El
título común que acoge toda la obra poética del argentino Roberto Juarroz, Poesía vertical, determina la precisa e
inalterada dirección de esta escritura: un ejercicio unitario y progresivo, un
discurso intelectual implicado en la exigencia moral y conceptual desplegada en
su obra y, simultáneamente, en la insólita aventura de su enfrentamiento,
siempre sereno, siempre riguroso, con la palabra y con el poema: este último no
será nunca subsidiario de aquella exigencia; con ella forma una sola fuerza
naciente, capaz de iluminar las zonas más oscuras de la experiencia
existencial, y hasta de traspasar los límites con los cuales el lenguaje se
resiste a una experiencia intelectual como la desarrollada por este poeta,
nunca sometida a la mera especulación lógica. “Una poesía que procede por
inversión de signos”, ha dicho Julio Cortázar. En efecto, los poemas de Roberto
Juarroz se despliegan siempre según un orden contrario al esperado y, precisamente
por ello, nos proponen vislumbres cada vez más insólitas. El escritor se
expresa con meridiana claridad, pero no por ello se sustrae a las más arduas
incertidumbres. La verticalidad que su palabra busca es - ya lo advertimos -
una dirección; pero también un sentido:
se origina en una mirada aséptica, desprovista de todo condicionamiento previo;
resistente a toda contingencia (mirada que es abstracción esencial), deriva en
una acuciante reflexión interrogativa, dejando aquella presunta seguridad
inicial al borde de la duda, en la inquietud de lo posible. Entonces es cuando -
de verdad - comienza todo. Volvemos, sí, a aquella mirada del principio; pero
ya no puede ser la misma, ni participará de su pureza primordial; inaugura lo
que Guillermo Sucre ha llamado “una secuencia virtualmente infinita de
relaciones y motivaciones”: vértigo de un final que es siempre principio:
El fondo de las cosas
no es la vida o la muerte.
Me lo prueban
el aire que se
descalza en los pájaros,
un tejado de ausencias
que acomoda el silencio
y esta mirada mía que
da vuelta en el fondo,
como todas las cosas
se dan vuelta cuando acaban.
Roberto Juarroz usa la poesía como instrumento para conocer el mundo,
y para conocerse a sí mismo: cosmología y ontología, en la línea dramática
donde existencia y ausencia confluyen. Una cara, dos espejos; miradas que en la
inversión se identifican o interrogan. Pero el poeta no se detiene en la
satisfacción de lo contemplado; su escritura existe porque es un impulso, un
deseo de comprensión (de penetración) cada vez más tensa e intensa en la
realidad (si convenimos en que la realidad sea cuerpo, que aquí es
transparencia), aprovechando las posibilidades de una palabra verdaderamente
libre, como es la de Juarroz, y manejada además, como él lo hace, desde la más
absoluta libertad. Y con un extremado rigor. Porque nada de lo dicho impedirá
que en sus poemas (fragmentos de una voz única, alzada e imparable en su
verticalidad) habite (y se discuta) el drama acuciante de los límites del
lenguaje. Una tensión vertical, pues, eleva la palabra; otra fuerza, vertical
también, pero descendente, neutraliza (o niega) la afirmación inicial; o - al
menos - pone en evidencia la incapacidad del instrumento verbal para mantener
esa delicada equidistancia entre enigma y lucidez, donde el poeta se debate, y
donde quiere que se debata su escritura. Dinamismo interior, flujo constante y
subterráneo que si, por una parte, define el movimiento intelectual del
escritor, descubre - por otra - la progresión imparable y fecundante de la
palabra misma, ajena ya a las servidumbres de los significados:
Hallaré una palabra
que detenga tu cuerpo
y le dé vuelta,
que contenga tu cuerpo
y abra tus ojos como
un dios sin nubes
y te use tu saliva
y te doble las
piernas.
Tú tal vez no la
escuches
o tal vez no la
comprendas.
No será necesario.
Irá por tu interior
como una rueda
recorriéndote al fin
de punta a punta,
mujer mía y no mía,
y no se detendrá ni
cuando mueras.
Otra característica fundamental también, y complementaria de lo
anterior: la poesía de Roberto Juarroz procura (y aLcanza) una síntesis muy
rigurosa de la realidad, reduciéndola a su imagen primera, a una imagen
anterior incluso a la misma palabra que la dice. El escritor se aplica a un
proceso de reducción, de intensa concentración intelectual, reivindicando así
el conocimiento poético como único saber de los elementos y de los principios;
y por serlo, es un saber de lo absoluto. Abstracciones iniciales; pero para que
se constituyan en decir poético, es
imprescindible que se realicen verbalmente, que se configuren con una matizada
sensualidad:
El poema respira por
sus manos,
que no toman las
cosas: las respiran
como pulmones de
palabras,
como carne verbal ronca
de mundo.
Debajo de esas manos
todo adquiere la forma
de un nudoso dios
vivo,
de un encuentro de
dioses ya maduros.
Las manos del poema
reconquistan la
antigua reciedumbre
de tocar a las cosas
con las cosas.
Poesía como acto y como reflexión, a un tiempo: acto puro del nombrar,
de fundar la palabra que es (y dice) la realidad; reflexión exigente en torno
al compromiso generado precisamente a partir de ese acto creador. Pero es,
sobre todo, poesía esencial: despliega ese flujo vertical para tocar el hervor
primordial del oscuro (del silencio) anterior (“Yo he aprendido en la noche el
silencio de ser. / El silencio de no ser no se aprende. / Pero los dos se
nombran en la noche”).
Acerquémonos y observemos con algún pormenor la precisa construcción
de estos poemas. Para Guillermo Sucre, la poesía de Roberto Juarroz “no está
dominada por el vértigo de la originalidad, mucho menos por el de la
experimentación de nuevas técnicas verbales”; “es una obra que parece no serlo”. Sin embargo, al
estudiar al poeta argentino, se refiere, en diversas ocasiones, a Mallarmé.
Habrá que matizar esta aparente discordancia. Los textos de Juarroz no optan
(aunque esto sólo en apariencia) por la experimentación; se diría que el poema
se limita voluntariamente al manejo de recursos muy elementales, a repetir una
simple fórmula constructiva. Pero sucede que las estrofas enumerativas que
constituyen el poema, retornan recurrentes, como un repetido comienzo,
ofreciéndose como alternativas al conjunto de la unidad cerrada que supone el
texto, y al conjunto de textos que, en última instancia, configuran la unidad
de la obra toda. Son estrofas que, asimismo, determinan un equilibrio, una
proporción simétrica sutilmente interrumpida por el desajuste intencionado que
el poeta introduce en la sucesión interior de la idea, asaltada siempre por una
suerte de vértigo o perplejidad, por la duda constante que nace de las ya
referidas limitaciones:
Algunos de nuestros
gritos
se detienen junto a
nosotros
………………………………………….
Algunas palabras que
hemos dicho
regresan y se paran a
nuestro lado
………………………………………….
Algunos de nuestros
silencios
toman la forma de una
mujer que nos abraza
………………………………………….
Algunas de nuestras
miradas
retornan para
comprobarse en nosotros
………………………………………….
Hay momentos y hasta
quizá una edad de nuestra imagen
en que todo cuanto
sale de ella
vuelve como un espejo
a confirmarla
en la propia
constancia de sus líneas.
Así se va integrando
nuestro pueblo más
secreto.
Control riguroso sobre la forma, en consecuencia; aunque el poema
acoge también - de manera paradójica - la presencia ineludible e imprescindible
del azar que determina las relaciones allí establecidas entre el poeta que
intenta conocer el mundo y este mismo mundo hurtándose a tal conocimiento,
deslizándose y escapando por los intersticios de un lenguaje que se esfuerza
inútilmente en contenerlo, en incorporarlo a su precisa trama. Resistencia de
la realidad a ser expresada por (y fijada en) la forma, de ahí, el drama
nuclear de la poesía de Roberto Juarroz: cuanto más firme y segura aparenta ser
la palabra, más radical resulta su vacío ulterior; lo revelado por la poesía no
es la solución del enigma, sino la aparición de nuevos - y más vertiginosos -
interrogantes; porque “sí, hay un fondo. / Pero hay también un más allá del
fondo, / un lugar hecho con caras al revés”. Poesía afirmativa y fundacional, y
por ello vigorosa y transparente; pero también - dramática bipolaridad - poesía
de evidencias negativas, donde la inseguridad y la sugerencia no clausuran la
posibilidad de conocimiento; la multiplican de manera inquietante. Cuando
Roberto Juarroz utiliza (y lo hace muy a menudo) formas verbales del subjuntivo
o del condicional, está dejando al lector en la misma situación de abierta
perplejidad por él padecida; lo abandona en esa zona equidistante entre la
afirmación del mundo y la negación de la palabra; allí donde se origina un
repetido comienzo. Hasta ese momento, el poema parece iluminarnos con su
clarividente seguridad; a partir de entonces, todo se transfigura - con sólo
fijar la mirada; con sólo insistir un poco en los perfiles de la imagen - en
una realidad de muy difícil aprehensión: sustancia y misterio, antes que
realidad y forma:
Los árboles y las
otras cosas que se apoyan contra la noche
sienten de pronto que
la noche pasa a apoyarse en ellos,
como si debieran
guiarla en su inédito tanteo,
en su búsqueda de otro
tono del negro.
Y la luna, que era la
luna en el estilo de la noche,
pasa a ser la piel de
un bautismo inminente,
la precoz inicial de una
aventura parecida a una forma,
pero más densa que
ella,
algo así como una
forma que contuviera la masa de todo.
Ante tan compleja disyuntiva, ante la presencia de estas fuerzas
concurrentes, en medio de las cuales se baten el poeta y su palabra, Roberto
Juarroz se resiste a ser víctima. No se contenta con lograr una construcción
simétrica y serena, esa quietud exacta y vertical que hemos visto; sabe que la
experiencia de la poesía requiere un aprendizaje permanente, esfuerzos sin
desmayo (esperanzados hasta donde ello sea posible, sabiendo - como sabe - cuáles
son sus limitaciones), para habitar ambos mundos: el dominado por la escritura;
el inaugurado en ese límite del final del poema. El escritor se impone entonces
una estrategia que es una disciplina: afirmar su ser, su identidad, por su
estar, por su existencia. Y el amor desempeña un papel decisivo en tal proyecto;
aparece como la única realidad capaz de consumar la plena comunión entre la
presencia incontestable del mundo y el siempre inquietante azar de los
encuentros:
Ayer fuimos y mañana
seremos él y ella,
pero hoy somos el
sitio donde es posible hallarlo todo.
Quien pierda hoy algo
puede buscarlo aquí.
Toda la bruma del
mundo se hace pan en tus ojos.
Todo el sueño del
mundo se despierta en mis manos.
Toda el hambre del
mundo se sacia en un cabello.
Toda la muerte del
mundo se enjuga como una sola lágrima
con el borde lento de
tu piel o mi voz.
El principio del poema es siempre una actitud extática y contemplativa
(quietud y asombro) que dispara el proceso verbal del texto; pero éste sólo
parcialmente se realiza: discurre (agitación y duda) en una constante alternativa
entre lo vacío y lo lleno, movido por los signos de la escritura, y halla su
término en la soledad o en la impotencia - siempre en el silencio expectante
que la palabra deja tras de sí. Poemas, apenas, como prueba, como apuesta; discurso que avanza entre las quebraduras de
sucesivas estrofas, cuyo destino no es otro que el brevísimo instante donde
todos esos fragmentos anteriores se concentran y anudan para sugerir la
posibilidad de una nueva sucesión, aunque ésta nunca llegue a materializarse en
escritura. Los textos de Roberto Juarroz no acaban en sí mismos; no son
unidades independientes. Entre todos [1]
generan un movimiento conjunto, y definen con él los límites de un espacio cuyo
ritmo interior viene determinado por la cohesión lograda entre esas unidades
yuxtapuestas, declarando así la voluntad unitaria y progresiva que - aun en lo
contradictorio - habita como fuerza matriz (y motriz) de esta poesía (“Voy
llegando al comienzo: / la palabra sin nadie, / el último silencio, / la página
que ya no se numera / Y así encuentro la forma / de probar que la vida / calla
más que la muerte”), alcanzando - tras sucesivas ampliaciones del elemento
axial de este proceso, leit motiv en
el comienzo de cada estrofa - la deslumbradora certeza de la identidad entre
existencia y esencia (“El cuidador de la noche / sabe que la edad de la noche /
es mayor que la del día”). Certeza que apenas dura: en ese mismo instante el
escritor (y el lector) se dará de bruces con el vacío ulterior, con el
silencio. Esa es la verdadera culminación en los poemas de Roberto Juarroz. El
lector, como digo, siente la orfandad
de la palabra, cuando más necesitado esta de ella; no se trata, sin embargo, de
una carencia, sino de la radicalización del drama ontológico que es - al propio
tiempo - debate moral. En sus poemas, Juarroz resume el resultado moral de una
experiencia de conocimiento; enseñanza que no proviene del mayor o menor grado
de sabiduría; deriva de la mostración inmediata - plástica, diríamos - de ese
acto de vivir que es el acto de escribir. “El poema - explica Guillermo Sucre -
es un acto que al abrirse y ahondar en sus posibilidades nos abisma y nos
regresa al acto inicial, nos (en)cierra en él, en la literalidad (¿en la
soledad?) del texto”:
Y ya en la zona del
más puro menos
colocar todavía un
signo menos
y empezar hacia atrás
a unir de nuevo
la primera palabra,
a unir su forma de
contacto oscuro,
su forma anterior a
sus letras,
la vértebra inicial
del verbo oblícuo
donde se funda el
tiempo transparente
del firme aprendizaje
de la nada.
Y tener buen cuidado
de no errar otra vez
el camino
y aprender nuevamente
la farsa del ser algo.
La escritura de Roberto Juarroz discurre en la frontera con lo
invisible, se asoma vertiginosa y simultáneamente a dos ámbitos, a dos espacios
decisivos, lugar y espejo - respectiva y recíprocamente - de la existencia, de
la escritura y de la reflexión; dos espacios que confluyen, y hasta cierto
punto se anulan, en un poema abierto siempre a un otro lado sin sucesión ni muerte (“Pero el hombre / allí no tendrá
peso, / allí no será nadie”). “La visión que ella [esta poesía] despliega no es
expansiva ni horizontal [puramente histórica]; es una visión en profundidad:
confrontación directa, sin mediación, con lo esencial, con lo que de alguna
manera ha sido inesencial en la historia, sobre todo en nuestra historia
contemporánea”.
Tensión afirmativa del poema y evidencia de las limitaciones del
lenguaje: la bipolaridad en la cual se establece la poesía de Roberto Juarroz.
Nos movemos, sin lugar a dudas, en los dominios de una poesía del conocimiento,
materializada - a su vez - como una experiencia de comunicación: los poemas de
Juarroz resumen, de modo admirable, el poder y la miseria del lenguaje en el
trance del decir primordial; la gozosa incertidumbre de la revelación y la
evidencia descreída del final. Pero habrá que subrayar la actitud irónica desde
la cual el poeta afronta esa situación, pues su poesía se origina (y se
consuma) en el absoluto convencimiento de cuanto - evidente u oculto - impide
la plenitud del hallazgo expresivo (“Tal vez la existencia del hombre consista
simplemente / en perfeccionar el no existir”). El poeta ve (y siente) cómo las
palabras (sucedía en el Gargantúa
rabelaisiano) se congelan en el aire, inútiles o mostrencas (“Ha llegado para
ella [la mano] el momento / de escribir en el aire, / de conformarse casi con
un gesto. / Pero el aire también es insaciable / y sus límites son oblícuamente
estrechos”). Lo sabe - y digo -; y lo palpa en su inmediatez sensorial. Sin
embargo, fuerza el límite, pone a prueba el lenguaje, se juega con él la última
posibilidad (“Detrás del silencio, / detrás del espacio vacío, / detrás de lo
que no existe, / repta por lo menos una ausencia roedora / que a menudo
interrumpe el mensaje. / Hasta la nada suele interceptar a la nada”). Ironía
contenida en la escueta pero intencionada utilización del adjetivo (véase, por
ejemplo, esa “ausencia roedora” que
acabo de citar) o en la manipulación de un lenguaje muy simple, muy elemental,
que deja al descubierto - incisiva agresividad - su afirmación y su negación
fundamentales: vida y muerte, contrarios complementarios y confluyentes,
generadores de una interrogación urgida ante el enigma de la permanencia:
Es como si prestásemos
la vida por un rato,
sin la seguridad de
que nos va a ser devuelta,
y sin que nadie nos la
haya pedido,
pero sabiendo que es
usada
para algo que nos
concierne más que todo.
¿No será también la
muerte un préstamo,
en medio de una calle,
de una palabra
o de un beso?
Ámbitos complementarios para construir la paradoja del discurso
existencial; visión espejeante que los relaciona, por medio de su doble
reflejado en las imágenes concretas del pozo, o del cristal, o del espejo; que
establece una distancia, siempre notoria, entre lo dentro y lo fuera (“Hay un pozo de nubes donde se juntan todas
las palabras,/ húmedamente ellas mismas,/ entidades más despiertas que
perfectas,/ cuyas sombras han tropezado casualmente con la boca de los
hombres”), o una correlación entre presencia (árbol, cuerpo) y ausencia
(pájaro, pensamiento), o una antítesis cruda y simple entre la palabra y su
contrario, entre voz y silencio. Poesía, la de Juarroz, que desarrolla una
acción muy peculiar, teñida de plenitud y neutralizadora de los opuestos,
porque los contiene todas:
Caer de vacío en
vacío,
como un pájaro que cae
para morir
y de pronto siente que
va a seguir volando.
Caer de lleno en
lleno,
como un antipájaro que
enrola en su anticaída
los espacios compactos
donde no se cae.
Caer de línea en
línea,
hasta abandonar el
dosel de las líneas
y caer en lo abierto,
desnudo hasta de forma.
Caer de vida en vida,
pero dentro de esta
vida,
hasta que nos detenga
como un cuerpo plenario
el resumen de ser.
Y entonces dar vuelta
la caída
y volver a caer.
La caída de este poema no presupone un acción negativa, o anuladora,
sino penetrativa del conocimiento: el pájaro cae “para morir pero siente que va a seguir volando”; la
palabra cae, pero en lo “desnudo hasta de forma” (libertad insólita plena,
vencedora incluso de la forma); cae la vida, por último, pero para alcanzar
mejor el ser, y para retornar finalmente a su indeclinable tensión vertical. Un
movimiento, como ya indicábamos, que genera su propio espacio (o espacios),
pero un movimiento que revierte en el propio individuo y traza la imagen de la
insistente búsqueda de identidad (“Tiene que haber un punto / donde cesen los
turnos del olvido / y las formas recuerden”) , de la urgencia por superar la
soledad y el desamparo (“La incongruencia de estar solo / toma el tren más
puntual / hacia las emergencias del olvido”). Esos dos ámbitos espejeantes y
confluyentes, ya explicados, vuelven ahora a ser fundamentales; explican el
enigma de esa doblez por medio de la cual el poeta se define, utilizando un
lenguaje que mezcla - no sin cierto contenido apasionamiento - el lenguaje
poético y la palabra coloquial, la celebración optimista de la palabra y un
cierto tono de desolación y tristeza que apunta también en algunas ocasiones.
Nuestro autor se propone resolver e1 misterio de la existencia al margen de los
hechos, alumbrando la dimensión colectiva de la palabra esencial (“El corazón
más plano de la tierra / me hizo aprender el salto en el abismo / de una sola
mirada”).
Roberto Juarroz destierra de su poesía cualquier suceso; elimina de
forma radical toda anécdota, al igual que despoja a su palabra de todo
aditamento adjetivo, concentrando la actividad del texto en una tenaz y
minuciosa búsqueda interior. Su palabra - diríamos - recorre un doble
itinerario de ida y vuelta; discurrir, primero, en una explosión expresiva,
liberación del dinámico vuelo verbal; recorrer el camino inverso, más tarde, y,
de forma paralela, orientarse hacia el origen, hacia el centro intelectual y
emotivo donde se había generado:
He llegado a mis
inseguridades definitivas.
Aquí comienza el
territorio
donde es posible
quemar todos los finales
y crear el propio
abismo,
para desaparecer hacia
dentro.
Pero pronto notamos que ambas tensiones se resurgen en una sola; que
ese recorrido nos ha revelado la voluntad de conocimiento que anima la palabra
de Juarroz. Ver y asumir el mundo tiene su exacto correlato en el proceso
subsiguiente, cumplido cuando se ve y se asume la propia identidad con reflejo
(reflexión) de aquella mirada. Este itinerario encierra un vigoroso optimismo
inicial y participativo; pero concluye en la evidencia de la imposible
revelación de cuanto se halla más allá de las palabras, eso que tan sólo puede
ser aludido (o entrevisto, en el relámpago de la iluminación poética)
instantáneamente. Lo certifica el propio escritor, con no disimulado
desconsuelo: “la palabra es el único pájaro / que puede ser igual a su ausencia”.
Con su poesía, Roberto Juarroz ha abierto los ojos a la evidencia del
todo y la nada de la palabra, sin sustraerse ni doblegarse a esa constitutiva
doblez. Con su poesía, no solo dice
la experiencia, también la hace patente, la encarna:
la rigurosa síntesis esencial, la absoluta y atractiva desnudez del verbo como
principio, descubre - en esa misma operación de despojamiento - su propia
miseria, los peligrosos augurios del vértigo de la nada que, por su intermedio,
se iluminan. Ello obligará al poeta a concluir lo siguiente: “la palabra no es
el grito, / sino recibimiento o despedida. / La palabra es el resumen del
silencio, / del silencio, que es resumen de todo”. Confianza en el silencio
(hueco de la palabra, de su cuerpo y de su sentido) como espacio de plenitud
original. Y no deja de ser sintomático que esto se produzca, con mayor
notoriedad, a partir de 1975. Con la Séptima
poesía vertical, Roberto Juarroz establece esta cuestión en el centro de su
experiencia poética; precisamente cuando el mundo entra en una de las más
profundas crisis de identidad de la época contemporánea. El escritor argentino
transita entonces los caminos de la trágica incertidumbre de la palabra como un
medio de conocimiento capaz de superar las simples evidencias superficiales de
la historia: la poesía no como instrumento para decir; como testimonio que
deriva (en singular parábola) de esa batalla particular entablada contra la
credibilidad de la palabra. Los textos de Juarroz alcanzan, por esos años, los
linderos más lejanos, y atrevidos, de su territorio verbal, y quedan aleteando
en la inquietud del silencio que ellos mismos generan y que dejan sonando tras
la última palabra.
La aventura poética de Roberto Juarroz supone - lo hemos dicho - un
enfrentamiento sereno y riguroso con la materia del poema. Pero también muy
arriesgado. No sólo por la compleja experiencia de la escritura que en ella se
realiza (exigente adelgazamiento de la expresión y de la frase; sólida
implicación en el conjunto de las estrofas-fragmento; voluntaria manifestación
del silencio o la nada finales…); es arriesgada también porque con ella,
siguiendo su propio discurrir, el poeta y el lector quedan inesperada y
dolorosamente solos ante su propia confundida identidad; y se les hace
trágicamente presente su imagen de huérfano impenitente que interroga con
desasosiego a su mundo y su lenguaje; mientras ambos, mundo y lenguaje, se
resisten - hostiles - a ser propicios para su indagación entusiasta. Poeta y
lector insisten en sus preguntas, aun a pesar de tal hostilidad; o. tal vez,
por encima de ella.
NOTA
1. La obra de Juarroz no establece diferencia alguna entre las
diversas entregas: el título es siempre el mismo; los poemas sólo se numeran,
como partes que son de un todo; la estructura de los textos presenta muy escasa
- y yo diría que irrelevantes - variaciones.
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