Breton
desaparecido y disperso el grupo que no debía dar razón a la muerte, a su
muerte, pero que no podía tampoco sacar sin tardar la conclusión de esta
muerte, quizá se hablará de un después del Surrealismo sin incurrir en la
sospecha de aportar agua al molino, o al gaznate siempre seco, de los eternos
enterradores que, después de 1930, se desgañitan en insultar al cadáver al que
nada en realidad nunca ha correspondido. Un después del Surrealismo en el
sentido que hubo un antes, y cuando Baudelaire, por ejemplo, fue según Breton,
“surrealista en la moral”, sin que las “ideas preconcebidas” a las cuales, de
otro parte, “él adhería” nos parecen (como le parecía a Breton que sólo las
juzgaba indemnes a las que a través de él, la “voz surrealista”, designaba)
falsear, desde que se entrometen, el juego de ecos que su poesía —su moral por
consiguiente— despierta en nosotros. ¿Quién me obligará, en efecto, a pensar
que Baudelaire haya sabido menos, en algún campo que Breton? Lo supo de otro
modo, a su manera, también sensible a la negación de la suerte que nos ha
hecho, y al poder, por tanto que tenemos de oponer a la suerte, en cada
ocasión, la pureza de nuestros rechazos, de nuestras embriagueces. El acuerdo
en estos dos puntos debería satisfacer; excluirá a quien es necesario excluir:
los realistas, los íntimos del ídolo, demasiado mundo en suma, conservando la
oscuridad que toca a su “punto supremo” en las “bases fundamentales del
Surrealismo” en sus relaciones con las “tradiciones”; a este “espíritu” que
animó primero Gérard de Nerval quien, sin embargo, se movía en un universo de
falta y de salvación, cuya verdad imaginaria albergaba cualquier ortodoxia al
lado de cualquier herencia; y a éstos “signos en el pensamiento” a los que un
Antonin Artaud o un René Daumal sacrificarían la actividad colectiva y la misma
apariencia de la actividad poética. La cuestión, por cierto, se planteaba
todavía de otro modo para el joven peruano que desembarcó en París en 1925,
luciendo un nombre magnífico que acababa de adoptar: César Moro, y quien
descubría más allá de los días surrealistas como el más allá de sus días
limpios, el lugar del derroche espiritual al cual estaba predispuesto. No traía
ninguna insolencia, cuando se escapaba de la habitación del hotel para juntarse
con sus amigos rusos blancos del Scherahazade, o cuando interrumpía un debate
político en el seno de un grupo para señalar que si el ministro burgués sobre
el banquillo de acusados era un horrible señor, debía haber sido no obstante un
hombre hermoso. Poesía, amor, revuelta: sí; en el cielo del deseo, el incendio
del corazón y de los sentidos; ¡pero ningún deseo vacila en confesarse! Moro no
renegará cuando él se pondrá a admirar “Monsieur Godeau intime” y, por encima
de todo, “En busca del tiempo perdido”. Se me citará con rigor a este respecto,
estas líneas poco leídas que salen directamente de Proust y son de Crevel, que
su fervor por Breton no le impidió emparentarse con Johuandeau: “Mientras los
terceros creen a un vicio, en tanto que ellos esperan de los espectáculos bien
realizados, o lo mismo, a lo sumo, una dispersión de gestos que se solazan en
juzgar tan culpables y tan raros como las orquídeas de Oscar Wilde, respetuoso
interés. Pero viene el sufrimiento que no revela ninguna picardía, que no
agrandan ni las persecuciones sociales, ni el calabozo, ni el boato del peor
estetismo, viene el sufrimiento sin palabras y que roe silenciosamente a lo que
habían esperado curiosos decorados, anécdotas picantes, crónicas escandalosas,
no perdonan nada a la pasión su dolor simple?”
De los años de Moro en París testimonian su firma en “El Surrealismo al
servicio de la revolución”, después en el homenaje a Violette Noziéres y
también la nota al pie de página del manifiesto "La movilización contra la
guerra no es la paz" (1933), donde se denuncia “la abominable sentencia
contra los marinos de los cruceros peruanos Almirante Graú y Coronel Bolognesi,
que se amotinaron el 8 de mayo último para protestar contra la mala
alimentación y el exceso de disciplina.” El francés, entre tanto, se convierte
en la lengua natural de Moro, al mismo título que la poesía, esta flor venenosa
cuyos pétalos se marchitarán casi todos en sus valijas y en los cajones, ya que
estaba más preocupado de respirar el olor que de sacar provecho de su producción.
Cuando regresa a Lima, en 1934, constata la atracción que el Surrealismo ejerce
a distancia en los más jóvenes, como Emilio Adolfo Westphalen, poeta
rápidamente enmudecido, pero crítico de una excepcional lucidez. En 1935, Moro
organiza una exposición donde los tres cuartos de las obras —pinturas, dibujos,
collages— son de él. Desde 1928, habían aparecido dos números de la revista
"Que", dirigida por Aldo Pellegrini y surgieron tendencias
surrealistas a la luz del día, no sólo en Argentina, sino también en Chile. Sin
embargo, nunca hasta ese momento se había visto, sin duda, en el continente la
explosión de imágenes plásticas tan expresamente ligada al Surrealismo, y cuyo
catálogo estaba atiborrado de fórmulas insólitas hasta en el grafismo —a partir
del enunciado de Picabia: “El arte es un producto farmacéutico para los
imbéciles”— tiende así a provocar a los académicos de cualquier pelaje para
comenzar —o para terminar— con el academicismo pretendidamente revolucionario
del indigenismo, que Moro no tardará en calificar como la última ola de la
barbarie artística, corrigiendo de paso el sentido de la palabra “arte” para
hacerle designar desde entonces lo que “empieza ahí donde termina la
tranquilidad”: “En favor del arte turbasueño contra el arte-amapola somnífero.”
En un apéndice del catálogo se lanza contra Vicente Huidobro, cuya poesía, en
la época de Norte-Sur, había reflejado la de Reverdy y que venía entonces en
“El árbol en cuarentena” de parodiar “Una jirafa” de Buñuel, publicada en “El
Surrealismo al servicio de la revolución”. El chileno, disgustado, trata de
situar la querella en el terreno de las costumbres. Se le responde en Lima, por
una hoja firmada por varias voces: “V. H. o el Obispo embotellado”, donde la
colaboración de Moro —en francés— tiene como título: “La pâtée pour les chiens”
(La comida para los perros). Moro y Westphalen colaborarían pronto en un
boletín clandestino en favor de la República Española, antes de lanzar, en
vísperas del conflicto mundial, el primer y único número de “El uso de la
palabra”: “A los pájaros negros del oscurantismo, a los sombríos cuervos del
imperialismo fascista de seso chorreante, de los imperialismos democráticos de
lengua de oso hormiguero y de cola de ratón, de la burocracia estalinista con
enjambre de moscas en los ojos, oponemos nuestra confianza en el destino del
hombre y en su próxima liberación. Los surrealistas sitúan en 1925 el fin de la
era cristiana. El 'Uso de la palabra' quiere recordar que estamos en 1939”.
Moro abandona de nuevo Lima, en 1938; fija su residencia en México, en ocasión
de la estadía de Bretón allí, presenta —en “Letras de México” y en “Poesía”—
poemas traducidos de los surrealistas franceses. “El Surrealismo es la mecha
que une la bomba de dinamita al fuego que hará saltar la montaña.” Breton
regresa a Europa y pronto estará ocupado por la guerra, Moro y Wolfgan Paalen
organizan la Exposición que habían preparado con él y que se inaugura en
febrero de 1940, en la Galería de Arte Mexicano. Moro escribe el Prefacio
–publicado en español y en inglés. Un primer roce de otra parte había opuesto
Moro a Breton; lo señalo porque explica lo que vendrá después. Por motivos de
orden táctico, el pintor Diego Rivera se encontró firmando el “Manifiesto por
un Arte Revolucionario Independiente” redactado por Breton y por Trotzky; Moro
conocía al personaje, su vanidad “megalo-mito-paranoíco” y él sostenía de
antemano que esa causa no lo movilizaría. En la hora en que la más siniestra
catástrofe se abatía sobre el mundo, invocaba a los pueblos de Inglaterra,
Francia, Alemania, Polonia, etc. “contra los siniestros antropófagos:
Chamberlain el provocador, Hitler el demente paralítico, Mussolini el Gran
Comendador de la Caca, Daladier el Inaugurador N° 2 del monumento a los
muertos”, repudiando asimismo las consignas achacosas de la Tercera Cloaca
Internacional. ¿Qué crédito daba por eso a la Cuarta? Trotzky recibía en el
exilio un aura que su martirio apagaría; su adhesión a una forma de revolución
que establecería: “desde el comienzo… para la creación intelectual… un régimen
anarquista de libertad individual” ¿era mucho más que un voto piadoso? Obligado
por el poder, y Trotzky en el poder había dirigido la feroz represión de
Cronstadt, el cobarde asesinato de los Makhnovistas. La lectura de “Su moral y
la nuestra” conducirá por otra parte muy pronto a Breton a confesar su estupor
de ver a Trotzky hasta reclamarse del “viejo precepto jesuíta”: “El fin
justifica los medios” y a pedir que se someta “a una crítica atenta a ciertos
aspectos del pensamiento de Lenin y del mismo Marx”; insistirá a partir de ahí
más sobre Fourier y sobre su “interpretación jeroglífica del mundo, basada en
la analogía entre las pasiones humanas y los productos de los tres reinos de la
naturaleza”.
No puedo oponer a Breton contra Breton. Otros dicernirán en sus escritos
lo que sólo releva de la fatalidad de la época y contra lo cual Antonin Artaud
le previno. Vuelvo a Moro. Cuando hablaba de un después del Surrealismo que
corresponde a su antes, tenía en efecto, más bien en la mente algo al lado. En
la Exposición Internacional de México, los pintores propiamente surrealistas
—algunos a largo plazo, otros en más o menos corto plazo— estaban confrontados,
no solamente con objetos de arte antiguo mexicano y de “arte salvaje”, pero
también con obras de pintores mexicanos vivos, que contribuían a la atmósfera
sin someterse en absoluto a ella. Venían en general de los contemporáneos, que
alrededor de 1930 habían leído a Jean Cocteau, a Max Jacob (y a Jules
Supervielle, a Giraudoux y a Jouhandeau de “Astaroth”) y no a Breton ni a
Peret. Dos de entre ellos, Agustín Lazo, insigne conocedor de la cocina
pictórica y Javier Villaurrutia, poeta de la palabra sonámbula y de una
brillante precisión, ya eran para Moro los amigos admirables que compartía con
Wolfgang y Alice Pealen, Leonora Carrington, Remedios Varo y todos los
surrealistas que la tormenta había fijado o fijaría en las alturas del Anahuac.
Hubo una apertura recíproca. En México, tierra elegida, el Surrealismo, del
cual Peret defendía el patrimonio deviene aún más el lugar de esta amistad
múltiple donde respiraba un núcleo de seres que se habían reconocido una vez
por todas, libres de la obsesión de las negaciones o de las adhesiones. Paalen,
con toda independencia, se preguntaba: "¿Qué pintar?” y proponía como
nuevo objeto del arte la “visualización directa de las fuerzas que nos mueven y
que nos conmueven”, una verdadera “cosmogonía plástica”. Funda y dirige DYN,
mientras en Nueva York, Breton fundaba y dirigía VVV. Moro colabora en DYN; y
no en VVV, y cuando aparece el número 4 de esta revista que se siente obligado
a expresar un desacuerdo —que desea sereno, moderado y sin rencor— con un
movimiento que se había convertido en su razón de ser, sin que imaginarse que
un día se alejaría de él. Cuando aparece “Arcano 17”, aprovechará la ocasión
para reafirmar su decepción, el atractivo siempre vivo del lirismo de Breton no
le parece suficiente para mitigar los límites del análisis o la incertidumbre
de la reflexión: “Afirmar que todo ser humano busque un ser único del otro sexo
parece proceder de una tal gratuidad, de cierto oscurantismo que haría
necesario que la Psicología Sexual no haya hecho los progresos que se le conoce
para aceptar esta opinión y aún para dejarla pasar sin reaccionar. ¿No sabemos,
teóricamente al menos, que a través del amor el hombre persigue la satisfacción
de una fijación infantil más o menos bien orientada y que el Super Yo, la
sociedad, aceptan también más o menos? ¿Eso sustrae algo al amor? ¿No lo
enriquece más bien de una especie de fatalidad dramática determinada desde la
infancia?” Debería traducir por entero el largo reproche hecho al Surrealismo
de los años de guerra de no explotar suficientemente el aporte de Freud, en los
campos personal, y colectivo, y de contentarse a menudo, cuando se trata del
sueño, de banalidades casi agradables, omitiendo de forzar, entonces las
catástrofes están ahí, a la toma de conciencia efectiva de los líderes de un
mundo loco, que no habiendo resuelto sus propios problemas, y por consiguiente
sólo poseyendo una “visión parcial, ferozmente individualista, condicionada por
sus propias carencias frente a la realidad” no sabrán concluir ningún acuerdo
valedero ni emprender con más razón: “la poda de las ramas inútiles del espeso bosque
de los prejuicios”. El arte y a la vez la estructura social y a la vez el arte
dependiente del grado de lucidez sicológica: “¿quién no ha probado el terror de
este desierto estéril que a veces nos ofusca y nos impide manifestar lo que
pese a la marejada que agita nuestro interior?” Moro no se arrogaba ningún
papel director, pero le ganaban las secretas convicciones que hacen nacer la
pérdida de convicción del siglo “donde tenemos la fatigante felicidad de vivir
y donde cada uno está más que nunca privado del derecho natural de elegir a sus
hermanos”. No cito a Baudelaire por azar. ¿Acaso no es él que señalaba: “Sólo
los bandidos están convencidos”? Escandalizado por las “increíbles
aproximaciones” que el conflicto mundial desencadenaba, Moro había reaccionado
invocando: “la guerra civil contra la guerra de fronteras… la fraternidad de
los ejércitos en lucha contra sus respectivas burocracias y contra los líderes
que traicionan la causa de la liberación humana”. Pero traducía al mismo tiempo
la página de Baudelaire sobre la prensa: “todo diario de la primera línea hasta
la última no es más que un tejido de horrores…” para concluir: “somos pocos que
viven todavía, oscuros, famélicos, llenos de rabia, de la rabia insaciable del
hombre contra las condiciones infames que lo mutilan y que lo echan, títere
sangriento, entre las manos terribles del sueño que desconocen los animales
intelectuales, los bueyes famosos enganchados al inmenso coche fúnebre donde se
pudre y agoniza dialécticamente el mundo occidental”. El llamado a Baudelaire
es significativo, y a Nietzsche, tan maltratado en VVV por un “señor Duthuit…
siniestramente oportunista” y a Sade , y a Gobineau de “Las Pléyades” que toma
prestado de oriente su idea de los “calen-deros, hijos de Rey””, y —que no
disguste a ciertos “guardianes incorruptibles de la llama revolucionaria”— a
D’Anunzio de “La Hija de Jorio”, ese clásico del cual han bebido sin vergüenza
los García Lorca y otros ídolos del “joven teatro republicano de la vieja
España”. El artículo a propósito de VVV termina con estas líneas: “Sabemos lo
que debemos al Surrealismo, sabemos también que nuestra expresión en el dominio
poético debe mucho al Surrealismo. Rara vez un grupo cualquiera habrá tenido
tanto talento poético, un sentido de lo humano ligado al humanismo y a la
rebelión. Pero las circunstancias actuales presentan un tal grado de urgencia
que no es posible aceptar lo que ha podido parecer más que suficiente en otras
circunstancias. Tenemos necesidad hoy de más calidad. A una revista que no
añada nada al prestigio del Surrealismo, preferiremos siempre un libro de
Breton o de Peret, una actividad menos ligada al deseo de actualidad.” He
indicado que, en efecto, el libro siguiente de Breton —Arcano 17— decepcionó a
Moro que, sintiéndose con el derecho de esperar todo, se atribuía también el de
medir lo que correspondía o no a su espera: para reconstruir “esta apasionante
atmósfera de revelación” donde se bañaban sus libros anteriores, Breton deberá
“rectificar y enriquecer su disponibilidad frente a la vida y al amor”, origen
“de todo conocimiento tangible”. La actitud de Moro, que ha vivido las horas de
un Surrealismo heroico, no tiene nada de una negación. Por el contrario, señala
lo que había en la aventura de los años 25 o 30, del compromiso total de un set que ligaba primero las afinidades
clarividentes de sus miembros. La pregunta no ha sido tal vez bien planteada.
Si la guerra de todo punto de vista marca una ruptura, sanciona en primer lugar
lo que uno está obligado a designar, alguna repugnancia a considerar la edad,
como un reemplazo de generación. El set primordial se ha abierto y se ha
cerrado bien, expulsado a uno, acogido a otro, las variaciones cronológicas no
lo han sustancialmente afectado. Contrariamente a las opiniones de los
manuales, Breton ha sido menos el Papa que la conciencia de un movimiento donde
todos los que venían o se quedaban iban inspirando del mismo modo que se
inspiraban. Las cosas empezaron a cambiar antes de 1939. El conflicto mundial
acelera un plazo y aísla de alguna manera a Breton, por más que su modestia le
dicte, en un magisterio al cual no tiene muchas ganas de desistir. Cuando Moro
se lamenta de no recibir más de Breton la misma luz que antes, si insiste sobre
la necesidad de un análisis más riguroso de los fantasmas de cada uno y de
todos, piensa en el más de la poesía que emanaba para todos y para cada uno en
el seno del horror que les devoraba. Su exigencia de calidad sólo puede
entenderse en función de este horror y no de cualquier tentación estética. Moro
no cesa nunca de experimentarse —de probarse— por la escritura, sin casi nunca
preocuparse de publicar, y por otro lado, en la medida en que el tiempo lo
alejaba de París, escribía mucho más en un francés cada vez más personal y que,
cuando en 1948 regresa a Lima donde él moriría en 1956, casi nadie alrededor de
él literalmente no comprendía. “La poesía no perdona”; algunos la halagan,
esperando en vano el halago: en vano Breton, en Nueva York, aún en una estricta
perspectiva surrealista se dejaba sorprender. VVV acogía por ejemplo, dos
adeptos peruanos, entre ellos, el primero Juan Ríos, mediocre rival de García
Lorca en “Cancioneros” y de Neruda en “Oda a Stalin” se convertiría en el
rewritter igualmente mediocre de Medea, de Don Quijote, etc. etc. y el segundo,
Xavier Abril, después de “los elogios de la locura”, de “la locura es mi
constante existencia. Yo vivo de mi locura. La locura es mi clima. De todos los
lados voy a la locura…” se retornará rápido contra el Surrealismo con el odio
más bajo. Moro, sólo era más libre para saludar a la poesía, cuando le parecía,
arbitraria y alada, suntuosa, de esa suntuosidad quemante y glacial que
conviene a las esfinges y a los aparecidos. El humor iniciático y la búsqueda
perdida de lo maravilloso bastaban para calificar un Surrealismo esencial al
cual se había entregado en alma y a cuerpo descubierto desde su más tierna
juventud y de la cual hace en su “juventud madura” la doble condición del poeta
a su manera diurna y nocturna, que sueña, que escribe, que ama, que vive.
En 1949, hará un homenaje ferviente a Reverdy, “el más grande de los
poetas vivos”. Entre sus mayores en Perú, sólo reconocía a José María Eguren
(1882-1942), el poeta-hada de la “canción de las figuras”, tan al abrigo en su
castillo de cristal que la crítica no se ha dado cuenta del resplandor que
proyecta en el horizonte simbolista americano. Moro nunca ha explicado mejor lo
que a partir de los años cuarenta tuvo como verdad definitiva en estas líneas a
propósito de Xavier Villaurrutia que le precedió en la muerte: “Ignoro si es
necesario situar a la poesía en el presente, en el futuro o en el pasado. Por
lo mismo se sitúa en un tiempo que borra las pueriles antinomias que buscan
separarla de la vida, como si justamente no estaban contenidas y resueltas de
antemano en ella todas las reivindicaciones humanas, de las más elementales
hasta las más elaboradas y las más complejas. Fuera de ella —hilo de Ariadna—,
la desesperanza, el estrépito estéril de las civilizaciones, la ceguera que
inmoviliza en pleno laberinto”. “Más que nunca en nuestros días la ciencia se
revela incapaz de ofrecer una solución al problema humano. La mayoría se escapa
de esto, o intenta escaparse aturdiéndose de viajes, de radio, de cine, de
política, de prensa”; pero sólo llega un libro, silencioso, discreto, que
conduce “a la luz de las urgencias vitales los eternos enigmas que exaltan y
que torturan al hombre: el amor, la muerte, la expresión poética”: “Que la vida
–la admirable, la espantosa vida— continúe a desenrollar su trama… ¿Cómo no
quedarnos ahí donde hay peligro, donde no tenemos más lugar, ni salvación, ni
retorno?”
“Tanto peor si la realidad gane
en cualquier instante y convenza a los eternos convencidos, a los brazos
cargados de despojos: de fierro y cemento, o de hoces y martillos, como
argumentos que justifican la prodigiosa bestialidad de la vida humana.” “Este
mundo no es el nuestro.” No definitivo a la realidad de los realistas, de lo
cual puedo testimoniar —en razón de nuestra frecuentación cotidiana a partir de
diciembre de 1948— que Moro lo tuvo sin desfallecimiento, desde esa terraza
sobre el mar, en Barranco, cerca de Lima, desde donde por encima de los ficus y
las palmeras, miraba dormir las islas del Callao, como grandes tortugas
divinas. Ya que su desacuerdo con el mundo humano, cada día más inhumano, era
el signo de un acuerdo de otro orden con otro mundo en ese mundo que la mirada
desaloja a través del “muro de agua” del horror y que acuchilla —como en un
poema de Villaurrutia— con “las cinco letras del deseo”, ya que “la verdad no
sale del pozo; arrastra al que la busca en el fondo”; pero también “en la calma
de la tarde, los pescados saltan fuera del agua; zambullen en el aire; se
bañan”: “Se da todo para no tener nada. Siempre para empezar de nuevo. Es el
precio de la vida maravillosa”. El “habrá una vez de la poesía se cumple así
cada vez que el poeta mira “de toda eternidad a Dios en su puerta que no (está)
detrás de ella, él que no (es) uno en ella.” El alejamiento del Surrealismo de
Breton traducía su experiencia de la soledad a la manera de Baudelaire. Moro
había trazado al fin la frontera la más precisa entre esas horas que perdía
para ganarse la vida derrochándola en clases de francés en las cuatro esquinas
de una ciudad extraviada y extraviante, y esas otras cuando, abandonada la
máscara, atravesaba las “maravillosas tempestades”, “orgulloso de zambullir en
la desesperación”, apenas un sol se asomaba en la noche, le sonreía “triturando
su corazón”. No éramos muchos para darnos cuenta de que, lejos de la escena
donde los histriones multiplican sus muecas, seguía llevando una existencia
magnífica y escandalosa, a la cual no le faltaba riesgo. Westphalen había
dejado Perú en 1949. Enrique Molina, el amante antípoda de las bellas furias, y
no menos instruido en poesía, no hacía que pasar, en la ruta de Buenos Aires a
Guayaquil. Dos o tres amigas guardaban una parte del secreto. Otros —amigos
amigas— sospechaban el secreto. Son éstos y éstas que me han ayudado luego a
editar la poesía y la prosa en español: “La tortuga ecuestre” y “Los anteojos
de azufre”, y el conjunto en francés de “Amour à mort” (Le Cheval Marin, París,
1957), que continúa al libro —“Le château de grisou”— y a las plaquetas
—“Lettres d’amour” y “Trafalgar Square”—, publicadas cuando el autor vivía,
pero que está lejos de contener la totalidad de los poemas y otros textos
escritos en francés por Moro.
Sería loable que una edición completa divulgue al público una obra que, nace en París, florece en México y alcanza su pleno desarrollo en Lima, y cuya rareza no depende tanto de su itinerario sino que nos hace descubrir la sinrazón de un lenguaje del que creíamos poseer las razones. ¿Qué más? En 1940, Moro señalaba especialmente entre los imperialismos a destruir, el imperialismo japonés. Diez años después, interrumpía a los imbéciles con un “¡Viva nuestro padre el Mikado!” Y a los que no comprendían, explicaba –con humor, con humor, pero también, ¡quién sabe!, ¿con qué segunda vista?—: “soy nacionalista japonés”. Éste fue su único nacionalismo. Podría ser el nuestro.
Sería loable que una edición completa divulgue al público una obra que, nace en París, florece en México y alcanza su pleno desarrollo en Lima, y cuya rareza no depende tanto de su itinerario sino que nos hace descubrir la sinrazón de un lenguaje del que creíamos poseer las razones. ¿Qué más? En 1940, Moro señalaba especialmente entre los imperialismos a destruir, el imperialismo japonés. Diez años después, interrumpía a los imbéciles con un “¡Viva nuestro padre el Mikado!” Y a los que no comprendían, explicaba –con humor, con humor, pero también, ¡quién sabe!, ¿con qué segunda vista?—: “soy nacionalista japonés”. Éste fue su único nacionalismo. Podría ser el nuestro.
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