Escasas,
y precipitadas siempre, las incursiones de la crítica española en la poesía
hispanoamericana actual. ¿Cómo explicar, si no, el desconocimiento aquí de una
voz tan personal como la del peruano Javier Sologuren? Precipitación, y olvido.
Pero, también, indiferencia hacia una escritura poética sin la cual - no me
cansaré de decirlo - no llegaremos a reconocer los límites, ni a comprender las
posibilidades reales, de la poesía en lengua española. En 1981, Javier
Sologuren preparó una amplia recopilación de su obra poética, con el título de Vida continua (que lo había sido ya de
uno de sus libros anteriores), aprovechando las palabras con que Jorge Guillén
definiera esta poesía: “Vida continua: poesía sin interrupción”. Nos previene
así el poeta del sentido sucesivo, de la progresión indagadora, que se propone
llevar a cabo en dos frentes: profundizando en el conocimiento de la existencia
(conocimiento de índole exclusivamente poética; ello es, instalado en un ámbito
cósmico); desarrollando una experiencia de lenguaje, paralela a aquella
penetración conceptual (dicho conocimiento reclama una palabra original, para
ser expresado con precisión y plenitud poéticas). Proceso simultáneo que - como
explica Diego Romero Solís - “tiene su
razón de ser en la subjetividad y en su contacto con el alma del mundo”; no
conduce a certidumbre alguna, se explaya en una ambigüedad enriquecedora,
generada a partir de un “contacto esencial con las cosas”. Leer la obra poética
de Javier Sologuren nos permite alcanzar - al propio tiempo - las claves que
han de configurar un mundo poético unitario, proyectado hacia la “revelación
que entraña la expresión poética (…) de todo aquello que bulle oscura y
huidizamente en nuestra vida anímica” - como el propio escritor da declarado en
alguna ocasión .
Oscuro y fugaz, el sentido original, inaugural, que debe mover toda
palabra poética. Si enraizada en el drama de la existencia, en la constante
agitación que empuja al hombre hasta situarlo ante los abismos del deseo, del
dolor y del miedo, la obra de Javier Sologuren no responde a tal evidencia con
la perulante confianza; certifica, más bien, una necesidad: hallar, por encima
(o más allá) de las apariencias una identidad otra, radical y subjetiva, que participe por igual de las
limitaciones del tiempo y del sentido absoluto de la fundación poética; que se
reconozca simultáneamente en el orden establecido de este lado y en el orden posible, siempre cambiante, de la
imaginación. Consecuente con ello, el discurrir a través de una cadena de impulsos
(“(vagidos, balbuceos, canciones o quién sabe qué)”) que van “del centro
cordial a la periferia”, trazando en su camino una aproximación conceptual, un
reconocimiento sucesivo del hombre mismo, habitante del “ámbito de la
naturaleza vívida y redentora, de la que vuelve corroborado con la infinita
sugestión de sus emblemas”. Fluido comunicante (comulgante) que procura ordenar
un caos (el mundo) en la más rotunda y gozosa plenitud (el poema): “frente a la
violencia de la voluntad esgrime el poeta la confianza del amor” .
No. Todo no ha de ser
un viaje sin destino,
dolorosa distancia sin
poder alcanzarse,
piedra sin llanura y
noche sin latido.
No. Mi rostro busco,
mi música en la niebla,
mi cifra a la deriva
en mar y sueños.
Poesía como la vida o viceversa: un rumor original que tiende poco a
poco hacia el mundo; desasosiego atemperado por la serenidad con la cual el
poeta lo afronta para darle forma, para configurarlo verbalmente. Observar con
atención el lenguaje, manipularlo con extremo cuidado; sólo así la revelación
deseada podrá producirse: todo cuanto el poeta quiere decir, todo cuanto quiere
hacer transparente, dándole otro rostro, otra vida, “sólo después de fijado en
la escritura, pude reconocerlo”, ha dicho. Después de fijado en el orden de una
trama (textura) verbal, visión multiplicada por el deseo e intensificada por la
imaginación, el lenguaje inaugura un espacio nuevo, ámbito primordial, donde se
identifica con la experiencia, borrados ya los límites de toda sucesión
histórica, las parcelaciones impuestas a este lado de una frontera ya
felizmente vulnerada con aquella operación. La escritura de Javier Sologuren
habita así, “por incesante crecimiento”, esas zonas de lo improbable, donde -
prodigiosamente - la razón de vivir se hace razón del decir; donde - sin
solución de continuidad - la meditación en torno al lenguaje es, al mismo
tiempo, una reflexión ética sobre la existencia. “Elegía” propone una visión
del amor: pasión y crueldad, plenitud y vacío, confundidos: pero el ritmo
equilibrado que preside (y ajusta) todo el poema nos alumbra, y nos convence:
Amor que apenas hace
un rato eras fruto
de resplandeciente
interior en los ojos
de irreprochable
dulzura, que sólo eras
una gota de agua
resbalando entre los senos
apaciblemente
diminutos de una joven;
ahora, al otro lado de
las falsas paredes
pintadas con húmedos y
empañados carmines,
entre la tarde
nostálgica y la noche,
oh amor, has de ser
guía certero del asesino
que ardientemente
trabaja con un hilo de nieve
en torno de lo que
ama.
Bipolaridad temporal (antes/ahora), definida en la instantaneidad del
cambio, en la brevedad del tránsito (“apenas hace un rato”) materializado en la
imagen de ese paso imperceptible “entre la tarde nostálgica y la noche”:
residuos de una existencia dolorosa, pero vivida por el sujeto poética con
insólita intensidad. Certidumbre absoluta, entonces, de la enajenación que
anida en tales apariencias. A la riqueza conceptual y sensual de los primeros
versos (“fruto / de resplandeciente interior”; “irreprochable dulzura”; “los
senos apaciblemente diminutos de una joven”) sucederá - una vez traspasada la
imagen contundente y generosa de lo falso - la pintura de “húmedos y empañados
carmines”. Y precisamente ahí, el verso que nos lleva hasta el otro lado del
tiempo: el discurso se detiene y un apoyo vocativo inicia el siguiente verso
(cargado de intencionada doblez) para precipitarlo, de modo inmediato, en el
final: metamorfosis de un amor, pantomima tristemente engalanada, que será
“guía certero” para un asesino. Pero - recordémoslo - Sologuren se resiste a
toda fidelidad representativa; abre su palabra a un ámbito totalizador y a la
“infinita sugestión de sus emblemas”: la creación poética sólo será posible (y
plena) una vez alcanzada la absoluta identidad entre experiencia y palabra. La
atinada paráfrasis conceptista, de clara estirpe quevedesca, culminará el poema
de forma precisa, impecable. Censura, y sabiduría poética que atempera toda
posible intransigencia hacia el asesino “que ardientemente trabaja con un hilo
de nieve / en torno de lo que ama”.
Estructura recurrente de los poemas de Javier Sologuren: enumeraciones
de imágenes, o de apariencias de realidad, derivan en una sucesión plural y
dispersa de visiones hilvanadas por la intención moral del poeta y por la subterránea
ironía que la dice. Su discurso nos remite - una y otra vez - a la sutileza con
la cual Quevedo maneja - incluso contra sí mismo - una palabra que quiere decir
siempre algo más de lo que dice (“La mano que gira las invisibles poleas del
sueño. / La pluma donde no corre sido la sombra del mundo. / El ojo humano, el
frío humano, la captación del olvido”);
evoca la doliente convicción con la cual asume su destino el poeta barroco: su
imaginería (apariencias) precipitándose hasta las más intrincadas raíces del
sueño (“Esta garra que golpea sin aparente motivo / pone una rosa en el
interior de los relojes / y hace que el sueño hable desde la fatiga del tiempo;
/ abre una huella profunda, una ciega baraja, / abre un pecho donde la
eternidad transita a solas / en una desgarrada dulzura de sonidos y estrellas”). Ni desesperación existencial, ni
patetismo expresivo. Sologuren es un poeta paciente y, una vez recurrido el
primer tramo de aquel itinerario (“del centro cordial a la periferia”), remansa
los impulsos que mueven su escritura; sabe que la poesía es fundación de luz
que se consume en el instante mismo de producirse (“sintiendo la erosión / del
pensamiento / en mi / cerebro / cogiéndome al leño que deriva casi / a oscuras
/ trazando una raya encendida / un surco de letras apenas visible”). José
Miguel Oviedo lo ha dicho con acertada sencillez: “si esta poesía parece cada
vez más impalpable es porque su materia es la propia Poesía, la actitud poética
de quien la crea”.
Escribir: establecer un diálogo intelectual entre el poeta y una
realidad no instrumental, cósmica; discurrir por los senderos de una metafísica
muy particular y sugerente: conceptual y desnuda, se resiste - sin embargo - a
toda frialdad, a todo hermetismo; esta extraña capacidad nos obliga a
interesarnos (integrarnos) en su íntimo suceder. Una muy cuidadosa sensualidad
impregna tanto la mirada descubridora, posesiva, que hace progresar el
discurso, como el propio lenguaje, cuyos fragmentos (vibraciones) despliegan su
luminoso atractivo y desbordan los límites de aquella cerrada visión del mundo
de los poemas escritos por Javier Sologuren antes de 1949. En ese año,
precisamente, la publicación de Dédalo
dormido franquea a su palabra, de manera inesperada, el espacio vertiginoso
de lo infinito. El largo poema que da título al libro (crucial para entender
esa continuidad) materializa verbalmente, a través de una sugerente recreación
del mito clásico, la tensión ilimitada y sucesiva en donde se asienta (y a través
de la cual se proyecta) la firme unidad poética sologureniana.
Sucede, también, entre experiencia y escritura: disueltos sus límites,
ambas se interpenetran y confunden en una sola identidad. Vida y muerte no se
limitan a reproducir sus parcelaciones espaciales y temporales; el poema será
una síntesis de ambas, conseguida en un espacio que ya es puramente poético,
revelador. “Morir”, una larga serie agónica de imágenes de la muerte, se cierra
con estos versos:
Morir es un lago de
fría seda donde hierven las ardientes piedras del mediodía,
en tus ojos de
pequeños frutos solitarios donde la tarde es hoja de miel inhollable.
Morir en un cuerpo
embellecido por la más remota nieve.
Morir sintiendo que en
la tierra aún son hermosos la sangre, el desorden y el sueño.
La irracionalidad que genera esas imágenes y el descarado atrevimiento
del poeta, alterando, de forma consciente el orden convencional que traza su
línea divisoria, afirmadora y negadora a un tiempo, hacen del poema un lugar de
encuentro y comunión. Lugar donde una palabra solidaria resume el sentido de la
existencia, el sentido de transgredirlo para establecer en él otras leyes, otro
orden que lo haga libre. Ni el escritor posee la palabra, ni ésta es objeto
dispuesto a la posesión. El poema (el dador
lezamiano) la ofrece, libre y unánime, radical en su claridad, sugestiva y
plural en su riqueza sensorial. El poeta hispanoamericano (y Sologuren no es
excepción) se vuelve interrogativo hacia la superficie deslumbradora y
transparente de la lengua que habla; la atraviesa con la mirada, la sacude con
la palabra. Y la palabra se hace mundo: el ámbito por ella generado (espacio
vacío que abre: perfil de lo invisible que traza) participa de esa sustantiva
vitalidad, se exalta en el gozo instantáneo del decir.
Augusto Tamayo Vargas, al hablar de los poetas peruanos de la década
del cuarenta, “Carlos Alfonso Ríos (…), Jorge Eduardo Eielson, Sebastián
Salazar-Bondy, Javier Sologuren”, los reconoce “preocupados por el estilo y
tratando de ser diferentes a lo que podría considerarse el lenguaje
hispanoamericana”. Habrá que matizar ese sentido diferencial. Cierto que esa
“preocupación de estilo” podría emparentar a Sologuren (y así lo apunta Tamayo
Vargas) con poetas como Jorge Guillén o Pedro Salinas; cierto, también, que tal
adelgazamiento conceptual y verbal permite a Eielson llegar hasta la misma
negación de la palabra… Esfuerzo por lograr una pureza poética, sin duda. Pero
como respuesta a una necesidad de afirmación de la identidad: ninguno de estos
poetas asume el lenguaje como evidencia, sino como posibilidad; más, como una
permanente perplejidad. Javier Sologuren, en concreto, se alza contra el
lenguaje antes de que éste devenga en retórica envarada, en amaneramiento
tópico, como suele pensarse - sobre todo desde nuestra ladera - que debe ser el lenguaje de la poesía
hispanoamericana. Sologuren (también lo dice Tamayo Vargas) inaugura un “nuevo
modernismo”: inauguración segunda que arranca de las vanguardias, de un
surrealismo desarrollado con dificultad en los años veinte y recuperado, de
forma madura, reflexiva, por nuestro poeta. Palabra liberada de las
servidumbres de la utilidad y de la razón; palabra pura. Y sólo - aunque parezca
paradójico - cuando “una conciencia de zozobra” la dispara hacia extremos que,
“habida cuenta las terribles amenazas atómicas de esos años 1948-1949, la
escapa a los límites del individuo para extenderse a los de la especie”. La
única esperanza posible, entonces, será “la poesía, el poema, el canto (…) una
cierta afirmación en medio del desastre”. Si la palabra desea ser creadora,
debe comprometerse con su propia libertad; y la opción de Javier Sologuren, a
partir de ese meridiano decisivo, es muy clara: abismarse en el vértigo de la
creación; “vagar entre los signos de la noche”.
En la caída trágica de Altazor, la dispersó Huidobro: estallido de
formas, de colores, de aire; en un oscuro laberinto, permitió Neruda que
discurriera su profecía. Ambos dejaron la palabra poética a merced del silencio
que la niega o del utilitarismo moral que la secuestra. No se detuvo, sin
embargo, Sologuren en ese límite. Dejó que Dédalo durmiera, que escapara al
engaño de la realidad, remontándose a (o hundiéndose en) la verdad. Ese es el
sentido solidario de esta escritura: su experiencia conceptual, de índole
subjetiva, se hace experiencia compartida (y angustiada) en el poeta. Un poeta
debe apostar “a pesar de todo, por el encuentro de la razón y la imaginación,
de la sensación con la idea”, y debe ahondar “en la oscuridad de la historia,
en el valor del mito y de la poesía como lenguaje original, como expresión del
sujeto total, y sólida base del diálogo entre los hombres”. Eso hará Javier
Sologuren: retornar al sentido primero de la palabra, a su pureza; allí su voz
podrá encontrarse con todas las voces, “canto arrancado a la tumultuosa soledad
de un pecho humano”.
No sé si nos buscamos,
uno a otra, como la llama y el aire,
como nuestros ojos
buscan la mirada en que saldremos eternos,
como nuestros labios
para dar caza al silencio, tenazmente;
como nuestros labios
nos van dando noticias sin que ellos lo sepan,
como nuestros cabellos
al paso de una luz desconocida y temible,
estamos ao borde de un
astro profundo y alguien quiere caer.
Quiere caer, pero no cae. El hombre, diminuto en medio del cosmos, perdido en la
incertidumbre de su existencia, vapuleado por la historia y sus máscaras. Pero
no cae. Apenas, de puntillas, al borde de un abismo mucho más sugerente que su
existencia atormentada. El poema - desea Sologuren - como camino en cuyo final,
tras el hallazgo último, el sentido, la razón de vivir (y morir). Pero el poeta
no nos aguarda allí con una solución tranquilizadora; deja al individuo -
escritor o lector; peregrino siempre entre oscuras señales - solo, pero no
desasistido: provoca su perplejidad con la llamada (llamarada) de una nueva
imagen poética. De su diálogo con ella (su doble), el reconocimiento de que ese
itinerario ha valido la pena: es mucho más libre quien - al margen de
prejuicios - se halla dispuesto a escuchar “el latido de la propia nada,
secreto de las cosas que perdura desde el origen y que ni la embriaguez ni el
raciocinio logran acallar”.
Ver, palpar un rastro de palabras: el propio rastro. Diálogo de
silencio, de miradas, movido a una sensualidad que nada tiene que ver con la
superficial excitación de los sentidos. No se trata del aposteriori de la imagen contemplada, sino de la textura del propio
discurso verbal, de su ritmo interior (de su oralidad, también): sensualidad
como temor o inquietud ante lo que puede ser alumbrado; se trata de una
progresiva abolición del tiempo: conciencia del dolor que produce su constante
flujo degradatorio (“pero / la almendra / triturada / de lo real / es el transcurso
/ el simple / irse tras / de un grano de arena / otro / grano de arena / y una
tras otra ola / (no hay huellas) / medir es un necio pasatiempo”). Y algo más:
es el puente tendido hacia la madura fluidez en que se resuelve el discurso
poético de Javier Sologuren; nexo umbilical atando la palabra a su principio
genésico, que contiene su desbordamiento emotivo: distancia irónica de la
incertidumbre ante el lenguaje y su potencia inaugural:
y
el canto es fuego,
fuego la constelación
que desate nuestros labios
la gota más pura del
fuego del amor y de la noche,
la quemante palabra en
que fluye el amor, aún.
Ya Sologuren sabe que el poeta sólo alcanza efímeras vislumbres (su
triunfo es su derrota). Una palabra serena, no perturbada por la proximidad sentimental,
ni sublimada por el júbilo de la plenitud, expresará mejor que ninguna otra el
drama esencial de la existencia, que lo es también de la palabra con que ha de
expresarse. Esa existencia conflictiva se liberará de las ataduras que la
confinan en su vulgaridad, en su simple ejemplaridad moral, al transfigurarse
en el espacio del poema, al vivirse en ese otro tiempo que el ritmo de la
escritura poética origina y desarrolla. El texto poético de Sologuren siempre
configura un espacio así, un nuevo universo cuyos astros (palabras, imágenes,
versos) establecen sus propios movimientos, sus contactos, sus desplazamientos:
se ajustan a él, pero discurren igualmente hacia el más allá de la imagen final
del poema, atraídos por el asombro de quien ha culminado en ella su recorrido
existencial:
Entre la sed y su
cuerpo transcurre un ave blanca, un marítimo
vacío, silencio que es
un límite perdido.
Preocupación constante por el estilo, que dice Tamayo Vargas;
estructura muy elaborada del poema, que señalan los estudiosos de la poesía
sologureniana; unidad precisa y perfecta de su obra, que nuestra lectura quiere
destacar. Unidad sólida donde participan por igual experiencia y escritura, lo
sensorial y lo conceptual, de modo que - como desea el poeta - la vida sea “una
síntesis en marcha con la palabra”. Síntesis, y evolución muy significativa: el
encuentro del poeta con la realidad, su inicial descubrimiento, dibuja ante su
mirada un interrogante indescifrable (lo desconocido), una otra realidad que racionalmente lo desborda, pero que lo apremia
hacia su forma irresistible. Esta tensión es la generadora de los impulsos
primordiales que caracterizan esta poesía; la que traza el itinerario desde lo
cordial hasta lo absoluto. Tensión sustantiva de la composición poética, de su
variada estructura versal: desde el distendido fluir de la prosa (o del
versículo) a la más escueta y desnuda presencia de la palabra - aislada, libre,
inquietante - y a sus relaciones rítmicas con el conjunto del poema.
Y si, primero, Javier Sologuren determina un espacio y un tiempo
unitarios, Detenimiento - su libro
inicial - reúne textos más rotundos, de ritmo más amplio y distendido: la
palabra, ajena a las pautas rigurosas del verso, discurre - extraordinaria
ductilidad - dibujando un amplio espacio textual y poético. Prosa o verso largo
(liberado del cómputo silábico regular) establecen - en Dédalo dormido y Vida
continua, las entregas siguientes - una libertad en el poema, que Sologuren
aprovecha para identificar los primeros cauces de salida a sus impulsos
cordiales, íntimos, y comprometerse así en la búsqueda de lo absoluto. No la
perplejidad que diversifica la riqueza del mundo encontrado; el poeta aún
determina un orden, y por ello habita la conciencia de un límite: palabra que
se despliega como la vida, en una acción envolvente y corroboradora. Pero esa
vida hace crisis en los últimos años cuarenta, y el ámbito de lo desconocido,
que atrae al poeta y al hombre, aparece teñido por la incertidumbre y el miedo:
en él, entonces, se revela la falacia de ese orden del cual había participado,
donde se había, inconscientemente, refugiado; e intuye que sólo dispersando el
lenguaje en un caos resistente al orden discursivo hasta entonces dominante,
dará libertad absoluta a su palabra, hará poética su escritura. Se deshacen las
tramas iniciales; la textura se descompone; las palabras-astros saltan
(fragmentos en el vacío, en el silencio, en lo blanco) fuera de su órbita, se
buscan las unas a las otras en la agitada vivencia de su absoluta libertad.
Crecen las infinitas posibilidades del lenguaje; se iluminan - sucesiva,
simultáneamente - las parcelas del nuevo orden por el mismo inaugurado. Lo
explica Luis Hernán Ramírez : cuando “aparece el caotismo como un rasgo
impresionante de su estilo”, precisamente a partir de Dédalo dormido, el verso de Sologuren se quiebra y, en su
disgregación, asume su vocación de plenitud, de pureza: mantiene su tendencia
recurrente a las enumeraciones, a las series asindéticas (ya no construyen
imágenes, son unidades de ese discurso roto), pero multiplica las visiones y
vislumbres, ampliando así aquel mundo definido al comienzo.
En apariencia, un más extricto rigor métrico; pero el sometimiento de
la palabra a la síntesis versal debe entenderse como manifestación de un
diálogo mucho más activo y profundo entre el texto y el espacio en donde el
mismo se instala; diálogo sugeridor - a veces, inquietante - donde se suceden
las síncopas de ritmo, donde desaparecen los límites entre vida y poesía: el
hombre observa el mundo desde el otro lado, con una perspectiva plural, desde
el vértigo desvelado de la sabiduría. Así, en las sucesivas entregas de
Sologuren, a partir de los años cincuenta: poemas que desarrollan sus propias
necesidades rítmicas, internas y externas; que mantienen el fluir constante de
la escritura, como si de un único texto se tratase; que precisan el camino del
conocimiento, como precipitado de la continuidad de la vida, de la poesía.
Poemas como cuerpos: forma y temporalidad derivadas de la experiencia
solidaria, reveladora de un nuevo ámbito totalizador; crecimiento y respiración
de una poesía que progresa hasta alcanzar una fusión sorprendente entre su
dinámico discurrir interior y la quiebra textual de la superficie. La hora (1980) se construye como
perfecta síntesis de lo conceptual y de la explosión sensual del tiempo y de la
vida:
el no abatido pero
golpeado entendimiento
hasta el vértigo
tanteó
los bordes de una
túnica dorada
que en su estrado de
polvo
ciñó la alegoría
el mar de hizo destino
se extendieron sus
páginas
y una mañana súbita
de bruces me echó en
ellas.
Otro poema extenso, culminación del proceso seguido por esta
escritura. La hora reúne la compleja
coherencia de la trama verbal, que precisa un orbe imaginario, y la
irrefrenable dispersión de la escritura; ambas se encuentran, y se pliegan a la
exigencia del diálogo implícito que deben sostener para consolidar el discurso
poético unitario que pretende Javier Sologuren. Originada en el pensamiento
(pura reflexión intelectual), esta tensión poética derrota hacia el deseo y
desemboca finalmente la sabiduría. Comienza (presente conclusivo) convocando a
las tres fuerzas que la ponen en movimiento: memoria, voz, suceso (“recuerdos /
palabras y sucesos desuellan la conciencia / la flama efímera pendiente del /
vacío / que simplemente deflagra la aventura”). Acontecimientos revividos luego
en su origen (pasado), recuperados más tarde en la radicalidad de los deseos
(infinitivo): “vacío que simplemente deflagra la aventura”, y realizados por
fin en la certeza de un nuevo presente. Fragmentos que son secuencias enlazadas
o yustapuestas, como si participaran del fluido unificador de la atracción amorosa.
Algunas secuencias de La hora
recuperan fragmentos anteriores, o vuelven sobre el valor fónico de las
palabras (constantes y certeras aliteraciones), para desarrollar un “simultáneo
cuerpo” en la escritura, una imagen solidaria de su esencial identidad con el
mundo (“pero todos pendientes de la pura / extensión del relámpago divino /
incursos todos / en la elemental en la fecunda / en la ignorada semejanza”) y de las implicaciones existenciales,
derivadas de la simbiosis entre lo conceptual y lo pasional: el sueño como
alternativa (y como vértigo) de la razón, liberada ésta última en pensamiento
poético. Una vez más la sombra de Quevedo sobre los versos de Javier Sologuren:
en verdad no sé a quién
desirvo
si a la razón o al
sueño
si al sueño de razón
que cría monstruos
si a la razón del
sueño que emblemas engendra
Emblemas, sueño, signos de la noche: imágenes que son verdaderas
alegorías; y entre ellas - leyéndolas - discurre el poeta. Emblemas,
trasposiciones de sucesos reales en principios de orden moral que, atrayendo a
los sentidos, impresionan a la voluntad. Acceso al conocimiento por medio de
presencias, de formas, “para que de estas cosas visibles viesen al conocimiento
de lo invisible”. ¿Qué orden moral? Cuando insisto en el carácter conceptista
de la escritura de Javier Sologuren, quiero llamar la atención sobre esos
emblemas del sueño como tales, que son también - y así sucedía en el Barroco -
una suerte de “engaño a los ojos”: imágenes de bulto redondo que, sin embargo,
plantean un sinnúmero de interpretaciones, a causa de su ambigüedad, de su
oscuridad: significan todo; significan nada. Duda ante las certezas morales;
descubrimiento poético. La vida como “flama efímera pendiente del vacío”; como
“flámula / que mantiene con todo el talle esbelto / y en la punta de su dardo
la noción / vibrando al borde del abismo”. Llama que habita la configuración
invariable del mundo (“sobre el circo terrestre / está el circo celeste”),
dominada por “el toro y el león que ocupan / sus puestos en el sol” y “comparten
sus dominios”. Poesía como viaje, como recorrido incierto por la página que es
mar que es cuerpo: viaje por la vida que es viaje por la escritura (“leer /
percibir el latido del tiempo / desatar el nudo / abrir la cicatriz / penetrar
en el cuerpo por la llaga”), por el dolor del conocimiento. Porque só se
sobrevive en la luz, en la voz que canta o recuerda, como el pájaro en su vuelo
(en su canto prendió el espacio juanramoniano): impulso que desata el mundo
(“el ascendente vuelo / hacia / calidoscópicos cielos / la graciosa locura /
que fue / mi alpiste y / mi agua brillante”).
Destino del poeta: caer de bruzos en el mar (la página-conciencia),
ver e leer allí lo infinito, acotarlo en la palabra, fuera del pasado, de la
historia (“toda flor me lleva más allá / las estaciones se desplazan por mis
venas / acaricio sin tregua el rostro natural”). Y entregarse, al final, a una
“inmemorial epifanía”, al amor, “arcana flecha en el aire de cada día”, pero
sin ceder a la enajenación sentimental; viendo que esa “gota de agua
inagotable” es de sangre. El poeta deriva así (inesperado giro) hacia las
atracciones sensoriales de una reflexión moral cada vez más arriesgada, hacia
su trágica certidumbre: conocimiento que siente, a cada paso, la condición
degradada de la experiencia, el estigma irreversible del tiempo y del olvido,
de la miseria o de la muerte… Pero como ha poseído la libertad de la palabra,
en ella fía:
La flor se esponja en
el silencio del nirvana
en el paraíso la
suprema luz espuma
la voz de Vincent me
está gritando al oído
que la miseria jamás
acabará
pero repito
sin embargo no
entierro la esperanza
La hora: plazo cumplido; ecuador - también - pasado el cual se ingresa en
otro espacio poético; donde los ritmos actúan con diferente sentido.
Despojamiento y verticalidad radicales, en la escritura y en la intención. A
partir de aquí, se completa el orden intelectual de esta poesía, vida continua:
la irracionalidad hace causa común con su contrario; no la contempla
expectante, cohabitan decididas (el surrealismo, y la poesía francesa
posterior, territorios explorados con apasionada clarividencia por Sologuren); las
imágenes surgen como agresión (o violación) contra el equilibrio y la serenidad
anteriores. Madurez - gracias a ello - del sentido inaugural del poema
(“después antes o siempre la obra nos perturba / la obra o la morada / donde
nos figuramos / nos enmascaramos y vestimos / para que luego nos desnuden /
irisándose en su anhelo / hay algo oculto en ella como el sexo / jamás le falta
un encanto promiscuo”): el equilibrio es otro; más tensa la brevedad, más
contenida la expansión rítmica; el silencio, como explica Roberto Paoli, “un
aliado de la palabra” (estructura e intención del hai-kú: pureza de las cosas
en su estar, su ser, hallada en su trato con la poesía japonesa). En el amor,
el poeta contempló sus distintas apariencias de belleza, desde renovadas
perspectivas; ahora penetra en su bosque elemental (vacío lleno, lo lleno del
vacío) y allí habita hasta que lo evidente sensual (el amor y los cuerpos) se hace transparencia, revelación: entrega
apasionada al mundo, fusión subsiguiente con lo deseado.
Idéntica apasionada entrega a la sabiduría, para habitar el centro
neurálgico de la palabra: ritmo y léxico vueltos hacia sí mismos. Como el
poeta. Su destino es el misterio y éste reclama una experiencia reflexiva:
meditar sobre la existencia, pero de modo diferente. La serenidad del acento
dilatado y solemne se cambia en insinuada vitalidad de una distancia (ironía)
que certifica lo imposible. Si antes el amor, si antes la existencia; ahora, la
naturaleza muerta (Poemas 1988): los
objetos están, pero son las líneas que construyen la trama invisible que los
une, que determina el ritmo de sus analogías. Ese es el vértigo ahora. Y nada
importa que uno de esos objetos - centro de la trama reconstruida lejos de la
sólida apariencia verbal - sea el propio cuerpo del sujeto poético (Tornaviaje, 1989). Se contemplan cosas;
pero también son cosas el cuerpo, o el tiempo, o el mundo, o la muerte (“blanco
en lo blanco”). ¿No es - ahora - la
finta zigzagueante, en la extinción vertical y progresiva de ese hilo continuo,
de ese adelgazamiento imparable, donde se resuelve (se disuelve) el rastro de
palabras - nuestro propio rastro - que nos deja desposeídos, pero sabios?
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