Carlos M. Luis, poeta y crítico de arte
cubano residente en los Estados Unidos, en una serie de ensayos que publicó en Agulha
Revista de Cultura bajo el título “Los surrealistas en América”,
observa que fueron tres las razones que llevaron a André Breton a México, en
1938: “La primera de orden económico, la segunda por su afán de establecer
contacto con Leon Trotsky, y la tercera porque siempre vio a México como tierra
de elección.” [1] Es evidente que esa tierra de
elección se delineó mejor gracias a los relatos de Artaud acerca de su visita a
la región de los tarahumaras, en la sierra de Chihuahua. Breton prolonga su
residencia en América hasta 1946; vivió en México y en los Estados Unidos, y
visitó Martinica, Haití y República Dominicana. Su gran descubrimiento en la
poesía fue Aimé Césaire, a quien leyó en la revista Tropiques, dirigida por este poeta. En general, la atención de
Breton estuvo casi siempre volcada hacia dos temas: las artes plásticas y el
pasado indio o salvaje de la región. Este doble interés tenía por detrás un
curioso motivo: su monoglotismo, que resultó en el predominio, la difusión y la
universalización de las artes plásticas.
Reunidos en los Estados Unidos,
surrealistas europeos dialogaban plásticamente entre sí, en un ambiente que fue
enormemente favorecido por la presencia de Peggy Guggenheim, sobre todo a
partir de 1942, cuando ella abre la galería Art of this Century en Nueva York.
También la presencia del artista Wofgang Paalen en México es decisiva; gracias
a él y al peruano César Moro se inaugura, en 1940, en la capital mexicana, la
Exposición Internacional del Surrealismo. También desempeñaron papel
fundamental en este momento Charles-Henri Ford y Nicolás Calas, este último
otro europeo que pasa a vivir en los Estados Unidos y allí ayuda a divulgar el
surrealismo, a través de revistas como New
Directions y View. Los propios
surrealistas europeos que buscaron refugio en América eran, en gran parte,
artistas plásticos; de manera que prácticamente se restringió al campo de esas
artes el diálogo entre surrealistas europeos y americanos. En entrevista dada a
Jean Duché, Breton dice que es “en el continente americano donde la pintura
parece haber lanzado sus más bellos haces luminosos con atraso: Ernst, Tanguy,
Matta, Donati y Gorki en Nueva York; Lam en Cuba; Granell en la República
Dominicana; Frances, Carrington y Remedios en México; Arenas y Cáceres en
Chile”. [2] Es curioso que mencione, al final, a dos
integrantes del grupo Mandrágora, cuya actuación más destacada se dio en la
poesía y no propiamente a través de sus collages. Pero importa observar aquí,
respecto a la difusión del surrealismo en América, que la barrera lingüística
operó favoreciendo las artes plásticas, inclusive con la aproximación de
artistas americanos que comenzaban a organizarse en torno de una nueva
tendencia, el abstraccionismo expresionista.
En
gran parte, el monoglotismo de Breton trató de aislar a los
surrealistas europeos en una especie de gueto, lo que iba contra todo lo que
ellos defendían en Europa. Es igualmente curioso observar que el surrealismo
despertó siempre muy poco interés entre los poetas, en México y en los Estados
Unidos, donde hubo siempre un predominio de adeptos al movimiento en el campo
de las artes plásticas. La inexistencia de diálogo generó ese silencio poético.
Incluso considerando un caso atípico como el del mexicano Octavio Paz, o las
afinidades con el surrealismo en la obra de americanos como Frank O’Hara,
Philip Lamantia y Ted Joans –los dos últimos ya ligados a la Generación Beat–. Conviene recordar que Octavio Paz se inserta en el rol de surrealistas americanos que fueron a
Europa y allí se aproximaron al grupo surrealista.
Con todo, el
continente no se agota en los aspectos referidos; menos todavía la aventura del
surrealismo se restringe a la presencia de los europeos en esas instancias. Los
deslizamientos verificados en la identificación de cuerpos –pulsantes o
cristalizados–, en una materia quemante
como esta, son de orden variado, y se destaca la argumentación exagerada,
favorable o contraria. En rigor, no se dispone todavía de una bibliografía
consistente que observe el continente en su totalidad o que estime valores
propios del surrealismo en América. Esta fue la situación que encontré, en 2004,
cuando publiqué la primera antología del surrealismo que reúne poetas de todo
el continente, lo que significa considerar textos en cuatro idiomas: español,
francés, inglés y portugués. Tal situación se repetía en 2008, cuando ese
trabajo fue considerablemente ampliado, en contenido y circulación. [3]
Hay, sin
embargo, dos estudiosos merecedores de una crítica más atenta, sea por sus
esfuerzos de comprensión del tema o por el alcance de sus observaciones. Me
refiero a Carlos Martín (Colombia, 1914) y a Stefan Baciu (Rumania, 1918-1993).
El primero es autor del volumen más completo sobre surrealismo en América
Hispana. El segundo publicó una antología (1974) seguida de una colección de
artículos (1979). Aunque los dos libros indican en sus títulos que abarcan
América Latina, en rigor el de Baciu toma la misma franja geográfica de
observación del colombiano, o sea, los países hispanoamericanos.
Carlos Martín,
en su libro Hispanoamérica: mito y
surrealismo, hace una formulación cuando menos arriesgada, como tentativa
de comprender el grado de influencia del surrealismo en nuestro continente.
Dice:
Dos transcendentales acontecimientos del Viejo
Mundo occidental son el Descubrimiento de América, por el cual se logra
establecer la integridad de la tierra que habitamos y, posteriormente, el
surrealismo, que intenta descubrir y expresar al hombre integral, limitado
hasta entonces por la tradición, la razón y la lógica que estructuran la
cultura occidental. [4]
Descubrimiento
y redescubrimiento, por así decirlo, como los dos puntos esenciales de
fundamento de la cultura americana. El mestizaje actuando, en los dos casos,
como componente decisivo en todas las conquistas internas, con sus inseparables
contradicciones, evidenciando el carácter fundacional y singular con que el
surrealismo se enraizó en América, identificando postulados y procedimientos de
matriz europea con la vastedad cosmogónica del Nuevo Mundo. Pero incluso
considerando la intensidad de ese diálogo –lo que llevó al cubano Alejo
Carpentier (1904-1980) a declarar como mayoritaria la influencia del
surrealismo en la poesía hispanoamericana–, hay que tener cuidado de no cargar
las tintas surrealizando el
continente. Un reflejo negativo de ello es el entendimiento, casi siempre
equivocado, que se tiene sobre los precursores del surrealismo en América. El
rumano Stefan Baciu, por ejemplo, impuso una lista que fue parcialmente
validada por Octavio Paz, con los siguientes nombres: José Juan Tablada, José
María Eguren, José Antonio Ramos Sucre, Oliverio Girondo y Vicente Huidobro. Ya
volveremos sobre el tema.
Al comentar la
antología de Stefan Baciu, el mexicano Octavio Paz se enreda en sus propias
palabras, afirmando que una actitud verdaderamente surrealista no se puede
confundir con afinidades momentáneas, y comentando a continuación la
inexistencia de grupos surrealistas en algunos países y la filiación individual
de poetas al movimiento. Al mismo tiempo que se remite a la colaboración
momentánea de Vicente Huidobro y de Gonzalo Rojas con el grupo chileno Mandrágora,
descarta cualquier perspectiva surrealista en nombres como Gilberto Owen,
Xavier Villaurrutia y Pablo Neruda. Al decir del surrealismo que “fue una
actitud vital, total –ética y estética– que se expresó en la acción y la
participación”, [5] despierta la
duda sobre qué distinciones encontraría entre Neruda y Huidobro, considerando
los numerosos ataques de este último al surrealismo. Paz olvida que la “actitud
realmente surrealista” en muchos casos, el suyo inclusive, fue momentánea en la
biografía de poetas y artistas. Olvida además que la actitud coercitiva de
André Breton trató siempre de determinar la permanencia o la exclusión de
poetas y artistas en el movimiento. Este carácter coercitivo fue reproducido
por Stefan Baciu, al crear reglas autoritarias y excluyentes de identificación
del surrealismo en América.
Apuntar
precursores del surrealismo en el continente americano ha sido una tarea
delicada, como por otra parte lo son casi todas las apreciaciones acerca del
movimiento. En rigor, no hay una genealogía propia que corresponda al
surrealismo, que lo prefigure y que sea, por tal razón, reconocida. Tal vez lo
más correcto sería identificar a Lautréamont (1846-1870) como único personaje
apto para representar tal papel, y no sólo por el hecho de haber sido
universalizado en tal condición por el movimiento francés, sino principalmente
por haber sido comprendido, ya en 1920, como el gran demoledor, el gran
subversivo en el más amplio sentido del término, aquel en quien, según Carlos
Martín, “escritura y mundo en erupción se identifican en la cuenta rendida de
los sueños, con la asociación imprevista, con el azar objetivo, con la magia,
con la alucinación”. Esta fue, por ejemplo, la lectura que hizo de Lautréamont
el guatemalteco Miguel Ángel Asturias (1899-1974):
A los que comenzábamos a escribir en 1920, los Cantos
de Maldoror nos estrujaron el alma, nos
trastornaron sentimientos y conceptos. Surgía a nuestros oídos acostumbrados a
la ópera, al himno, a la oda, la voz del absoluto rebelde, del ángel que rompe
sus cadenas, del que se arranca las entrañas para dar en un mundo de falsía, la
verdadera imagen del mal, imagen que él arrancó a su soledad de hombre
perseguido, incomprendido, providente y lúcido. El poema no era, por lo tanto,
el rimadito canto de los poetas conformistas. Un poema como éste, golpeaba,
derribaba mundos, abría compuertas a la rabia contenida de una juventud
engañada que no quería que se la engañara más. Imitarlo, imposible. Seguirlo,
menos. Lo que cabía era untarse este sufrimiento humano, excesivamente humano
como pedía Nietzsche, para endurecerse la epidermis, enfermiza todavía de
romanticismo y modernismo. [6]
Según
Asturias, fue gracias a la lectura de Lautréamont que él saltó del poema a la
novela. Y no solamente él: “Hay un fogarón ducassiano en las páginas de las
novelas que se escriben después de 1920” . Lautréamont, nacido en Uruguay, donde
vivió apenas hasta los 13 años de edad, encarna la coincidencia posible entre
América y Europa, como legítimo anunciador del surrealismo. A partir de allí,
retomando la insistencia de Stefan Baciu –aceptada por otros estudiosos– en
torno a un linaje surrealista en América, me parece clara la inexistencia de
puntos en común entre el surrealismo y las ideas defendidas por Tablada, Girondo,
Huidobro, Ramos Sucre y Eguren. Cuando más, es posible hablar de algunos
elementos coincidentes, aunque no muchos y no en todos estos poetas.
La escritura
automática fue convertida por muchos en objeto de toda clase de ataques contra
el surrealismo, desplazando su papel fundamental de rompimiento de diques al de
sistematización de un delirio
permanente. Huidobro, más que cualquier otro poeta, supo utilizar este
argumento en su declarado repudio al surrealismo. Desde luego que este aspecto
no disminuye su importancia como gran poeta, ni borra sus relaciones directas
con Apollinaire y la revista Nord-Sud.
El chileno integra una de las generaciones más ricas en la lírica
hispanoamericana, compuesta por nombres como Pablo de Rokha, Pablo Neruda,
Humberto Díaz-Casanueva y Rosamel del Valle. En todos ellos, excepto en
Huidobro, es posible encontrar vínculos con algunas características del
surrealismo. Huidobro se relacionó mejor con el dadaísmo, el futurismo, el
cubismo, pero lo cierto es que acabó por crear su propio movimiento –el
creacionismo–, desde donde combatió todas las demás tendencias de la época.
Stefan Baciu, al situarlo como uno de los precursores del surrealismo, observa:
Por razones ideológicas Huidobro combatió el
surrealismo y, a la vez, fue combatido por los surrealistas. En este momento
cabe mencionar la polémica con los surrealistas peruanos que culminó en el
folleto El Obispo embotellado, donde se le atacaba con vehemencia. Por un lado, esta actitud se
explica debido al deseo de liderazgo de Huidobro y, por otro, debido al
ortodoxismo (sic) [7] surrealista del grupo reunido alrededor de
César Moro. [8]
El peruano
César Moro integró el grupo parisiense, y más tarde se apartó de él
precisamente por discordar de algunas actitudes ortodoxas de Breton. Tampoco
hubo grupo surrealista en Perú. En la primera mitad del siglo XX existieron
sólo dos grupos surrealistas, definidos como tales, en todo el continente
americano: Mandrágora (Chile) y Refus
Global (Canadá). En gran escala la presencia del surrealismo se definió por
la filiación individual o por una adhesión singular tanto ética como estética,
sin que esto redundase en formación de grupo, como en el caso argentino.
Al contrario
de Stefan Baciu, que tenía verdadera obsesión por crear un linaje surrealista
en América, el colombiano Carlos Martín desarrolló una consistente tesis sobre
lo que llamó “vocación de universalismo del Nuevo Mundo, sustentada con razones
de orden histórico, geográfico, sociológico y estético que se fundamenta y
resume en el mestizaje étnico y espiritual –o cultural–, encarnado en la
persona y la obra de Rubén Darío”. A partir de esa vocación va trazando las
coordenadas reales, en nada caprichosas, que alimentan una alquimia posible
entre individualismo y universalismo, entre viejo y nuevo mundo; o sea, entre
surrealismo y América. Él mismo esclarece:
América Latina y surrealismo son frutos extremos de
la civilización occidental, manifestaciones de superación y descubrimiento, con
irrefrenable tendencia a la universalidad y a la transferencia o solución de
continuidad entre un mundo antiguo y un mundo nuevo. Tanto en la una como en el
otro, por estar entrañados al pasado y al porvenir
de la especie, su constitución se halla determinada por un complejo de
circunstancias de lugar y de tiempo. Nacen de raíces europeas y americanas,
individualista y colectiva –Nerval y Lautréamont– y son alimentadas con savias
de Revolución Francesa y Romanticismo.
Este es un
argumento que nos lleva a comprender toda la gratuidad de la lectura de Stefan
Baciu, con sus estratos viciados, sus categorías subordinadas al modelo
europeo, su empeño en entender el surrealismo americano únicamente como un
segmento del movimiento francés. No es por otra razón que impone la repetición
de un linaje, inventando la condición de precursores de algunos poetas
hispanoamericanos. Su insistencia respecto a Huidobro fue aún más agravada en
lo tocante a Girondo, Eguren, Tablada y Ramos Sucre, todos ellos ligados a la
vanguardia, con obra de indiscutible y decisivo papel en la fundación de una
tradición lírica tan rica como la hispanoamericana, pero no obstante sin puntos
de contacto directos o indirectos con el surrealismo, suficientes para
insertarlos como sus precursores. Octavio Paz sale en defensa de la inclusión de
Eguren y de Ramos Sucre, con el siguiente argumento:
En Eguren, el gran simbolista peruano, sí hay un
cierto onirismo que es una prefiguración del surrealismo. Otro tanto sucede con
Ramos Sucre. El rescate del olvidado Ramos Sucre es otro de los aciertos de
Baciu. [9]
Estoy de
acuerdo con José Carlos Mariátegui cuando dice que Eguren es un caso aislado en
la lírica peruana y también en que su linaje es el mismo de poetas como el
colombiano José Asunción Silva y el uruguayo Julio Herrera y Reissig. Al revés
del “cierto onirismo” referido por Paz, lo que se podría localizar en la
poética de Eguren es un trazo de lo maravilloso. No obstante, al contrario de
lo que se verifica en poetas surrealistas, como Maurice Blanchard, Georges
Schehadé o Malcolm de Chazal, lo maravilloso en el peruano no es una afirmación de la
realidad, sino una búsqueda de evasión de su propio tiempo. Incluso
considerándolo un poeta simbolista, es preciso destacar la extrema y fascinante
singularidad de su simbolismo, con sus arcaísmos sorprendentes, el ambiente
gótico, la musicalidad encantatoria. A su vez, el venezolano José Antonio Ramos
Sucre es otro de esos raros poetas que rechazan cualquier tentativa de
clasificación. Como recuerda José Ramón Medina, la singularidad de este enorme
poeta “reside en la naturaleza especial de su escritura y en el esfuerzo de
quien hizo de su poesía la expresión más acabada de una transparente y profunda
desolación interior”. [10] Aproximar
este poeta al surrealismo es mostrar un doble desconocimiento de causa. Más que
cualquier otro crítico, Ludovico Silva llama la atención hacia características,
en la poética de Ramos Sucre, que son exactamente opuestas al surrealismo:
Su poesía es de una lucidez casi cruel; los
períodos ondulantes de su prosa se mueven gobernados por un cálculo prosódico
muy riguroso; sus adjetivos tienden a una precisión casi matemática […] Con
todo ello construye Ramos Sucre un universo mágico, teñido de misterio y
esplendor nocturno, compuesto de vocablos “jamás directos”, que tintinean en el
trasfondo de su prosa cantada como joyas en la oscuridad. Es un poeta
hermético, en el sentido ritual y ocultista del término, no lo es en el sentido
histórico-literario del vocablo, pues su poesía está compuesta de una prosa
diáfana, cristalina, de claros períodos y vocabulario relativamente simple […]
Es, en todo caso, un gran mago poético. El antiguo parentesco entre poesía y
magia revive en él y se actualiza con grandeza. [11]
En general,
hasta se puede vislumbrar alguna conexión con el surrealismo en aquellos poetas
que actúan en un ambiente simbolista y hermético, pero no con la arrogancia
frívola de Stefan Baciu o con esa engañosa indolencia con que Octavio Paz acata
los claros errores del crítico rumano.
Frente a la
poesía de Paz, se percibe que fue tocada por el surrealismo mucho más que
tangencialmente. Él mismo, en su notable ensayo sobre André Breton, recuerda
que la lectura del capítulo V del libro El
amor loco, junto a la de El
matrimonio del Cielo y el Infierno, de William Blake, le “abrió las puertas
de la poesía moderna”. [12] Verdad es que Paz siempre tuvo
cuidado de mantener una relación ambigua con el surrealismo. Hacia el final de
su vida, cuando preparó el volumen de sus Obras
Completas dedicado a la poesía, ni en el prólogo ni en los comentarios
acerca de cada uno de sus libros menciona una sola vez la palabra
“surrealismo”. Tampoco que haya conocido a Breton o a Péret, ni que el último
le haya traducido un libro, borrando así definitivamente todas las pistas de
sus deudas y afinidades. Paz, por lo tanto, fue uno de los protagonistas de
la inmensa baraúnda que caracteriza al surrealismo en América, marcada por
rechazos y oportunismos, casi siempre al sabor de las circunstancias, cuando no
cristalizada por el dogmatismo de algunos discípulos que todavía hoy –cuando
surgen y resurgen grupos en una parte u otra del continente– se obstinan en ser
más papistas que el papa.
Las dos caras
de esta misma e intrigante moneda tanto se empeñaron en sus abusos que dejaron
escapar dos riquísimos componentes estéticos del surrealismo en América: la
música y la narrativa. El jazz, con su ambiente de improvisación, es una fuente
valiosa de diálogo con la escritura automática e impregnó la poesía de nuevas
modulaciones rítmicas e imágenes con un profundo sentido de libertad. La
narrativa abrió camino para una multiplicidad de exploraciones verbales en un
ambiente distinto de la poesía. Desde luego que para aceptarlo hay que
liberarse de una visión cristalizada del surrealismo. La crítica que el
surrealismo le hacía a la novela realista acabó siendo interpretada como un
rechazo a la narrativa en sí. En América, sobre todo a partir del impacto
provocado por la lectura de Lautréamont, la novela tomó un camino completamente
distinto de la línea realista. Basta pensar en aquellos autores ligados al
realismo mágico, aun considerando la parcela de confusión en lo tocante a la
identificación entre esa nueva manifestación de la narrativa y el surrealismo.
Se verifica ahí lo mismo existente en muchos casos tanto en la poesía como en
las artes plásticas, o sea, la renuencia de escritores y artistas americanos a
aceptar como determinante en su obra la influencia del surrealismo, tomados
como estaban de cierta necesidad de presentarse cada uno como el creador
supremo de una nueva poética.
Vale hacer
notar, concordando con Carlos Martín:
La novela actual, en oposición al realismo de la
novela anterior, pudiera tildarse de antirrealista, pero lo que en ella actúa
es una ampliación del concepto de realidad, una superación del realismo y del
naturalismo. Implica un nuevo modo de representación de la realidad, el
descubrimiento de mundos libres de la causalidad consciente, con implicaciones
oníricas, subconscientes, con asociaciones e intuiciones que superan el orden y
la representación realista y conceptual del mundo.
NOTAS
1. Carlos M.
Luis, “Los surrealistas en la América” – parte I. Agulha Revista de Cultura # 67. Fortaleza/São Paulo, Enero/febrero
de 2009.
2. “André
Breton”, entrevista concedida a Juan Duché. Le Littéraire, 05/10/1946.
3. Floriano Martins. Un nuevo continente. Antología del surrealismo en la poesía de
nuestra América. Una primera edición, publicada en Costa Rica (San José, Ediciones
Andrómeda, 2004, 328 pgs.), incluyó 30 poetas. Posteriormente un volumen
ampliado alcanza una mayor distribución al salir en Venezuela (Caracas, Monte
Ávila Latinoamericana, 2008, 670 pgs.), esta vez incluyendo 50 poetas.
4, Carlos Martín. Hispanoamérica:
mito y surrealismo. Bogotá, Nueva Biblioteca Colombiana de Cultura, 1986. Las
citas aquí incluidas son del mismo libro.
5. Octavio Paz. “Sobre el
surrealismo hispanoamericano: el fin de las habladurías”. Revista Plural nº 35. México, agosto de 1974.
6, Miguel Ángel Asturias. El Nacional. Caracas, 17/09/1970. El año que menciona Asturias es
el de la publicación de Los Cantos de
Maldoror por La Sirène, con el auspicio de Blaise Cendrars y prólogo de
Remy de Gourmont. También en 1920 y en París se edita Poesias (Édit. Au Sans Pareil), con prólogo de Philippe Soupault.
7. N. de T. Stefan Baciu escribió su libro directamente en
español, idioma que no dominaba por completo. De allí que la cita presente esta
derivación insólita, una construcción defectuosa como “se explica debido a”,
empleo del leísmo, etc.
8. Stefan Baciu. Antología
de la poesía surrealista latinoamericana. México, Joaquín Mortiz, 1974.
Utilizo una edición posterior: Ediciones Universitarias de Valparaíso, 1981.
9. Octavio Paz. “Sobre el surrealismo hispanoamericano: el
fin de las habladurías”. Ob. Cit.
10. José Ramón Medina. Prólogo a la Obra Completa de José
Antonio Ramos Sucre. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1980.
11. Ludovico Silva, “Ramos Sucre y nosotros”. Revista Nacional de Cultura
nº 219. Caracas,
marzo-abril de 1975.
12. Octavio Paz. La
búsqueda del comienzo (escritos sobre el surrealismo). México, Fundamentos,
1974.
***
Floriano Martins (Brasil, 1957). Poeta, ensayista,
editor y traductor. Director de Agulha
Revista de Cultura y ARC Ediciones. Página ilustrada con obras de Zuca
Sardan (Brasil), artista invitado de esta edición de ARC.
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