Durante mucho tiempo estuve
buscando este encuentro. Siempre había uno u otro poeta que no podía sentarse a
la mesa. Libros que no llegaban de distintos lugares del mundo. Cartas que
esperaban respuesta. El tiempo comprometido en viajes, la agenda de impurezas
de cada día, las señales simultáneamente tiránicas y amables de la existencia.
El hecho es que solamente ahora pudimos reunirnos. Martín Adán (1908-1985) fue
el primero en preguntar sobre las razones del encuentro. Hacía mucho que el
peruano estaba recogido en su exilio interior. Además, no identificaba a
ninguna de aquellas personas allí sentadas. Se acuerda algo de César Moro
(1903-1958), ya que ambos fueron colaboradores de José Carlos Mariátegui en las
páginas de la revista Amauta, en la Lima de los años 20. A pesar de
ciertos vínculos con el ultraísmo rastreados por algunos exégetas en su primer
libro, La casa de cartón(1928), Adán jamás se sometió a los
avatares de las vanguardias. Al contrario del panameño Rogelio Sinán
(1902-1994), sentado junto a él, que recorrió varias tierras, Adán nunca se
ausentó de su país natal. El estreno de Sinán, por medio de la publicación de Onda (1929),
se dio en Roma, donde residía entonces y de donde saldría camino a México,
quedándose allí durante casi diez años. Su llegada a México coincide con el
tramo final de la revista Contemporáneos, del grupo homónimo al
cual pertenecen dos de los otros poetas presentes en nuestro encuentro: José
Gorostiza (1901-1973) y Xavier Villaurrutia (1903-1950). Pero dejemos que Sinán
nos hable un poco:
SINÁN El poeta mexicano Enrique González Rojo,
que fungía como Secretario de la Embajada de su país en Roma, y que, a su vez,
era hijo del gran poeta mexicano Enrique González Martínez, me familiarizó con
la poesía mexicana, sobre todo con el famoso grupo de “Los contemporáneos”, que
encabezaban Carlos Pellicer, Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen
y otros, que figuraban en la famosa Antología, de Cuesta, que me obsequió
González Rojo. También pude informarme, a través de él, del belicoso movimiento
“estridentista” capitaneado por Manuel Maples Arce y German List Arzubide. (1)
Antes de su estadía en Roma,
cuando pasó por Chile, conoció a Pablo Neruda (1904-1973); sin embargo, no se
sabe si estuvo con Rosamel del Valle (1901-1965) o Humberto Díaz-Casanueva
(1907-1992). Estos dos poetas, que se sientan también con nosotros a la mesa,
estuvieron siempre unidos por una fuerte amistad, iniciada en 1925, cuando
colaboraban en la revista Caballo de Bastos, que entonces dirigía
Pablo Neruda. Más tarde, Díaz-Casanueva ayudaría a costear la edición de
algunos libros de Rosamel. En cuanto a su libro inicial, El aventurero
de Saba (1926), fue publicado a los 19 años. Tiempo después,
confesaría que el “adjetivo metaforizado” era lo que le daba alguna afinidad
estética con Neruda, y lo mismo valía para su posible identificación con Pablo
de Rokha (1894-1968), poeta que continúa enteramente merecedor de una lectura
que corresponda al valor inaugural de su obra. En 1928, Díaz-Casanueva estuvo
en Uruguay y Argentina, donde conoció, respectivamente, a Juana de Ibarbourou y
Jorge Luis Borges. En declaración posterior, dijo que “en aquellos días los
escritores argentinos se preocupaban febrilmente por la política”, y que por
tal razón “no conversó sobre poesía” (2). Algo interesante nos dirá
acerca de la escritura de su segundo libro, Vigilia por dentro (1929),
cuando todavía residía en Montevideo:
DÍAZ-CASANUEVA Me veo en aquel
entonces con una mano sosteniendo el aluvión surrealista que se precipitaba
sobre mí; y con la otra esgrimiendo El origen de la tragedia de
Nietzsche. Su lectura me produjo una profunda impresión y amplió mi visión de
la existencia. (3)
Mas, no obstante, hay entre
nosotros algunos poetas que no fueron presentados y que empiezan a
impacientarse en sus sillas. El argentino Enrique Molina (1910-1997) aprovecha
para decir que fue sólo hasta 1983 que conoció a Díaz-Casanueva, cuando
estuvieron juntos en Caracas, en un recital de poesía. Dos viajeros notables,
aunque Molina fuera más afecto a los mares y los ríos. En uno de sus viajes a
Lima conoció a César Moro, de quien acabaría editando Trafalgar Square,
en 1954. El peruano, que se vinculara al surrealismo desde 1925, ya para
entonces se había apartado del movimiento. Después de una larga residencia en
México, entre 1938 y 1948, retorna a su país. Obsérvese que Moro no conoció a
Alfredo Gangotena (1904-1944), el ecuatoriano que se sienta allá, más a la
derecha, en la esquina. Era un año más joven que el peruano y ambos residieron
en París durante un periodo considerable de sus vidas: Moro entre 1925 y 1938,
Gangotena entre 1920-1928, regresando en 1936 por más de un año. Entre ellos,
un puente invisible que jamás se mostró: pese a la gran amistad de Gangotena
con Henri Michaux, que también conocía a Moro. Asimismo, aquí están otros dos
poetas que jamás se encontraron: Manuel del Cabral (1907-1998) y José Lezama
Lima (1910-1976). Tanto el dominicano como el cubano tuvieron complicadas
relaciones son sus países:
CABRAL Veo que hablan de escritores mediocres,
que no son nadie fuera de aquí y a mí, que he puesto el nombre del país muy en
alto, me ignoran. / Yo nací aquí, pero no estoy muy con el trato que me
dispensan, porque para el nombre que tengo ahora mismo en el mundo, que no lo
tiene ningún otro poeta, ni político, no me lo reconocen. (4)
LEZAMA Mi vida ha sido toda un hilo continuo, ha
seguido siempre la misma línea. No creo haber hecho nada que pueda traer odio
de resentimiento que nadie puede evitar. En mi tierra he sufrido hasta el
desgarramiento, he trabajado, he hecho poesía. En los dominios de la expresión
y del intelecto he trabajado en una zona donde no hay dualismo, donde los
hombres no se separan. No he oficiado nunca en los altares del odio, he creído
siempre que Dios, lo bello y el amanecer pueden unir a los hombres. Por eso
trabajé en mi patria, por eso hice poesía. (5)
No habiendo salido nunca de
Cuba, Lezama raramente estuvo con algún poeta de otro país. Un hecho destacado
sería su larga amistad con Juan Ramón Jiménez, iniciada en 1936, cuando el
poeta español visitó La Habana. A su vez, Manuel del Cabral residió tanto en
Madrid como en Buenos Aires. En su permanencia en Argentina -final de los años
30 y comienzo de los años 40-, escribió y publicó uno de sus libros más
importantes: Biografía de un silencio (1940), aunque la crítica lo
haya consagrado por Compadre Mon (1943), donde es más nítida
la presencia de una búsqueda de la expresión nacional en su poética. Pero ahora
me gustaría hablar sobre los demás invitados. De Ecuador se sienta también con
nosotros Jorge Carrera Andrade (1902-1978), con ese libro fundamental que
escribió: Biografía para uso de los pájaros (1937). A su lado
están sentados Luis Cardoza y Aragón (1904-1992), Aldo Pellegrini (1903-1973) y
César Moro. Pellegrini es hoy un nombre injustamente olvidado. Urge que se
recupere su obra y su pensamiento tan claro y tan lúcido.
PELLEGRINI La creación de una
poesía pura no tiene sentido. Si realmente es poesía, siempre es impura, pues
arrastra lo vital del hombre. El proceso de cristalización de lo poético al que
pretenden llegar los defensores de la poesía pura, para obtener un producto tan
acendrado como el más puro cuerpo químico, sólo logra eliminar, junto con las
impurezas, a la verdadera poesía. No hay otra explicación para lo poético que
la creencia en un estado superior de vida para el hombre, pero no en una vida más
allá o más acá de la real, sino en esta vida concreta que vivimos, aquí, con
los pies en la tierra. (6)
Seguramente, esta creencia en
un estado superior de la existencia se enraíza en la necesidad del hombre de
descubrirse a sí mismo, lo que no hará mientras no comprenda -y no simplemente
anule- al otro que trae consigo. Es en el diálogo con su doble donde se funda
su propia existencia.
MORO El hombre está solo con el mar en medio de
los hombres. / Impotencia del deseo. Mientras el hombre no realice su deseo el
mundo desaparece como realidad para transformarse en una pesadilla de la cuna
al sepulcro. / Acaso ¿no hay un ritmo que no es el nuestro? De pronto mis venas
se ramifican, crecen y vivo el latido del mundo. / Soñé que un coche me llevaba
hacia la eternidad. Pude despertar mas no quise saber la hora. / Escorpiones
vigilan el horrible subsuelo de la eternidad. / Me despierto en medio de la
noche y espero la llamada discreta. Pero es el viento y nada más. (7)
Al igual que Pellegrini, el
peruano cree en un poder secreto de la poesía, que pueda abarcar todas las
formas de disidencia en un mismo núcleo, con la naturalidad de los elementos
constitutivos de una única fuerza.
LEZAMA ¿Lo que más admiro en un escritor? Que
maneje fuerzas que lo arrebaten, que parezcan que van a destruirlo. Que se
apodere de ese reto y disuelva la resistencia. Que destruya el lenguaje y que
cree el lenguaje. Que durante el día no tenga pasado y por la noche sea
milenario. Que le guste la granada, que nunca ha probado, y que le guste la
guayaba que prueba todos los días. Que se acerque a las cosas por apetito y que
se aleje por repugnancia. (8)
La grandeza de esas voces,
desplegadas en revelador encantamiento a lo largo de este nuestro encuentro
imaginario, continuaría en una cadencia tan asombrosa que acabaríamos indagando
los motivos por los que esos poetas han encontrado tan mínima repercusión
internacional. Hasta en el ámbito del propio idioma, es inquietante observar
que no hay un diálogo sistemático entre poetas españoles e hispanoamericanos.
¿Sería oportuno preguntar aquí sobre las razones de ese ojo ciego de España en
relación con la América hispánica, por ejemplo?
CARRERA ANDRADE En cuanto al interés
reducido que existe en ese país con relación a las letras hispanoamericanas, es
un fenómeno de la España franquista. Casi todos los escritores de nuestra
América tomaron posición en favor de la República, motivo por el cual no tienen
entrada sus obras ahora. (9)
Tal vez estaba acertado Jorge
Carrera Andrade al escribir desde París, en 1969, a su amigo Rodrigo Pesántez
Rodas, otro bravo poeta ecuatoriano que se encontraba entonces en Madrid,
buscando ediciones para poetas de su país. Con todo, me parece que la ausencia
de relación crítica de los poetas españoles en lo tocante a la poesía
hispanoamericana, se da con respecto a Franco apenas tangencialmente. La no
relación, que implica un obstáculo inmenso en la lectura de los valores
intrínsecos de esa poesía dentro y fuera de un ámbito geográfico, tiene su raíz
principal en la indigestión por parte del conquistador - si cabe hablar de
conquista - frente a un hecho incontenible: la explosión imaginética de la
poesía hispanoamericana frente a la atrofia estética española, replegada en una
circularidad retórica. Hasta los vanguardismos allí propuestos fueron
redimensionados en la otra margen del Atlántico. No por el establecimiento de
una discordia, sino antes por el simple hecho de la colisión entre dos eras. Lo
que se presentaba como último suspiro en un continente, en el otro eran sus más
valiosas señales de vitalidad. Tanto es cierto, que hasta el surrealismo -con
la pasión ocultista con que lo desentrañara André Breton- amplió su acervo de
maravillas gracias a su entrada en el nuevo continente. Basta pensar en cuánto
deben al enriquecimiento de su obra las residencias de Breton, Péret, Artaud,
Michaux y tantos otros en América.
Si ya sabemos de las
acentuadas relaciones entre Moro, Pellegrini y el surrealismo, creo interesante
preguntar a nuestros invitados sobre el asunto. Algunos fueron siempre muy
retraídos. Manuel del Cabral no gustaba de entrevistas. Martín Adán llevó una
vida vertiginosa, en la que el desarreglo era la única regla posible. Cuando en
1960 lo conoció el poeta estadunidense Allen Ginsberg, dijo después en un poema
que se había engañado al pensar que él estuviera melancólico (10). Adán propuso
con voracidad desquiciadora la relación entre el poeta y su tiempo. Javier
Sologuren nos habla de una “escritura de por sí compleja y desconcertante”
(11), al comentar la poética de Adán. Tan desconcertante, además, que se inicia
proponiendo una confluencia entre verso y prosa, desorientando a los amantes de
la clasificación genérica con su La casa de cartón. En sus
provocaciones formales se mostró como un notable guardián del lenguaje poético,
procurando afirmar lo que Pellegrini llamaría “el verdadero sentido de la
destrucción”.
PELLEGRINI El impulso que mueve
al hombre hacia la destrucción tiene un sentido y toca al artista revelar ese
sentido. Cualquiera que sea la motivación del acto destructivo: el furor, el
aburrimiento, la repugnancia por el objeto, la protesta, ese acto debe tener un
sentido estético y ese sentido evita que la destrucción -acto procreador- se
transforme en aniquilamiento. Destrucción y aniquilamiento desde el punto de
vista del artista son términos antagónicos. La destrucción de un objeto no lo
aniquila, nos enfrenta con una nueva realidad del objeto, la carga de un
sentido que antes no tenía. (12)
De la insumisión de Adán, la
contundencia de su identidad: cuerpo y alma inconfundibles de una consistente
poética. Claro, La casa de cartón no puede ser vista como una
propuesta aislada, pero sí como parte de una ventura que buscaba el canto además
del cuento. En la que la narrativa osara despojarse de su hilo
retórico, redimensionada a partir de un reconocimiento de sus raíces. Así,
tenemos antes el contar rehecho en el cantar en
José Antonio Ramos Sucre, en José María Eguren, en Jorge Luis Borges, en el
poco recordado Vicente Huidobro de Temblor de cielo (1931),
tanto como enseguida en Lezama Lima, en Humberto Díaz-Casanueva, en César Moro.
Pero digo antes y
temo que se establezca una confusión. Si invité a los poetas aquí presentes, no
lo hice sino basado en una (¿desatinada?) condición: todos nacieron en la
primera década del menguante siglo y concentran marcadamente en los años 30 la
publicación de los libros que definirían sus poéticas. Esta es la década en que
surgen Vigilia por dentro (Humberto Díaz-Casanueva), Biografía
para uso de los pájaros (Jorge Carrera Andrade), Muerte de
Narciso (José Lezama Lima), El sonámbulo (Luis
Cardoza y Aragón), Nostalgia de la muerte (Xavier
Villaurrutia), Muerte sin fin (José Gorostiza), Poesía (Rosamel
del Valle), Biografía de un silencio (Manuel del Cabral)
y Tempestad secreta (Alfredo Gangotena). De esta misma década
data la escritura de los poemas de César Moro, que sólo serían recogidos en
libro en 1987 (13). Los años 30, en verdad, sugieren una admirable confluencia
de voces de dos generaciones, pues allí también se da la publicación de Espantapájaros (Oliverio
Girondo), Altazor (Vicente Huidobro), Poemas
humanos (César Vallejo), entre otros. Se produce entonces una mezcla,
tanto cronológica como estética.
DÍAZ-CASANUEVA Creo que el problema
generacional -de cuya importancia no prescindo- nos puede llevar a
clasificaciones arbitrarias, a confundir lo coetáneo con lo generacional, y a
sobreestimar lo cronológico en el surgimiento o en la terminación de un grupo
de poetas en el tiempo o en el espacio. Otros, le dan importancia al factor
geográfico: poetas del sur, del norte. Lo peor es que la perspectiva
generacional lleva implícita la idea de que existe un progreso en las artes y
en la literatura, en línea recta, y que cada generación es una etapa que supera
a la anterior, tiene que rebelarse contra ésta y aportar algo fresco, nuevo. (14)
Concluyamos la ambientación en
que se ubican los invitados, anotando que aquellos que extrapolan los límites
de los años 30 lo hacen por muy poco, por ejemplo: Onda (1929)
de Rogelio Sinán; Las cosas y el delirio (1941), de Enrique
Molina, y Le chateau de grisou (1943), de César Moro. Más
distanciado en términos de publicaciones, se halla el argentino Aldo
Pellegrini, que sólo en 1949 se estrenaría con El muro secreto,
aunque no debemos olvidar su actividad en los años 30 como principal difusor en
su país del ideario surrealista. Además de ellos, otros poetas podrían ser
mencionados; por ejemplo, los mexicanos Salvador Novo y Gilberto Owen, el
ecuatoriano Hugo Mayo, los colombianos Luis Vidales y Aurelio Arturo, el
peruano Carlos Oquendo de Amat, el costarricense Isaac Felipe Azofeifa, los
cubanos Eugenio Florit y Emilio Ballagas, el uruguayo Juan Cunha, el chileno
Pablo Neruda y el nicaragüense José Coronel Urtecho, todos vinculados de una o
de otra forma a aquella estación de la vanguardia.
Dos son los aspectos que
saltan a la vista cuando nos encontramos delante de todos esos nombres: no
constituyen una generación en cualesquiera que sean los moldes requeridos, al
mismo tiempo que nos asusta que sean, si no del todo desconocidos, sólo o al
menos ligeramente comentados. Se puede afirmar el paso y mencionar una cierta
desatención en la lectura de esos poetas. Desatención descripta por un
torcer la nariz en lo que respecta a la dificultad de situarlos conjuntamente
como una generación, un grupo, un concentración estilística, etc. Pero una
desatención igualmente propiciada por una cierta fanfarronería de parte de
Octavio Paz, al desvirtuar el radio de acción de esa lista de poetas -anulando
la presencia de unos, confundiendo la importancia de otros-, de modo de
favorecer intereses personales que lo llevarían a establecer un puente entre la
vanguardia desatada por Huidobro, Vallejo, etc., y su reconfiguración
definitiva a partir de la generación del propio poeta mexicano, aunque no
recuerde nunca la real dimensión de ese nuevo ciclo generacional,
que incluiría a poetas tan esenciales como el peruano Emilio Adolfo Westphalen
(1911), el venezolano Vicente Gerbassi (1913-1992), el chileno Gonzalo Rojas
(1917) y el argentino Alberto Girri (1919-1991).
Por medio de libros que
alcanzaron gran repercusión -Las peras del olmo (1971), Puertas
al campo (1972) y Los hijos del limo (1974)-, Octavio
Paz se esmera en presentar, a lo sumo en la índole de una dispersión, lo que
antes se desenvolvía -a despecho de su opinión- como la afirmación de un
carácter privilegiado de la poesía hispanoamericana: su fructífera insubordinación
ante los dictámenes escolásticos, su enriquecimiento a partir de los errores
del modernismo, la liberación de todos los preconceptos; en fin, la búsqueda de
la fundación de un mapa que se caracterizara por la multiplicidad de huellas
que no tenían necesariamente que conducir a un lugar común. Para eso, aun
habría que recurrir a las más variadas estrategias, una aventura que no
eludiese el riesgo de ser tomada como dispersión, base -insisto- del ardid de
Octavio Paz. Me referí también a otras desorientaciones críticas, y aquí cabría
mencionar una idea defendida por el argentino Saúl Yurkievich al restringir a
siete poetas de distintas promociones generacionales la condición -siempre
cuestionable, cuando menos por precipitación catalogadora- de “fundadores de la
nueva poesía latinoamericana”, llegando al máximo de excluir de su
entendimiento de lo que sea América Latina, a los poetas brasileños (15).
Al embarullamiento de ideas de
Yurkievich, se suman duros compendios académicos que tantean en lo oscuro a la
búsqueda de una definición en torno al elástico periodo de las vanguardias,
olvidándose siempre de que no se podría jamás entenderlo si está subordinado al
escenario de articulaciones estéticas de la vanguardia europea. No se trataba
de una complicidad, sino primeramente de un desdoblamiento, en muchos casos de
una ruptura. Así es que Paz se mantiene intencionalmente ciego al orfeísmo
rebosante en Rosamel del Valle, al fulgor romántico redimensionado en Alfredo
Gangotena y al corrosivo humor en Martín Adán, valiendo lo mismo para la
dimensión onírica y desgarradora en César Moro, el fervor metafísico en
Humberto Díaz-Casanueva y la laboriosa tesitura metafórica en Luis Cardoza y
Aragón. Al considerar los años 30 como un lapso entre lo que él denomina una “vanguardia
académica” y “una vanguardia otra, crítica de sí misma y rebelión solitaria”,
Paz recurre a una grosera simplificación que no permite otro entendimiento que
el de su voluntaria deformación de un paisaje histórico. No creo que constituya
una impertinencia mía agregar a este nuestro encuentro un lúcido abordaje del
crítico español Jorge Rodríguez Padrón, al referirse a la defensa de Paz en lo
concerniente a su propia generación:
Octavio Paz dice: no
invención, exploración en “esa zona donde confluyen lo interior y lo exterior:
la zona del lenguaje”. Quienes hacia 1945 regresan a la vanguardia, pero a “una
vanguardia silenciosa, secreta, desengañada”, en un salto injustificable, no se
hallan movidos -sigue Octavio Paz- por una preocupación estética; para ellos,
“el lenguaje era contradictoriamente, un destino y una elección. Algo dado y
algo que hacemos. Algo que nos hace.” Bien. Pero los poetas de ese otro período
que él elude, no sólo se adelantaron a ese cambio, afirman y despliegan también
una actitud estética que no hace abstracción, en modo alguno, de la evidencia
del lenguaje como hombre, del lenguaje como mundo. Porque, se no, cómo explicar
que el reto, para casi todos, sea la asunción de una prosa que penetra al
espacio de la poesía, agitándola con sus ritmos (una prosa que nada cuenta, que
prolonga y desarrolla el misterio propio de la poesía) e, en paralelo sentido,
el cultivo del poema largo como forma de abordar, desde la configuración
temporal del verso, la dimensión de ese espacio inédito: canto, sin duda, pero
desplegado como visión, comopoblación espacial. (16)
También se podría añadir la
opinión del poeta costarricense Carlos Francisco Monge, lúcido e igualmente
objetivo observador de los desarrollos poéticos en América hispánica, al
moderarse la presencia del surrealismo en tal ámbito:
La experiencia surrealista fue
lo mejor que nos dejaron los movimientos históricos de vanguardia. Sus raíces
culturales son tan extensas, y sus fundamentos estético-ideológicos tan
vigorosos, que no podía haber sido de otro modo. Pero, además, el surrealismo
superó con mucho los años de la moda vanguardista. Por eso, no me parece exacto
(y creo que ni justo) hablar de una herencia tardía en la poesía
hispanoamericana. Todo lo contrario: constituyó un verdadero caldo nutricio que
transformó y renovó el panorama poético, desde la década misma de 1930; basta
releer las Residencias de
Neruda, o a Lezama Lima, la poesía de los mexicanos Gorostiza o Villaurrutia,
las novelas de Asturias o Carpentier. (17)
Si recurro a estas dos
declaraciones, lo hago por lo que concentran en sí en términos de
características esenciales de esa poesía que aquí nos interesa desentrañar; o
sea, su opción -acentuada, aunque no única- por la prosa poética, el
redimensionamiento del epos; y el diálogo enriquecedor con el
surrealismo, identificación y no sumisión, enlace donde es imprescindible
mantener la identidad. Ahí se verifica lo que Lezama Lima sitúa como la
creación de “una nueva causalidad de la resurrección”. (18) Y
justamente en función de eso es que Rodríguez Padrón destaca todavía la
relación con la muerte, aquí entendida dentro de un concepto defendido por el
filósofo Eugenio Trías; es decir, como “la gran prueba de la ética fronteriza”.
(19) Esa relación fronteriza, como destaca Rodríguez Padrón, la
encontramos en Xavier Villaurrutia (Nostalgia de la muerte) y en Lezama
Lima (Muerte de Narciso), aunque la seguimos encontrando también en
autores menos difundidos; por ejemplo, el ecuatoriano Alfredo Gangotena y el
chileno Rosamel del Valle. En ambos impera una desbordante lírica órfica, con
osado acento trágico en Gangotena. Pasión desmedida por la ruptura; sin
embargo, nunca desaparecida de su fe en la revelación de un cuerpo otro, una
forma otra rehecha y vibrante. “Las puertas devoradoras” que Orfeo busca cruzar
en su viaje por las tinieblas (“el descenso por vertientes de fuego”), (20)
definen la metáfora asombrosa e inquietante de Rosamel del Valle. El espíritu
torrencial fermenta asimismo en las imágenes de la poesía de Gangotena:
Mi canto se unifica en la
abrupta de las piedras que miden el abismo; canto de una luminosa madrugada a
los bordes pomposos del ramaje …
[…]
Toda mi gracia reside en el
adiós. (21)
Obra densa, en ambos casos,
con su aturdidora fluidez metafórica. Si hay una “fértil alegoría esencial del
onirismo” (22) en Rosamel, en Gangotena se verifica la expresión radical de un
tormento interior. Tal vez provenga de ahí el epíteto de “enigmática” dado a la
poesía del ecuatoriano. Importa, no obstante, no apartarse de una razón: en la
obra de los dos radica el mismo sentido de ruptura que seguimos rastreando.
En 1924, Luis Cardoza y Aragón
publica en París Luna Park, libro escrito en Berlín en la misma
época. Aunque la crítica lo sitúe con excesiva comodidad en un cosmopolitismo
que identificaba a muchos autores europeos en aquel escenario de entre guerras,
no veo en esta poesía señales de deslumbramiento frente al fulgor tecnológico o
aun de derrota de la humanidad delante del conflicto bélico. El poema está
acompañado por un hilo de vida, una defensa crítica de las posibilidades reales
del hombre, una fe incorruptible en la existencia humana. La “desconstrucción
irónica” (23) a que se refiere Rodríguez Padrón acerca de La casa
de cartón, de Adán, también se aplica al siguiente libro de Cardoza y
Aragón, Mäelstrom (1926), en el que pone a bailar prosa y
verso en un ritual de mutua masticación. Postura crítica en relación con una
limitación genérica. Expansión, no de espectáculo de la creación, pero sí de
sus posibilidades de desentrañar la esencia poética de cada situación. Busca no
exactamente anular o acentuar los contrastes; por el contrario, afirmar un
posible diálogo entre fuerzas complementarias. Relación intrínseca entre vida y
muerte, como en El sonámbulo.
¡ Oh! Frío, lúcido fuego,
llama de agua,
flamígero insomnio de la vida,
integras tú conmigo un dos
impar
en esa sed de muerte tan
continua. (24)
O aun en una imagen más
adelante: “la noche diurna, cerrada y sin tinieblas”.
O todavía: “por la muerte voy,
voy perteneciéndome” (25). No la noción usual de la figura del
conquistador, al contrario, una idea de la conquista basada en el diálogo. No
se trata de cortar el nudo gordiano, pero sí de desatarlo. He aquí el punto
clave en la desvirtuada o incomprendida lectura de la poesía hispanoamericana:
supo desatar el nudo. Riesgo innombrable, necesario. Allá atrás hay fundamentos
ingeniosos, tanto en la creación depersonae en el colombiano León
de Greiff (1895-1976), cuanto en la anulación del verso en la poética del
venezolano José Antonio Ramos Sucre (1890-1930). Bajo este aspecto me parecen
más fundadores de la modernidad que los argumentos resbalosos de Saúl
Yurkievich en relación con Neruda o Girondo.
El chileno siempre fue un
cazador de modas literarias, mientras que el argentino radicalizó su aventura
con el lenguaje ya muy posteriormente a otras incidencias poéticas. Si no lo
vuelve menor, tampoco lo ubica en condición fundacional. Era tan
consciente de la importancia de una actividad publicitaria en cuanto a León de
Greiff, con la diferencia de que Buenos Aires disponía de un canal de
comunicación con el mundo, mientras que Bogotá mal dialogaba consigo misma. La
indefectible acción de los polos culturales sobre la importancia estética de
una obra literaria es siempre un generador de traumas, de pesadillas
históricas.
Otro libro visto como
inaugural en la vanguardia de su país es Onda, del panameño Rogelio
Sinán. El poeta hablaba allí de un “sueño no apercibido / pero siempre
constante / como el mar, como el río…” Se trataba del tránsito entre la
sumisión a lo meramente casual y la conciencia exigida por un rumbo a
desentrañar. Sinán no es tan claro en su metáfora como Cardoza y Aragón, aunque
nos permite comprender la sustancia de su perplejidad frente a la vida. No
dejan de ser profundamente irónicos los versos con que inicia su poema
“Transparencia del hombre”: “Porque olvido mis sueños y mi sombra / soy un
hombre desnudo, transparente.” (26) La abstracción carece de asombro, de un
magma congestionado que irradie imágenes turbias que deberán ser definidas a
partir de un estremecimiento de fuerzas. El automatismo psíquico defendido por
Breton posee un vínculo indisoluble con ese vislumbre de lo insólito que deberá
propiciar un conocimiento más amplio de las fuerzas dispares y complementarias
que rigen la existencia. Abordarlo como interruptor de lo caótico o de lo
hermético es, por lo menos, irresponsable. Basta pensar en la voracidad de
imágenes reveladoras que encontramos en la poesía de César Moro. No hay allí
propiamente caos o hermetismo, a menos como entendidos en una limitación
terminológica. Sus “serpientes de reloj” nunca pierden contacto con el “retrato
de mi madre”; confluyen antes -“vestigios de alta arqueología”- en el camino de
“un equilibrio pasajero de dos trenes que chocan” (27). Un
descarrilamiento de conceptos, un choque entre dos mundos. No un desafío, por
el contrario: la sutil carpintería de una mesa que permitiese el diálogo. La
expresión del contraste está en el origen del asombro, el vértigo; o sea, es la
raíz del desarrollo de cualquier actividad humana. Claro que no se trata de una
ascendencia dionisiaca sobre un circunscrito reinado de Apolo. Díaz-Casanueva
ya se refirió a una acción ofuscadora de los “poderes dionisiacos”. No hay cómo
oscurecer la explosión de las fuerzas conjuntivas y disyuntivas que rigen la
poesía. En el chileno hallamos la misma corriente obsesión: la poesía en debate
con el poema. La margen derecha del verso empieza a perder terreno, superada
por un caudal voluptuoso, una “vigilia por dentro” que busca ubicar su
“realidad” entre dos mundos. Países violentos: prosa y verso. Cultivan sombras
sin cuerpo, espejos ciegos. El acento metafísico siempre se mueve en el camino
de un brillo conquistado a partir de las disimilitudes aparentes de la vida. Es
lo que su poesía nos revela.
Avanzar de una margen a otra
del curso de la existencia, revelando sus arraigadas confluencias, fue también
norma existencial en la poesía de los argentinos Aldo Pellegrini y Enrique
Molina, naturalmente que con las peculiaridades que dan sentido a una obra
poética. Guillermo Sucre llama la atención sobre el hecho de que “el viaje de
Molina es exilio y rebelión simultánea” (28). Se acrecienta aquí el
testimonio de Pellegrini:
PELLEGRINI La poesía es una
mística de la realidad. El poeta busca en la palabra no un modo de expresarse
sino un modo de participar en la realidad misma. Recurre a la palabra, pero
busca en ella su valor originario, la magia del momento de la creación del
verbo, momento en que no era un signo, sino parte de la realidad misma. El
poeta mediante el verbo no expresa la realidad, sino que participa de ella. (29)
Aunque la poesía moderna haya
puesto en escena la discusión sobre sí misma -en algunos momentos sin ir más
allá de una admiradora trastornada por sus propios actos verbales-, el hombre
sigue siendo su gran tema, por el simple hecho de que la “relojería
intelectual” (30) seduce apenas al vanidoso ego, no permitiendo el despliegue
de las innumerables posibilidades de expresión y participación del potens poético
en nuestra vida. La arquitectura verbal es exigencia mínima de toda gran
poesía. Molina y Pellegrini defendieron eso durante su vida entera. La misma
idea encontramos en César Moro, aunque tomemos en cuenta los juegos
lingüísticos que lo sedujeran en sus últimos poemas. Desde los textos
iniciales, Moro invocó la presencia del amor, encarnando su “sombra cantante”,
el “parpadeante esplendor”, así como las imágenes sangrientas, extasiadas, de
su celebración y caída. La voracidad de sus abordajes ocasiona, según Emilio
Adolfo Westphalen, la sospecha de “que para Moro lo ideal sería que los amantes
se devorasen mutuamente” (31). El conflicto amoroso es -no hay cómo
soslayar que toda relación humana es conflictiva de raíz, independiente de
aquello en que se convierta-, por lo tanto, el aspecto central de la poesía de
César Moro. Y lo trataba con notable vehemencia, con un fervor que no disfrazaba
siquiera la exageración. Estremecimiento surrealista alcanzado en sus vivencias
de París, aunque no un surrealismo canónico con el que se sintió identificado
inicialmente. Potencia surrealista latente en su propio ser, desatada en París,
confirmada en su regreso al Nuevo Mundo (México y Perú), retorno a los
orígenes. Surrealismo esencial que encontramos también en la poesía de Xavier
Villaurrutia o de José Gorostiza, al igual que en Manuel del Cabral o en Jorge
Carrera Andrade. De la irreductible y desbordante melancolía en Villaurrutia a
los temblores metafísicos de Cabral -donde se entrevé una severa ironía-, o del
lirismo arrebatador en Carrera Andrade a la investigación luminosa de los
gemidos del lenguaje poético en Gorostiza: una múltiple huella afirmada
en la diferencia. Entrelazamiento de experiencias, trazos perceptibles de
confluencia - ya anotados aquí -, algunos raros encuentros para una charla
feliz en torno a la poesía. A contramano, en las relaciones extraviadas entre
una margen y otra del Atlántico, el vicio académico de clasificación de la
historia, la charlatanería de Octavio Paz: mezcla de redundante provincianismo
y ausencia de visión crítica en la apreciación de aspectos más ligados a la
vida -sea el homosexualismo o la filiación surrealista- que a su propia obra,
entre otros aspectos menores.
La condición que ahora se
presenta ante una lectura crítica de la obra de César Moro, permite finalmente
que no se deje escapar lo imprescindible: traer a la mesa los mapas secretos de
la aventura poética de la América hispana en los años 30. Que el azar nos haya
traído a esta mesa imaginaria justamente a partir de Moro, no es sino una señal
de su inconfundible pasión por la verdad. Intencionalmente, traté menos de él
que de sus coetáneos, y lo hice por evidentes necesidades. En un momento
cercano, cuando se ensanche el filamento de luz aquí lanzado, ciertamente se
percibirá que la importancia de esa poesía no se limita a un rastrillo de la
vanguardia; así como se comprenderá que en su aparente dispersión se ocultaba
la carta fundacional de una aventura límite en la poesía hispanoamericana,
basada en un principio de diferencia que encontraba en el mestizaje - se
encuentra todavía, aunque bastante disimulado - su raíz sagrada: magma
hirviente y selva vertiginosa que buscan puntos de convergencia sin erradicar
la pasión por su contradicción igualmente reveladora.
NOTAS
1. Sinán, Rogelio.
Conferencia pronunciada el 16 de julio de 1969, con ocasión de las
conmemoraciones, en Panamá, de la publicación de su primer libro, Onda (1929).
El texto sufrió posteriormente una adaptación para su inclusión en la edición
especial de la revista Maga # 5-6 (Panamá, junio de 1985),
dedicada por completo al poeta panameño.
2. Díaz-Casanueva,
Humberto. Manuscrito recogido por Ana María del Re, forma parte de la edición
de su Obra poética, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1988.
3. Díaz-Casanueva,
Humberto. Conferencia pronunciada el 24 de enero de 1985, en el Ateneo de
Madrid.
4. Caminero,
Alberto. “Manuel del Cabral dice que morirá con pesar de ser ignorado en su
patria”, El Nacional, Santo Domingo, 02/08/94.
5. Lezama Lima,
José. Carta a su hermana Elisa, fechada en febrero de 1962.
6. Pellegrini,
Aldo. Conferencia pronunciada el 18 de mayo de 1952 en el Institut Français
d'Etudes Supérieures; incluida posteriormente en Para contribuir a la
confusión general, Editorial Leviatán, Buenos Aires, 1987.
7. Moro, César.
Fragmento fechado en “Enero 1953”, de Alfabeto de las actitudes.
8. Lezama Lima,
José. Fragmento de la introducción a su Esferaimagen, Tusquets
Editor, Barcelona, 1970.
9. Carrera
Andrade, Jorge. Carta a Rodrigo Pesántez Rodas, fechada el 28 de junio de 1969.
Documento cedido por el destinatario.
10. Ginsberg le
dedicó un poema en su Reality Sandwiches, City Lights Books, San
Francisco, 1963.
11. Sologuren,
Javier. “Martín Adán. La primacía de un signo”, La imagen, Lima,
09/01/77.
12. Pellegrini,
Aldo. Catálogo de una exposición de Arte destructiva, realizada en
la Galería Lirolay, Buenos Aires, noviembre de 1961. Post. op. cit..
13. Moro,
César. Ces poémes… Ediciones La Misma, Libros Maina, Madrid,
1987.
14. Espinoza,
Blanca. “Un riesgo, una fuerza, un sueño decisivo”, entrevista a Humberto
Díaz-Casanueva, Lar # 8-9, Concepción, mayo de 1986.
15. Yurkievich, Saúl. Fundadores
de la nueva poesía latinoamericana, Editorial Ariel, Barcelona, 1984. El
epíteto fundador se aplica a los poetas elegidos -Vallejo,
Huidobro, Borges, Girondo, Neruda, Paz, Lezama Lima- por tratarse, según el
autor, de “centros radiantes”.
16. Rodríguez
Padrón, Jorge. Fragmento de “Octavio Paz: lectura de la poesía hispanoamericana
de los años treinta”, versión actualizada de la conferencia pronunciada en
Sevilla en abril de 1999. Documento inédito, cedido por el autor.
17. Monge, Carlos Francisco.
“Diálogo sobre algunas huellas esenciales”, entrevista concedida a Floriano
Martins, mayo de 1999. Texto inédito.
18. Bianchi Ross, Ciro. Entrevista a
José Lezama Lima, revista Quimera, s/f.
19. Rodríguez
Padrón, Jorge,. Op.. cit..
20. Pasajes del
poema-libro Orfeo (1944).
21. Pasaje del
poema “A la sombra de las secoyas”, del libro Tempestad secreta.
22. Orellana
Espinoza, Manuel. “Presencia de Rosamel del Valle”, La época #
214, Santiago, 17/05/92.
23. Rodríguez
Padrón, Jorge. Op. cit.
24. Pasaje del
poema-libro El sonámbulo (1937), dedicado a Xavier
Villaurrutia.
25. Pasajes del
poema “Nocturno del sonámbulo”, de Venus y tumba (1940).
26. Poema incluido
en Saloma sin salomar (1969).
27. Pasajes del
poema “Visión de pianos apolillados cayendo en ruinas”, de La tortuga
ecuestre 1955).
28. Sucre,
Guillermo. La máscara, la transparencia, Monte Avila, Caracas,
1975.
29. Pellegrini,
Aldo. “Se llama poesía todo aquello que cierra la puerta a los
imbéciles”, Poesía=Poesía # 9, Buenos Aires, agosto de 1961,
post. op. cit.
30.
“Personalmente, pese a Poe, no me seduce la imagen del poeta en su taller de
relojería intelectual. El azar también toma parte en el poema.” Fragmento de la
entrevista de Oscar Hermes Villordo a Enrique Molina, La Nación,
Buenos Aires, 1980.
31. Westphalen,
Emilio Adolfo. “Digresión sobre surrealismo y sobre César Moro entre los
surrealistas”, conferencia pronunciada el 5 de julio de 1990 en la Pontificia
Universidad Católica del Perú.
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