César Vallejo
La poesía de José Ángel Valente -ahora que la muerte ha emancipado del
tiempo sucesivo la obra in progress del escritor, ese
movimiento de la mano que escribe y escribe- prosigue otra vida y otro
movimiento en los lectores sin número ni nombre que, de generación en
generación y de tierra en tierra, van a transitar por el lugar o los lugares
de este canto, a vivir y demorar en el, van a vivir de él: más y mejor
seguramente que en la obra de tantos otros autores que habrán comentado en
sus versos la actualidad del siglo ya acabado: digo más y mejor porque la
universalidad que marca la poesía de Valente, su aproximación a la razón del
mito y su denunciación de la sinrazón de la historia y su barbarie, su
barbaridad, arraigan en el sentido de una temporalidad transcendente donde lo
"actual" y lo "presente " invierten sus signos, así que
San Juan de la Cruz o Quevedo resultan más actuales y el lugar de don Quijote
está más presente que los personajes y los sitios de la llamada actualidad. A
este propósito Charles Peguy ha dicho en un escrito que cuando lee el
periódico de ayer lo que éste dice le parece ya inactual, mientras que unas
páginas de la Divina Comedia son siempre actuales; pero por ello mismo el
poeta Valente va a fijar a lo largo de su obra una mirada sin concesiones,
dura y negativa, en eso que se suele llamar con un estereotipo léxico
"el-momento-histórico-que-nos-ha-tocado-vivir":
En el "momento
histórico" y más acá y más allá de todo momento histórico el lugar, el
canto y la presencia de un dios del lugar, tácitos o explícitamente
nombrados, se asocian por numerosos vínculos en la obra del poeta gallego. Ya
en la cuarta sección del libro Poemas a Lázaro (1955-1960)
aparece un poema, "Sobre el lugar del canto", donde, situándose en
el plano de la historia (la Historia innegable, implacable, indefendible
asedia al poeta), Valente contrasta el momento histórico que vivimos en un
hoy de desolación, mentira y desposesión de la casa del hombre ("La
palabra que nace sin destino / La sangre que no siembra más que sangre / El
pan desposeído de la casa del hombre"), con el lugar tal como fue un
día, en un tiempo imaginado hondo y fecundo: "Esta es la hora, este es
el tiempo / -hijo soy de esta historia- / este es el lugar que un día / fue
solar prodigioso de una casa más grande": como si el dios del lugar
hubiera abandonado el lugar del canto y el poeta de hoy cargara con la misión
de hacerlo volver a sus lares o buscarle otros lares en otro tiempo que
nuestro tiempo de miseria; o como si otro dios, un dios maligno, hubiera
invadido el lugar o lo frecuentara para sembrar en él desolación y muerte.
Estos dioses, buenos o malos, nombrados o no, visitan asiduamente los poemas
de la obra: musas oscuras que asedian al poeta "en tiempo de mentira y
de infidelidad", como reza un texto de La memoria y los
signos (1960-1965).
De
desolación y muerte es la atmósfera que se respira en muchos poemas de Al
dios del lugar (1989), título de uno de los libros de la madurez,
que lleva por epígrafe dos versos de Ezra Pound: "Tiene un dios en él /
aunque yo no sé qué dios". Un dios malo, a juzgar por el ánimo deprimido
y la angustia que impregna estos poemas donde, después del título, la
palabra lugar aparece una sola vez y para evocar un
"lugar de destrucción": "humus de la muerte",
"recubierto por otra primavera", lluvias oscuras que han sumergido
la boca de la noche, "Cielo rasante / Pájaros / Ceniza. / Ciega, rota
imagen borrada, indescifrable, extinta." Ya el primer poema del libro
anuncia la atmósfera en una especie de oscura eucaristía:
El vino tenía el vago color
de la ceniza.
(………………………………………….)
El insidioso fondo de la
copa
esconde a un dios
incógnito.
Me
diste
a beber sangre
en esta noche.
Fondo
del dios bebido hasta las heces.
Y
entonces, si el dios del lugar cuya sangre oscura bebemos, desampara al
propio lugar, al lugar nuestro, lo que nos quedaría sería correr interminable
carrera tras el dios huidizo, de lugar en lugar, de signo en signo que,
trasladados al código de una lengua, se hacen poema; pero precisamente el
dios se oculta y huye de todo signo incitándonos a borrar los signos visibles
y a borrarnos nosotros mismos:
BORRARSE.
Sólo en la ausencia de todo signo
se posa el dios.
De
ahí quizá esa aspiración al silencio, esa necesidad de borrarnos: vacío del
sentido y del sonido que hay en una buena parte de la mejor poesía moderna y
que unos poetas llenan dejando de escribir, mientras que otros, en un
esfuerzo que sin la menor ironía podríamos llamar heroico, lo hacen
escribiendo tercamente en signos oscuros la necesidad de borrar los signos y
a quien los escribe: el amanuense del dios y su mano.
Valente,
en todo caso, optó por seguir grabando en palabras la aspiración al silencio:
Palabra
hecha de nada.
Rama
en el aire vacío.
Ala
sin pájaro.
Vuelo
sin ala.
Órbita
de qué centro desnudo
de toda imagen.
Luz,
donde aún no forma
su innumerable rostro lo
visible.
Este
poema de Material memoria, "Palabra", dedicado
a María Zambrano, es seguramente el mejor ejemplo de cómo un poeta elude la
tentación del silencio, que puede ser a veces una manera de abandonarse con
elegancia a la facilidad del cansancio o de la indiferencia, diciendo lo que
es casi un no decir, mostrando al borde mismo del silencio, ya en los arcanos
del silencio, la palabra inane haciéndose desnudez, transparencia, vacío,
nada: "cosa para andar en lo oculto", cosa de poesía y nada más. Y
nada, y más… A este respecto ha dicho Valente en "Cinco fragmentos para
Antoni Tàpies" en Material memoria: "Mucha poesía ha
sentido la tentación del silencio. Porque el poema tiende por naturaleza al
silencio. O lo contiene como materia natural. Poética: arte de la composición
del silencio. Un poema no existe si no se oye, antes que su palabra, su
silencio".
Este
silencio oído, sonidos de silencio, emite señales en el trasfondo del poema
escrito en la expectativa de que se borre toda palabra y todo signo para que
entonces se pose el dios ahí: "ahí" que es "más allá", en
ese lugar que es un desierto que es ninguna parte y huye de todas partes para
que lo siga el canto errante en el silencio entrañable de la noche del alma
donde para el dios, donde no amanece el cantor, porque todo canto está
impregnado del silencio de la noche y el cantor anochece en cada amanecer:
por eso no amanece el cantor.
El
lugar donde se posa el dios parece confundirse con el lugar del canto en la
poesía de Valente y tal lugar puede ser cualquier lugar, un lugar común en el
sentido lato y también preciso de la palabra, por ejemplo una ciudad
cualquiera, Madrid o Ginebra o París o Almería, o bien, en esta poesía de la
desnudez y del vacío, un desierto. Y precisamente es eso, un desierto lo que
aparece de golpe en los primeros versos del primer poema del primer libro del
poeta: "Cruzo un desierto y su secreta / desolación sin nombre".
Andrés Sánchez Robayna [1] nota que el desierto reaparece también al fin de
la obra poética de Valente, en Nadie (1996) ("Estábamos
en un desierto confrontados con nuestra propia imagen que no
reconociéramos"); y reaparecerá también en otros textos. La imagen de la
travesía del desierto o el hacer alto en un desierto, figura mejor que nada
la desnudez, la soledad, esa fijación en la nada de la palabra poética y al
mismo tiempo, pienso, la redención de la palabra por la ascesis o, como dice
Sánchez Robayna en el texto citado: "La idea del desierto como espacio
de soledad o desolación al que nos ha conducido la historia se funde con el
simbolismo del desierto como espacio de reflexión y de expiación del
ser". Pero también como apertura a la palabra poética, como
espacio nulo que nos abre al silencio. En Variaciones sobre el pájaro
y la red, comentando al antiguo poeta árabe Hussein Mansur
al-Hallâj, dice Valente que "la palabra poética sólo se cumple o se
sustancia en ese borde extremo del silencio último que ella integra y en el
que ella se disuelve. No tiene esa palabra más territorio propio que el
descrito en esta bellísima expresión de Hallâj ‘Los desiertos de la proximidad’.
Palabra, pues, del límite, del borde o de la inminencia, la palabra poética
no es propiamente el lugar de un decir sino de un aparecer":
El poema es un lugar y un no lugar, lugar desierto, lugar sin lugar donde la
palabra es signo de lo indecible, no discurso; y, unas páginas más adelante,
en un texto, "La memoria del fuego", que es un comentario al gran
poeta egipcio Edmond Jabès, Valente cita a éste: "El silencio es más que
una práctica del silencio y de la escucha. Es apertura eterna. La apertura de
toda escritura que el escritor tiene por misión de preservar -apertura de
toda apertura". Y ahora la conclusión es que la palabra poética no tiene
lugar: "No tiene, en rigor, lugar, porque su lugar es el desierto":
lugar deslugarado que es sólo apertura, abertura, no-lugar del espejismo y la
imagen que imagina nada.
Por
otra parte, es de notar la atracción que parece haber ejercido sobre el poeta
no ya la idea o la visión poética del desierto sino quizá también la evidente
presencia del desierto de Almería: en cierto modo el revés de los verdes
paisajes de su niñez en Galicia, su lugar natal. Y es como si el no lugar que
es el desierto nos devolviera al lugar. He citado en otro trabajo [2] a María
Zambrano, quien, hablando de Lezama Lima, dice que era radicalmente un
lugareño de La Habana, como Santo Tomás lo era de Aquino; pero Lezama, a
quien Valente tanto quería y admiraba, no se movió nunca de su lugar mientras
que la vida del poeta gallego fue un largo periplo que lo llevó de su Galicia
natal a Madrid, a Oxford, a Ginebra, a París y finalmente a Almería con un
regreso a Orense pero sobre todo con un regreso poético a la lengua nativa en
las Cántigas de alén: vuelta por el camino del poema al
lugar natal (que puede aparecer también en la obra como no lugar o como un
lugar de "más allá": "Nací en ninguna parte. O no
nací".(…) "Dónde. Allende. Tierra de allende, nuestra
tierra"):
(………………………..)
Voltei. Nunca partira.
Alongarme somente foi o xeito
de ficar para sempre.
Alejarse
fue tan sólo el modo de quedar para siempre. Porque el dios del lugar -decía
en la nota arriba aludida- vive en nosotros y viaja con nosotros, consagra y
sacraliza todo espacio donde late el origen y la revelación y trasmuta todo
topónimo, todo signo de lugar en el lugar sin signo y en un no lugar; el solo
lugar desnudo donde algo puede aparecer: el lugar no significable donde por
primera vez se hace posible la aparición ya fuera de todo signo.Y entonces un
poema, un cuadro, una sinfonía, en cuanto no significan sino que simplemente
aparecen al tiempo que constituyen la posibilidad del aparecer, son lugares
en movimiento que atraen la creación y al creador hacia su hueco o su vacío.
"Lugares (…) de crecimiento o cría de formación de lo humano" ha dicho
el propio Valente en un ensayo [3]. Estos lugares son huidizos y, desde
luego, no sirven para residir, podríamos decir incluso que son lugares para
no estar y quizás -topoi geográficos o poéticos- los
perseguimos más que los habitamos. En un artículo sobre las pirámides de
Egipto, César Vallejo, con quien tantas afinidades y relaciones de simpatía
tenía José Ángel, dice que "los lugares-tumbas o cunas- suelen ambular
en el espacio y en el tiempo y burlarse de los ojos del historiador y del
simple mortal" y quizá todos juntos, ciudades, desiertos, sinfonías,
obras plásticas o poemas, son tan inalcanzables como ese misterioso lugar, no
ultraterreno sino de este mundo, al que se refiere el mismo
Vallejo en un poema poco conocido titulado Trilce, como su libro:
Hay un lugar que yo me sé
en este mundo, nada menos,
adonde nunca llegaremos.
Donde, aun si nuestro pie
llegase a dar por un
instante
será, en verdad, como no
estarse.
Es ese sitio que se ve
a cada rato en esta vida,
andando, andando de uno en
fila.
Es
seguro que el poeta José Ángel Valente, como el poeta César Vallejo, se sabía
ese lugar y nunca dejó de verlo. Está figurado, figurándose, a lo largo de
toda su obra, desde el desierto del primer poema al desierto de sus últimos
textos: travesía infatigable hasta ese punto terminal del desierto donde el
poeta ya no está sino en la luz de la noche y tal como en sí mismo la
eternidad lo cambia: en el sin lugar, en la otra orilla; y somos ahora
nosotros, sus lectores, sus amigos en la poesía, quienes recomenzamos la
travesía siguiendo la huella de sus versos hacia el lugar del canto, el lugar
de nadie, el lugar común.
Desde
esta orilla, gracias, José Ángel, por esa huella.
NOTAS
1. Andrés Sánchez Robayna: " Prólogo", en José Ángel
Valente. El fulgor, Antología poética (1953-1996) [selección de
Andrés Sánchez Robayna]. Galaxia Gutemberg/Círculo de lectores. Barcelona,
1998.
2. Américo Ferrari: "José Ángel Valente y la poesía
hispanoamericana", en El encuentro, obra colectiva,
Universidad de Murcia, Murcia, 1992.
3. José Ángel Valente: "Modernidad y posmodernidad: el Ángel de
la historia", en Fin de siglo y formas de la modernidad, obra
colectiva, Almería, 1987.
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Américo Ferrari
(Peru, 1929). Poeta, ensaísta e tradutor. Autor de livros como Los Sonidos del Silencio. Poetas peruanos
en el siglo XX (1990), La Fiesta de los Locos (1991)
e El bosque y sus caminos (1993). Notável estudioso da obra
de César Vallejo e José María Eguren. Página ilustrada com
obras de Luis Caballero (Colombia), artista convidado desta edição de ARC. Agulha
Revista de Cultura
# 23. Abril de 2002.
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