la de todos, si es la dura / pero con hoyo! Tierra. ¿Y quién la hizo / tan mal todo este tiempo, madre mía?”, escribe Claudio Rodríguez en Conjuros, 1958), sin necesidad de hacer dejación de la propia identidad: entendiéndola en aquélla, a través de aquélla.

Con el lanzamiento editorial de los novísimos, [6] se operó una consciente suplantación; y por ello supuso, en tanto que imprescindible renovación para la poesía española, una verdadera falacia. El culturalismo con el cual venían avalados estos poetas (y que sus descendientes inmediatos adoptarán como dogma de fe) fue - éste sí - disfraz, afeite, cosmética; pero no en el sentido en que se apresuró a subrayar la crítica de entonces: en lugar de renovar (o remover siquiera) una lengua poética estancada, edulcoraron la temporalidad discursiva que venía lastrándola desde su principio moderno, e insistieron en una reiterativa sentimentalidad doliente de la memoria, con una estética más bien engañosa por lo superficial, pues no dependía de la lengua misma y de sus necesidades, sino que era producto de una imposición cultural. Brillantez, sí; pero no iluminación; y mucho menos fundación. La supuesta agresión a las formas convencionales de nuestra poesía, pronto se descubrió que no alteraba lo más mínimo el sistema expresivo de la lengua, pues la opaca configuración de aquella imaginería regresaba - una y otra vez - a un estereotipo de belleza poética ya caduco. Los poetas jóvenes de entonces renovaron una cierta fe en el principio modernista, pero no asumieron las consecuencias de aquella inauguración: su exquisitez (acogida a la tímida aproximación vanguardista del 27) no se quiso contaminar con la turbulencia oral de César Vallejo (a quien seguían recibiendo deformado, por la actitud de sus predecesores); los obligó a bordear el caudaloso río de la poética nerudiana, por temor a caer en su declarada impureza poética (también la imagen del chileno condicionada por lo que de él había interesado a los poetas de posguerra); los condujo hasta el espacio poético de Octavio Paz, [7] en donde se reproducía aquel sincretismo cosmopolita que alimentara - desde sus comienzos - a la poesía hispanoamericana, y desde donde todo eso (nueva excentricidad también) irradiaba: en la escritura de Paz habitaban - perfecta sincronía - las dos líneas de la tradición hispánica, ambas vueltas, en diálogo fructífero, hacia el discurrir de la poesía de otras lenguas, desde el simbolismo a las vanguardias; allí coincidía también la deslumbrante presencia de la poesía oriental… Tal riqueza sedujo muy pronto a nuestros poetas, y por intermedio del Octavio Paz poeta, y del Octavio Paz crítico, hicieron suya aquella vocación cosmopolita.

Pero acabaron entronizando al escritor mexicano, y siendo presas - en consecuencia- del atractivo de sus recursos, antes que escribir partiendo de sus más luminosas propuestas: no hubo diálogo tampoco con aquella escritura; se prefirió una ciega e incondicional (también más cómoda) sumisión a su escritura. O incorporan, sin más, la imaginería deslumbrante que descubrieron en Baudelaire, Eliot o Pessoa; o traducen la obsesión paciana porque la escritura genere su propia crítica en una narración del sentido revelador, transparente, que el poema comporta, para dar más tarde - estragos del entusiasmo con que se asomaron a Mallarmé, a Pound o a Stevens - en lo que se denominaría poética del silencio, resolviendo aquella crítica en negación de la palabra, nunca en revulsivo para un cambio. O, en fin, insisten en la limitada gama tonal dentro de la cual se mueve la poética de Octavio Paz, aprovechándola para abundar - y justificar, con la protección de su autoridad - en aquella comodidad discursiva que decíamos.

Durante esos años setenta (curiosidad hacia Hispanoamérica, tras la revolución cubana), se publicaron sucesiva y abundantemente libros de los poetas americanos más representativos del tiempo; incluso, se recuperó algún nombre del último plazo de las vanguardias: desde Oliverio Girondo y Lezama Lima hasta Antonio Cisneros o José Kozer; desde Enrique Molina y Gonzalo Rojas hasta Heberto Padilla o Alejandra Pizarnik; desde Ernesto Cardenal y Roberto Juarroz hasta Roque Dalton o Fernández Retamar; desde Sebastián Salazar Bondy y Alvaro Mutis hasta Juan Gelman, Enrique Lihn, Nicanor Parra o Jorge Enrique Adoum… Pero muy poco habría de significar todo esto. Los más jóvenes y activos poetas de la Península eludieron toda confrontación con Lezama Lima, por ejemplo. Si algún conato de acercamiento hubo, poco se entendió que el escritor cubano - en mayor medida que Octavio Paz y, sin duda, arriesgando más - era también un centro irradiante; su escritura - de verdad excéntrica - arraigaba en el barroco gongorino y, atravesando la compleja poética juanramoniana, desembocaba (y se prolongaba) en la “continuidad sensorial de una lengua de las equivalencias (figuras de aprehensión y rotación), así como en la apertura especulativa que otorga a la palabra e1 poder de un conocimiento” por decirlo con palabras de Julio Ortega. No en vano, Lezama - al tiempo que desarrollaba esa tradición de su lengua - había llegado críticamente hasta el territorio mallarmeano del silencio, hasta la violencia existencial que desmembraría la escritura de Rimbaud. Y lo hizo - además - superando aquellas fórmulas; es decir, no usándolas, sometiendo su lengua - que es la nuestra - a una purga similar, desde un fructífero diálogo. Era la del cubano una fe poética y por eso desembocaría en una conversión, en una forma de descifrarnos como habitantes de una misma palabra. En la extrañeza ante el propio idioma seguía estando la razón de esa imposibilidad española: en vez de encarar la cuestión preguntándose qué más podría obligarle a decir a su lengua, el poeta peninsular prefirió seguir usando de ella como de un instrumento acabado en sí mismo; puede que apure el fraseo, puede que aproveche algún recurso de ingenio: nunca la lengua como experiencia, como vida, nunca la poesía como conversión - con limitarse a escribirla resulta suficiente.

Pasó igualmente desapercibida (cuánto bien hubiese hecho a nuestra retórica discursiva) la invención narrativa y la memoria inmemorial con que Enrique Molina cumple ese viaje por su biografía y por su experiencia, que configura su obra toda: lo conceptual deja paso a una sucesión metamórfica de imágenes atraídas hacia su centro por una particular incoherencia, movidas en su caminar por la búsqueda de un vacío previo, por la necesidad de retorno a un estado primordial: en lugar de memoria y melancolía, conocimiento alucinado, un “estado de furor”. Y nada se supo tampoco ni de la renuncia a la palabra y al objeto (construcción de lo invisible, de su plenitud sólo revelada por una imaginación subversiva) que César Moro bebió en el surrealismo, ni de la juiciosa ironía con la cual Joaquín Pasos acometería (primeros años cuarenta) la crítica de la vanguardia con sus propios recursos expresivos. ¿Qué noticia hubo de Javier Sologuren, o de Jorge E. Eielson, o de Juan Liscano? ¿Qué de Fernando Charry Lara o Cintio Vitier…? Un imprescindible ensayo de este último, publicado en Madrid, pasaría absolutamente desapercibido. Qué importaban esas presencias, qué repercusión habría de producir esta multiplicada publicación entre nosotros de los herederos de la vanguardia hispanoamericana, si la poesía peninsular continuaba empeñada en su caduca sentimentalidad cernudiana (al parecer, su única voz) o en una amanerada reproducción de la retórica aleixandrina o en su tono trascendente y su ritmo envarado. Nada puede extrañarnos, por lo tanto, el destino final de los novísimos: desde la confesada integración que derivaría “en un cierto neoclasicismo”, como advierte Molina Foix, hasta la manera vulgar, carente de intuición iluminadora, del último Gimferrer; desde el gastado sentimentalismo discursivo con trasfondo moral que repite Guillermo Carnero hasta el forzado ejercicio métrico (pero no rítmico; y por ello ni crítico ni dialogante con la tradición) que intenta Jaime Siles en sus últimos poemas, contrariando así su más genuina voz, su más luminoso hallazgo. Agudos teorizadores todos; pero nunca creadores de lenguaje.

Llegados a este punto, permítanseme dos anécdotas personales. En 1983 presenté, a la editorial Espasa-Calpe, el proyecto de una antología de poetas hispanoamericanos de las - por entonces - últimas generaciones. Aunque la antología se publicó poco después, hubo de sufrir ciertas modificaciones ante la reacción de los responsables de la edición: su perplejidad inicial se trocó en decepción al entender - como dijeron - que no había “ningún nombre conocido”. Sin embargo, entre Juan Liscano (1915) y Juan G. Cobo Borda (1948), allí figuraban Gonzalo Rojas y Javier Sologuren, Cintio Vitier y Roberto Juarroz, Carlos G. Belli y Alvaro Mutis, Enrique Lihn y Juan Gelman, Ernesto Mejía Sánchez y Jaime Sabines, Roque Dalton y Luis A. Crespo, José Emilio Pacheco y José Kozer, Pedro Shimose y Antonio Cisneros. Autores, todos, de obra abundante y sobresaliente, y en su mayoría editados en España diez años atrás… En 1990, y para su publicación en una conocida revista literaria de Madrid, preparé una serie de textos poéticos hispanoamericanos sobre los cuales, a una propuesta de lectura hecha por mí, contestaban los propios autores con una reflexión sobre mis aproximaciones. La dirección de la revista reaccionó de igual manera que mis editores de 1983: ante el nombre de Javier Sologuren (nacido en 1921 y con más de veinte títulos publicados) dijeron: “Hemos de confesar nuestra ignorancia, pero es la primera vez que oímos este nombre”. El proyecto, en esta ocasión, no llegó a publicarse.

Algo más que anécdotas, si tenemos en cuenta que 1a poesía española de los ochenta (al menos, la que se ve y se pregona) se ha encerrado cada vez más en sí misma, y se ha aplicado a una aburrida reiteración de ciertos ecos que le llegan desde dentro y desde sus más inmediatos antecedentes (un 27 mal leído y peor asimilado, un Cernuda de tercera mano, una experiencia que es anécdota vulgar, un coloquialismo que es mera fórmula y no ritmo renovado); una poesía ajena a su doble tradición contemporánea y, por supuesto, negada al diálogo con esas otras voces que - desde la misma lengua - le hablan. Si han de referirse a los poetas hispanoamericanos, apenas repiten por rutina los nombres de Borges, de Neruda, de Paz; cuando no - atrevimiento de la ignorancia - dicen interesarse por César Vallejo a causa de “las geniales intuiciones técnicas que muestra de vez en cuando”, pero entienden su obra “frustrada por la incultura y el compromiso del poeta, que le impidieron llegar a una adecuada teorización de sus atisbos”. Para estos poetas españoles, la escritura se limita a ser regurgitación de lo apenas digerido; no se esfuerzan por desarrollar con ella una crítica (necesaria aún) de su herencia literaria. Desde tales posiciones, resulta impensable un ejercicio de irreverencia (que lo es de libertad, y de crítica reveladora) como el que acometen con los clásicos Juan Gelman o Carlos G. Belli; no se alcanza una depuración verbal y una interrogación sobre el poema (lectura no hecha, por ejemplo, de Juan Ramón Jiménez) como la que llevan hasta sus últimas consecuencias Javier Sologuren o Roberto Juarroz; sin una imprescindible desconfianza ante la lengua, no se desarrollará una abundancia irónica y trágica, a partes iguales (que es sensualidad gozosa, pero también religiosa reverencia) como la de José Kozer, vuelto hacia su compatriota Lezama Lima en atrevida respuesta. Cómo se va a esperar, en la satisfecha escritura de nuestra poesía última, una auto-negación de la misma como la operada por Jorge E. Eielson (los españoles más próximos a esta experiencia se hallan condicionados por la trascendencia reverente, por la retórica o por la broma ingeniosa). ¿Puede haber, así, un rigor existencial que encare la memoria personal de forma tan sugeridora, porque en la doblez irónica se alimenta, como lo hace la poesía de Gonzalo Rojas, nunca mera evocación sentimental? Y ese riesgo, que es dureza implacable contra sí misma - mente y cuerpo - en Blanca Varela, ¿podría hallarse entre tanto artificio truculento como nuestras poetas manejan con general beneplácito?
Para que tales fronteras puedan cruzarse de modo natural, y para que la presencia en España de la más renovada (y renovadora) poesía hispanoamericana cumpla su función como elemento agitador y como propuesta crítica ante la lengua poética común, al poeta español le cumple asumir un riesgo que ha esquivado reiteradamente desde la inauguración modernista: no interpretar desde la seguridad, sino hacer que su lectura sea el “descubrimiento de una actualidad permanente” de la verdadera tradición hispánica, en su plenitud y en su vigorosa resistencia a la petrificación histórica. Julio Ortega afirma, con absoluta claridad, que dicha tradición solo se reconocerá “en la circulación de sus figuras, en las señales de su cambio, en la actualidad con que nos reclama”. Tradición que - en un momento dado - se bifurca y actúa desde sus dos orígenes de manera simultánea; pero que aún resulta ajena para la experiencia poética peninsular, mientras que en Hispanoamérica, más allá de ser un hecho asumido, es decisivo para su constante renovación, desde el momento mismo en que el mestizaje actúa como conciencia de identidad cultural en la penetrante mirada de Sor Juana Inés de la Cruz sobre el barroco español; principio nutriente luego, de forma sucesiva, para los modernistas y para Vallejo, para Neruda, Paz o Lezama y - sin duda alguna - para todos los poetas hispanoamericanos de los últimos plazos históricos. Con una importante salvedad: para todos ellos, esa tradición de la extrañeza, de los místicos y de Góngora, de Quevedo y de Juan Ramón Jiménez…, escritores que, al igual que la respuesta de Rojas o Sologuren, Belli o Juarroz, Lihn o Gelman (por citar solo aquellos en quienes resulta más evidente), no asumen las voces de su principio poético sin someterlas al contraste del diálogo; no las abordan desde la sabiduría, las requieren desde la necesidad: no se limitan a usar ciertas fórmulas expresivas que sus antecesores hubiesen canonizado, actúan sobre la lengua de forma paralela a como aquellos lo hicieron, sin obligarse a claudicar ante tal herencia, por influyente que sea.

Y desde la perspectiva crítica, la clave reside en no seguir explicando la poesía con la relación simple de su proceso histórico (algo siempre convencional); importa indagar en la diferencia, descubrir lo que tuvo de necesario cada articulación histórica y cómo - al actuar sobre la lengua - amplió la capacidad de esta última para nombrar lo invisible, preservando la identidad de cada una de las voces que en ese período confluyen y se hablan. No puede seguir la crítica limitándose a corroborar una forzada igualdad general para cada tramo de la historia; o - aun peor - empeñándose en la detectación de influencias, imponiéndolas como enlace lógico entre el tiempo anterior y el inmediato siguiente. El problema es más complejo. Y por ello la crítica debe imponerse otra forma de lectura, puesto que, desde el otro lado de nuestra lengua, nuestra poesía contemporánea nos habla de otra manera y por ello nos exige, también, oír de otro modo nuestra propia tradición. Leer así nos descubrirá la trivialidad ambiente y la peligrosa degradación en que se mueve la escritura peninsular de este momento, incapaz - salvo excepciones - de asumir el verdadero compromiso de la poesía en tanto que forma literaria: iluminar el mundo invisible, y hacerlo además desde posiciones radicales. El poeta o es un converso o no es nada. Hablo del poeta en estado puro, de la poesía como forma de existencia, pues ése es el convencimiento que mueve al escritor hispanoamericano ante el ejercicio creador. Por encima de la presión que ejerce el medio social, superando la limitación impuesta por cada coyuntura histórica, los poetas hispanoamericanos cuya obra importa de verdad manejan su lengua y afrontan su compromiso (la poesía) como una forma - la más pura y completa - de existencia, y como medio - el más luminoso - de conocimiento y reconocimiento.

Esa lectura distinta que propongo para la moderna poesía hispánica nos permitirá comprender que la parcelación convencional de épocas y movimientos se halla superada por unas obras que no se limitan a cumplir las exigencias de cada momento sino que, dentro de cada situación, generan su propia respuesta. Octavio Paz advierte cómo la poesía hispanoamericana que inaugura este último medio siglo “en cierto sentido fue un regreso a la vanguardia. Pero una vanguardia silenciosa, secreta, desengañada. Una vanguardia otra, crítica de sí misma y en rebelión solitaria contra la academia en que se había convertido la primera vanguardia. No se trataba, como en 1920, de inventar, sino de explorar. E1 territorio que atraía a estos poetas no estaba fuera sino adentro. Era esa zona donde confluyen lo interior y lo exterior: la zona del lenguaje”. Testimonio doblemente valioso: por sí mismo, y por serlo de un testigo que también es parte. Crítica y rebelión solitaria, nos dice; pero no para restablecer una academia, sino para arriesgarse en esa zona fronteriza donde el lenguaje es el único protagonista, y alcanzar a través de él - por medio de su construcción cifrada - ese otro lado que nos descifra. Llamar a este proceso que nos ha convocado aquí vanguardias tardías puede ser, cuando menos, injusto, siempre que entendamos bien lo que el testimonio de Octavio Paz simplemente certifica. No quieren ser vanguardistas estos escritores; quieren ser poetas. Y saben que serlo implica resistencia ante la lengua como sistema, y fidelidad a la lengua en tanto que organismo cuyas funciones vienen determinadas por las voces (formas) que en él confluyen permanentemente. Lo que como poetas han de decir (e iluminar con su palabra) no es lo ya dicho, sino lo aún no dicho.

Esa misma lectura distinta, por ser distinta, nos desvelará el porqué de la escasa dimensión y del agotamiento evidentes en el último tramo de la poesía española peninsular; nos descubrirá la trampa de su obligada reverencia a una tradición a una moral, a un dictado estilístico, y por qué se rehúsa - una vez y otra - a la desconfianza y a la ironía ante la lengua, por qué - en fin - el poeta español renuncia a ser el centro, contentándose con reproducir, en cada momento, ese patrón establecido desde el centro. Nuestra historia de andar por casa (la única que hemos sabido hacer) insiste, todavía hoy, en el esquema de las generaciones, tan repetido por (y cómodo para) estudiosos y antólogos, y a él se avienen sin dudarlo los propios poetas, aunque no lo confiesen (y aún negándolo); así pueden hablar (unos) y escribir (otros) sin riesgo alguno. Pero en el riesgo reside, precisamente, la clave de toda poesía que quiera serlo de verdad: el poeta no se sirve del lenguaje; sirve al lenguaje y lo explora y lo inventa a cada paso, logrando así - desde el asombro - ver lo invisible, decir lo inefable. El poeta escribe de espaldas al mundo, de cara a su lado moridor (la expresión, certera, es de Salazar Bondy): su experiencia se convierte en epifanía; en luz de un principio que es forma, palabra vuelta sobre el lenguaje para interrogarlo, para contradecirlo. En España siempre se ha preferido magnificar la figura del poeta (Machado, Lorca, Cernuda) antes que entender su obra como propuesta de lenguaje (Juan Ramón, Darío, Vallejo), y al poeta español (las excepciones siempre se han mirado con recelo y algo más) le cuesta poner en duda su propia escritura; lo desazona la diferencia.

Porque, para establecer ese diálogo pendiente, y aún difícil, con la poesía hispanoamericana (diálogo también con nuestra lengua), y para lograr que sea aceptado con normalidad, el poeta (y el crítico) debe adoptar una posición periférica; una distancia que, al margen de la geografía, establezca una nueva perspectiva con respecto a aquel centro único; que desarrolle otra forma de mirar su realidad, de usar su lengua no negándolas sino obligándose a afrontarlas, sin temor a ver cuanto lo identifica desde esa nueva posición inversa. Tal distancia genera, en consecuencia, una excentricidad, un nuevo movimiento cuyo principio se halla dentro del mismo ámbito que le es propio. Dialogar con el lenguaje supone no tener miedo a la diferencia, ni pudor a la hora de ser usuarios de las diversas tradiciones de las que toda escritura poética es heredera, para abordar posibilidades de expresión siempre nuevas y hacer que la lengua crezca y se enriquezca. Esa distancia, que es diferencia, se realiza entre nosotros - desde el principio de la modernidad - en el espacio atlántico de la lengua española. Allí el escritor demuestra que, para cumplir a plenitud esa reflexión, ha de imponerse también una renuncia, despojamiento. No se puede acceder a lo invisible desde la sabiduría. El poeta empieza a serlo cuando siente el asombro nacido de la experiencia, cuando escribe desde una ignorancia primordial que concede pureza al acto creador.
Mientras el poeta hispanoamericano mira en esa dirección, el poeta peninsular cede a los requerimientos de quienes siguen hablando de la escritura como un bien de utilidad pública (en todos los sentidos de la expresión). La retórica narrativa de los sentimientos y de la moral ha sido el dogma de una pretendida poética de la experiencia, dominante en las últimas décadas. Pagados de no se sabe bien qué sabiduría, émulos de tanta gloria residual, nuestros poetas insisten hoy en el amaneramiento de su nueva sentimentalidad; cegados por la urgencia del éxito (impuesta por la mediocridad de los tiempos), no participan del “desvelo lúcido al que se llega sin prisa, por incesante crecimiento”, como explica Gonzalo Rojas. Indiferentes al compromiso que exige toda conversión, prefieren poner el lenguaje al servicio de los ecos, antes que ejercitar sus voces en la disciplina de la diferencia. Existe - eso sí - la apuesta solitaria de aquellos poetas que - al margen de su edad o de su posible ubicación histórica [8] - dudan de la inmediatez moral y de la temporalidad discursiva; con una palabra inaugural afrontan cada día el poema como espacio ofrecido a la posesión y a la transgresión del lenguaje, y como tiempo primordial anterior a toda historia: en ese espacio comulgamos; en ese instante, lo oculto del mundo, de nosotros mismos, nos será revelado.

NOTAS
1. La primera redacción de este capítulo sirvió de base a la ponencia presentada en las Jornadas sobre “Las vanguardias tardías hispanoamericanas”, celebradas en la Universidad Complutense (Madrid, noviembre 1991).
2. En 1927, la primera estancia española de Pablo Neruda pasa desapercebida. Será en 1934 - en sus contactos con los poetas de la Residencia de Estudiantes y al fundar la revista Caballo verde para la poesía - cuando su influencia sea notoria. Un homenaje tributado a Neruda, frente a Vicente Huidobro, contaría con la adhesión de Gerardo Diego (siempre que no se mencionara explícitamente al chileno); Juan Larrea y Juan Ramón Jiménez, sin embargo, declinaron la invitación.
4. Debo advertir que esta década de los años treinta sigue sin ser explicada con precisión, ni siquiera por la crítica hispanoamericana: aparte de la coincidencia unánime en la importancia del grupo de Contemporáneos, los poetas más significativos de este tiempo son sistemáticamente desplazados a otras órbitas de influencia, lo cual desfigura su personalidad y atenúa la importancia de su posición transformadora y crítica entre las vanguardias y la posguerra.
4. Desde el ámbito de la erudición académica se suele - falsamente - pensar (y decir) que la difusión de determinados autores u obras permite establecer el conocimiento efectivo o posible que de ellos se pueda tener. Ese tipo de estudios compartidos, sin embargo, se limita (y en ello fía, incorrectamente) a la estadística, a la rigurosa enumeración de fechas y ediciones, a la fijación anecdótica de circunstancias, nunca reflexiona sobre la existencia o no de una verdadera influencia, que no es siempre consecuencia inmediata de aquella difusión y conocimiento.
5. En 1991 preparó y prologó la edición de la poesía toda de Emilio Adolfo Westphalen que, con el título Bajo zarpas de la quimera, publicó Alianza Editorial, en Madrid.
6. La antología Nueve novísimos, preparada y prologada por José María Castellet, fue publicada por Barral Editores (Barcelona, 1970). La secuela de su influencia ha permanecido entre los poetas y críticos españoles de los últimos años, aun cuando nieguen o cuestionen tal influencia.
7. La primera publicación española de la obra de Octavio Paz fue una amplia antología titulada La centena (Barral Editores. Barcelona, 1969).
8. Dentro del discurso habitual de nuestra poesía, mantienen esa continuidad de la tradición de la extrañeza poetas como Francisco Pino, Miguel Labordeta o Juan E. Cirlot; Ángel Crespo, Antonio Gamoneda, Tomás Segovia o Luis Feria; Manuel Padorno, César Simón o Rafael Soto Vergés; Eugenio Padorno, Aníbal Núñez, Leopoldo María Panero o José Carlos Cataño. No sólo se sitúan al margen de la normal circulación de las generaciones: integran su poesía en la órbita de ese diálogo permanente con sus diversas tradiciones.








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