- En tu defesa de una
aventura de la lectura del poema, de la escritura poética en su “agitación y
entusiasmo explosivos; pero centrada en la quietud sacramental”, sagrado oficio
que habita en el secreto y lo ilumina, es decir, oficio de convivencia plena, oficio
de entrañamiento, con lo que estoy de acuerdo en todo, despiértame una
curiosidad, que es con exactitud lo centrado interés por la poesía
hispanoamericana, como se en ella hubiese establecido la más iluminadora
confluencia de tu visión crítica en consonancia con el escenario mundial de las
poéticas contemporáneas.
-
No. no soy tan maximalista. Ni creo que la poesía hispanoamericana sea la
única, en el contexto de la poesía contemporánea, que asuma tal condición. Pero
sí lo es en el ámbito de mi lengua (y, sin duda, de mi tradición), y por eso a
mí me importa de manera especial. Te digo más: para mí supone un permanente
desafío la lectura de ese lenguaje de la diferencia que la poesía
hispanoamericana establece y desarrolla desde su mismo principio, desde que Sor
Juana Inés de la Cruz escribe con unas formas poéticas y una lengua heredadas
que pasan el quicio, que se desquician en lo visionario: ella descubre esa
particular energía verbal cuyo motor es la quietud
sacramental que tú citas. Y eso se derrama seminal -
y prolifera - en toda la tradición otra que, a partir de ella (de forma paralela)
se establece en la lengua poética española. ¿Sabes tú de otra tradición poética
en la que exista un proceso paralelo? ¿No fue el empeño de Pound y Eliot un
propósito similar, aunque bloqueado por una evidente diferencia de principio? Te digo más: mi trabajo
crítico, a lo largo de todos estos años, empezó por abordar
indiscriminadamente, y con inconsciente ecletismo, muy diversos aspectos de la
creación literaria; hasta que no fui capaz de radicalizarlo (hablo de exigencia, pero también de ajustarlo a su
raíz) en la lectura e indagación de la escritura poética (única forma que
entiendo capaz de alumbramiento), no encontré verdadero sentido a mi propia
escritura crítica (servil hasta entonces, corroboradora, reiterativa de lo
evidente). Hoy escribo con muchísima mayor dificultad; lo que quiere decir que
me atrevo a sondear espacios más problemáticos (y sagrados, también; por qué no) de la escritura poética de mi lengua.
Y escribo, igualmente, atendiendo (y entendiendo) mejor la doblez en que se realiza y completa la poesía moderna de
lengua española: ¿hasta dónde se implican, y desde dónde empiezan las
diferencias, entre la poesía escrita en España y en la escritura hispanoamericana?
¿Cuáles son sus débitos recíprocos y hasta qué punto es imprescindible un
diálogo (debate) permanente?
- Tienes una deliciosa
referencia acerca de Darío: “Voz de la poesía, voz del principio irradiante,
anterior a la historia, en el espacio del mito”. ¿En cuales otros poetas
hispanoamericanos podríamos encontrar la presencia de esta zona esencial a la
tradición poética?
-
Esta pregunta me obligaría a una larga y compleja respuesta; me estás pidiendo -
nada más y nada menos - que una explicación de toda esa tradición paralela a la que antes
aludí. No me parece éste el momento, ni el lugar adecuado, para hacerla.
Procuraré ser preciso (y también conciso), aunque haciéndolo así pueda pecar de
excesivo esquematismo. Verás: el criterio común para ordenar y valorar la
moderna poesía hispanoamericana repite siempre un esquema derivado o del
respeto a una crítica académica y taxonómica (forzada incorporación de nombres
y de obras a sus plazos históricos, a los agrupamientos generacionales o a movimientos
estéticos previamente establecidos) o de una ordenación -
académica también - que fija sus propios plazos, sus propias generaciones, sus
movimientos específicos. Hacerlo así ha dejado siempre en un segundo plano (o
ha entendido inclasificables) a los escritores que - a mi entender -
constituyen la peculiaridad vertebral de la diferencia poética
hispanoamericana.
Si partimos de esa afirmación mía que tú recuerdas ahora,
comprobaríamos como los poetas menos
habituales en las nóminas históricas, o los resistentes a clasificación, o los que - diríamos -
son ellos mismos una estética,
quienes darían fe de ese proceso, para mí fundamental e imprescindible de la
poesía hispanoamericana. Si digo José María Eguren o César Vallejo (no el
Vallejo “saqueado” sin piedad por exégetas torpes e imitadores sin escrúpulos);
si digo Gorostiza o Girondo; si digo Emilio Adolfo Westphalen o Lezama Lima. O
si - viniéndonos más cerca - digo Enrique Molina o Joaquín Pasos o Jorge Eduardo
Eielson, creo que estoy describiendo un flujo poético que no puede acomodarse a
gregarismo alguno, y que ilumina un principio radicalmente poético e
hispanoamericano. No trato de ser excluyente; quiero llamar la atención sobre
esta línea vertebral por la cual me preguntas. Y en este sentido se imponen las
dos revisiones que, en este momento, me ocupan: una, hacer un poco de luz en el
confuso panorama de los años 1920-1940, tal y como lo hemos heredado de la
crítica habitual. Desde hace años, trato de releer a los poetas representativos
de ese período crucial sin las ortopedias de ese aparato crítico, y el
resultado es muy esclarecedor. Otra, una lectura - sin prejuicios
adquiridos, de cualquier signo - de la poesía escrita por mujeres. Ellas se instalan en esa misma
orilla de riesgo, articulación siempre fronteriza, habitada por los poetas
citados. Digo desde sor Juana hasta Alejandra Pizarnik. Ellas (su escritura)
dan la imagen más reveladora de una particularidad hispanoamericana. En mi
libro, ya casi concluido, El barco de la
luna, abordo la cuestión con todo pormenor.
- Entre los innumerables
aspectos contradictorios que podemos encontrar en el curso evolutivo de la
poesía hispanoamericana, sobre todo en lo que corresponde al estudio de esa
poesía, anoto dos puntos que juzgo merecedores de una mejor atención: la
paternidad del modernismo, una vez que algunos escritores cubanos todavía hoy
insisten en señalar el nombre de José Martí, sin con todo aceptar la casi
absoluta concordancia en torno de Rubén Darío; y la influencia directa de la
revolución cubana en los destinos, ciertamente estéticos, de esa misma poesía.
-
Vuelves a ponerme en un difícil compromiso: para contestar adecuadamente, se
requeriría toda una exposición teórica, y ahora - además -
una detenida reflexión ideológica. Hagámosle el favor a los presuntos lectores
de no meternos en casuísticas tales. Responderé, aún a riesgo de insistir en lo
obvio. Eso sí, mi pretensión no es hacer afirmaciones absolutas, sino
propuestas abiertas para un debate. Vayamos a lo que me preguntas: la
paternidad del modernismo. Aunque se haya hecho así, no me parece adecuado
plantear la cuestión en tales términos. Como te decía antes, ¿para qué repetir
posiciones críticas que pretenden clasificar, ordenar, uniformar criterios, en
lugar de explorar las diferencias que - incluso dentro de un
mismo período literario - deben existir, y que - además - lo enriquecen? El modernismo es el principio contemporáneo de la
poesía en lengua española, y quiere dar fe con la palabra de lo que sólo es
intuición de futuro; dar cuerpo verbal, materialidad sonora y plástica (música
y pintura, dijo Antonio Machado sin entenderlo muy bien, o ante el temor de lo
nuevo generado por su propia lengua) a lo que en ese momento era proyecto
histórico, existencia posible. Que se retrase su principio cronológico hasta
José Martí resulta irrelevante para lo que importa. No me cabe duda de que
Martí escribe entendiendo la escritura como único espacio donde su idea de
“nuestra América” se hace realidad,
organismo vivo y fundación: la lengua como acento (ritmo) y como representación
(imagen) es la forma más pura de ser. Pero - me pregunto -
¿qué otra cosa hará Rubén Darío? Es más, ¿no añade este último una distancia
irónica más atrevida, una más arriesgada imaginación, la doblez reflexiva de la
incertidumbre, al impulso pasional, entusiasta, del escritor cubano? Que todo
eso estaba en Martí, lo sabemos; que Darío lo lleva a su culminación, también.
Habría que incorporar al debate (y aclararía muchas cosas) la actitud vital de
cada uno: volcado en la idea, y en la turbulencia aún romántica de la
afirmación, José Martí; entregado a la vida, y en el arrebato ya contemporáneo
de la explicación existencial, el nicaragüense. No dos principios del modernismo,
los dos principios de la escritura contemporánea.
Por ahí podríamos reflexionar también sobre la influencia de la
revolución cubana en el desarrollo de la última poesía hispanoamericana. Yo
empecé a escribir bajo el signo del compromiso político a que obligaba, en mi
país, la dictadura del general Franco y muy pronto, también, movido por la
adhesión entusiasta, solidaria, a la revolución cubana. En ambos casos, quiero
decirte, fui muy cauteloso: nunca entendí (ni entiendo; y así nos va) esa obligada
reducción de la historia a sus aspectos menos nobles: la política (disciplina
ideológica) y la economía (espacio de intereses). Por ello me resistí a creer
que el trabajo intelectual debiera limitarse, de forma incondicional, a la
defensa y propagación de todo eso. Para hacerlo, hay otros medios, y mucho más
eficaces. La poesía jamás podrá ser un
arma cargada de futuro. Y si lo hace, si cree serlo, su lenguaje se
simplificará y empobrecerá, y la visión de la realidad que nos ofrece será tan
mezquina como la que intenta suplantar: repite el mismo discurso de la
propaganda oficial, sólo que con signo evidentemente contrario. Lo que en
España se denominó poesía social fue
tan nociva para la evolución posterior de la escritura poética que aún estamos
sufriendo sus consecuencias. De igual manera, el proceso revolucionario que se
inicia en Hispanoamérica en 1958, y la intromisión de los intelectuales en el
mismo, más la subsiguiente imposición de una escritura al servicio de la
ideología nacida en tal coyuntura, ha originado una maniquea bipolaridad,
perturbadora y confundidora de la verdadera creación literaria. Que el
entusiasmo demuestra sobradamente la obra de los más relevantes narradores
hispanoamericanos de los años sesenta y setenta; en ellos, en sus obras, el
lenguaje nace y crece de aquella razón de libertad, no por una servidumbre
ideológica: discurso indisciplinado de la imaginación agitando la pétrea
máscara de aquella realidad. Lo que no se entendió - lamentablemente -
fue que toda esa vigorosa escritura arraigaba en la fuerza poética que
alimentaba ese lenguaje desde su principio (piénsese en Rulfo y Onetti, por
ejemplo). El error fue cantar y contar la revolución, desdeñando o
velando toda escritura poética que no se aviniera a tal compromiso. Una poesía
urgente, una poesía que no reflexionaba sobre sus instrumentos expresivos ni
ponía en duda los significados, que se confundió torpemente con la canción, mal
servicio hizo a la causa de la libertad, salvo - claro -
aumentar el entusiasmo gregario en torno suyo. Mi antología de 1984 quiso, por
una parte, introducir en España el nombre y la obra de una serie de poetas
hasta entonces desconocidos aquí, o poco difundidos; pero pretendía, por otra
parte, dar fe de lo que yo entiendo por como lenguaje en libertad. Y todavía
por esas fechas, Mario Benedetti descalificaría mi trabajo, censurándolo como
defensa de una poética que negaba en compromiso existencial y político, en
favor de la evasión y la despreocupación. Puede que su crítica derivara de su
descontento personal, al ver que su poesía no tenía cabida en aquella
selección. Años después, Roberto Fernández Retamar comprendería en sus justos
términos mi propuesta, y me ha hecho ver cómo esta poesía nutrió aquella
narrativa. Yo iría un poco más allá: ambas, narrativa y poética, se alimentaron
del más juicioso y vigoroso entendimiento del lenguaje como la forma más
radical de libertad, al margen de ociosas (y perniciosas) servidumbres
ideológicas. Y - como decía antes - una escritura que no introduce la madurez reflexiva (con la
complejidad que lleva aparejada), poco o nada contribuirá a la renovación de la
literatura. Limitando la palabra a sus significados, el lenguaje pierde casi
por completo su fuerza crítica y libertadora; por el contrario, una palabra abierta
a la pluralidad de sentidos dinamita, desde su propia raíz, toda seguridad
preservadora del poder, conservadora en las ideas.
- ¿Cuáles las
relaciones directas entre el mestizaje (“la fuente de la novedad americana”,
segundo Arturo Uslar Pietri) y el padecimiento de la historia (aspecto
defendido por Octavio Paz, cuando afirma que el hispanoamericano ha se
relacionado con la historia en el sentido de una catástrofe o de un castigo),
en la formación de esa cultura? ¿Acaso no será una contradicción que lo mismo
continente que se supone generador de “la raza de las razas” (recordemos José
Vasconcelos) no lo consiga sino sufrir las acciones de la historia? La
consabida potencialidad latente de esa cultura, ¿residiría exactamente en qué?
Cuando Ortega y Gasset define que no tiene el hombre naturaleza y sí historia,
indago entonces se la poca historia que hoy posee la Hispanoamérica no ha sido
acaso escrita por su literatura, correspondiendo a la poesía su parcela de
mayor importancia.
-
Es tan clara tu reflexión que, implícitamente, contestas a la pregunta. Cierto:
el mestizaje es la verdadera novedad americana, su identidad indiscutible. No
sólo un mestizaje racial, por supuesto; sobre todo, un mestizaje cultural en el
más amplio sentido del término: una permeabilidad para asumir y amalgamar
vigorosamente las sucesivas presencias culturales que, desde el descubrimiento
hasta hoy mismo, se encuentran y entrecruzan en el continente. Que exista esa
contradicción entre potencialidad de futuro y negación persistente de ese
futuro, no significa otra cosa sino que ese capital histórico ha sido
torpemente dilapidado desde dentro mismo de la historia, por los sujetos
responsables de la misma. Dos problemas me parecen fundamentales: uno, el pudor,
y hasta la vergüenza, ante el origen colonial de esta identidad histórica
mostrado - desde el momento mismo de la independencia - por la sociedad
criolla dominante. Se construye de esa forma una máscara que impide toda visión
transparente de la identidad. La doblez se condena interesadamente. Dos, y como
consecuencia, el empeño por construir mimética, artificialmente, las
estructuras de la sociedad naciente, procurando una falsa estabilidad o
uniformidad, cuando el proceso histórico que abre el mestizaje requiere
especial atención por lo ambiguo y lo incierto, por lo arriesgado y aventurado.
Debe basarse en la fuerza de la imaginación, y no en la imposición de
determinadas estructuras ideológicas, administrativas y culturales siempre
extrañas al ser de lo hispanoamericano, ni en la obligación que se exige a la
sociedad para acomodarse a ellas. Cuando precisamente debía ser todo lo
contrario. Lo denunciaba ya - en los primeros lustros de la independencia -
José Martí. Y la escritora peruana Blanca Varela lo dice de forma bien
elocuente: “estamos pagando las consecuencias de una bastardía. Yo creo que
padecemos una bastardía histórica e intelectual”. Y si recuerdas a César
Vallejo, verás con qué apasionada insistencia (y lucidez) reclamó siempre un
sentido de plenitud que sólo dimana de aquel “impar potente de orfandad” que
dijo. No es de extrañar entonces, como tú muy bien apuntas, que la verdadera
historia hispanoamericana, la emprendida por los hispanoamericanos y no la
padecida por ellos (la que constituye y explica verdaderamente a ese mundo)
esté en su literatura, y especialmente en su constante alumbramiento poético.
Nunca en la ceguera interesada de los sistemas políticos. De aquélla,
desprendimiento y entrega; de ésta, simplemente explotación.
- Es perfectamente
clara la existencia de una fuerte influencia de Lezama Lima, Octavio Paz y
Nicanor Parra en el período comprendido entre 1940 y 1950, tan bien emplazado
por ti como “síntesis abarcadora”. En tal sentido, ¿qué factores definirían la
existencia de tal influencia y cuando exactamente se registra la ruptura con
tal fase?
-
Aquí tienes de nuevo - como te decía - los peligros de la crítica establecida: yo incurrí en el error de no
cuestionar el esquema histórico ofrecido y heredado (¿temor reverente o simple
comodidad?); acentué, sin más, ese planteamiento que tú resumes en esta
pregunta. Sin embargo, tras más de diez años e atenta lectura, y tras
incorporar a mi reflexión la obra de otros escritores, o silenciados o
marginados en aquel panorama crítico, entiendo la cuestión de modo bien
distinto. No discuto - por supuesto - los valores literarios de Lezama, de Paz, de Parra, aunque sí
discrepo - por ejemplo - de ciertas actitudes públicas de Octavio Paz en los últimos tiempos,
que - por desgracia - han influido de manera negativa en su obra, reduciendo notablemente
mi interés hacia su literatura y hacia su influencia intelectual: no hablo de
posiciones políticas, hablo de opciones estéticas, poéticas y críticas; como
tampoco me interesa mucho el camino seguido por Nicanor Parra: su antipoesía deriva en trivialización, en
broma más o menos ingeniosa, pero no en explotación seria de lenguaje; queda
ello claro en la secuela (que no
escuela) de imitadores que remiten con facilidad clisés y fórmulas graciosas, pero
sin la densidad suficiente para renovar un discurso poético.
Aunque lo parezca, no me alejo de la cuestión que propones. ¿En qué ha
cambiado mi posición con respecto a aquella postura inicial? Verás: me he dado
cuenta de que esa estrecha dependencia histórica limita en exceso la verdadera
aportación de la poesía hispanoamericana, al tiempo que simplifica -
excesivamente también - su valoración. Más: he descubierto que la ordenación de esa década se ha hecho, de forma casi exclusiva, por
escritores que no sólo eran testigos sino también protagonistas de tales
acontecimientos, o por críticos fieles a ellos. Como es lógico, esa
circunstancia ha condicionado el juicio a los particulares criterios estéticos
defendidos por esos autores, cuyo prestigio - por otra parte -
evitó o retrasó la disidencia necesaria. A pesar de esos, el erros básico está -
según entiendo - en haber mantenido el criterio histórico, con esos compartimientos
impermeables que son, en este caso, las décadas con las que se quiere hacer
coincidir estas actitudes estéticas. Un ejemplo muy concreto: ¿por qué Octavio
Paz define esa encrucijada oponiendo a poetas y obras tan distantes y distintos
como Gorostiza y Neruda, como Muerte sin
fin y Canto General?
Me pides que apunte el momento en que, en mi opinión, se produce la
ruptura. Pues bien, la verdadera ruptura sólo se producirá cuando incorporemos
a este debate a los poetas hispanoamericanos de los años treinta, a los cuales
se ha entendido - al menos hasta ahora - como de presencia marginal e influencia más bien escasa en el
desarrollo de la poesía posterior. Salvo las clarificadoras aproximaciones de
Américo Ferrari a este asunto, no conozco otra posición similar. Así alcanzaríamos
a dilucidar, además, el verdadero significado de la vanguardia en todo este
proceso. Paz habla - interesadamente, por cierto - de una vanguardia académica (agotada en los años en que él
comienza a escribir) y de una vanguardia
otra, crítica de aquella (la que él representa, a la que él quiere
adscribirse). Implícitamente, pasa de los años veinte a los cuarenta, como si
en los treinta (período a mi entender fundamental) no se hubiese desarrollado
libremente, renovadoramente, aquella vanguardia primera. ¿Qué significado
tienen, si no, obras como las de Oliverio Girondo o Emilio Adolfo Westphalen,
como las de José Gorostiza y el primer Lezama Lima? Y más, ¿qué nos transmiten
actitudes como las de Martín Adán, Villaurrutia, Joaquín Pasos, aunque los poemas
de este último tarden algún tiempo en ver la luz? ¿Qué hizo, en fin, Pablo de
Rokha, en Chile, y cómo se recibió su herencia entre los poetas inmediatamente
posteriores? Es todo un síntoma que estos escritores hayan sido estudiados en
tanto que excepciones, cuando son ellos quienes mantienen la viveza de un
discurso poético que alcanzará su plenitud en los poetas que desarrollan su
peculiarísima variedad y su agudísima renovación de la poesía hispanoamericana
a partir de los últimos ãnos cuarenta y que, durante lustros, hubieron de
buscar esa puerta lateral por donde manifestarse con toda normalidad.
- Bajo la luz de tus
definiciones estéticas acerca de la poesía hispanoamericana, ¿lo que piensas a
respecto de las defensas críticas formuladas por autores como Guillermo Sucre,
Pedro Lastra, Saúl Yurkievich e Juan Gustavo Cobo Borda? ¿Cuales serían las
confluencias y disensiones de tu pensamiento al relacionarlo con las opiniones
críticas largamente expuestas por estos autores?
-
A todos los escritores que nombras les tengo un respeto grande. Con algunos me
une - creo - una muy buena amistad, nacida - como es lógico -
de compartir este empeño común. De la sabiduría y claro juicio de Guillermo
Sucre he aprendido casi todo, y sus aproximaciones me han ayudado a reflexionar
con atención sobre los problemas de la poesía hispanoamericana: La máscara, la transparencia sigue
siendo, para mí, imprescindible. Pedro Lastra ha dilucidado, como pocos, los
puntos de inflexión y articulación más significativos de la última y penúltima
poesía hispanoamericana; no en vano es un atento estudioso de toda la tradición
literaria hispanoamericana. Saúl Yurkievich, tras su abordaje a los fundadores,
ha continuado con su minuciosa exploración textual, la zona más conflictiva (y
por ello más rica) de esa escritura poética. Cobo Borda, en fin, lector voraz y
animoso crítico, ha sido ecuánime en sus juicios y ha ordenado ese vasto y
complejo panorama al que nos venimos refiriendo. ¿Mi posición frente a sus criterios?
Más bien un deseo: que mi discurso crítico pudiera incorporarse como un
elemento más al debate necesario que todos ellos - de forma más o menos
explícita - han abierto. En un texto mío de 1985, Notas para un diálogo de antologías, defiendo -
frente a Cobo Borda - la necesidad de una postura más arriesgada y menos contemporizadora,
aun a cosa de equivocarnos. Pediría, en relación con la postura de Yurkievich,
una menor servidumbre al esquema histórico dado y, en lugar de lecturas
parciales, una dilucidación de la concurrencia en la diferencia. De Pedro
Lastra siempre aguardo que la agudeza de sus vislumbres dé paso a la detenida
construcción de un discurso crítico. Sucre también se muestra respectuoso con
el análisis académico. Añado el nombre de Américo Ferrari (ya citado), crítico
con el cual sintonizo de manera muy particular en esa apreciación de conjunto
que digo. De todas formas, lo importante para mí es que exista esta posibilidad
de debate; y que en ella, mi posición establezca una distancia que es también
equidistancia: como isleño atlántico que soy, mi mirada se configura en la
confluencia del discurso de la poesía española con su doble renovado que es esa
otra poesía que, hablando en su misma lengua, lo hace desde la otra ladera, como
renovado principio.
- Dijo el boliviano
Jaime Sáenz (1921-1985): “Conocer el mundo es para mí conocer el secreto de la
esfera. Y para conocer el secreto de la esfera hay que haber bajado al abismo y
haber subido más allá de la superficie”. Entre los poetas hispanoamericanos que
han tomado ese camino, juntamente con la presencia de Sáenz considero al
colombiano Jorge Gaitán Durán (1924-1962) y al venezolano Rafael José Muñoz
(1928-1981), los tres actualmente muertos. Ellos son los poetas malditos, a
ejemplo del nicaragüense Alfonso Cortés (1893-1969), del colombiano León de
Greiff (1895-1976) y del chileno Enrique Gómez-Correa (1915-), poetas de la
matéria luminosa, insurrectos contra el positivismo y el racionalismo, dotados
de aquello que Juan Liscano, hablando de uno de ellos, emplaza como
“resplandeciente liberación por el absurdo”. Eso linaje sigue, sin embargo,
poco merecedor de atención crítica, aunque tengan los poetas producido libros
de indiscutible frescor en el descorrer del escenario poético contemporáneo,
tales como Muerte por el tacto (Sáenz, 1957), Amantes (Durán, 1959) y El círculo de los tres
soles (Muñoz, 1969). También en tus
estudios sobre la poesía hispanoamericana no encuentro menciones a estos
poetas. Desconocimiento o sistemática ocultación, ¿qué te parece sea eso de que
padece la obra de tales autores?
-
Quisiera hacer alguna precisión al respecto, antes de contestar concretamente a
lo que me preguntas. Yo soy - como sabes - partidario decidido de una poesía del conocimiento de lo secreto (y
sagrado), del descendimiento al lado oscuro de la existencia y la realidad, de
una poesía que se arriesgue a mostrar lo invisible y a nombrar lo inefable: ésa
me parece la única experiencia poética de verdad; porque la poesía no es sólo
un ejercicio literario, también es - primordialmente - una entrega
existencial. Ahora bien, con idéntica radicalidad, me parece importante (y
necesario) decir que lo visionario solo, sólo el malditismo, no hacen al poeta. Habría que determinar ambos
conceptos con atención y cuidado, y saber hasta dónde son válidos poéticamente
hablando; ello es, hasta dónde alumbran un camino que sea también construcción verbal. Tal vez la escasa
atención que - tú dices - se les presta a poetas que adoptan una militancia visionaria o se
muestran como malditos, se debe a esa
desconfianza que digo. No hablo de los tres nombres que citas (el de Muñoz,
sobre todo, a mi me importa de manera muy particular), me refiero a una línea
poética que en este momento me interesa revisar a fondo, pues tanta incidencia
tiene en la configuración del discurso de las poetas hispanoamericanas, según
explico en El barco de la luna.
Que no me haya ocupado de Durán o de Sáenz o de Muñoz no es cuestión
de desconocimiento, ni de que para mí sean poetas menores; es una cuestión de
mera circunstancia, de que mi trabajo ha discurrido por otros derroteros, y en
ellos he consumido el tiempo - nunca suficiente - del que puedo disponer. Por otro lado, yo trabajo con mucha lentitud,
vuelvo muchas veces - desconfiado - sobre las cosas que escribo, reviso mis afirmaciones, dudo
constantemente, y eso me obliga a parcelar el trabajo y a no dispersarme en
exceso. No quiero decir con esto que, si en un momento determinado me decidiera
por explorar las obras de estos autores, y no me despertaran un interés
particular, tuviera que dedicarles una particular atención crítica. Cada día
entiendo más el trabajo del crítico como algo que no puede realizarse sino en
perfecta simpatía y sintonía con la obra a la cual se acerca. Y hablo de ambos
conceptos con su valor etimológico. Cada día me convenzo más de que la
verdadera exploración crítica, que tiene que ser independiente, no tiene nunca
que ser objetiva, en el sentido aséptico que se suele dar a lo objetivo.
- ¿Cómo has observado
las relaciones establecidas entre barroco e surrealismo que, es lo que pienso,
tendrían en poetas como Emilio Adolfo Westphalen, Enrique Molina e José Kozer,
algunos de sus más expresivas definiciones?
-
Convendrás conmigo en que, tanto el barroco como el surrealismo (y su punto de
equidistancia, el romanticismo) aportan los ingredientes imprescindibles para
un lenguaje y para la construcción de un mundo esencialmente poéticos. Yo, al
menos, no entiendo la poesía en lengua española, y en particular su fundación
americana, si no es como hija de la agitación barroca (ahí, sor Juana y también
Lezama Lima) que pone siempre en entredicho la imagen de la realidad (no su
corroboración, su contradicción; no su reproducción, su fundación); si no es movida
por el turbulento impulso afirmativo - entrega y consumación
existencial - del romanticismo (ahí, José Martí o Darío y los demás modernistas;
pero también Vallejo), ese lenguaje con vocación de libertad frente a los
dictados de la autoridad académica, la norma literaria o la imposición del
significado frente a la proliferación de sentidos; si no se manifiesta, en fin,
como deseo de habitar el espacio abierto por la imaginación, donde es posible realizar el sueño (ahí, de nuevo, sor
Juana y Lezama, poetas que - a su vez - no tuvieron reparo en despeñarse por aquel vértigo existencial).
Tú nombras ahora a poetas que no sólo son herederos de esa tradición
de resistencia (y por lo mismo de la fundación americana) sino que muestran los
diversos aspectos en que tal tradición se proyecta y prolonga. En mi libro El pájaro parado -
lectura muy personal de la obra del peruano Emilio Adolfo Westphalen -
me atrevo a exponer las coincidencias entre ese discurso poético y el de Lezama
Lima: para mí, la obra de Westphalen - en su ascético rigor
andino - es la otra cara de la misma experiencia que Lezama cumple desde la
exuberancia insular caribeña. Pero - en ambos - el arraigo en su
identidad no es limitación, sino enriquecimiento, para el lenguaje. Esto ha
sorprendido a más de uno, entre los lectores de mi libro, y les ha provocado no
poco desconcierto. Sin embargo, estoy persuadido de que el espacio verbal de
uno y de otro - tan singular y extremo, en ambos casos - se vincula
estrechamente a lo que, simplificando, llamaríamos lo oscuro, selvático y
laberíntico que el barroco en su complejidad sensorial, o el surrealismo al
materializar lo inconsciente en un espacio poblado de imágenes, instalaron para
siempre como semilla de la disidencia poética, en el lenguaje y en su
configuración literaria. ¿No fue la comunión de Westphalen con César Moro el
principio generador del mundo poético y de la escritura que habrá de decirlo?
Ni en uno ni en otro el surrealismo - que sí es principio nutriente -
se tradujo en torpe militancia estética.
Tampoco lo será en el caso de Enrique Molina, a pesar de que su viaje
existencial - que lo es verbal - suponga el cumplimiento de un conocimiento alucinado, de un orden
encantatorio. Su escritura se derrama en abundancia barroca e iluminación
surrealista; es una forma de hallar el ritmo existencial más allá de toda
apariencia física del mundo, abordando la zona del deseo. El resultado, sin
embargo, es una épica inversa: no se exalta o celebra un acontecimiento, porque
la escritura es el acontecimiento: mutilación y orfandad existencial,
persecución tenaz de la identidad, como en el paradigma vallejiano. Exuberancia
(y patetismo intencionado) próxima a Lezama, pues el poema -
también - es caída y desprendimiento: riesgo de ser, experiencia verbal del
ser. Algo más: esta escritura de Enrique Molina, como antes la de Westphalen,
no niega el valor de la palabra, se constituye como discurso natural, incluso sometido como está a la
agitación existencial y al asombro del hallazgo (de nuevo, remito a Lezama);
genera el espacio adecuado para realizar
su tiempo: nada del artificio vano de los estereotipos.
Y así llegamos a José Kozer. Todos simplifican, aludiendo la
paternidad lezamiana de su poesía. Que existe, pero que no es fundamental: la
poesía de Kozer, voluntariamente contaminada y mestiza, exuberante por aluvial,
resulta una voz tan original, tan personal, porque se sitúa frente a sus
múltiples orígenes (y no sólo poético, ni sólo literario) con irónico
atrevimiento que lo pone todo en evidencia. En su escritura, incluso lo más
sagrado manifiesta su manquedad, su condición defectuosa o risible; incluso el
lenguaje y su respetada prosapia histórica, es cuerpo siempre violado, imagen
que desnuda su revés; incluso la sabiduría, y su sólida solemnidad, deja
siempre a la vista ese torpe costurón con el que, inútilmente, se pretende
contener el desorden o vergüenza (hasta las mismas íntimas limitaciones del
miedo y del dolor) que en su seno se agitan. Orden y caos, armonía y desmesura,
polos de la rotación en esta esfera imperfecta que es su poesía.
- En nuestro primero
encuentro hube una referencia tuya acerca del mimetismo artificioso que “se
detecta, de manera abundante, entre los poetas, españoles e hispanoamericanos,
más jóvenes; en aquellos que inician su obra, cuando se diría que el escritor
hace (o debe hacer) apuestas más atrevidas”. Estoy de acuerdo con tu
observación acerca de la simple repetición de “ciertos mecanismos viciados de
la vanguardia”, pero ¿no estaría este aspecto más directamente vinculado a una
obsesión por lo nuevo, a uno insaciable juego producido por la publicidad, en
el sentido de no se permitir la fundación de algo verdaderamente nuevo, de su
necesario establecimiento?
-
Bien. Déjame decirte algo sobre esa “obsesión por lo nuevo” en la que se verían
implicados los - por así llamarlos - nuevos lenguajes. Tú te
refieres a la publicidad; yo añadiría todas las otras formas expresivas
derivadas de la saturación presuntuosa de los media que padecemos en este final de siglo. Tú dices que tal
inclinación, casi generalizada en la escritura poética más joven, podría
entenderse como asunción de lo efímero, de lo resistente a todo establecimiento…
Ahí, me parece, está la clave de este asunto, esos lenguajes que nos invaden -
servidumbre quizá inevitable de esta época - pueden ser expresión
adecuada de la aceleración histórica que vivimos, de la condición perecedera de
todo: lo que se dice vale - tan sólo - durante el tiempo en que se dice. Ahora bien, desde el punto de vista
de la creación literaria (y poética, en concreto), lo que yo me planteo es que
ese lenguaje de los media, construido
sobre esquemas muy simples y reiterativos, sobre fórmulas equivalentes (han de
servir siempre a una única - y urgente - necesidad: corroborar un suceso), basado en el lugar común, la frase
hecha o el slogan más o menos
ingenioso, sólo entorpece la riqueza creativa de la lengua, su capacidad
generativa y renovadora.
Que habitamos un tiempo donde todo está sujeto a su perecedera
condición, donde ya ni siquiera los valores tienen tiempo para incorporarse y
arraigar en la sociedad, me parece fuera de toda duda. Pero ¿debe la creación
literaria - y poética - estar al servicio de una coyuntura como ésa (de cualquier coyuntura,
añado)? ¿No será - más bien - su cometido contradecirla, ponerla en evidencia? Cada día soy más
radical en esto: si la lengua literaria no se despliega a partir de un
sustantivo anacronismo (si no nace
ajena a los avatares del tiempo), sólo servirá, con mayor o menor fortuna
estética, a los dictados de una moda, o - lo que es lo mismo -
a las imposiciones del poder, siempre - político o cultural -
secuestrador interesado de los sentidos que toda lengua encierra, y que es
capaz de desplegar al margen de toda utilidad práctica. Si este riesgo no se le
exige a la escritura poética más joven, ya me dirás tú quién será capaz de
atreverse a dar el salto permanente en el vacío que toda verdadera poesía debe dar.
Y una cosa más: si, para hacerlo, los poetas más jóvenes vuelven sobre
lo que he llamado “mecanismos viciados de la vanguardia” (esa envejecida -
y limitada - poesía del silencio y los ritmos visuales, ecos de los ecos
mallarmeanos; esa poesía - ya estereotipo sin valor - que trabaja sobre la falsilla de una irracionalidad
convencional), lo único que consiguen es una mimética reiteración de fórmulas,
sin cumplir la necesaria reflexión que el corrompido lenguaje de su tiempo
exige, sin completar la construcción poética como espacio único de libertad. No
hay por qué (y me parece igualmente censurable) temer a los eternos conflictos
existenciales, ni a la impregnación emocional de las vivencias personales,
incluso en relación con el tiempo presente; pero sí hay que trabajar la palabra
y su funcionalidad poética para que la imagen que de todo eso nos ofrezca sea
una apuesta de rebeldía y libertad, nunca una forma - consciente o
inconsciente - de regocijada aceptación.
- Dentro de esta misma
mirada que aquí hemos enfocado, ¿lo que te parece la persistencia de algunos
poetas, sobre todo argentinos e uruguayos, en la fundación de lo que denominan neo-barroco (o neobarroso, como lo ha preferido el argentino Nestor
Perlongher)? ¿En eso acaso no tendríamos un riesgo inmenso de dilución de las
conquistas estéticas de la poesía hispanoamericana?
-
Ahí tienes un buen ejemplo. Hasta donde se me alcanza, lo que tu llamas neo-barroco (y la denominación juguetona
que le da Perlongher - neobarroso -
nos remite a aquella ingeniosidad inoperante de la que hablaba) no me parece
que sea más cosa que una forma graciosa de épater
le bourgeois; y estarás de acuerdo en que ese burgués se halla curado de todo espanto, y no le va a hacer más
caso a la poesía del que ahora le hace; es decir, ninguno. Conozco la obra de
Perlongher, y la de Roberto Echavarren (lo cito porque las opiniones de ambos
quieren ser coincidentes), y así como la escritura del primero me parece ociosa
y derivativa, la del segundo me resulta más indagadora e iluminadora, y
precisamente porque esquiva - saludablemente - todo estereotipo; y su abundancia discursiva tiene la necesaria
densidad reflexiva para establecer un espacio de alumbramiento que en
Perlongher - y quizá sea limitación mía, de lector poco hábil -
no se consigue, pues su escritura es (y él lo manifiesta sin rubor) tributaria
de una ingeniosidad para mí agotada.
Reproduzco la definición que Perlongher hace de su neobarroso: una “desterritorialización
devastadora que tomò la vida de una artificialización extrema del lenguaje”;
recuerdo su entusiasmo lezamiano o su pasión por el malditismo más tópico… Que el barroco es artificio, ya lo sé; y que la
escritura lezamiana es barroca, en tanto que construcción de un artificio de
lenguaje, pero ¿lo es en la medida en que Perlongher lo entiende? Lo que él
escribe, como neo-barroco, ¿surge de
una necesidad natural con naturalidad o es tributo obligado a su condición de
hijo del tiempo? Esa fue la ceguera de los superficiales y nerviosos años
sesenta donde yo me inicié, en los que entonces creí), su ligereza cultural del
consumo (el pop, el rock, el impacto de los media)
fue el polvo que ha traído estos lodos: un artificio por el artificio, no el
laberinto denso, intenso, por donde ahonda la escritura de Lezama, o en donde
alimenta su vuelo libre la poesía de José Kozer, a quien ellos quieren asimilar
al neo-barroco. La de éstos,
palabrería que oscurece, no visión que ilumina e implica como la de Lezama y
Kozer. A mí, al menos, me mantienen ajeno y lejano. No soy machadiano (y lo he
confesado muchas veces), pero en la poesía quiero oír voces y no ecos; quiero
personalidad y no forzada “originalidad”. Pertenezco - por insular e
atlántico - a un mundo mestizo, mi lengua se halla contaminada (y no lo evito);
pero ese mestizaje no es una simple mezcla de formas captadas aquí o allá,
indiscriminadamente: son mías, en ellas me reconozco. El mestizaje tiene su
valor (y vigor) en tanto que vivencia plural de la lengua, nunca será
construcción (o desconstrucción) de
un discurso. Para el mestizaje, la ironía; nunca el dogma.
Prefiero, pues, la afirmación de Echavarren (“no de la historia sino
del fin de la historia y del comienzo de las historias, versiones, centros
difusos de lectura y situación”), y
prefiero su mayor densidad que no diluye la responsabilidad de un mayor
implicación existencial en el discurso: observa su debate con los ritmos
modernistas y simbolistas; no tienes más que ver su coincidencia en Laforgue,
Lautréamont o Herrera y Reissig, en Saint-John Perse, aun con reparos; presta
atención al que considera principio de su escritura, el debate entre un
discurso religioso-confesional y un discurso artístico-filosófico…
La cuestión no es, por tanto, buscar una denominación de origen para una determinada marca poética. Tú mismo
dices que esta opción neo-barroca se
observa, primordialmente, entre los poetas argentinos y uruguayos. No tiene por
qué ser así, por más que pudiéramos explicar esa tendencia como lógica en una
expresión tendente a lo verbigerativo (el habla urbana de Río de la Plata),
producto - como en pocos lugares de América - de una afluencia y
confluencia permanente de hablas, de palabrería deslumbradora. Partir de una
hipótesis como la tuya nos obliga a hallar un estereotipo que configure
verbalmente aquella denominación. Y
las cosas no son tan simples; en poesía no pueden serlo. Como te dije, que
barroco o romanticismo o surrealismo alienten en la fundación poética
hispanoamericana no tiene por qué significar (muchas veces resulta lo
contrario) que los escritores se sometan a las formulaciones normativas de
tales movimientos estéticos. Una cosa es que la doblez y el mestizaje y la
capacidad visionaria de todos ellos sean concomitantes con el lenguaje
definitorio de la identidad americana, siempre fronteriza, nunca del todo
definida (o definida por esa orfandad, precisamente), y otra bien distinta el
entender - obligadamente - que la poesía hispanoamericana haya de ser o barroca o romántica o
surrealista: eso, para los profesores y su crítica académica, con su
perseverante (y simplificadora y acomodaticia) ceguera; no lo hagan también los
poetas, cuya apuesta debe ser rebelde y resistente y liberadora.
- Aunque sea
predominante en tu obra crítica el tema de la poesía hispanoamericana, ¿es
posible encontrar todavía una reluctancia, bajo el punto de visión editorial,
en la difusión de esta poesía en tu país? ¿En lo qué debemos basar eso?
-
Esta es una vieja cuestión pendiente entre la poesía española y la poesía
hispanoamericana. Mi trabajo crítico se ha propuesto, durante años, reducir al
menos ese hiato grande y profundo entre ambas escrituras poéticas de una misma
lengua. El resultado ha sido descorazonador. No sólo por la incomprensión
española con respecto a Hispanoamérica; también por el escaso (y defectuoso)
conocimiento que se tiene de la poesía española en Hispanoamérica, a lo que ha
contribuido la complacencia con que el lector hispanoamericano acepta la visión
que de la poesía peninsular le llega a través de la crítica establecida y
dominante.
Durante algún tiempo (en especial en los años setenta), las
editoriales españolas más solventes publicaron obra de los poetas
hispanoamericanos de los últimos y penúltimos plazos históricos, rompiendo así
la rutinaria imagen que desde España se tenía de una historia poética que
concluía en Neruda y Paz, a partir de los cuales el espacio literario era de
los narradores encumbrados por el lanzamiento del boom; narradores que pronto comprendieron que la solución era
constituirse en sociedades anónimas,
en lugar de seguir escribiendo desde la marginalidad y el riesgo en que todo
verdadero escritor debe situarse. Pues bien, aun difundiéndose en España
aquella obra poética, poca o ninguna influencia ha tenido en los poetas de este lado. ¿Mi opinión? Que el temor al
riesgo, la tendencia particularmente respetuosa con la tradición y la
configuración tercamente histórica de la poesía en España forman una barrera
insalvable para que esa necesaria permeabilidad, ese imprescindible debate
entre las dos voces de una misma lengua, se haya cumplido debidamente. Añade
otra cosa más: la literatura española lo es de la palabrería vana, de la
repentización ingeniosa, y ¿cómo puede entenderse así una poesía como la
hispanoamericana que nace - incluso en sus manifestaciones más exuberantes -
del lento destilar de la palabra, de un silencio alerta y desconfiado, de una
mirada intensa y una madura reflexión?
Yo no defiendo la necesidad de suplantar la identidad que una
escritura manifiesta, obligándola a expresar otra; lo que considero
imprescindible, y urgente, aunque lo creo ya imposible, es la recíproca
contemplación de uno y otro discursos, y el meditado análisis de las
posibilidades que la lengua común ofrece, teniendo en cuenta su diversidad, su
riqueza, su capacidad de resistencia y su voluntad de riesgo. Pero ya te digo:
soy escéptico, después de más de veinte años intentando decirlo frente a tantos
inconvenientes.
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