En una entrevista concedida a La Prensa de Buenos Aires en 1979 Eugenio
Montejo responde a unas preguntas sobre el destino de la poesía, sobre movimientos
poéticos en Venezuela y Latinoamérica y sobre algunas corrientes de nuestro siglo,
como surrealismo, intelectualismo y poesía social. La poesía —dice el poeta— asume
hoy, en nuestra era industrial, su condición subterránea y, evocando a Wallace Stevens,
añade que en su replegamiento actual encarna aquella esencia que viene a ocupar
el lugar de Dios como redención de la vida (cabe preguntarse sin embargo si en la
poesía de Montejo esta creencia ha sido real y totalmente abandonada). Reivindica
para la poesía latinoamericana la supresión de las fronteras políticas: pertenecemos
más a nuestra época que a nuestro país, pues hay familias poéticas, identidades
de lenguaje que no siempre coinciden con las demarcaciones geográficas; pero puesto
a señalar una característica de lo que hoy se escribe en Venezuela, Montejo reconoce
que la busca de un lirismo capaz de expresar las diversidades del paisaje y su influencia
en nuestra psicología constituye una preocupación acentuada en las últimas generaciones.
Subraya el carácter epigonal del surrealismo de escuela en Hispanoamérica, juzga
que la poesía llamada social es una preocupación azarosa del constructivismo, con
el agravante de suponer que el poema se hace de acuerdo con ciertas codificaciones
que se nos imparten; en definitiva considera superada esta discusión que fue un
episodio de los años cincuenta. En cuanto al intelectualismo, éste sí — afirma el
poeta— define el clima de nuestra década (no olvidemos sin embargo que Montejo habla
a finales de la década de los setenta) y su aparición señala el nacimiento de un
nuevo tabú: el de la emoción. Andamos en un extremo del péndulo, acercándonos al
poema in vitro. En arte no es posible lograr naturalidad sin emoción. El
poema —explica Eugenio— puede contener un trasfondo filosófico pero en vez de exhibirlo
tendrá que superarlo mediante el don verbal, tendrá que revestirlo con su fascinación;
lo importante será pasar, como supieron hacerlo Shakespeare, Novalis, Quevedo y
Yeats, de la orilla de la palabra a la orilla de la memoria, cosa que no es tan
fácil como se suele suponer. Finalmente Montejo observa que los avatares de la industria
editorial no conciernen tan profundamente a la poesía, y recordando que ésta existía
mucho antes que dicha industria, supone que la extinción del género sólo será posible
con la extinción del género humano.
Si en el vestíbulo de este estudio hemos citado con
cierta extensión estas reflexiones de Montejo sobre la poesía, es por dos razones:
la primera porque si unos apuntes críticos como se proponen ser éstos pueden ser
entendidos convencionalmente como una “introducción” a la obra del poeta, para el
crítico mismo la mejor introducción, el verdadero hilo conductor para aproximarse
a la obra que se propone considerar es lo que dice el propio poeta sobre la poesía,
la parte de su poética que no está directamente integrada como verso en sus versos,
y que es reflexión sobre la condición, la historia y el destino de la poesía; por
lo demás, la intuición general de la poética que se expresa aquí conceptualmente
se revela también y sobre todo en las intuiciones poéticas del autor. La segunda
razón es que Eugenio, aparte de ser un gran poeta, ha elaborado también una obra
crítica importante; [1] su trayectoria
presenta así dos fases: una de práctica del canto, la otra de reflexión sobre la
práctica, reflexión a nuestro juicio tanto más eficaz cuanto más desconfía de sí
misma como ganzúa para abrir las puertas de la poesía y “aclarar” la profunda claridad
y la obscuridad profunda del poema:
…al cabo de toda tentativa para aclararnos el hallazgo original de la obra,
de su repercusión que concierne a sus custodios tácitos, cada uno segrega, como
la araña, su parte de luz y de niebla, queriendo elevarla tal vez a más aire, según
la oblicuidad de su ventana, el límite de su devoción y su frágil mirada en la tierra. [2]
Valgan estas palabras del poeta para recalcar lo
limitado y lo relativo de los apuntes que siguen y que se proponen ser nada más
que un esfuerzo de acercamiento, no una exégesis.
Un esfuerzo de acercamiento, sin embargo, es una
expresión que podría parecer, al menos en nuestro caso personal, contradictoria.
En efecto, desde su primer libro Élegos, nos hemos acercado a la poesía de
Eugenio naturalmente y sin ningún esfuerzo particular. Nos hemos acercado así por
el único motivo por el que uno se acerca a un poeta: por simpatía con esa poesía,
porque nos atrajo. El esfuerzo, ahora que nos ponemos a escribir nuestras
lecturas para comunicarlas a otros lectores del poeta, consiste en que se nos veda
ir espontánea y directamente adonde nos llama el poema; hay que deshacer el camino
de las primeras lecturas, poner entre paréntesis su impacto directo y volver a iniciar
el acercamiento pero por otro camino, o sea con otro método: alejándonos deliberadamente
del poema, verificando así su fuerza de atracción que permanece intacta y volver
a encaminarnos hacia él deteniéndonos a cada paso para interrogarnos sobre esa atracción
y sobre los factores, las variables y las constantes que conciernen a la visión
del mundo, a la expresión de la emoción, al tratamiento de la lengua, al ritmo y
a la melodía, la significación de los símbolos, etc.; y también para interrogar
al poema mismo sobre los elementos esenciales que acarrea y que determinan esta
fuerza de atracción; realizamos pues este esfuerzo no para llegar al goce del texto
sino, al contrario y paradójicamente, para prohibirnos o por lo menos retardar el
contacto directo con el poema: éste no se da sino al lector que en posición no crítica
obedece a aquello que lo atrae, sin detenerse en las trabas de las interrogaciones
y se deja flexionar por el poema sin reflexionar sobre él; pero suponemos —hay absolutamente
que suponerlo— que en un segundo momento la reflexión y la interrogación pueden
permitir en algún caso, a nosotros mismos y al lector no crítico, una comprensión
más cabal del texto y de la red de relaciones que lo componen y lo vinculan orgánicamente
a otros textos; pueden hacernos andar con paso más seguro por los caminos que recorren
secretamente cada poema y unen poema con poema y con la poesía toda y reconocernos
mejor en ellos. Ojalá.
Toda poesía es forma, pero forma sobrecargada de
sentido. Es imposible disociar los dos términos; la forma misma —ritmo, armonía,
melodía, modalidades sintátcticas, combinaciones de los elementos léxicos— tiene
una significación en sí, incluso si hacemos abstracción de los referentes. Puede
darse que el estrato de los significantes domine y que el poema signifique sólo
por su sonido, su belleza y su esplendor formal, lo que parece ser el caso en un
gran poeta como Góngora; puede darse también lo contrario: los significados, el
“mensaje” o “contenido”, o como quiera llamárselo, parece comerse la forma y entonces
el poema se hace prosa declarativa con el disfraz de los versos. Una simple lectura
de la obra de Montejo permite advertir de entrada y ya desde su primer libro un
delicado y firme equilibrio entre la forma o el sonido y lo que declaran los versos;
a tal punto —y ésta es una ambigüedad que dificulta mucho la disociación intelectual
de los componentes de la poesía— que es difícil decidir si la forma verbal y la
musicalidad de los versos vienen determinadas por el tema específico del poema o
bien si el objeto es sucitado y como despertado por la preexistencia de un ritmo
[3] o de una melodía, los cuales se imponen
de una manera tan imperativa que seleccionan y condensan ellos mismos los conceptos
y referentes a través de los cuales pueden mejor erigirse en forma con sentido,
en forma del sentido. Digamos en todo caso que en la poesía de Eugenio la visión
del mundo y las formas en que se plasma aparecen emergiendo la una con la otra en
una correspondencia nunca desmentida; quizás porque no hay en ella ninguna forma
preestablecida que se aplique a temas u objetos exteriormente codificados a manera
de repertorio. Recordemos en este sentido las declaraciones ya citadas sobre el
surrealismo, la poesía social o la poesía intelectualista o filosófica: indican
todas un rechazo del tema propuesto o impuesto que corresponde en general a una
escritura igualmente impuesta, escritura vacía que el versificador llena a voluntad
con un tema del repertorio. En la poesía de Eugenio ese hiato entre lo que se dice
y el cómo se dice no parece existir: el poema construye su forma en sus significados
a medida que se va haciendo, y si de pronto el poeta tropieza con una intuición
tan resistente a la expresión por las palabras que no pueda ser anotada, acude entonces
inmediatamente en el poema a la declaración de esta imposibilidad: así, por ejemplo,
en el poema “Los árboles” del libro Algunas palabras el poeta apunta simplemente
que “Es difícil llenar un breve libro / con pensamientos de árboles” y “al escuchar
el grito / de un tordo negro” comprende “que en su voz hablaba un árbol”. “Pero
—dicen los últimos versos del poema— no sé qué hacer con ese grito, / …cómo anotarlo”.
Los límites de la expresión por la palabra constituyen una cuestión importante en
la historia de la poesía; ya volveremos sobre ella al final de estos apuntes. Observemos
sólo por el momento que al plasmar sus intuiciones en los poemas Montejo dice lo
que puede, no lo que quiere; que es consciente de ello y que al declararlo en unos
escuetos vocablos despojados de ornamentación salva el poema del naufragio.
El primer aspecto de esta correspondencia entre formas
y significados, que desde el primer libro salta a la vista, es una estricta economía
de recursos retóricos en coincidencia con una parquedad igualmente severa en la
elección de los objetos de la intuición poética. Seguramente Eugenio suscribiría
sin reparos la enunciación del “Arte poética” de Borges: “tal es la poesía / que
es inmortal y pobre”. Los temas, vistos en su generalidad, son los tradicionales
e ineludibles del sentimiento y la reflexión humanos: la vida, la muerte, la memoria,
el deseo, el viaje, el sueño, el tiempo, la eternidad… Pero todos ellos están atravesados
por el tema vertebral del canto, música y escritura, la función y la misión de Orfeo.
Ya Élegos alude desde su título al canto como elegía. Esta reflexión de la
poesía sobre sí misma, la poesía que al cantar habla del canto o canta al canto
es recurrente en la tradición y se acentúa en la poesía moderna desde Hölderlin
y Novalis. Incrustados en la temática, encontramos algunos núcleos de significado,
objetos privilegiados de la intuición que se presentan en los poemas como verdaderas
constantes: el caballo, el hogar, el árbol, el pájaro, la casa, el trópico, el río,
la ciudad son algunos de ellos, a los que habría que añadir uno que se da como trasfondo
y por ello resulta más sutil y más específico en la poesía de Montejo: el café,
la humeante paila de café que acompaña, en fuerte recurrencia, a la memoria. Todos
tienen en común el ser objetos de una experiencia directa de la vida en esta tierra
y el estar marcados por una fuerte impronta emocional; la sobrecarga de significación
que de este modo adquieren los proyecta a menudo en el plano del mito. ¿Símbolos?
Llamémoslos más prudentemente figuras, pues estos objetos no siempre ejercen
en el poema una función simbólica aunque todo núcleo de significado, pero en especial
las figuras recurrentes, es susceptible de figurar como símbolo en una obra poética;
ello depende de su situación particular en los diversos puntos de la arquitectura
de la obra y de las relaciones que establezca con el complejo de los significados
subyacentes. El poeta a veces considera estas figuras en su simple estar ahí, visiones
aisladas, objetos del recuerdo, del deseo o del ensueño poético, mientras que otras
veces las inserta en una red de relaciones significativas con lo invisible al que
la figura sensible refiere como arquetipo: así los “árboles quietos” del poema “Dos
llamas” en Muerte y memoria son un recuerdo en un contexto dominado por la
ausencia; las acacias de Élegos aparecen como una visión y se agotan en su
“mínimo esplendor tan denso”, objeto de la contemplación del poeta; en cambio el
árbol del poema “La torre del árbol” en el libro Trópico absoluto o el samán
monologante que cierra el poemario Terredad están ciertamente ahí
como todos los seres y las cosas en la poesía de Montejo; y sin embargo van, si
podemos decir, más allá, arraigan muy hondo en el substrato invisible de lo visible,
en el origen mismo de los sentimientos de fuerza y energía, de sabiduría profunda
e inocente, de resistencia y acatamiento al tiempo y a la muerte, de todo aquello
que el poeta hace subyacer en su concepto de terredad.
Este oncepto que es central en la obra del poeta,
como lo han recalcado ya dos de sus mejores críticos, Francisco Rivera y Guillermo
Sucre, no aparece en la obra hasta 1978, es decir once años después de la publicación
de Élegos; pero implícita, subterráneamente la “terredad” se está abriendo
paso hacia su propio nombre en los poemas de Élegos, Muerte y memoria
y Algunas palabras. La temática de Élegos se centra con insistencia
en la casa y el hogar, como sucede en el Vallejo de la última sección de Los
heraldos negros y de un buen puñado de poemas de Trilce. Se centra, digamos
con más propiedad, en la memoria del hogar y de los muertos que en él vivieron,
igual que en Vallejo. “De quién es esta casa que está caída” interroga el poeta
en un poema de Élegos. De quién es. “De quién eran sus alas atormentadas”
El es y el eran así yuxtapuestos abren toda la perspectiva de la confrontación
de la presencia y la ausencia, del presente y el pasado, de la vida y la muerte
que recorre la poesía de Eugenio Montejo. No hay respuesta en el poema a este “de
quién es”: se puede entender que de las sombras y de la memoria. En el poema lo
único que hay es lo que queda en o de la casa: hay una puerta con ojos de caballo
y cuya aldaba es una brida muerta, el polvo donde se palpa el desgaste del vacío
y un jinete que al desmontar de su caballo erró en un espacio geométrico hasta hacerse
fantasma. Este poema es gemelo del que le sigue en la Antología que publicó
el poeta en 1994, pero que en Élegos (1967) es el poema inicial, “En los
bosques de mi antigua casa”:
En los bosques de mi antigua casa
oigo el jazz de los muertos.
Arde en las pailas ese momento de café
donde todo se muda. Oréanse ropas
en las cuerdas de los góticos árboles.
Cae luz entre las piedras y se dobla
la sombra de mi vida en un reposo táctil.
Atisbo en la mudez del establo
la brida que lleve por la senda infalible.
Palpo la montura de ser y prosigo.
Cuando recorra todo llamaré ya sin nadie.
Los muertos andan bajo tierra a caballo.
“En los bosques de mi antigua casa” da la respuesta
a la pregunta planteada en el poema anterior: ¿De quién es esta casa que está caída?:
esta casa es mía, es decir de mi memoria (quizás por eso el poeta ha reunido en
la antología de 1994 los dos poemas que aparecían separados en la edición de 1967).
Memoria cuyo objeto principal son los muertos que acuden al poema traídos por una
música y por ese “momento de café” que arde en las pailas. Curiosamente el poeta
ve a sus muertos andando “bajo tierra a caballo” y no es ocioso recalcar que la
expresión se repite igual en el poema “Cementerio de Vaugirard” de Muerte y memoria
(1972): “muertos bajo tierra a caballo” y, de nuevo, en “el tintinear de sus pailas
/ a la sagrada hora del café” (confróntese también en Muerte y memoria el
poema “Otra lluvia”: “Quienes a nuestra vuelta hacían café / y nos secaban, tienen
a esta hora / la lluvia vertical entre los ojos”). La memoria es en estos poemas
el factor reductor y el común denominador de todas las figuras que empiezan a revelar
su carácter obsesivo: la memoria lo refiere todo a una experiencia singular e intransferible,
la memoria fusiona los planos del tiempo, pasado y presente, de la existencia, vida
y muerte, pero también del espacio físico: un rincón de Venezuela con un entorno
de bosques tropicales y ese rincón de París que es el cementerio Vaugirard con sus
castaños cubiertos de nieve: “Los muertos que conmigo se fueron a París / vivían
en el cementerio Vaugirard”; observamos el desconcertante imperfecto vivían
que hace coincidir concretamente el “bajo tierra” de Francia y el “bajo tierra”
de Venezuela. ¿Se fueron quizá los muertos del poeta con el poeta a París, “a caballo
y bajo tierra” en el caballo subterráneo de la memoria?
El caballo es la primera figura recurrente marcada
por una fuerte impronta simbólica. Tiene que ver ambiguamente con la muerte y la
vida: une los dos términos galopando sin cesar de la una a la otra, o indica el
misterioso camino que subterráneamente, como la memoria, recorren los muertos; aparece
con frecuencia en los tres primeros poemarios para culminar su carrera en dos poemas
impresionantes; uno es el bello soneto “Caballo real” de Muerte y memoria,
donde el caballo es el padre que desmonta al hijo en la vida para que recorra solo
el trayecto hasta su propia muerte:
Aquel
caballo que mi padre era
y que
después no fue, ¿por dónde se halla?
Aquellas
altas crines de batalla
en donde galopé la tierra entera
Aquel silencio puesto dondequiera
en sus flancos con tactos de muralla;
la silla en que me trajo, donde calla
la filiación fatal de su quimera.
Sé que vine en el trecho de la vida
al espoleado trote de la suerte
con sus alas de noche ya caída,
y aquí me desmontó de un salto fuerte,
hízose
sombras y me dio la brida
para que llegue solo hasta la muerte.
El otro es el penúltimo poema de Algunas palabras.
Ahí el caballo, extraído de un cuadro de Paolo Uccello, está aislado en una desnuda
referencia a la muerte pura, si se puede decir: no ya la muerte y los muertos personales
que acompañan al poeta, la muerte antigua que la memoria rescata en el poema, sino
la muerte impersonal y colectiva, sin rescate: este caballo de un cuadro de Uccello
estuvo en Hiroshima, sus patas llevan en la noche a la desolación del exterminio
“y hoy aguarda en el fondo de la cuadra / con los jinetes del Apocalipsis”. Es el
primero —y el más tremendo— de los contados enfoques explícitos de los embates de
la historia desatada en violencia homicida que amenaza a nuestra tierra. Después,
a partir de Terredad, el símbolo del caballo se eclipsa para no reaparecer
sino esporádicamente, una vez en el poema “La casa” de Terredad, y de nuevo
en relación con la casa en “Ida y vuelta” de Alfabeto del mundo. Algo análogo
sucede con las figuras de los muertos familiares que sin ocultarse definitivamente
dejarán de ser una dominante en la temática de los poemas. Reaparecerán como los
“mayores” o los “míos”, y “Álbum de familia”, uno de los últimos poemas de Alfabeto
del mundo, los reunirá todos en espera de que el vástago que escribe vaya a
reunirse con ellos en la última página del álbum.
Como vemos, las intuiciones de Élegos anuncian
el segundo libro de poemas y su título, Muerte y memoria, libro que ahonda
en este diálogo entre vivos y muertos, tejiendo entre vida y muerte una franja de
ambigüedad, “cosiendo” como la obscura madre de Élegos, “hasta el fin los
vivos a los muertos” en una larga charla en la que no se sabe “quién vive todavía,
quién está muerto (“Sobremesa”); pero Muerte y memoria aporta además desde
el primer poema un tema capital con la figura de Orfeo que introduce a su vez el
tema, éste sí constante, del canto y su agonía en nuestra época
Orfeo, lo que de él queda (si queda),
lo que aún puede cantar en la tierra,
¿a qué piedra, a cuál animal enternece?
Orfeo en la noche, en esta noche
(su lira, su grabador, su cassette)
¿para quién mira, ausculta las estrellas?
Orfeo, lo que en él sueña (si sueña),
la palabra de tanto destino,
¿quién la recibe ahora de rodillas?
Solo, con su perfil en mármol, pasa
por nuestro siglo tronchado y derruido
bajo la estatua rota de una fábula.
Viene a cantar (si canta) a nuestra puerta,
ante todas las puertas. Aquí se queda,
aquí planta su casa y paga su condena
porque nosotros somos el Infierno.
Las dudas que se encierran en los paréntesis están
cargadas de una terrible significación; así como hemos perdido la certeza de Dios
—“Dios (si hay un Dios) pasa a caballo”, dice el poema “Paisajes” de Algunas
palabras— hemos perdido la certeza del canto. No sabemos siquiera si queda algo
de Orfeo, si sueña, si canta. Si canta es a fin de cuentas como si estuviera mudo
o, peor aún, tartamudo, como dice el poema “En esta ciudad”, pues nadie recibe sus
palabras, a nadie enternece. Quizás este infierno que somos nosotros y en el que
se ha quedado el fantasma de Orfeo más que un mundo sin canto es uno en que el canto,
mutilado y fatigado, cae inmediatamente en la indiferencia, en el silencio o en
la irrisión. En todo caso, lo que más llama la atención en el poema son los interrogantes.
La mención explícita de la figura misma de Orfeo no es frecuente en la obra. Después
de este poema acudirá tres veces; en “Arqueologías”, poema de Terredad (1978),
Orfeo aparece revestido de todo su esplendor mítico y el poeta reafirma su permanencia;
en cambio el texto “En esta ciudad“ de Trópico absoluto (1973) nos lo presenta
con su canto trabado por la degeneración del mito: “Orfeo el tartamudo es mi vecino”,
y finalmente en “Orfeo revisitado” de Alfabeto del mundo (1986) se
nos presenta al hombre moderno “orfeando” tal vez “sólo para sí mismo en
la hora atea”; pero en el poema de Terredad que ahora comentamos Orfeo es
sobre todo una clave que abre los interrogantes y abre al mismo tiempo una rendija
por donde el poeta se escabulle en busca “de lo que aún puede cantar en la tierra”:
¿para dar testimonio de la permanencia del canto? Más bien acaso en testimonio del
obscuro esfuerzo de la tierra “para que el canto permanezca”. En efecto, Eugenio
Montejo, al revés de Hölderlin, no parece ver directamente a los poetas como fundadores
de lo que permanece; los fundadores son más bien unas inocentes criaturas a ras
de tierra: los árboles, que hablan poco, las cigarras (“No todo lo que amamos, si
ellas cantan, / se habrá perdido para siempre”, “Las cigarras”), [4] los gallos, las ranas y, claro, los pájaros,
que harán irrupción en Terredad.
Este libro, Terredad, es una encrucijada.
Absorbe los temas que se han ido plasmando desde Élegos hasta Algunas
palabras, los fija, los trasmuta y los proyecta en los libros siguientes, Trópico
absoluto y Alfabeto del mundo. Sobre el origen del vocablo terredad
Montejo ha dado las siguientes explicaciones:
Aunque la invención de palabras no es de mi agrado y, por el contrario, prefiero
las voces más simples y antiguas, he titulado este nuevo libro Terredad porque creo que sirve para definir con bastante
proximidad la condición tan misteriosa de nuestros días en la Tierra. Sobre su contenido
nada quisiera añadir para dejar al lector que los poemas hablen por sí mismos con lo poco que tengan de valor.
[5]
Digamos que esta condición misteriosa del hombre
en la tierra el poeta la aborda por la mediación del canto a un doble nivel: las
modulaciones de su propio canto y el canto de los árboles y de las aves que se integra
en el canto del poeta.
Podríamos asegurar —dice Francisco Rivera— sin temor
a caer en ninguna exageración que Terredad es en gran medida un libro sobre
árboles y pájaros, es decir, el producto de un esfuerzo por parte del poeta para
transcribir, para inscribir en el texto del poema, pues todo poema es una inscripción,
cumpliendo las promesas que se hallan en ciertos textos de Algunas palabras,
la voz del viento que susurra indistintamente entre ramas y hojas o el canto de
las aves. [6]
Los pájaros son pues como la población del ámbito
de la terredad, y sin embargo los pájaros son seres aéreos, lo que supone que el
aire se integra naturalmente en la noción de terredad, pero también sin duda — como
lo ha observado ya Rivera— que de los dos momentos del vuelo el dominante para Montejo
es el del perpetuo retorno a la tierra y al nido. El vuelo en sí no es desde luego
lo que define la terredad del pájaro:
La terredad del pájaro es su canto
lo que en su pecho vuelve al mundo
con los ecos de un coro invisible
desde un bosque ya muerto.
Su terredad es el sueño de encontrarse
en los ausentes,
de repetir hasta el final la melodía
mientras crucen abiertas los aires
sus alas pasajeras;
aunque no sepa a quién le canta
ni por qué,
ni si podrá escucharse en otros algún día
como cada minuto quiso ser:
—más inocente.
Desde que nace nada ya lo aparta
de su deber terrestre;
trabaja al sol, procrea, busca sus migas
y es sólo su voz lo que defiende,
porque en el tiempo no es un pájaro
sino un rayo en la noche de su especie,
una persecución sin tregua de la vida
para que el canto permanezca.
La terredad del pájaro está, sin que deje de cruzar
el aire con sus alas pasajeras, en su obstinado regreso a la tierra y en la tenaz
repetición del canto que se nutre de lo terrestre: es en la tierra donde están las
migas que le hacen posible realizar hasta el fin su deber terrestre y defender su
voz y la continuidad de su canto. El canto de los pájaros se eleva no cuando vuelan
sino cuando se posan en la tierra, cuando vuelven al árbol. La expresión de este
tema en la figura de los pájaros está en correspondencia con el tema de los viajes
de los hombres, de cualquier hombre que es siempre Ulises y regresa siempre a Ítaca:
Por esta calle se va a Ítaca
y en su rumor de voces, pasos, sombras,
cualquier hombre es Ulises
…
Aun sin moverte, como estos árboles,
hoy o mañana llegarás a Ítaca.
Está escrita en la palma de tu mano
como una raya que se ahonda
día tras día.
…
Por esta calle no ha cruzado un hombre
que al fin no alcance su paisaje.
Se lee en el poema “Ítaca”, en Alfabeto del mundo.
Aun sin moverte llegarás a Ítaca: el vuelo o el viaje es una parábola cuya enseñanza
secreta es la vuelta al centro y al lugar, que no está propiamente en la tierra,
superficie o profundidad del planeta, sino en la terredad, destino obscuro de cada
ser terrestre que atrae a cada ser a su centro y lo religa a su mundo. Está escrito
y eso que está escrito es lo que se canta en el canto y que nuestra civilización
nómada y turística hace como si no escuchara, porque en la trayectoria de ida y
vuelta del ave lo esencial es el canto, el momento de la vuelta; todo ser que canta
aunque no vuele ni viaje realiza igualmente esta trayectoria y el poeta absorbe
su canto: árbol, cigarra, gallo, rana, río: cuando el canto del gallo queda afuera,
dentro del gallo sólo hay vísceras y sueño. Así, en el poema “Nocturno”, de Alfabeto
del mundo, el poeta se pregunta:
Ahora que flotan en la sombra
errantes edificios sonámbulos,
…
¿no quedará en alguna casa un gallo gordo,
uno solo que cante?
…
un gallo que simplemente cante
para que los edificios retornen a su puesto
sin que los hombres sepan por dónde deambularon?
Finalmente el poeta “[se] sum[a] al coro de las ranas.
Quier[e] oírlas (…) esta noche, rodeándo[lo] . En sus coros [se] entrega a su máxima
gracia”. Versos que recuerdan al antiguo Leopardi “mirando il cielo ed ascoltando
il canto / della rana rimota alla campagna”. “Le ricordanze”: memoria del mundo
que es memoria de un canto. El canto de las ranas es también el canto de Orfeo y
la terredad de la rana, como la del pájaro, es su canto. Orfeo ¿a qué piedra, a
cuál animal enternece?, preguntaba el primer poema de Muerte y memoria: ahora
resulta patente que hay por lo menos un animal al que enternece el canto de Orfeo
traducido en canto de pájaro, en canto de gallo, en canto de rana: el propio poeta.
El poeta funda su canto y la permanencia del canto
sobre todos los cantos de la tierra y sobre ese incesante esfuerzo inocente para
que el canto permanezca. Sólo que el poeta, hombre al fin, no es inocente. Antes
de cantar tiene que aprender a descifrar, luego a transcribir. La relación con lo
terrestre, inocente, espontánea e inmediata en el río, en el árbol, el pájaro, la
cigarra, el gallo o la rana, es en él ambigua y mediatizada, es algo que él tiene
que aprender, conquistar y construir. La unión mística con la tierra a la que obscuramente
alude el término de terredad y el canto que la expresa no se da en él sino de manera
precaria, fugitiva, fragmentaria; no sabe, no conoce, no ve bien, no oye bien y
de ahí que el poema aparezca sobre todo como un esfuerzo por “anotar” otro canto,
por restituir en palabras las voces que oímos emerger de la tierra, por ejemplo
la del árbol, o volver volando del cielo hacia la tierra, como la del pájaro. Retenemos
tres poemas que presentan tres perspectivas distintas pero convergentes de la figura
del poeta: “El esclavo” de Terredad, “Poeta expósito” de Trópico absoluto
y “El poeta” de Alfabeto del mundo. “Ser el esclavo que perdió su cuerpo
/ para que lo habiten las palabras”, dice el primero de estos textos. A costa de
hacerse esclavo, de renunciar hasta a su propio cuerpo para dejarse invadir por
las palabras, a costa de velar cuando todos duermen, siempre en el terror de estar
en vela frente a los astros, el hombre podrá practicar la alquimia de la poesía
y transformar en oro el barro humano para que no lo arrojen a los perros. En el
segundo el poeta expósito se presenta como arrancado a la nada “de un golpe seco
(…) / tronchado de raíz / con dos ojos abiertos y un grito / el hondo grito de quien
soñó ser pájaro / y no trajo las alas para el vuelo. / (…) Poeta expósito errando
a la intemperie, / mi único padre es el deseo / y mi madre la angustia del huérfano
en la tierra”. Esta angustia halla una singular expresión en el tercer poema donde
encontramos la alegoría de lo que podríamos llamar el poeta avaro: anda por el mundo
absorto y con los ojos abiertos pero con las manos tercamente cerradas como si llevara
en ellas un tesoro. El tesoro no es de oro ni de joyas: “quienes lo despidieron
en su lecho / nada encontraron, salvo un canto de pájaro”.
Custodio de las palabras, avaro detentor de un canto
que no es suyo, la desazón y la insatisfacción están escritos en su destino y el
sentimiento de orfandad. Por debajo de la figura del poeta los versos de Montejo
parecen referir más generalmente a la condición precaria y desgarrada del hombre
en la tierra; sólo que el poeta tiene la responsabilidad de guardar celosamente
en sus manos —o en su memoria— los cantos de la tierra y transmutarlos por medio
de la escritura en poesía, en canto humano. Todo esto desemboca en la cuestión capital
de la escritura del poema, de lo que en ella es decible e indecible.
Desde el primer poema de Algunas palabras vemos
que el empeño de Eugenio Montejo como poeta es “anotar”, y entre lo que se propone
anotar están las formas, los sonidos, los colores y también el espesor y las fuerzas
del mundo: transcribirlos en algunas palabras, en unos signos que refieran el canto
de los pájaros, el sol del trópico, el correr de un río, el esplendor de un paisaje;
pero las palabras no pueden restituir, ni siquiera imitar sensorialmente el color
de un celaje o las modulaciones del canto de un ave; la palabra no es acuarela ni
violín; todo lo que el poeta puede hacer es nombrarlos, o sugerirlos sin siquiera
nombrarlos, a la imaginación del lector, dar de ellos imágenes transpuestas, traducidas.
Observemos en este sentido que esta poesía está en el polo opuesto del impresionismo
literario de algunos modernistas que concebían el poema como una composición musical
y cromática, multiplicando los artificios que fingieran al oído sonidos de guitarras
o a los ojos colores del arco iris. Montejo se limita a decir: “Anduve absorto detrás
del arco iris” o “Estoy tocando la antigua guitarra con que los amantes se duermen”.
La conciencia que tiene el poeta del alcance y la limitación de la expresión por
la palabra es lo que seguramente lo aleja en el aspecto formal de todo recurso a
onomatopeyas o aliteraciones que traten de imitar torpemente los sonidos del mundo.
La música que hay en esta obra es la música propia y específica de los versos hechos
con palabras y no pretende imitar ni sustituir el cantar del ave, el croar de las
ranas ni el tañer de las guitarras, pero sí aspira a anotarlos.
Vale la pena pues que nos preguntemos aquí, cuando
el poeta declara no haber podido anotar el grito del tordo, después de comprender
que en su voz hablaba un árbol, qué es lo que del canto del tordo y su misteriosa
relación con la voz del árbol no ha podido anotar. No se trata por cierto de la
reproducción del sonido material que podría efectuar más o menos una grabadora (el
famoso grabador del moderno y decaído Orfeo). Aventuremos entonces una respuesta:
lo que el poeta no logra anotar es la forma de este grito con su sentido, forma
y sentido que, si en el canto humano son ya difícilmente disociables, en el grito
del tordo constituyen una sola y misma cosa: el significante es el significado
para el oído y el espíritu del hombre que los oye. Hay pues implicada en esta dificultad
de anotar una triple relación: la relación entre dos sistemas de signos, el del
pájaro y el nuestro, que patentemente no se corresponden por lo menos en el estado
actual de nuestros lenguajes; la relación misteriosa entre la voz del árbol y la
voz del tordo; y finalmente la relación no menos misteriosa entre esa doble voz
fundida en un único mensaje con su forma única y el espíritu humano que lo recibe
en esa su forma singular: ese grito; éste es en el fondo un problema de “traducción”,
pues si se tratara simplemente de reproducir ya hemos dicho que esa operación la
efectúa fácilmente un aparato eléctrico. Pero traducir supone restituir una significación
con otros significantes, y es eso lo que aparentemente el poeta declara no lograr:
anotar simultánea e indisociablemente el sonido y el sentido. A otro nivel, en un
registro más familiar, es lo que sucede con la traducción de la poesía, por ejemplo
lo que cantan Virgilio, Keats, Leopardi, Baudelaire o Trakl en sus respectivas lenguas;
sólo que a éstos podemos leerlos en sus lenguas, análogas si no iguales a la nuestra,
con relativa competencia. En el lenguaje natural del mundo, al que alude con insistencia
Montejo, bajo la dificultad de anotar subyace la dificultad de descifrar. Esto nos
lleva a la representación del mundo como una red de signos, como un alfabeto que
tenemos primero que aprender a deletrear si, bien o mal, queremos anotar el texto
que leemos; eso es lo que claramente expresa el poema que da su título al poemario
Alfabeto del mundo:
En vano me demoro deletreando
el alfabeto del mundo.
Leo en las piedras un oscuro sollozo,
ecos ahogados en torres y edificios,
indago la tierra por el tacto
llena de ríos, paisajes y colores,
pero al copiarlos siempre me equivoco.
…
Cuando el tahúr, el pícaro, la adúltera,
los mártires del oro y del amor
son sólo signos que no he leído bien,
que aún no logro anotar en mi cuaderno.
Cuánto quisiera al menos un instante
que esta plana febril de poesía
grabe en su transparencia cada letra:
la o del ladrón, la t del santo,
el gótico diptongo del cuerpo y su deseo,
con la misma escritura del mar en sus arenas,
la misma cósmica piedad
que la vida despliega ante mis ojos.
Descifrar y transcribir en el cuaderno o poema el
mundo entero con toda la complejidad de su enorme y misteriosa red de símbolos;
no sólo pájaros y árboles (objetos privilegiados por su fuerte virtud de simbolización),
no sólo ríos, paisajes y colores, sino las fuerzas afectivas que en el mundo se
entrechocan y se abrazan, la cavilación de los hombres que deambulan, la culpa de
los inocentes, todos signos que no se pueden leer bien, seguramente porque —como
dice el poema “Las ranas”— “la oscuridad de Dios no deja ver nada claro”. Así que
no hay manera de no equivocarse en la versión. La poesía no es exacta, primero,
porque la realidad no es sino imperfectamente legible, y segundo, porque su alfabeto
interminable y necesario es irreductible a los 30 signos convencionales del nuestro,
como su música se adapta mal al limitado registro fónico de nuestras lenguas humanas;
y sobre todo, diría el maestro Blas Coll, “a las estructuras tan pesadas de nuestro
idioma”. De ahí el anhelo o la tentación (expresado por más de un poeta moderno)
de abandonar la escritura en palabras, de grabar las letras con la misma escritura
del mar en las arenas o con una escritura de piedra: “Alguna vez escribiré con piedras,
/ midiendo cada una de mis frases / por su peso, volumen, movimiento. / Estoy cansado
de palabras” (“Escritura). Esto parece imposible, pero el poeta persigue ese imposible
empeñándose de poema en poema en inventar un lenguaje más fiel a las músicas del
mundo, más natural. Así el leguaje mismo, lugar original del poeta, se vuelve utópico
en la busca de una palabra que nos devuelva el topos desechando todo tópico.
En la nostalgia del lugar perdido, del regreso al canto de Orfeo está implicada
la nostalgia de un mundo en que los hombres hablaran “como los árboles y los pájaros
que los rodean, como los vientos en sus piedras milenarias” dice El cuaderno
de Blas Coll.
Blas Coll, heterónimo de Eugenio Montejo, es el lingüista
de la utopía, investigador incesante de un lenguaje por crear y en sus papeles indescifrables
dice muchas cosas que Eugenio Montejo, poeta de lengua castellana, no puede o no
debe razonablemente decir. Dos fragmentos de este cuaderno nos parecen especialmente
ilustrativos de la preocupación del poeta. El primero asedia el lugar de la poesía
como un ámbito de pensamiento e imágenes puras anterior a las palabras:
Un pensamiento es tanto más verdadero si lo que expresa puede ser representado
sin palabras en nuestra conciencia. El hábito verbal le agrega un peso tal a toda idea, que casi nos es imposible
salir de las palabras para pensar. Y, sin embargo, el ajedrecista puede concebir
una variada serie de movimientos de formulaciones no verbales, del mismo modo que
el músico concibe una estructura puramente tonal. Se me da así clara la diferencia
entre prosa y poesía, siempre confusamente planteada. Prosa es toda representación
de conceptos; poesía, en cambio, es imagen pura, acecho de la palabra desde la zona
de nuestra mente no contaminada de verbalidad (Eugenio Montejo, El cuaderno de Blas Coll, Caracas,
Fundarte, 1981).
El otro fragmento narra la aventura del hallazgo
de una nueva vocal:
…muchos soles soporté oyendo el viento entre las
piedras, el chasquido del agua en los acantilados. Fijaba, antes de irme, un cartel
a la puerta de mi tipografía: Volveré tarde. Salí a buscar una vocal. De noche,
entre las lluvias torrenciales, prestaba toda la atención posible a los diferentes
timbres de las gotas en las hojas, y así por años, sin avanzar un palmo en mi propósito.
Fue en el crujido de una palma desolada donde por primera vez la adevertí. Me hizo
el efecto de la cuerda de un violín sumergido que se rompe. La anoté al instante
con gran contento de mi hallazgo y la repetí durante varios años hasta hacerla mía
del todo (Ibid. p. 40).
“Hay indicios —dice Montejo— de que don Blas prescindió
al final del alfabeto”; pero también dice que don Blas se volvió loco apenas entró
en la materialización de sus teorías… Más de un gran poeta, sin embargo, ha de haber
errado alguna vez por las vecindades de esa locura. Estas reflexiones en todo caso
nos aclaran mejor que cualquier comentario exterior la dificultad para el poeta
de anotar el grito del tordo: para anotarlo verdaderamente habría que inventar el
fonema apropiado; más que reformar la lengua desde su raíz, crear otra. El lector
de la poesía de Montejo debería leer paralelamente El cuaderno de Blas Coll,
que al mismo tiempo la explica y la discute.
Se trata pues en el fondo de la obra poética de la
busca de un mundo anterior a la palabra donde las palabras que lo expresaran tendrían
otra función y otra estructura. Tal es la utopía. De momento al poeta no le queda
sino seguir equivocándose en castellano, pero de equivocación en equivocación afina
más y más el oído para escuchar mejor las voces de la tierra. Es realizando un trabajo
interno y sutil con las sonoridades y las combinaciones melódicas posibles en el
idioma como Montejo desplaza siempre un poco más las barreras de lo imposible; y
si no logra la adecuación perfecta entre las palabras y el ámbito secreto “no contaminado
de verbalidad”, en esta indagación poética su lenguaje se acendra, se hace flexible
y denso, más fiel al dechado de un cántico silente y desnudo y más connaturalizado
con la tierra.
Hay un poema impresionante de Blanca Varela que lleva
por título “Curriculum vitae”: “digamos que ganaste la carrera / y que el premio
/ era otra carrera”. La carrera del poeta es como una novela de Kafka; pero si al
fin de cada carrera no ha logrado reescribir adecuadamente los signos obscuros,
algún fragmento sí habrá rescatado del misterio, tendiendo un frágil puente de letras
entre el espíritu y el mundo. No con escritura de mar y de piedra sino con algunas
palabras medidas el poema despliega ante nuestros ojos algo de esa cósmica piedad
que el poeta lee en la vida. Eso es una cosa entre otras muchas que debemos aprender
a deletrear en la poesía de Eugenio Montejo.
NOTAS
1. Además de sus poemarios Montejo
ha publicado dos libros de ensayos literarios: La ventana oblicua, Caracas,
1974 y El taller blanco, Caracas, 1983, así como una colección de reflexiones
sobre la lengua que revelan la agonía del poeta entre las posibilidades y los límites
de la palabra: El cuaderno de Blas Coll, Caracas, 1981.
2. En La ventana oblicua, p.
6
3. Ésta parece ser más bien la
concepción del propio Montejo, a juzgar por una reflexión de El cuaderno de Blas
Coll: “Decía que mejor llegaría a expresarse el que se guiara por el lenguaje
de los pájaros, y fuese del sonido a la idea, y no de la idea al sonido siguiendo
los recovecos tramposos de la lógica”. La expresión del poeta, guiada por el
lenguaje de los pájaros es, como veremos, una intuición fundamental de Eugenio
Montejo.
4. Notemos que en su último poemario,
Partitura de la cigarra (Valencia [España], Pre-textos, 1999), Eugenio dedica
nada menos que 17 poemas a estas canoras hijas de Orfeo.
5. “Con el poeta venezolano Eugenio
Montejo. Una alianza entre la razón y el misterio.” La Prensa, Buenos Aires,
18 de marzo de 1979.
6. Francisco Rivera, “La poesía
de Eugenio Montejo”, en Inscripciones, Caracas, Fundarte, 1981, p. 95.
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Organização a cargo de Floriano Martins
© 2016 ARC Edições
Artista convidado | Oswaldo Vigas
(Venezuela, 1926-2014)
Imagens © Acervo Resto do Mundo
Esta edição integra o
projeto de séries especiais da Agulha Revista de Cultura, assim
estruturado:
1 PRIMEIRA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
2 VIAGENS DO SURREALISMO, I
3 O RIO DA MEMÓRIA, I
4 VANGUARDAS NO SÉCULO XX
5 VOZES POÉTICAS
6 PROJETO EDITORIAL BANDA HISPÂNICA
7 VIAGENS DO SURREALISMO, II
8 O RIO DA MEMÓRIA, II
9 SEGUNDA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
10 AGULHA HISPÂNICA (2010-2011)
A Agulha Revista de Cultura teve em sua primeira fase a
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hospedada no portal Jornal de Poesia. No biênio 2010-2011 restringiu seu
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