El diseño de un posible canon para la literatura hispanoamericana comienza con algunos escritores que tal vez nunca pensaron en ser sus fundadores: los peruanos el Inca Garcilaso de la Vega, Pedro de Oña y Juan Espinoza Medrano; los mexicanos Carlos de Sigüenza y Góngora, Sor Juana Inés de la Cruz, Joaquín Fernández Lizardi y Juan Ruiz de Alarcón, a quienes se entreveran la Madre Francisca Josefa del Castillo en Colombia, Manuel José Lavardén en Argentina, José Joaquín Olmedo en Ecuador y Rafael Landívar en Guatemala, autores que preparan el terreno a los ejercicios escriturales de Esteban Echeverría en Buenos Aires, Andrés Bello en Caracas y José de la Luz y Caballero en La Habana, para citar sólo algunos ejemplos. De ahí en adelante escritores como Domingo Faustino Sarmiento y José Hernández en Argentina, Juan Montalvo en Ecuador y Ricardo Palma en Perú configurarían, en sus países de origen y en diversas tradiciones, la que vendría a ser la naciente literatura hispanoamericana, con sus múltiples influjos europeos y criollos, indígenas y africanos. Comienza a producirse en América el simultáneo diálogo, --apareado a la fricción o al rechazo del legado europeo--, foráneo o vernáculo, que se advierte en poetas posteriores como César Vallejo, Vicente Huidobro, Pablo Neruda o José Antonio Ramos Sucre.
Esta dicotomía –-o si se lo prefiere, este doble ramal nutriente— va a ser uno de los sellos distintivos de nuestros escritores cuando abordan la realidad a través de la poesía, la novela o el ensayo, el artículo o el cuento. Ya sea merced a la irradiación del clasicismo o el romanticismo europeos, o intentando regresar a las raíces criollas o precolombinas, asumiendo al paisaje de la propia tierra con sus dilemas y luchas sociales y en una tentativa por autenticar una expresión, nuestros escritores se inclinarían a atender los llamados, primero del romanticismo y luego del modernismo, movimiento éste que tomaba un impulso del primero para retomar los mitos grecolatinos y elaborar con ellos su discurso.
Si en algún movimiento estas dobles resonancias se pusieron de manifiesto fue en el Modernismo, movimiento que por su sólido y diverso basamento cultural, hubo de absorber parte de la tradición clásica europea. Estamos hablando de la década final del siglo XIX, cuando se abona el terreno para una discusión entre Europa y América acerca de obras que tienden puentes unas, --o divergen otras— pero siempre acusan estas contradicciones o convulsiones internas.
En esta ocasión quiero referirme a dos escritores venezolanos de la época modernista: Manuel Díaz Rodríguez y Pedro Emilio Coll, y a la decisiva repercusión que tuvieron en el país y fuera de él, debido a la permanente actividad editorial y periodística que se estableció por entonces, entre cuyos adalides se cuenta el caraqueño Rufino Blanco Fombona, novelista y poeta que sufrió exilio en Europa por oponerse férreamente al régimen del dictador Juan Vicente Gómez, fundando en Madrid la Editorial América.
Manuel Díaz Rodríguez es el primer novelista del modernismo venezolano, autor de las novelas Ídolos rotos (1901) y Sangre patricia (1902), que impresionaron a Miguel de Unamuno. Justamente, a los juicios de Unamuno sobre estas novelas deseo referirme, por pensar que trazan un diálogo entre Europa y América en términos tanto históricos como culturales; ambas tienen que ver con el tema de la tolerancia, la paz y la necesaria concordia entre nuestros pueblos, por encima de las intervenciones bélicas acordadas en organismos como el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
En el caso de Portugal, el diálogo con este país ha sido fructífero, desde que estamos recibiendo en tierra venezolana un importante contingente de inmigrantes que vinieron a reforzar nuestra productividad en el agro, el comercio, la industria y ---por supuesto--- a ensanchar nuestro horizonte cultural con la presencia permanente en nuestra literatura de escritores como Juan de Camoes, Rosalía de Castro, Eca de Queiroz, Fernando Pessoa, ---el más influyente poeta portugués, epónimo de esta Universidad en Oporto---, y en años recientes, con la frecuente presencia en Venezuela del novelista José Saramago, fallecido hace poco, ---posiblemente el último gran novelista de Europa--- que, siendo él un convencido socialista, estrechó lazos de amistad con el gobierno revolucionario del Presidente Hugo Chávez Frías.
Pero retomemos el hilo. Justo naciendo el siglo XX, en 1901 y 1903 respectivamente, Unamuno reseña ambas novelas de Díaz Rodríguez (1), introduciendo en sus comentarios varias consideraciones que estimo significativas, y me parecen válidas para varios contextos y épocas. Empieza Unamuno a glosar las Notas sobre la evolución literaria en Venezuela, de Pedro Emilio Coll, “notas tan juiciosas y sugestivas como cuanto Coll hace”, dice, y prosigue citando unas palabras de Coll: “…los libros de los enciclopedistas preparaban en Venezuela no sólo la revolución política, sino la literaria”, y como “después de la Independencia quedó casi roto el cordón umbilical que les unía a España. Desde entonces, la literatura francesa ha ejercido preponderancia en las letras venezolanas, y muy pocos serán los que, desde don Andrés Bello hasta hoy, no se hayan embriagado alguna vez, cuando no con puro vino de Champaña, con agua del Sena”. (…) Entre los nuevos de quienes Coll en sus Notas nos habla, está Manuel Díaz Rodríguez, de quien Rubén Darío, en una carta a “La Nación” de Buenos Aires, sobre La novela americana en España, publicada con las demás en el interesantísimo y reciente libro España contemporánea, había dicho: “Venezuela ha tenido novelistas locales cuya obra total se esfuma ante un solo cuento de Díaz Rodríguez. Este escritor podría darnos la novela venezolana, americana; pero se queda en su jardín de cuentos, de innegable filiación europea”, dice Darío. Prosigue Unamuno: “Y he aquí que Díaz Rodríguez, dejando su jardín de cuentos, nos ha dado una novela venezolana, americana: Ídolos rotos”, remata diciendo Miguel de Unamuno.
De ahí en adelante no cesa el escritor vasco en elogiar al escritor venezolano y a su opera prima en el campo novelístico, de donde resaltan los apuntes acerca de la sensualidad. En un aparte, haciendo distingos entre españoles y americanos, anota: “la raíz de la diferencia entre nosotros, los españoles, por la mayor parte de altas mesetas de duro clima, y los hispanoamericanos de fértil suelo, y la raíz de la fascinación que sobre ellos el espíritu, profundamente sensual, ejerce. Porque nosotros, en nuestras montañas o en el duro suelo, y bajo bruscos extremos de calor y frío, nos hemos hecho austeros y graves, no tenemos la obsesión afrodisíaca- nada en el fondo menos erótico que la genuina literatura castellana; la joie de vivre no la conocemos como en las grasas llanuras, en las plaines plantureuses de Francia la conocen; nuestra vida es sueño y nuestra obsesión ha sido la muerte. Llega el español al misticismo, pero no es sensual; le ha costado mucho vivir, y vivir entre duelos y quebrantos y ayunando. El honor calderoniano no se nutre de celos carnales. No somos ni lógicos ni sensuales como el francés.”
El personaje principal de Ídolos rotos, Alberto Soria, llega a París enviado por su padres a completar estudios de ingeniería, pero los abandona para dedicarse a la escultura; se posiciona de cierto prestigio con una pieza llamada “Fauno robador de ninfas”, con lo cual se vincula rápido a los temas del modernismo americano. Cuando se encuentra entusiasmado en París dedicado a su nuevo oficio y enamorado de una hermosa mujer, es requerido en Venezuela, y tiene que regresar a atender a su padre enfermo y a sus hermanos Pedro, que está medio loco, y a Rosa, desengañada de un fracasado matrimonio. En este regreso de Alberto Soria a su patria natal, se produce esa fricción cultural, donde no se puede eludir el comparar el ambiente de Europa con el ambiente criollo. Se encapricha Alberto con María, amiga de su hermana; a la que abandona también para luego entrar en brazos e Teresa Faría, mujer casada. Aquí, observa Unamuno, se producen “los inevitables dulzuras del pecado, y donde alcanza su mayor tensión el cuento, en el relato de estos amores y en la presentación de Teresa Farías, la pagana de alma católica, la beata sensual que para su amor necesitaba de una atmósfera mística, porque sin ella no era ni bastante sensual ni bastante profundo, pues como observa Díaz Rodríguez en su novela, “cuando más blancas y numerosas sus plegarias, más numerosos y encendidos los deseos” hallando Teresa, “su más alto gozo en sentirse deslizar y caer en la culpa, después que la oración y las penitencias limpiaban su alma de inmundicias”.
Todo esto lo ve Unamuno relacionado con la novela francesa, tanto en los temas como en el tratamiento; sólo que aquí, por primera vez en Venezuela, estamos frente a una obra cumplida, que coloca a su personaje en un contexto completamente verosímil en cuanto a religión, política, sociedad o arte. El argumento de la novela (al que Unamuno llama “cuento” a lo largo de todo su ensayo) se desarrolla para el escritor español “en una novela venezolana americana, porque lo importante aquí es el modo de contarlo, su desenvolvimiento, y sobre todo, la orquestación, o si se quiere el fondo del cuadro (…) un cuento parisiense, la protesta de un artista lleno de ansias de ideal y de patrióticos anhelos, contra un pobre pueblo entregado a la más baja de las políticas y a las concupiscencias de generalotes y aventureros.”
Alberto Soria, ante este dilema, va modelando a su mujer en barro, poniéndola de Venus, con lo cual va matando, dice el novelista, “los audaces alientos del artista y los nobles alientos del patriota. La escena donde se justifica el título de la novela surge cuando estalla la Revolución en Venezuela y “Alberto tiene que huir, y en su ausencia entra María en su taller y en la alcoba del adulterio, y presa de furor lo rompe todo, y la revolución triunfa, y conviértese en cuartel la Escuela de Bellas Artes, y cuando al volver Alberto ve las profanaciones de la soldadesca, se enfurece y acaba vencido.” (…) --¡Y nosotros, que teníamos la candidez de pensar en el arte como en un medo de regeneración política! ¡Blasfemos! ¿Ves? ¿Ves? Por aquí pasó la bestia, la gran Bestia impura. ¿Ah, la Democracia! ¡Nuestra Democracia! ¡Nuestra Santísima Democracia!”
Concluye Alberto Soria comprendiendo que “nadie tiene derecho a sacrificar su ideal.”
Hay muchas otros pasajes de esta novela, donde Unamuno ve que Díaz Rodríguez ha logrado momentos de penetración sociológica. También están los fragmentos referidos a París, una Cosmópolis vista no sólo como “el acabado resumen de cuantas delicias y primores abarca el Universo”, sino también como una ciudad de mal, vicios y seducciones que sintetiza a todas las ciudades, en evidente contraste con lo que ocurre en las ciudades criollas. Dice Unamuno que “pocas veces se ha llegado tan hondo como aquí llega Díaz Rodríguez al señalar entre las causas de desamor a la patria “el perpetuo bochorno de los mediodías y el polvo de las calles.”
Después pasa a examinar Miguel de Unamuno la naturaleza de los sentimientos americanos o venezolanos contenidos en Ídolos rotos, como los del llamado dios indígena, o el de la fiebre de la tierra, donde Alberto Soria “creyó ver la explicación de la vida alborotada de las gentes de su país, y creyó penetrar en el secreto del alma de aquella comarca triste, ardorosa y enferma.
Pero aún más se entusiasma Unamuno con la segunda novela de Díaz Rodríguez, Sangre patricia, que le parece incluso más lograda que Ídolos rotos. Aquí ya no cabe en Unamuno el entusiasmo para celebrar dicha obra, a la cual considera “más cuidada de estilo, más concisa, más poética”. Me permito citar dos párrafos completos del comentario de Unamuno (con los debidos entrecomillados de Díaz Rodríguez) que puede compendiar mejor lo que intento subrayar:
“El argumento de la novela es sencillísimo. Julio Arcos es un venezolano de pura raza española que vive en París, expatriado. Es un soñador. “Desde su origen, su familia había venido en hazañas múltiples despilfarrando su capacidad para la acción; y así como ésta disminuía, bien podría en grado igual, y de insensible modo, haber venido aumentando su capacidad para el sueño. Porque su estirpe guerrera, al través de muchas generaciones, apenas había consagrado al sueño breves pausas y raros individuos.” La historia de algunos de sus antepasados llena de hermosas páginas. Julio se había casado por poder con una novia que tuvo en su patria, Belén Montenegro, a la que nos describe el autor con complacencia, y que viene de Caracas a París a unirse con su marido. Más en la travesía muere y va su cuerpo al mar y cuando el buque llega a Europa, se encuentra Julio viudo antes de haber sido marido. Hay que leer el relato, sobrio y sencillo, de su dolor, y como llega a su casa de París y arroja por el balcón a la calle las flores con que esperaba a su desposada. El resto de la novela es el dolor de Julio y cómo se le encalma y va a recorrer la Corniza, y en Niza se hace al mar en un bote repleto de flores para celebrar la fiesta del desagravio de éstas tendiéndolas sobre la tumba de Belén. Al cabo regresa a su patria, obsesionado por el recuerdo de su novia, y soñándola como sirena que vive en el seno del Océano, acaba por arrojarse al mar, a juntarse con ella antes de llegar a Caracas.”
Insiste Unamuno en que, a partir de este solo argumento, Díaz Rodríguez construye una obra admirable con añadidos, episodios y argumentos adicionales, entre ellos el de Alejandro Martí, místico y músico lleno de ideales, cuya historia constituye por si misma “un admirable trozo literario.” El dibujo de este personaje ejerce una fascinación especial en Unamuno, llegándole a dedicar buena parte de su ensayo, y me parece de suprema importancia para entender nuestra filiación con España. Vale la pena volver a citar in extenso: “En una conversación entre Martí y sus amigos se hallan, en Boca de Borja y Ocampo, los hermosos pasajes en que el autor nos habla de España, que debe ser “la reserva de ilusión” para los americanos. Ocampo opina que todos loa americanos de lengua española deberían empezar por España su peregrinación en Europa, y que ganaría su patriotismo poniéndose en contacto con tierra española. “Y quizás no esté lejos el día –-dice— en que consideremos como nuestro deber más perentorio el ir en peregrinación, uno por uno, siquiera con el pensamiento, a robustecernos en las mismas fuentes de la raza.” Habla luego de las vestiduras que, a título de préstamo, pidieron de otras naciones, para ocultar sus vagos tanteos primerizos, refiriéndose a “ciertas influencias de pueblos extraños, que si un día pudieron servirnos de aguijón, --dice--, apenas pueden ya servirnos sino de rémora.” Y añade: “es un repugnante lugar común, cuando se habla de nuestras miserias, en particular de nuestras miserias políticas, valerse del socorrido argumento de nuestro origen español, como si este solo origen contuviese en germen todos nuestros males.”
Vuelve Unamuno a hacer una reflexión sobre el predominio del espíritu francés en nuestra política, y del sentimentalismo francés, llevado a todas partes por la revolución, que nos ha causado más daño que bien, según él. Luego, más adelante insiste en que estas ideas, dichas en boca del personaje Ocampo, merecen reproducirse en las revistas españolas de su tiempo, insistiendo en que las páginas de Sangre patricia “encierran una robusta voz de ánimo y consuelo que de América nos viene; de aquella pobre Venezuela, patria del Libertador, de Simón Bolívar, que sufre ahora, con la corrosión de las disensiones interiores, el constreñimiento del bloqueo de algunas potencias europeas.”
Insiste Unamuno en describir las virtudes narrativas de Díaz Rodríguez, llegando en un momento a afirmar que esta novela acusa algo de tropicalismo, noción donde me gustaría detenerme, pues ese “tropicalismo” se remarca precisamente con el afrancesamiento de la literatura americana, justamente porque muchos de nuestros literatos se han ido a vivir a París para recibir el influjo de ésta, pues “es indudable que la literatura francesa es una gran educadora de todo literato profesional, pero a condición de saber desligarse a tiempo de su fascinación y de no dejarla que tuerza nuestro natural, aunque lo corrija.”, pasando luego a señalar “cierto extraño hibridismo entre la expresión tropical y eso que llaman decadentismo francés”, poniendo algunos ejemplos, sobre todo uno, muy poético, con el cual termina el comentario del libro, donde Alejandro Martí ejecuta una música al piano; este constituye de veras un ejemplo elocuente del arte escritural de Díaz Rodríguez. Sólo citaré una pequeña frase de éste, referido al mar: “El mar no replicaba si no cantando su eterna antífona ronca, dilatando su eterna sonrisa, indiferente bajo el cárdeno suplicio del crepúsculo.”
Como dijimos, Unamuno realiza estos comentarios, uno en 1901 y otro en 1903 en el diario “La Lectura” de Madrid. En otro artículo de 1902 (2) intercala varias aseveraciones sobre la condición del ser europeo en América, que tienen que ver con ese decadentismo al que hace referencia Pedro Emilio Coll cuando hace observar que lo que llamamos decadentismo en América “no es quizás sino el romanticismo exacerbado por las imaginaciones americanas. La infancia de un arte que no ha abusado del análisis y que se complace en el color y en la novedad de las imágenes, en la gracia del ritmo, en la música de las frases, en el perfume de las palabras, y que como los niños ama las irisadas pompas de jabón”, encontrando en todo esto una razón poderosa para que la literatura francesa ejerza grande influjo sobre los pueblos que empiezan a hacerse tradición de cultura, y es que la literatura francesa es la que menos esfuerzo de comprensión exige, la más clara y diáfana, la más brillante, la que nos da en papilla el pensamiento universal, aunque sea debilitándolo”.
Es de hacer notar el fino humorismo de que hace gala Unamuno, cuando apunta que “fueron los franceses los que me introdujeron el pensamiento europeo, sacándome de este camaranchón de España, pero hace ya tiempo que los tengo casi olvidados.”
Se vale pues, Unamuno de este comentario que realiza a “Hojas en un diario”, ensayo del libro El castillo de Elsinor (Caracas, 1901) de nuestro Pedro Emilio Coll, para introducir sus ideas sobre la literatura americana, francesa y española, dando la razón a Coll al suponer que “las influencias extranjeras, lejos de ser un obstáculo para el americanismo, le favorecen.”
Con la observación de estas ideas parece quedar claro que la mirada de los hispanoamericanos al resto del mundo supera con creces la mirada que el resto del mundo obtiene o arroja sobre nosotros: esos síndromes eurocentristas, egotistas o titanistas de EE.UU con que solemos toparnos a diario se han venido desvaneciendo en un mundo multipolar, que ha dejado lejos aquella época donde las superpotencias parecían destinadas a gobernarnos y a decidir nuestros gustos culturales, han venido cesando pese al acelerado peso de la globalización; han venido palideciendo las tendencias informativas donde se nos imponen a la fuerza modelos y formatos de crear o producir. Poco a poco los países nuestros van saliendo del marasmo al que los han querido conducir la mundialización de la información y la estandarización de los códigos culturales; nuestros nacionalismos ya no son vacíos ni retóricos, sino modos de emanciparnos y de otorgar dignidad a una idea más cabal de patria. Liberados de mesianismos y quintaesencias, tenemos la opción de ir educándonos desde adentro, desde las voces íntimas y hondas que nos lega la literatura, insertas en el norte de la emancipación cultural Si la paz es tolerancia, inclusión, participación, respeto a las diferencias y aceptación de la diversidad cultural; si éstas hacen posible la convivencia y el equilibrio social a través del ejercicio de la libertad individual para el bien colectivo, más allá de la limitación de las ideologías, superando la política de las invasiones bélicas a otros países, orquestadas la mayoría de ellas en los laboratorios del capitalismo “avanzado”; si la paz da origen a una cultura del diálogo entre estos conceptos para superar las carencias de un mundo donde aún se verifican genocidios y fratricidios, entonces es sensato apostar por un nuevo concepto de paz entre escritores de Europa y Venezuela, de Venezuela y el mundo, de España, Portugal y Venezuela tal como lo hicieron en su momento Miguel de Unamuno, Manuel Díaz Rodríguez y Pedro Emilio Coll, los cuales son, de hecho, puntos de referencia para continuar construyendo ese diálogo..
No quisiera concluir esta observación sin dejar de mencionar el efectivo vínculo que se ha venido produciendo entre Venezuela y Europa en el terreno de las humanidades y la literatura en los últimos años, en países como España, Portugal, Francia, Suiza, Holanda o Alemania, tanto en el plano de los estudios académicos, como en el diplomático y editorial, al llevarse a cabo en diversas instituciones numerosos congresos, simposios, ediciones y encuentros que se han propiciado desde Universidades en Neuchatel, La Sorbona y Salamanca, donde he estado, y ahora aquí en Oporto, donde se ha producido una acogida a las ideas y a la creación, publicando y divulgando material literario vertido en trabajos teóricos, libros y revistas monográficas sobre literatura venezolana (3), todos en la dirección de un dialogo humanístico donde la literatura es punto cenital de ese diálogo, siendo ella la que tiene la misión de reconstruir la memoria y el imaginario de una sociedad a través del arte de la palabra, y ese arte ha favorecido el entendimiento entre nuestras instituciones, estudiantes, profesores y miembros de la comunidad de saberes en ambas tradiciones y continentes; diálogo que con seguridad va a ser alimentado a lo largo de los años venideros, para apostar por el tan esperado renacimiento de la paz en este, nuestro mundo de hoy, tan asediado aún por el absurdo de la guerra.
GABRIEL JIMÉNEZ EMÁN (Caracas, 1950). Poeta, narrador y ensayista. Ha publicado libros como El hombre de los pies perdidos (2005), Averno (2007), y Impreso en la retina. Crónicas de un adicto fílmico (2010). Contacto: gjimenezeman@gmail.com. Página ilustrada con obras de António Beneyto (España), artista invitado de esta edición de ARC.
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