Eugenio Montejo (1938), una de las voces poéticas más significativas de
la literatura venezolana actual, publica su primer poemario Élegos en 1967, desde entonces su
palabra celebra la vida, reflexiona sobre la muerte, revela el prodigio de la
naturaleza y comparte con nosotros, sus lectores, los más íntimos recuerdos.
En Muerte
y memoria (1972), Algunas palabras
(1976), Terredad (1978), Trópico absoluto (1982), Alfabeto del mundo (1986), Adiós al siglo XX (1992), Partitura de la cigarra (1999), Papiros amorosos (2002) el autor
continúa la búsqueda de la trascendencia a través de la poesía iniciada en
Élogos. Consciente de la fugacidad de la vida recurre a la memoria para fijar
los instantes esenciales. Sus versos, cargados de lirismo, muestran una
extraordinaria armonía entre la forma y el sentido. Palabra plena de emoción y
musicalidad.
Siguiendo la tradición de Fernando Pessoa y de
Antonio Machado, el poeta ha querido multiplicarse en voces diversas, por eso,
en ciertas oportunidades, nos habla desde sus heterónimos. El primero de ellos,
Blas Coll, el extravagante reformador de la lengua, se hace presente en El cuaderno de Blas Coll (1981), Sergio
Sandoval, discípulo de Blas Coll, publica las coplas comentadas Guitarra del horizonte (1992) y Tomás
Linden, el poeta sueco, el libro de sonetos El
hacha de seda (1995).
En su afán por reflexionar sobre el quehacer
poético ha producido dos libros de ensayo: La
ventana oblicua (1974) y El taller
blanco (1983).
En la obra de Eugenio Montejo percibimos un
sentimiento de nostalgia por ese pasado de perfecta comunión entre hombre y
naturaleza que se ha perdido ante la imperiosa presencia de la modernidad. El
presente se descubre como el tiempo de la urbe y de la máquina en el cual la
naturaleza parece no tener cabida; sin embargo el poeta escucha atento los ecos
que desde lejos aún resuenan, y los traduce a los hombres. El poeta está a la
escucha de árboles, de pájaros, del canto del gallo y aunque por momentos su
voz revele cierta imposibilidad de interpretar el mensaje de estos seres, deja
resonar sus voces a través de los versos.
La figura del gallo es el eje simbólico de este
poemario de Eugenio Montejo, desde su presencia se hilan los núcleos temáticos
que siempre han preocupado al poeta: la memoria, el tiempo, la muerte, el amor,
la palabra y su relación con el silencio.
En la cultura occidental el gallo simboliza la
luz, anuncia el nacimiento de un nuevo día, personifica la energía solar.
Emblema de Cristo, hace referencia a la resurrección.
El gallo, en la obra de Eugenio Montejo,
posee una capacidad simbólica no sólo dentro del ámbito de lo natural, sino
también en el espacio de lo mítico. Sombra o fantasma que habita los espacios
de la memoria, eco de un canto, un grito, un clamor, límite o frontera entre
dos mundos. En ese orden que funda la palabra poética de Eugenio Montejo, el
gallo, con su canto, es el símbolo de la infancia en la provincia; de un país
que va transformando el espacio natural en un espacio urbano para dar paso a la
Venezuela industrializada y moderna. Este símbolo funciona, a su vez, como un
elemento mediador entre el espacio de la aldea y el de la cuidad. Posee también
una connotación en el eje temporal: al anunciar el alba separa el día de la
noche, la vida de la muerte.
En la poesía de Eugenio Montejo el canto del gallo podría interpretarse como
metáfora de la palabra poética que trasciende la espacialidad y la temporalidad;
que perdura más allá de la existencia material de quien lo emite.
Canto sin gallo, pero que se oye,
canto solo, sin plumas ni animal que lo
fabrique,
canto de un gallo muerto en otro siglo
que fue dicho una vez y sobrevive
sin que sepamos dónde ni hasta cuándo.
(Montejo, 1999:21)
En el canto del gallo se condensan las voces de
los otros que hablan al poeta. En ciertas oportunidades es la naturaleza, en
otras la noche con sus misterios: “Gallos ventrílocuos donde me habla la noche”
(Montejo,1996:103). La historia personal y nacional también hablan desde el
pasado a través del canto del gallo, como ocurre en el poema “Güigüe 1918:
Esta es la tierra de los míos, que duermen, que
no duermen,
largo valle de cañas frente a un lago,
con campanas cubiertas de siglos y polvo
que repiten de noche los gallos fantasmas.
Estoy a veinte años de mi vida,
No voy a nacer ahora que hay peste en el pueblo,
Las carretas se cargan de cuerpos y parten
(Montejo, 1996:90)
El canto del gallo en algunos momentos es una
fuerza anterior y exterior, tiene una existencia previa, le llega desde fuera.
Esta imagen podría remitirnos a la noción de inspiración, esa energía que
concede al poeta el poder del canto, que no le pertenece, que lo invade, lo
contiene y luego le abandona.
El canto está fuera del gallo;
Está cayendo gota a gota entre su cuerpo,
Ahora que duerme en el árbol.
Bajo la noche cae, no cesa de caer
Desde la sombra entre sus venas y sus alas.
El canto está llenando, incontenible,
Al gallo como a un cántaro
(Montejo, 1996:133)
La capacidad creativa del poeta es indisoluble
de su vocación de solitario, como lo ha señalado Steiner, la “íntima relación
de la poiesis y la muerte, de la individuación del acto estético y metafísico y
de la soledad de la extinción personal, es una cuestión central. Creamos o nos aproximamos a la creación igual
que morimos en un aislamiento ontológico, en soledad.” (Steiner, 2001:221). Este planteamiento ha sido, desde siempre, un
tema de reflexión no sólo de los críticos, sino también de los creadores. Ese momento en que el artista se separa del
mundo para crear estaría metaforizado, en estos versos de Montejo, en el canto
solitario del gallo:
Un gallo en su estridencia solitaria,
él y su odio,
él y las estrellas que se encienden y se apagan.
Tal vez se escuche ahora,
tal vez tarde mil años con sus días.
(Montejo, 1999:30)
En algunos poemas, el canto del gallo está
relacionado con la temática de lo temporal. El canto permanece a través de los
tiempos, trasciende el presente y se proyecta al futuro, haciendo que las voces
del pasado se actualicen en todo momento.
Canto sin gallo, pero que se oye,
canto solo, sin plumas ni animal que lo
fabrique,
canto de un gallo muerto en otro siglo
que fue dicho una vez y sobrevive
sin que sepamos dónde ni hasta cuándo.
(Montejo, 1999:21)
El gallo es una suerte de médium a través del
cual canta el pasado, la memoria de los antepasados que se transmite en su
canto:
Canto puro, cortante, con su grito
venido de más allá del gallo
canto que atravesó su cuerpo,
se valió de su noche, su garganta,
y con su furia se quedó en la tierra
emparedado dentro de sus ecos.
(Montejo, 1999:21)
La palabra sólo puede inscribirse en la vastedad
del silencio que le precede, en ese espacio vacío que está allí para ser
llenado. La posibilidad de ser a través de la palabra sólo se entiende a partir
de su carencia: el silencio. Interrogar la palabra implica, a su vez, escrutar
sus ausencias, dialogar con el silencio. La plenitud del poema se logra a
partir de esos espacios vacíos en los que el hablante regresa al momento
previo, al acto creador y desde allí vislumbra su obra. La poesía construye un
universo simbólico que responde a los vacíos y las ausencias del ser. Las
voces, los ritmos y las armonías descansan sobre el silencio. La palabra
poética, metaforizada por Montejo en el canto o el grito del gallo, irrumpe en
el silencio para colmar de sentido la existencia:
Me queda por oír un gallo todavía,
Inubicable en la extensión silente,
(Montejo, 1999.30)
El silencio se relaciona con el tiempo, con la
soledad del hombre, con la noche, con la muerte y lo divino. En su libro La
muerte Vladimir Jankélévitch nos habla de dos formas diferentes de silencio: el
silencio indecible y el inefable, el primero corresponde al silencio de la
muerte y el segundo al silencio de Dios: “del mismo modo que la tiniebla mortal
es el negro absoluto y la noche ciega, así el silencio mortal es un silencio
absolutamente mudo.- Silencio mortal y divino silencio, se oponen el uno al
otro como lo Indecible y lo Inefable” (Jankélévitch, 2002:88) Para el autor la
muerte es indecible porque no hay nada que decir de ella, en cambio el silencio
de Dios es inefable porque puede ser expresado de infinitas formas. La inspiración de lo inefable motiva al
hombre hacia la poesía y la creación, rememora la vida, es una forma de
respuesta a las dudas del hombre, es sublime. Por su parte el silencio de la muerte inspira
temor y angustia.
Lo inefable otorga la facultad del canto a los
poetas. De ese inefable silencio nos hablan los versos de Montejo. Su poema
“Guarda silencio ante el poema” nos exhorta a asumir una actitud silenciosa
ante el texto de manera que éste nos pueda hablar sin interferencias:
Guarda silencio ante el poema,
circula entre sus versos, no interrumpas el
paso.
Es casi una oración atea, pero es una oración.
Desde que nace los hombres se congregan
y repiten en sueño sus palabras.
Es como si quedara algo sagrado
sobre la tierra todavía,
el misterio los junta a cada instante.
...
Descifra despacio cada letra
Como quien oye un gallo a medianoche
(Montejo, 2000.30)
Se aprecia el sentido sagrado que el hablante
adjudica a la palabra poética y el papel de intérprete, en el sentido
hermenéutico del término, que se le adjudica el lector. El poema, al igual que
un presagio, ha de ser interpretado en silencio. La comparación entre la
palabra poética y el canto del gallo se hace patente en los dos últimos versos.
El canto del gallo, en medio de la noche, es un
diálogo con el silencio. Canto que además de sonido es luz que irrumpe en la
oscuridad. La correspondencia que se establece entre el canto y la luz en relación
al silencio y la oscuridad refuerza otras de las dicotomías que encontramos en
la obra de Montejo: presencia – ausencia; vida - muerte. La iluminación es un
privilegio del poeta, quien a su vez funge de intérprete:
Es sólo un grito suyo lo que espero,
una gota en el aceite de mi lámpara.
Ya sabré lo que ocurra después de haberlo oído,
a qué enigma da paso.
...
Un gallo con el peso de la noche en sus alas,
Casi un relámpago.
(Montejo, 1999:30)
La sinestesia amplía la percepción sensorial de
la imagen, multiplica los sentidos del texto de lo auditivo a lo visual,
conjunción de los opuestos en la imagen del gallo.
Eugenio Montejo pertenece a una generación
que vivió la gran transformación de la Venezuela rural y agrícola a la
Venezuela industrializada. Para todos estos jóvenes, que se iniciaban en la
vida intelectual, la ciudad de Caracas representaba la gran capital imbuida en
la modernidad que ha olvidado sus tradiciones. El yo lírico que nos habla desde
los poemas de Montejo anhela el país geórgico que se ha perdido y que ya no ha
de recuperarse, por eso en su obra los elementos de la naturaleza, las voces invisibles de los árboles, los
pájaros y la tierra misma, se hacen presentes y nos recuerdan nuestras raíces.
La naturaleza canta a través del gallo,
podríamos incluso decir que simboliza todo el vigor y la vitalidad que en ella
están presentes. Esta situación nuevamente sugiere la intención del poeta de
separar dos momentos históricos: la modernidad y el pasado rural, mediante el
símbolo del emplumado. El gallo se presenta como el elemento de la naturaleza
que se niega a morir a pesar del avance de la modernidad, su canto, más bien el
eco de éste, se resiste:
¿Por qué se oyen los gallos de pronto
a media noche
si no queda ya un patio en tantos edificios?
Filtrados por muros de piedra
y rectos paredones
nos llegan sus ecos,
no se puede dormir, es más terrible
que en el tedio de las aldeas.
(Montejo, 1996:103)
Es también un lamento ante la pérdida del
espacio natural, ante el paso de la aldea a la ciudad moderna. Anuncia el drama
de una nueva forma de vida, la vida urbana, que impide al hombre su realización
plena:
cuando llenan el mundo de gritos.
Cruzan el empedrado,
la niebla de la calle,
alzan sus crestas de neón.
entran cuando el televisor borra sus duendes.
Pero no hay troja que los guarde
Sino sombra de asfalto y sellados postigos;
de qué rincón vidrioso en los espejos
saltan
y se sacuden aleteando
las soledades de sus lejanías?
(Montejo, 1996:103)
La modernización impone nuevas formas de
relación, nuevas regulaciones, nuevos espacios que rompen con lo conocido y lo
tradicional. La presencia de un elemento del ámbito natural, como es el gallo,
su canto, en el espacio urbano produce asombro y desconcierto. Los límites y
las fronteras se han roto, los elementos de las dos esferas se mezclan.
En los poemas encontramos un registro de
elementos urbanos que se imponen invadiendo los espacios, desplazando a todos
aquellos seres que compartían la vida del hombre:
No hay campos cerca, sino edificios, ruidos
urbanos,
La religión del dinero con sus máquinas...
¿Dónde se esconde el eco de ese canto
que se quedó sin gallo,
que no cuenta con patios ni verdores?
(Montejo, 1999:21)
Los espacios privilegiados de la ciudad son los edificios y la calle,
mientras que en la aldea, el espacio central es la casa con su patio, lugar de
refugio que proporciona seguridad, en contraposición al espacio inseguro de la
ciudad. El hombre moderno es un ser desarraigado de su ámbito y la vida en la
urbe le produce una sensación de miedo y desamparo. Esta relación problemática
del hombre con su nuevo entorno y la nostalgia por el espacio que ha dejado de
ser, es una constante en la poesía de Montejo y el gallo constituye el símbolo
que sintetiza el conflicto.
El tiempo, en la vida de los hombres, es la
sucesión de los acontecimientos hacia el inevitable final de la muerte. En este
sentido, el tiempo implica la noción de disolución. La marcada conciencia de lo
pasajero se pone de manifiesto en la angustia del poeta frente al transcurrir
de la vida hacia su extinción y su deseo de transgredir el ineludible destino y
alcanzar la inmortalidad.
El futuro como la elección personal y
continua de acciones que nos llevan a determinarnos, a devenir otros, la
posibilidad de alterar nuestro proceso vital es una permanente esperanza de
aplazamiento de la muerte como el inevitable destino final de la existencia.
En el poema “Güigüe 1918” el fluir del tiempo
se invierte. Desde el futuro inexistente aún, el yo lírico observa el presente
de los suyos, que ya es pasado:
Puedo aguantar, estoy a veinte años de mi
vida
soy el futuro que duerme, que no duerme;
....
ya naceré después, llevo escrita mi fecha
(Montejo, 1996:91)
La poesía, considerada las más sublime de las
artes, motiva la esperanza de un futuro abierto a la eternidad. Como señala
Jankélévitch, la inspiración poética como “insuflación del soplo vital
contradice por tanto la expiración moral: el último aliento” (Jankélévitch, 2002:88).
El gallo como símbolo de la resurrección de Cristo, dentro de los poemas de
Montejo resemantiza la quimera de resurrección implícita en el proceso creador.
El tiempo, personificado en el poema, se
relaciona con el silencio y el sueño generando una experiencia de simultaneidad
temporal. A su vez los puntos suspensivos amplían los espacios de
indeterminación. Cabe destacar la introducción de esa otra voz que nos habla en
el poema. El yo lírico pide silencio y la otra voz nos justifica tal solicitud
Silencio, no se haga ruido ahora,
Callemos todos un instante:
-está pasando el tiempo...
...
No lo despertemos,
Si se desborda sus horas nos anegan
Y la crecida se lleva los caminos,
los muertos regresan a sus casas,
gente que no ha nacido nos tutea,...
...
Silencio, que no haya un solo grito,
Apartémosle gallos y campanas;
(Montejo, 2000:58)
Entre el tiempo y el poema se establece una
compleja red de relaciones. Más allá del tiempo situacional, del encadenamiento
de recuerdos o emociones que renacen en la palabra poética, del tiempo
historizado y el poema como realidad histórica, el horizonte temporal del texto
poético implica la relativización del tiempo cronológico, la posibilidad de
conjugar presente, pasado y futuro en un instante poético que nos remite al
tiempo mítico. El tiempo es vivido en la simultaneidad.
Octavio Paz ha sabido expresar magistralmente
esta necesidad que tiene la poesía de construir un tiempo circular:
El tiempo quizá sea cíclico y, así, inmortal.
Al menos lo es el tiempo de los mitos y los poemas; vuelve sobre sí mismo, se
repite. Pero el hombre es finito y no se repite. Lo que sí se repite es la
experiencia de la finitud: todos los hombres saben que van a morir. Lo saben,
lo siente, lo sueñan- y se mueren. Lo mismo sucede con las otras experiencias
básicas del hombre: el amor, el deseo, el trabajo. Esas experiencias son
históricas: nos pasan y pasan. Al mismo tiempo no son históricas: se repiten.
Por eso se pueden construir poemas -máquinas productoras de tiempo que
continuamente regresa a su origen, máquinas antihistóricas- sobre la
experiencia (Paz,
1985:35)
La conciencia de la muerte hace que el hombre
establezca una relación angustiosa con el tiempo. Todo muere, sólo la memoria
de lo vivido puede prevalecer a través de la escritura y alcanzar la
inmortalidad. En la palabra poética, la vivencia íntima del tiempo está
reflejada de tal forma que trasciende las instancias del orden cronológico. A
través de la poesía podemos volver sobre los recuerdos, repetir los instantes
que han quedado plasmados en los versos.
En los poemas de Eugenio Montejo la
linealidad del tiempo se transgrede para evadir la última estación, el fin de
la existencia y se vuelve circular, eterno renacer.
Dios me movió los días uno tras otro,
dio vueltas con sus soles hasta paralizarme
como un gallo ante un círculo de tiza.
Me quedé inmóvil viendo girar el mundo
En esferas errantes y volátiles
(Montejo, 2000:24)
El escenario del sueño en el cual impera la
lógica analógica, también rompe la linealidad del tiempo, nos trasporta a un
mundo de infinitas posibilidades: tiempo múltiple y unitario a la vez:
De pronto, me hallé a destiempo de mí mismo
sentí la tierra gravitando a la deriva,
algo más que silencio faltaba a la palabra,
algo en el hombre que no es su vida ni su
muerte.
Me vi sin horas para seguir mi estrella arcaica,
(Montejo, 2000:35)
Eugenio Montejo en una entrevista que le
hiciera Beatriz Berger comenta a propósito de la relación de lo temporal en sus
poemas:
la visión del tiempo en mi poesía se expresa a
través de los componentes de nuestra cultura mestiza, donde no sólo aparece la
concepción lineal, que nos legó el pensamiento europeo, sino también la
concepción del tiempo circular de los indígenas y africanos. Para éstos, el pasado y el futuro se
mezclan en cada instante de la vida, las cosas que han ocurrido pueden volver a
pasar y el futuro está en el pasado (Berger, 2001:6-7)
El sincretismo de las diversas culturas que
han convivido en Latinoamérica se hace presente en la concepción que nuestros
poetas tienen del tiempo. El tiempo mítico es restaurado a través de la
palabra. Remotas vivencias se muestran cercanas gracias a la palabra poética
que al rememorarlas las actualiza:
Caracas quedaba más lejos
que cuando yo soñé desde la nada,
....
Y apenas llegado me dormí
Tan hondamente
Que aún no sé si despierto de esa noche,
Porque a lo lejos
Sigo oyendo sus gallos.
(Montejo, 1996:105)
La poesía se alimenta de la memoria, en ella
se almacenan emociones y acontecimientos, que luego han de enlazarse de forma
arbitraria para ser recordados con palabras que intensifican su valor; más un
valor que rebasa lo temporal, que eterniza los momentos elegidos y plasmados.
Tiempo, memoria y sueño alimentan la palabra
poética de Eugenio Montejo. Tiempo hecho de multiplicidad de tiempos, memoria
de esos pequeños, pero significativos, momentos que colman el espíritu.
Citemos, por ejemplo los versos que dedica al primer café de la mañana:
Café del alba, amargo, recién hecho,
que nos trae a la cama
algún canto remoto de gallo
...
Sólo para servirlo siempre dejé oculta
alguna taza que se beba entre líneas,
detrás de mis palabras.
(Montejo, 1996:136)
Es el momento del despertar pleno de
percepciones sensoriales que el yo lírico quiere eternizar a través de la
palabra. Una vez más la imagen del
gallo acompaña las imágenes del recuerdo, participa, con su sonoridad, de la
memoria afectiva del yo lírico.
En algunos de los poemas analizados el gallo
marca el tiempo de los hombres, este tiempo se hace mítico o simbólico. Los inicios o finales que señala son momentos
que trascienden lo cronológico y tienen que ver con situaciones íntimas del
ser: tiempo del inicio del día, como en el poema antes citado; tiempo de nacer,
como en su poema “Noche natal”:
Era tan tarde que las piedras
flotando disueltas no me vieron
nacer al pie de la montaña.
...
Y apenas llegado me dormí
tan hondamente
que aún no sé si despierto de esa noche,
porque a lo lejos sigo oyendo sus gallos.
(Montejo, 1996:105)
El tiempo de morir, pero también el tiempo
milenario que renace una y otra vez: “Vuelven los gallos, los mismos de hace
siglos”, “Iba a anunciar un gallo el nuevo siglo”. A través del gallo, los ritmos de la
existencia humana están incorporados a la naturaleza.
El tiempo del hombre se rige por el discurrir
de los días. El día, como sucesión regular de las horas, es analogía de la
vida: nacer, crecer, llegar a la plenitud y morir. La noche está relacionada
con el sueño, lo inconsciente y con la muerte, tiempo de gestación de aquello
que se manifestará en el día, cuando renace de la oscuridad la luz de la vida.
El gallo, símbolo de la luz solar, con su canto anuncia el nacimiento del nuevo
día, el regreso de la luz. La ausencia del canto del gallo en nuestras ciudades
pareciera romper con el fluir del tiempo, no hay quien anuncie el amanecer, se
esfuma la esperanza.
Este tiempo que anuncia el gallo no sólo es
el tiempo cronológico que fluye de modo continuo, sino también el tiempo
íntimo. Un tiempo que se configura de forma personal, que es múltiple, para el
cual el nacer del día cada mañana es una experiencia extraordinaria:
Noche sin gallos, sin un solo gallo
que con su grito del último ángel
nos devuelva a la casa.
Noche donde la ausencia sopla una bujía
y a oscuras oímos en el patio
a otros muertos que hablan otra lengua
y no nos acompañan
(Montejo, 1996:46)
Y es que de alguna manera el ritmo de la vida
se ha roto con el surgimiento de la modernidad, en la que no tienen cabida los
gallos con su canto y sólo queda el eco de los gallos de otros tiempos, los
gallos fantasmas que más que vida anuncian la muerte:
como quien oye un gallo a medianoche
y siente que su canto, en vez de gritos,
es el pregón de un obituario.
(Montejo, 2000:30)
Lo seres vivos estamos limitados por la muerte,
ese instante en el que dejamos de ser se proyecta sobre nosotros desde el
instante mismo en que nacemos y un incontrolable deseo de inmortalidad nos guía
hacia la creación de obras que nos permitan pervivir en la memoria de los
otros. Cuando sobrevivimos a la
muerte de los otros, emociones, experiencias y conjeturas se unen al vacío y a
las ausencias, por lo que se siente la necesidad de dar voz a lo que ha dejado
de ser. Vida y muerte constituyen el binomio que angustia al hombre: si la vida
nos habla de plenitud, la muerte nos recuerda la precariedad de la existencia
de lo humano.
En el poema “Cementerio de Vaugirard”
percibimos la ambivalencia de sentimientos que le genera la muerte. La
percepción del mundo de los vivos y el de los muertos por momentos participa de
las mismas características, por momentos se oponen:
Los muertos que conmigo se fueron a París
vivían en el cementerio de Vaugirard
...
Muertos de sol, de espacios, de sabanas,
Muertos de estrellas, de pastos, de vacadas,
Muertos bajo tierra a caballo.
(Montejo, 1996:52)
El yo lírico se resiste a aceptar que la
muerte es el fin de los que amamos o admiramos, la duda le asalta, por eso
elige un estilo interrogativo, para cuestionarse sobre la real posibilidad de
perdurar a través del recuerdo:
¿Qué queda allí de esa memoria
ahora que la última luz se ha embalsamado?
...
¿qué queda allí de aquellos huéspedes
agradecidos de tanta posada?
¿Qué noticias envían ahora lejanos
a los caídos, a los vecinos, a los suicidas
olvidados?
....
¿Qué permanece de tanta memoria?
¿Quién llega ahora a oír sus chácharas?
(Montejo, 1996:52-53)
Interrogaciones retóricas y paralelismos
sintácticos expresan la situación enigmática de la muerte. El poema va de una
pregunta a otra pero no da respuestas, ya que el yo lírico se encuentra
ante el indecible silencio de la muerte que no dice nada, o que sólo puede ser
dicho mediante el silencio, con el que también habla la poesía; de ahí que sólo
nos ofrezca la descripción del espacio que habitan los muertos, del cementerio
de Vaugirard. De ese mundo de los muertos sólo permanece la piedra, el mármol,
las lápidas y la naturaleza que les protege y les cubre con una lúgubre
frialdad:
En el recodo de los fríos castaños
Donde la nieve recoge las cartas
Que el invierno ha lacrado,
....
Un alba en escarchas de mármol
Y el helado aguaviento
Solando sobre amargas ráfagas.
(Montejo, 1996:52-53)
El canto del gallo, símbolo de vida, del
renacer no está en este espacio gélido y fúnebre del cementerio, sólo el
silencio se hace presente, es el silencio de la muerte. El yo lírico se
pregunta: ¿Qué silencio tan hondo allí suplía/ el canto de uno solo de sus
gallos? (Montejo, 1996:52). Si la muerte es silencio, la palabra, metaforizada
en el canto del gallo, es resurrección y vida. Síntesis del mundo, lenguaje que
anuncia la continuidad del ser.
Si bien en algunos poemas el gallo es símbolo de
la vida, en otros es su contrario, tal como ocurre en “Guarda silencio ante el
poema”, en cuyos versos el canto del gallo es un anuncio de muerte:
como quien oye un gallo a medianoche
y siente que su canto, en vez de gritos,
es el pregón de un obituario.
Indaga si tu nombre acaso se menciona,
si para ti también ya cantó el gallo.
(Montejo, 2000:30)
Como hemos podido observar, el gallo participa
de sentidos opuestos. En oportunidades es símbolo de vida, en otros de muerte.
La figura del gallo sintetiza los contrarios.
El amor es principio creador, es poiesis. Para
Jankélévitch, el amor es inefable en tanto que induce al hombre a crear
analogías, similitudes y metáforas que le permitan expresar sus intuiciones
través de la imaginación.
En “Medianoche”, el soneto de su heterónimo
Tomás Linden, y en el poema “Música de gallo”, del libro Papiros amorosos
(2002), encontramos la presencia del gallo en medio de la temática amorosa.
En el soneto que mencionamos, el gallo es
testigo de la unión de los amantes. Es interesante destacar cómo los puntos
suspensivos al final del primer verso del último terceto generan un espacio de
indeterminación que pareciera invitar al lector a completar la historia no
contada de los amantes:
Señor, ya cantó el gallo lo que pudo...
¡Quién sabe de este amor qué te diría,
antes que se volviera a adormecer!
(Montejo, 1997:77)
En “Música de gallo” nos ofrece una escena
onírica. Dos imágenes se entremezclan: el coito del gallo en la madrugada, y la
presencia del amante en el cuerpo de la amada, metaforizada en la imagen del
gallo que los une:
el gallo que de uno a otro salta y canta
hasta que lo secundan las estrellas.
El gallo sin gallo con un hacha en la noche,
el que corta la sombra, separa en dos tu
almohada
y penetra hasta el fondo de tu sueño,
cubierto de niebla y aletazos...
(Montejo, 2002:56)
La atmósfera onírica se expande en el espacio de
indeterminación creado por los puntos suspensivos. En el poema prevalece la simbología fálica
del gallo; erotismo elevado al cosmos en el momento en que la oscuridad y la
luz se encuentran en el firmamento. La unión de los opuestos en una imagen
totalizadora.
En la poesía de Eugenio Montejo se rescatan
memorias fundamentales. Acto de comprensión del mundo, de la naturaleza, de la
historia personal enlazada a la tradición. Palabra que trae al presente ecos del pasado.
El paso del tiempo es uno de los temas
recurrentes en su poesía. Un imaginario poético que transgrede el orden
temporal, lo transfigura. La voz del poeta transita por diversos tiempos, va
tras la huellas del pasado o persigue el futuro y se pasea por siglos distantes
actualizándolos.
A partir de la imagen del gallo, las
dicotomías vida - muerte, luz - oscuridad, presencia - ausencia, canto –
silencio, se articulan como una entramada red de significados.
La voz de la poesía entabla un dialogo con el
silencio, fuente primigenia de toda creación. El silencio funciona como el principio
generador de la vida del lenguaje. La capacidad expresiva de éste sólo es posible a partir de la relación
que el hablante entabla con el vacío. Para poder enunciar es indispensable
estar atento, a la escucha de las voces que hablan desde del otro lado de la
palabra, desde su carencia y desde allí traducir el sentido. El canto del gallo, su grito en medio de la
noche, es la metáfora de este diálogo entre la palabra poética y el silencio.
*****
Organização a cargo de Floriano
Martins © 2016 ARC Edições
Artista convidado | Oswaldo Vigas
(Venezuela, 1926-2014)
Imagens © Acervo Resto do Mundo
Esta edição integra o
projeto de séries especiais da Agulha Revista de Cultura, assim
estruturado:
1 PRIMEIRA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
2 VIAGENS DO SURREALISMO, I
3 O RIO DA MEMÓRIA, I
4 VANGUARDAS NO SÉCULO XX
5 VOZES POÉTICAS
6 PROJETO EDITORIAL BANDA HISPÂNICA
7 VIAGENS DO SURREALISMO, II
8 O RIO DA MEMÓRIA, II
9 SEGUNDA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
10 AGULHA HISPÂNICA (2010-2011)
A Agulha Revista de Cultura teve em sua primeira fase a
coordenação editorial de Floriano Martins e Claudio Willer, tendo sido
hospedada no portal Jornal de Poesia. No biênio 2010-2011 restringiu seu
ambiente ao mundo de língua espanhola, sob o título de Agulha Hispânica, sob a
coordenação editorial apenas de Floriano Martins. Desde 2012 retoma seu projeto
original, desta vez sob a coordenação editorial de Floriano Martins e Márcio
Simões.
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