I | El centro de Estudios
Latinoamericanos Rómulo Gallegos acaba de reeditar una obra importante para la
consideración del hacer filosófico en América Latina. Se trata de la edición
del volumen Filosofía y cultura
latinoamericanas (2014) [1] del
escritor mexicano Leopoldo Zea (1912-2004), cuya primera entrega se había
efectuado en el año de 1976, cuando la Fundación Celarg publicó una serie de
once artículos donde el profesor Zea ofrece de manera clara una relación
histórica de las ideas en América Latina. Es una claridad que lleva implícita
varios méritos, entre ellos el de la síntesis, y el de ponernos, sin retórica,
frente a algunas de las principales ideas y obras surgidas en nuestros países
desde el siglo XIX, y nos permite acercarnos a estas obras mediante ensayos
breves y sustanciosos, donde no se desperdician palabras para citar
oportunamente textos indicadores de espacios fundamentales de nuestro
pensamiento. Llama la atención que en el prólogo a dicha obra –fechado en 1974—
Zea diga al final que “ninguna otra nación, como la venezolana, está abocada a
realizar un nuevo gran esfuerzo en tal sentido. Signo de esta gran vocación lo
ha sido, lo es y lo seguirá siendo Simón Bolívar”, es decir, Venezuela se
encuentra en la conciencia de las medulares relaciones que guardan nuestros
pueblos entre sí, relaciones que han de hacerse conscientes para que puedan
funcionar como instrumentos vitales para una auténtica integración
latinoamericana. El concepto, la palabra conciencia,
es aquí el centro de esa reflexión que lleva a cabo el filósofo mexicano para
explorar este fenómeno.
Nos dice Zea que hemos practicado una “filosofía de
urgencia”, que ha tenido que tomar prestados los filosofemas a sistemas que no
siempre traducen lo que en ellos se quiere expresar, lo cual ha llevado a
considerar el “carácter utilitario y provisional de este préstamo” por parte de
los filósofos de América sajona, pasando por encima de los de América ibera,
quienes se hallan en una situación similar a los nuestros. El primer rasgo es
el abocarse a problemas concretos, a asuntos urgentes, tanto económicos como
políticos y sociales, que han impedido una “madurez” de nuestra filosofía, lo
cual no debe tomarse necesariamente como un signo de inferioridad. Para ello,
Zea echa mano de las ideas de un conjunto de filósofos para ilustrar estas
diferencias, en tanto “el pensar y el actuar al mismo tiempo” conforma una de
las primeras características de nuestro filosofar; mientras otra sería la
señalada por el eminente pensador argentino Juan Bautista Alberdi, cuando en
1842 nos refiere que vamos a estudiar “no la filosofía aplicada a la teoría de
las ciencias humanas, sino la filosofía aplicada a los objetos de un interés
más inmediato; en una palabra, la filosofía política, la filosofía de nuestra
industria y riqueza, la filosofía de nuestra literatura y la filosofía de
nuestra religión y nuestra historia, así como la filosofía de las necesidades
sociales de nuestros países”. [2]
También es de hacer notar la contraposición del
academismo a esta actitud de una filosofía de la acción y la urgencia; un
academismo al que se sumaron muchos de manera imitativa de lo europeo, lo cual
iría definiendo nuestro modo de filosofar en el contexto general de occidente,
para convertirlo en tarea común a la gran mayoría de filósofos de la cultura en
general. Antes de entrar en el ensayo cuarto de su volumen, “La filosofía
contemporánea en Latinoamérica” y así dar continuidad a estas ideas, Leopoldo
Zea se detiene a señalar algunos rasgos de lo que él llama “El problema cultural
ibero” en función con la idea de marginalidad de los pueblos iberos respecto a
los demás pueblos occidentales como Inglaterra, Francia, Holanda y Estados
Unidos, y el expansionismo que éstos crearon para infundir un retardo del mundo
ibero en relación al resto de Europa, situación que también comparte con
América Latina desde el siglo XIX, y lo define como “el problema de la
incorporación de sus pueblos a esa universalidad encarnada en el mundo creado
por la acción occidental”, con lo cual este concepto de “universalidad” debe
ser asumido como problema, donde el progreso y la historia se presentan en
cierto modo como ilusiones, lo mismo que lo nacional. Y en este sentido, se van
produciendo una serie de fenómenos como el de la conciliación de la realidad
con el deseo, del pasado con el futuro, y de cómo la ciencia fue vista por el
ibero como algo más que una simple capacidad técnica.
Justo sobre este fenómeno de lo ibero sería oportuno
detenerse un poco, aprovechando las ideas de Carmen Bohórquez, prologuista del
volumen que comentamos, cuando anota que Zea considera “toda la historia del
continente americano como una, la misma historia de la Península Ibérica (…)
para Zea América Latina forma parte indisoluble del mundo ibérico, al extremo
de entender que es uno y el mismo destino, lo que le impide quizá explorar
otras vías de clarificación de la identidad americana que pudieran haber
llevado a resolver más rápidamente el problema de la autenticidad del
pensamiento producido en Nuestra América.” Señala asimismo Bohórquez que “los
tres siglos de dominio imperial de España sobre América, o como fue aniquilada
la presencia cultural indígena y los aportes que soterradamente introdujo la
presencia africana deben ser tomados en cuenta en este proceso”. Ello es tan
cierto, que coincidimos con ella en el momento de considerarlo una debilidad en
el discurso de Zea, así como la “supra valoración del hombre de la metrópoli, a
quien atribuye una generosidad de espíritu incompatible con cualquier
pretensión hegemónica” (Bohórquez, Prólogo, p. VIII) son elementos señalados
por Bohórquez que ayudan a despejar el discurso contemporáneo sobre la
filosofía latinoamericana, así como a contemporizarlo con nuevas aportaciones,
como por ejemplo las luchas antiimperialistas actuales, el principio de
autodeterminación de los pueblos y la plena libertad, mirados desde los puntos
de vista considerados modelos a imitar por parte de nuestros pueblos: Francia y
Estados Unidos. Fenómeno al que nuestro filósofo José Manuel Briceño Guerrero
llama “la identificación americana con la Europa segunda”: en este caso Francia
es tenida como modelo de futuro; luego vendría ese afán imitativo del progreso
de Estados Unidos y la posterior pleitesía a su tecnología, lo cual ha
compuesto un nuevo fenómeno que Ludovico Silva ha llamado la plusvalía ideológica y
constituye a su vez otra de las formas de la alienación.
Todo ello conforma una nueva realidad donde no pueden
dejarse de lado las llamadas minorías étnicas, el indio; el negro
afroamericano, las mujeres, los mestizos, los sexodiversos, los marginados.
Esto es tan cierto que nos urge a los latinoamericanos construir una nueva
espiritualidad a partir de este legado, con los aportes de la mitología
aborigen tanto en países como México, Perú o Bolivia, tocados con el ancestro
azteca, maya o inca, mientras en Venezuela o Colombia, (donde no contamos con
monumentos arquitectónicos que den cuenta de estos importantes símbolos y
mitos) por ser los pueblos caribes fundamentalmente nómadas, tenemos en cambio
los legados mitológicos, simbólicos y lingüísticos de los pueblos caquetíos,
jirajaras, arawacos, wayús, waraos, pemones o ayamanes, y las comunidades
negras de las culturas provenientes de África, para así poder estructurar
nuevos modelos de convivencia basados en lo espiritual y lo cultural, y sobre
esta base diseñar luego lo social, lo político y lo económico.
Mientras nuestra vida social y política siga guiada
por los modelos neoliberales y capitalistas, no podremos arribar nunca a una
nueva filosofía ni concepción del mundo, justamente porque en el capitalismo lo
material y lo económico pretenden imponerse como bases de la cultura, sin
lograrlo. Justamente ahora vivimos una suerte de colapso económico-político
causado por el fenómeno de la globalización industrial, que ha homogeneizado
las necesidades humanas mediante símbolos ideológicos construidos sobre la base
de ganancias económicas, principalmente. Nos debemos entonces una nueva
reflexión sobre nuestros mundos indígenas y afrodescendientes.
Surge aquí también la idea del hombre liberal
aspirando siempre a hacer de todo algo moderno: un mundo moderno, un hombre
moderno. Esta obsesión por la modernidad prefiere los modelos franceses,
ingleses o norteamericanos, que niegan nuestra identificación con España al
asociar el desarrollo al nuevo concepto de imperio como empresa supranacional; a
este respecto se cita a Pedro Laín Entralgo cuando considera a España no
precisamente una nación, sino un “imperio católico”, en la reflexión que lleva
a cabo en su libro España como problema
(1858).
Es inevitable hacer aquí una acotación en lo referente
a la noción de futuro, un futuro proyectado en un progreso sin fin que dio
origen al positivismo, y con éste a una tendencia que ve a la ciencia con una
fe ciega que da origen a un progreso maniqueísta muy peligroso, pues nos hace
caer en el esquema liberales / conservadores, en una lucha basada en la
destrucción del adversario, y esto nos proyecta en una guerra civil permanente,
y a su vez se van creando terrenos propicios para el despotismo como método, y
del autodevoramiento de los pueblos. El despotismo ilustrado sirvió para
reducir la anarquía, pero a la vez imposibilitó la organización social de los
pueblos. Me parecen muy importantes estas aclaratorias de Zea sobre el mundo
ibero, pues sin la comprensión de éste nos sería imposible comprendernos: entre
ellos se encuentra la tendencia a romper con lo pasado, a dar saltos mortales
del pasado al futuro sin un hilo de continuidad, lo cual daría como resultado
una falta de conciencia de sus limitaciones, es decir, muchas veces aspiramos a
ser universales y actuamos como tales, cuando en el fondo carecemos una base
moral sólida para dar ese salto, imitando a otros. Me gusta cómo Zea se refiere
a este falso anhelo de universalismo: “Ya no más el universalismo donado por el
occidente sino el universalismo que da la conciencia de formar parte de una
comunidad más amplia que la puramente nacional u occidental”.
Después de hacer un repaso por la filosofía en México
de mano de José Vasconcelos (en La raza
cósmica) y de Samuel Ramos (en Perfil
del hombre y de la cultura en México) cuyas obras son hitos en torno a la
realidad mexicana y americana, Leopoldo Zea realiza una segunda inmersión en el
tema a través de los ensayos “Precursores del pensamiento latinoamericano” y
“La filosofía contemporánea en Latinoamérica”. En el primero de ellos Zea lleva
a cabo una síntesis brillante acerca de nuestros primeros pensadores, con las
debidas citas y acotaciones originales de éstos, desde el uruguayo José Enrique
Rodó (1871-1917) y sus obras El que
vendrá (1897) y Ariel (1900), en
quien Zea señala una doble directriz en el pensamiento latinoamericano:
decepción y esperanza, y estos expresados de manera notable: “Decepción frente
a un pensamiento que ha fracasado a lo largo del siglo que termina; esperanza
frente a un futuro que se abre en el horizonte. Un futuro cargado de la
expresión del fracaso, ya consciente de un pensamiento que, en vano, trató de
borrar el pasado de una cultura impuesta para adoptar otra que resultaba
violentamente extraña”. [3]
Dentro de este orden de ideas nuestros pensadores
comienzan a urdir sus reflexiones, a saber: Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888)
en Argentina, con su Civilización y
barbarie; en Chile Francisco Bilbao (1823-1865) con su Liberalismo y catolicismo; en México José María Luis Mora
(1794-1850) con Progreso y retroceso.
Las ideas de acción política, conservadurismo,
progreso, emancipación, educación o reforma fueron tomando cuerpo en filósofos
como el argentino Juan Bautista Alberdi (1810-1889) quien señala que cada país
“ha dado soluciones distintas a los problemas del espíritu humano”, mientras el
cubano José de la Cruz y Caballero (1800-1862) consideró que “el idealismo
europeo más bien podría dañar que beneficiar nuestro suelo” en la empresa de
superar el nefasto orden colonial a través de nuevas formas de convivencia,
justamente implementando una filosofía de la emancipación. Y por supuesto la ya
citada tendencia positivista encarnada en pensadores como Gabino Barreda
(1818-1881), Justo Sierra (1848-1912), el maniqueísmo del argentino Domingo
Faustino Sarmiento, y en menor grado, en los uruguayos Carlos Vaz Ferreira
(1872-1959) y el mismo José Enrique Rodó, quienes participaron de esta
tendencia que fue lentamente repudiada debido a su concepción clasista y
elitista de la sociedad; así como aquellas opuestas al positivismo y al avance
desmedido de la era industrial, como las del chileno Francisco Bilbao, quien
previno a Latinoamérica de los Estados Unidos, de quienes dice que “han caído
en la tentación de los titanes, creyéndose árbitros de la tierra y aun los
contendores del Olimpo”.
En esta apretada relación de filósofos aparece la
figura de José Martí (1853-1895), quien corrige a Sarmiento diciendo que “no
hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición
y la naturaleza”. Es justamente mediante el lúcido pensamiento de Martí de
donde surgen ideas cenitales para la comprensión del siglo XX, y las de Rodó
siguen teniendo vigencia, al afirmar que el pueblo de los Estados Unidos “vive
para la realidad inmediata del presente, y por ello subordina toda su actividad
al egoísmo del bienestar personal y colectivo”. Por supuesto vuelven a asomar
las ideas de José Vasconcelos en torno a la raza
cósmica (que a su juicio ha sido relegada e inmovilizada) y dan origen a
ideas renovadas como las del peruano Manuel González Prada (1848-1918) quien
sostiene que los indígenas pueden ser la salvación de estas tierras amenazadas
por la ambición de razas que fundan su grandeza en la destrucción de otras. En
este punto hay que hacer honor a las ideas de González Prada, reconociéndoles
una vigencia impresionante para el mundo de hoy, al vindicar el mundo del
indio; es él, precisamente, quien crea el término Indoamérica, y en este sentido habría que otorgarle un completo
reconocimiento, pues ha hecho una vindicación del mundo indígena que ha
permitido el afianzamiento de los acercamientos contemporáneos al tema, sobre
todo dentro del marxismo y las distintas tendencias anti-raciales, como en el
caso de los pensadores José Carlos Mariátegui en el Perú y en Venezuela de la
mano de importantes investigadores del folklore y de los mitos aborígenes y
africanos, como Gilberto Antolínez (1908-1986) o Miguel Acosta Saignes
(1908-1989) en el terreno de la antropología cultural y la etnología, que
otorgan un valor de primer orden al mundo del indio. Antolínez hizo
contribuciones importantes al estudio de nuestros mitos indígenas en sus libros
Hacia el indio y su mundo (1946), Síntesis de las características de la tribu
Yaruro (1974) y en sus artículos recogidos póstumamente en obras como Los ciclos de los dioses (1995) y El agujero de la serpiente (1998). Lo
mismo, Acosta Saignes en sus libros Los
caribes de la costa venezolana (1946) Notas
sobre el problema indígena en Venezuela (1948), Las Turas (1949), Estudios de
etnología antigua de Venezuela (1954) o Las
cofradías coloniales y el folklore (1955).
González Prada nos dice: “Al indio no se le predique
humildad y resignación, sino orgullo y rebeldía” (…) “El indio recibió lo que
le dieron; fanatismo y aguardiente” (…) “El indio se redimió merced a su
esfuerzo propio, no por la humanización de sus opresores”.
A su vez, el enfoque marxista de Mariátegui nos
permite concluir que el problema respecto al desarrollo de América no es un
problema racial sino un problema económico, surgido de la dominación de un
conjunto de pueblos a través de feudos que destruyeron el propio orden de los
indígenas, rebatiendo la tesis etno-racial, asunto también rozado por el
peruano Francisco Miró Quesada (1918), mientras en Argentina Ezequiel Martínez
Estrada (1895-1965) contribuye a echar por tierra la tesis de Sarmiento, y
Héctor Álvarez Murena (1923-1975) hace lo mismo: “Sarmiento, con su
anti-hispanismo y su admiración por Estados Unidos, ilustra desaforadamente
esta necesidad. Su vehemencia parricida, su presunción de inmortalidad era tal,
que sólo quería liquidar toda vigencia de España en la Argentina, sino que
aspiraba a conformar el país según otro país americano”, nos dice Murena.
Justamente, en Argentina surgió una nueva generación de pensadores que rechazan
esta posición civilizatoria a ultranza, viendo más bien que ésta ha permitido
una división vertical en la Argentina que considera a Buenos Aires como una
zona civilizada, y al resto del país, subdesarrollado; cuestión que puede ser
observada como un fenómeno político cuando es derrocado en Argentina al
presidente constitucional Hipólito Irigoyen por una casta militar que propició
las subsecuentes dictaduras en ese país, como las del general Videla, que
violaron los derechos de la mayoría y sumieron al país en un baño de sangre y
terror. Lo mismo se vería en el caso de Chile con el general Augusto Pinochet.
Y en este sentido, tales pretensiones civilizatorias en la Argentina revelarían
lo contrario: un subdesarrollo moral y social. No están referidos en el texto
de Zea los regímenes autoritarios de Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez
en Venezuela.
Pero sigamos con Argentina. Ésta representa en cierto
modo buena parte de lo que sucede en el resto de América, con un autoritarismo
militar que rechazan sus pensadores y filósofos, como son los casos de Eduardo
Mallea, Jorge Luis Borges o Leopoldo Marechal. Mientras tanto, en México se
desenvolvía la llamada Generación del Ateneo a la que pertenecen José
Vasconcelos, Antonio Caso y Alfonso Reyes, quienes proponen “mexicanizar el
saber” en el sentido de hacerlo propio y “recurriendo a toda fuente de cultura,
brote de donde brotare”. Al americanizar la cultura y tener a Latinoamérica
como un crisol de culturas para formar un hombre puro, nos diferenciaríamos de
una cultura de diletantes de torre de marfil, proponiendo una cultura abierta a
todos, diferenciando esto del nacionalismo político y haciendo hincapié en un
nacionalismo espiritual, según el decir del dominicano Pedro Henríquez Ureña:
“El hombre universal con que soñamos, a que aspira nuestra América, no será
descastado, sabrá gustar de todo, apreciar todos los matices, pero será de su
tierra, su tierra y no la ajena”. Mientras que Alfonso Reyes fustiga la falta
de originalidad: “Ni Sancho ni Quijote, ni grillete que impida andar, ni
explosivo que desbarate, sino ánimo firme y constante de lograr algo mejor,
sabiendo a pesar de ello que la victoria verdadera se alcanza si se pone plomo
a las alas”, fustigando así los complejos de inferioridad de los
latinoamericanos que se dolían de no parecerse a los hombres de otros pueblos.
Esa costumbre que tenemos de estarnos comparando en
negativo con otros países, como lo sostiene Ureña en su ensayo “Notas sobre la
inteligencia americana”, donde anota otros de esos rasgos negativos:
inseguridad, inmadurez e improvisación aunadas a las disyuntivas maniqueístas: individualismo / cosmopolitismo; americanismo / hispanismo; barbarie / civilización; pasado / futuro, que, lejos de ayudar,
nos sumen en la duda o en la dispersión e impiden vernos como unidad, donde ser
americano es como un fatum : “haber
nacido y arraigado en un suelo que no sea el foco actual de la civilización,
sino una sucursal del mundo.” Por otra parte, Reyes es optimista cuando
denuncia lo supersticioso y lo postizo, lo cual impide la realización de lo
propio. De ahí que sea posible asimilar la propia historia para reconocer
nuestro derecho a la ciudadanía universal.
Zea culmina su ensayo con este exhorto de Reyes:
“Hemos alcanzado la mayoría de edad. Muy pronto os acostumbraréis a contar con
nosotros”.
II | Con todo y lo completo que
pueda ser este recorrido de Zea, ha faltado en él, creo, la parte
correspondiente a Venezuela, país que cuenta desde el siglo XIX con un buen
número de pensadores y forjadores de la nacionalidad. Empezamos por supuesto
con el propio Simón Bolívar (1783-1830), quien forjó en el conjunto de sus
cartas uno de los pensamientos más sólidos en nuestro devenir como pueblos. Son
numerosos sus textos. Entre ellos destacan Discurso
de Angostura (1820), Discursos y
proclamas (1895), Carta de Jamaica,
Ideas políticas y militares (1811-1830) y Decretos (1813-1828), donde están fijadas las ideas de nuestra
independencia como pueblo y la filosofía fundamental de la venezolanidad. Por
supuesto, la obra de Andrés Bello (1781-1865) y de Simón Rodríguez (1769-1854),
maestros ambos de Bolívar con una obra tan diferente la una de la otra, como
sustanciales son ambas en la formación de nuestro primer humanismo, donde están
presentes las ideas alusivas al despertar de los pueblos americanos, y
acrisolaron buena parte de las ideas integradoras de su predecesor Francisco de
Miranda (1750-1816) quien buscó siempre razones, dentro y fuera del país, para
hacer realidad el sueño de una América unida, más allá de los coloniajes y las
opresiones de las coronas europeas. En París (1797), Miranda presidió una junta
de diputados americanos independentistas, y en Londres se unió a Bolívar, con
quien llegó a Venezuela en 1810. En sus memorias y diarios testimonió de todas
sus ideas independentistas y sus profusas lecturas filosóficas de clásicos
europeos que inspiraron muchas de sus ideas.
Mientras tanto, la obra de Simón Rodríguez pudiera ser
considerada como la primera tentativa filosófica de nuestra educación. De
hecho, esto se advierte en sus estudios Sociedades
americanas (1828), Luces y virtudes
sociales (1834) o en Inventamos o
erramos. Son tan avanzadas las ideas de Rodríguez sobre la educación, que
siempre parecen de vanguardia y pueden servir para una renovación permanente de
la didáctica. Andrés Bello y Rafael María Baralt se distinguieron por sus
estudios gramáticos y por haber cumplido con la ardua labor de componer los
primeros elementos de la gramática americana. En el caso de Bello, con sus
obras Gramática castellana para uso de
los americanos (1847), sus Estudios
literarios sobre la métrica de la lengua castellana (1835), para luego
acometer el reto filosófico en su obra La
filosofía: teoría del entendimiento (1843), donde prefigura la moderna
teoría del conocimiento, y en su importante Anatomía
cultural de América (1848). En su obra literaria busca vindicar el paisaje
y la geografía americanos en contacto con el hombre en su poema Silva americana a la agricultura de la zona
tórrida (1863), donde dispone lo mejor de su arsenal neoclásico para
escribir el primer gran poema de Venezuela y uno de los más osados en la
América. El humanismo de Bello, por su gran aliento regenerador, ha sido
comparado con el humanismo de Goethe en Europa; mientras sus Principios de Derecho Internacional (1846)
y sus Aportaciones al Código Civil de
Chile forman parte fundacional de la jurisprudencia de América. Bello nunca
dejó de filosofar y de pensar sobre la tierra americana.
Rafael María Baralt (1810-1860) también hizo aportes
notables a los estudios de la lengua o la historia en sus obras Resumen de la historia de Venezuela
(1841) y Programas políticos (1849) o
de hacer observaciones sobre política y filosofía de la historia. Recordemos
que, no en vano, Baralt fue el primer hispanoamericano en ocupar un sillón en
la Real Academia Española de la Lengua, en 1853.
Pero quien más practicó una filosofía de urgencia
sobre la base del ejercicio del periodismo fue Juan Vicente González
(1810-1866) quien a través de una visión romántica del mundo supo impregnar su
prosa de las ideas más elevadas sobre la nacionalidad, cuestión advertible en
su obra maestra Biografía de José Félix
Ribas (1891) en la que González aprovecha para hacer una evocación de la
época de la guerra en Venezuela con visos de novela, y al mismo tiempo tomando
elementos del ensayo de reflexión sobre la naturaleza misma de la
venezolanidad, el cual constituye uno de los más apasionados textos de
filosofía de la historia nacional.
En ese siglo XIX florecen asimismo los intérpretes de
la gesta emancipadora de la independencia en un Fermín Toro (1806-1865) o un Cecilio
Acosta (1818-1881). En Toro apreciamos a un temperamento especialmente lúcido
en el momento de observar su momento histórico, sobre todo en el plano
político, sociológico y cultural, donde además muestra sus admirables dotes de
orador. La insaciable curiosidad intelectual y autodidacta de Toro lo llevó a
componer la primera novela venezolana (Los
mártires, 1842) y el primer cuento literario (La viuda de Corinto) y de haber desempeñado importantes cargos
diplomáticos en Londres y Bogotá, y como Ministro Plenipotenciario en España y
Francia, además de su actividad como profesor, periodista (colabora en los
principales diarios de la época como “El mosaico”, “El Liceo Venezolano” y “La
Voz del Patriotismo”) y literato. En él reconocemos, ciertamente, una de las
mentes más despiertas e inquietas de la filosofía venezolana. Su formación
autodidacta la cumplió en la biblioteca de su tío el Marqués del Toro. Desde
joven comienza a desempeñar cargos como Secretario de Hacienda. Sus escritos
políticos, jurídicos y sociales fueron reunidos casi todos en un libro con el
título de La doctrina conservadora (1880).
Es célebre su texto Honras fúnebres
consagradas a los restos del Libertador Simón Bolívar (1844).
En Cecilio Acosta, en cambio, admiramos una voluntad
pedagógica que utilizó al periodismo para difundir sus bien urdidas ideas,
tocadas por el influjo neoclásico en bien de la prédica a los pueblos, estilo
que suscitó la admiración del propio José Martí, quien vino a Caracas a
conocerle. En su brillante ensayo Cosas
sabidas y por saberse (1856) sus ideas sobre la realidad venezolana de su
tiempo se tienen como las de una reflexión esencial para nuestro país,
realizando un balance sobre los tópicos que de forma errada se estaban
ventilando en nuestros centros de estudio, especialmente en la Universidad de
Caracas. Sus ideas están esencialmente basadas en la educación popular y en el
trabajo creador, fundado en las normas morales del patriotismo y la honradez,
ejemplo para muchos venezolanos. También en sus estudios Influencia del elemento político en la literatura dramática y la novela
y en Las letras lo son todo (1869),
nos revela la sensibilidad del auténtico humanista. Su obra fue publicada sobre
todo en periódicos de su tiempo, tanto venezolanos como de otros países. Sus
escritos abarcaron la economía, la política, las ciencias jurídicas, la
filología y la literatura, además de sus recordados poemas “La Casita blanca”
(1872) y “La gota de rocío” (1878). Entre sus textos políticos destacamos Reflexiones políticas y filosóficas de la
sociedad desde su principio hasta nosotros (1846), Libertad de imprenta (1846), Lo
que debe entenderse por pueblo (1847), Los
dos elementos de la sociedad (1846), Situación
política de Europa (1872), y Los
partidos políticos (1877); en el terreno jurídico tenemos su Legislación comercial comparada (1870) y
La verdad para todos (1855), mientras
que en el terreno económico citamos Solidaridad
de las industrias (1880) y en el filológico Observaciones al diccionario que someto humildemente a la Academia
Española (1874). Uno de los primeros en reconocer el elevado talento de
Cecilio Acosta fue José Martí, quien se expresó así: “Sus resúmenes de pueblos muertos
son nueces sólidas, cargadas de las semillas de los nuevos. Nadie ha sido más
dueño del pasado (…) él exprime un reinado en una frase, y en su esencia; él
resume una época en palabras, y es su epitafio: él desentraña un libro antiguo,
y da en la entraña. Da cuenta del estado de estos pueblos con una sola frase
(…) era de esos que han recabado para sí una gran suma de vida universal, y lo
saben todo, porque ellos mismos son resúmenes del universo en que se agitan (…)
Lo que supo, pasma. Quería hacer la América próspera y no enteca; dueña de sus
destinos, y no atada como reo antiguo, a la cola de los caballos europeos.
Quería descuajar las Universidades, y deshelar la ciencia y hacer entrar en
ella savia nueva”. [4]
Otros pensadores nuestros que merecen el calificativo
de filósofos son Felipe Larrazábal (1816-1873), Amenodoro Urdaneta, Lisandro
Alvarado (1858-1929) y Jesús Semprum quienes contribuyeron de uno u otro modo
al desenvolvimiento de una conciencia crítica. Larrazábal, uno de los primeros
músicos del siglo XIX, fue también un humanista con predilección por los
autores de lengua inglesa, especialmente de John Milton y de poetas coetáneos
de Milton en el siglo XVII, aunque también reflexionó sobre el fenómeno musical
de su tiempo, fue doctor en Derecho Civil, uno de los fundadores del Partido
Liberal y activo pensador en el plano político a través del periodismo. Pero
también abarcó la arquitectura, la filología y la geografía, fundó periódicos
como El patriota y El Federalista y conservatorios
musicales. Entre sus libros y folletos se cuentan Obras literarias, Memorias contemporáneas, Principios de Derecho
Político, y Elementos de Ciencia
Constitucional y su famosa Vida del
Libertador en dos volúmenes. La intensa vida de Larrazábal concentra el
trayecto romántico venezolano en una azarosa aventura compartida entre la
política, la música, los viajes, la literatura y la historia, con no pocos
visos novelescos.
Amenodoro Urdaneta (1829-1905) fue uno de los primeros
en preocuparse por la literatura para los niños en nuestro país, y por los
aspectos formales de la gramática, pero en el terreno crítico su obra más
notable es Cervantes y la crítica
(1877), obra excepcional en el panorama de su tiempo, por su exhaustividad y el
talante de su prosa en el momento de tratar a un autor tan complejo como
Cervantes; estudio que todavía hoy se consulta para comprender mejor al autor
de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la
Mancha.
III | Todos ellos contribuyeron,
como dije antes, a construir una filosofía de lo venezolano que entronca
perfectamente con una filosofía de lo americano y se inserta en lo que Leopoldo
Zea ha llamado una filosofía de urgencia, la cual debe porque sí abordar los
problemas concretos de la existencia, los dilemas palpables del ser de cara al
mundo.
En el ensayo titulado “La filosofía contemporánea en
Latinoamérica” Leopoldo Zea lleva a cabo un ensayo donde intenta reseñar el
hacer filosófico de nuestro continente en el ámbito de los congresos de
filosofía que tuvieron lugar en algunas de las capitales latinoamericanas desde
el año 1944 hasta el año 1954, esto es, una década donde por iniciativa de
distintas universidades y gobiernos se efectuaron eventos que contribuyeron a
aumentar el interés hacia lo filosófico desde un punto de vista más riguroso,
mejor dotado de una mirada instrumental para enfrentar los problemas que le
presenta su realidad particular, en vez de quedarse repitiendo lo que dicen los
manuales acerca de la filosofía clásica. A Zea no le quedan dudas acerca de la
existencia de una nueva corriente filosófica fluyendo por las venas de nuestros
países, aportando cada uno de ellos “una serie de problemas filosóficos universales
en la misma forma cómo lo han aportado otros filósofos de diversas
nacionalidades”. A este respecto, Zea cita a varios de ellos: el argentino
Francisco Romero con su obra Teoría del
hombre (1952), a Risieri Frondizi y su libro Sustancia y función del problema del Yo (1952), amén de diversos
países como Perú (donde destacan Francisco Miró Quesada y Augusto Salazar
Bondy) mientras en México se citan otros como Samuel Ramos, Eduardo García
Maynez y Francisco Larroyo, Eduardo Nicols y Luis Recaens Siches, y el propio
Leopoldo Zea, de quien es justo citar aquí algunas obras suyas que constituyen
una aportación sobre el tema que venimos tratando, como son El pensamiento latinoamericano (1965), El positivismo en México (1968), La esencia de lo americano (1970), Dependencia y liberación de la cultura
latinoamericana (1975) y Discurso
sobre la imaginación y barbarie (1988), entre muchas otras.
En Chile sobresalen Jorge Millas, Luis Oyarzún y
Armando Roa; en Brasil Miguel Reale, Vicente Ferrera da Silva y en Colombia
Rafael Carrillo, Jaime Jaramillo y Danilo Cruz Vélez; en Bolivia Guillermo
Francovich y Gustavo Pescador; en Panamá Diego Domínguez Caballero; en
Venezuela Ernesto Mayz Vallenilla y en otros países una extensa lista de
autores que según su juicio han enriquecido la preocupación filosófica
latinoamericana.
Resulta extraño que, estando Zea invitado a Venezuela
a disertar y publicar sus libros, no haya tenido ocasión de mencionar las obras
surgidas del pulso de venezolanos; en este caso de venezolanos que maduraron
sus ideas a principios del siglo XX y fueron expresadas por escrito en las
primeras décadas de ese siglo, como son los casos de los escritores cuyas
síntesis se enumeran a continuación, sin seguir necesariamente un estricto
orden cronológico.
La obra de César Zumeta (1863-1955) –quien ejerció una
prolongada carrera diplomática— puntualiza siempre sobre el asunto de América y
su relación con Europa en dos obras fundamentales: El continente enfermo (1899) y Las
potencias y su intervención en Hispanoamérica que, aun concebidas bajo una
óptica positivista, poseen un vasto campo de influencia en la meditación sobre
América Latina y Venezuela.
Rufino Blanco Fombona (1874-1944) pone sus virtudes
narrativas al servicio de su capacidad analítica en sus ensayos Letras y letrados de Hispanoamérica (1906),
Grandes escritores de América, Siglo XIX
(1917), A propósito de la nueva
literatura hispanoamericana (1918), como en sus estudios sobre Simón
Bolívar y en El conquistador español del
siglo XVIII, revela una especial virulencia y capacidad analítica.
Jesús Semprum (1882-1931) puede ser considerado uno de
los críticos literarios más notables de Venezuela, si se atiende a su
rigurosidad y al sentido trascendente con que observa las obras. Posee Semprum
el don de contextualizar histórica como estéticamente a los autores que aborda,
tanto de la literatura europea, hispanoamericana o venezolana, como de los
propios fenómenos estéticos que rodean a la creación literaria, o sus aspectos
lingüísticos, los modos de crítica o las tendencias dominantes del modernismo,
el criollismo, el romanticismo, la vanguardia en Venezuela o Hispanoamérica, lo
cual podemos constatar en una obra crítica dispersa en revistas, diarios y
folletos que fue compilada después de su muerte en sendos volúmenes preparados
por José Balza o Pedro Díaz Seijas como Visiones
de Caracas y otros temas (1969), Jesús
Semprum (1986) y Crítica, visiones y
diálogos (2006).
José Rafael Pocaterra (1888-1955) posee una obra
cimera en el ámbito de la reflexión filosófica venezolana y latinoamericana,
como lo es Memorias de un venezolano de
la decadencia (1927) una crónica conmovedora de su tiempo –un tiempo de
dictadura, de opresión y persecución de las libres ideas durante el régimen de
Juan Vicente Gómez— constituye la mirada inquisitoria a un tiempo aciago a
través de un iluminador sentido crítico.
Augusto Mijares (1897-1979), realizó aportaciones
importantes en el terreno de la reflexión sobre América con sus libros Interpretación pesimista de la sociología
hispanoamericana (1938), Hombres e
ideas en América (1940), La evolución
política de Venezuela (1967), Somos o
estamos (1977), El último venezolano (1971)
y sobre todo en Lo afirmativo venezolano,
dio muestras de una preocupación excepcional por el destino de su país, aunque
a veces maniatado por ciertos maniqueísmos propios del positivismo.
Es de hacer notar que la actividad filosófica
venezolana no ha sido exclusiva de filósofos profesionales o catedráticos, sino
que fueron los escritores –poetas, ensayistas, narradores, dramaturgos— desde
un principio, los depositarios de esta responsabilidad, dado que en las
academias recién fundadas se tenía la creencia de que la filosofía consistía en
escribir tratados sobre filósofos antiguos o modernos reconocidos por la
tradición occidental, y no a los escritores que observaban de cerca sus propias
realidades. En este sentido, habría lugar para una rápida digresión sobre
filosofía académica y filosofía viva; la primera, ejercida en universidades,
tiende a funcionar mediante un arsenal metodológico, principalmente tomado de
la teoría literaria, cuyos métodos se calcan a veces maquinalmente de conceptos
o filosofemas ajenos que muchas veces no funcionan con las obras o procesos
americanos. La filosofía latinoamericana y venezolana nació del pulso de los
escritores e intelectuales que vivieron en propia piel los avatares del mundo
social, político y cultural de su tiempo, sin privar en ellos necesariamente
las teorías académicas occidentales.
Dentro de una tercera generación de escritores
venezolanos que filosofan de modo permanente sobre Venezuela, América y Europa
en un amplio marco de ideas, nos encontramos con varias figuras eminentes como
las de Mario Briceño Iragorry (1897-1958), en cuyo caso nos topamos con una pasión
casi innata por la reflexión sobre su país y su relación con el resto del
continente y el mundo, haciendo uso de una claridad expositiva que combina la
necesidad periodística con el desmontaje de los mecanismos que mueven el poder
político-económico de las naciones poderosas, aplicados a las nuestros. En
muchas de ellas mezcla la historia a la ficción para lograr efectos literarios
notables, mientras en otros es eminentemente filológica. De una vasta e
inagotable bibliografía, citamos apenas Americanismo,
no hispanismo (1919), Tapices de
historia patria (1934), Formación de
la nacionalidad venezolana (1945), El
regente Heredia o la piedad heroica (1949), Mensaje sin destino (1951), La
hora undécima. Hacia una teoría de la venezolanidad (1956) e Ideario político (1958) forman parte
sustantiva de esa preocupación de filosofar sobre la patria.
En cuanto a Mariano Picón Salas (1901-1965), su
voluntad americanista es apreciable a lo largo de su obra, logrando con ésta un
lugar excepcional en el concierto de voces filosóficas del siglo XX, que se
despliega para interrogar la naturaleza de lo americano frente a lo europeo, y
cómo va configurándose una nueva sensibilidad, justamente de la que él es
representante conspicuo. Picón Salas puede observar el mundo musical de Mozart
y contextualizarlo plenamente con la cultura de su tiempo en Europa, como hacer
una biografía de Francisco de Miranda o del santo Pedro Claver con la misma
minuciosidad y naturalidad. En este sentido sus obras fundamentales son En las puertas de un mundo nuevo (1918),
Formación y proceso de la literatura
venezolana (1940), De la conquista a
la Independencia (1944), Rumbo y
problemática de nuestra historia (1947), Comprensión de Venezuela (1949), y Dependencia e independencia en la historia hispanoamericana
(1952), libros que marcan momentos notables dentro del proceso intelectual e
histórico nuestro, proyectado al futuro. Con una gracia literaria muy
particular, una escritura elegante y un castellano de alto vuelo, Picón Salas
se nos muestra en toda su lucidez moderna,
en el mejor sentido de esta palabra.
Otro escritor de esta generación que cubre casi todo
el siglo XX con su filosofar sobre Venezuela es Arturo Uslar Pietri
(1906-2001). Es el caso de un gran narrador prestado a la reflexión, que se
inicia como cuentista y novelista y de manera natural va ingresando en la
meditación sobre el destino de Venezuela. Examinando sus albores y sus
distintas etapas, sus altos y bajos, desde la conquista y la colonia hasta una
modernidad dominada por la economía petrolera, Uslar urge al país a tomar
determinaciones contundentes para sacarlo de su atascamiento, y le hacen
adoptar un ángulo de visión amplio para examinar y abordar los problemas
generales. Ello se constata en sus obras De
una a otra Venezuela (1949), Breve
historia de la novela hispanoamericana (1950), Del hacer y deshacer de Venezuela (1962), Hacia el humanismo democrático (1965), En busca del nuevo mundo (1972) y La otra América (1974), que complementó con sus novelas, cuentos y
crónicas, y le hacen merecedor de un lugar de excepción entre los observadores
de lo venezolano a través de una mirada que busca lo universal.
Es de hacer notar que todos estos escritores forman
parte de la vida política venezolana ejerciendo cargos ministeriales o diplomáticos,
o sufriendo exilios durante la dictadura gomecista, o bien fungieron de
“intelectuales orgánicos” en la democracia representativa. En todo caso,
prepararon el terreno a otras visiones de la realidad: existencialistas,
marxistas, epistemológicas, sociológicas, estructuralistas o posmodernas, todas
muy útiles para despejar los distintos caminos de la prosa de interpretación en
el momento de abordar los asuntos históricos o cognitivos de nuestras
sociedades. Entre estos nuevos nombres debemos citar en primer lugar a Juan
Liscano (1915-2001), poeta que ejerciendo el oficio de ensayista se convierte
en uno de los filósofos venezolanos más influyentes del siglo XX, al adoptar un
punto de vista que hace acopio de la antropología cultural, el folklore y la
simbología para tejer un discurso que posee elementos de la psicología
arquetipal, mezclando todo ello a una intuición poética que le da muy buenos
resultados, debido a su amplio margen interpretativo. Los principales libros de
Liscano en esta dirección son Poesía
popular venezolana (1945), Los
diablos de San Francisco de Yare (1952), Panorama de la literatura venezolana actual (1973), Espiritualidad y literatura, una relación
tormentosa (1976), Identidad nacional
o universalidad (1980), El horror por
la historia (1980), Lecturas de
poetas y poesía (1985), y La
tentación del caos (1993). Su preocupación también abarcó la obra de varias
figuras relevantes de la cultura venezolana que él conoció personalmente, como
son los casos de Rómulo Gallegos o Armando Reverón. Una de las actitudes que
hablan mejor del temperamento inquieto y abierto de Juan Liscano fue su
permanente contacto con las generaciones de jóvenes escritores y artistas, a
los que alentó siempre.
Habremos de reconocer la actividad filosófica de
Ernesto Mayz Vallenilla (1925), que empezó sus reflexiones abordando los
asuntos de la fenomenología del conocimiento, y de otros tópicos derivados del
humanismo y de los estudios académicos empleados en la obtención de la verdad,
para derivar al final de su recorrido hacia los problemas presentados por la
técnica o la tecnocracia, así como los tópicos implícitos en las maneras de
transmitirnos las disciplinas filosóficas en el ámbito académico cuando éste
hace crisis; su hacer entonces está estrechamente guiado por una voluntad
ontológica en obras como Universidad y
humanismo (1957), El problema de
América (1959), Ontología del
conocimiento (1960), Hacia un nuevo
humanismo (1970), Esbozo de una
crítica de la razón técnica (1974), Técnica
y libertad (1979), Democracia y
tecnocracia (1979), Fundamentos de la
Meta-técnica (1990) e Invitación al
pensar del siglo XXI (1999). Rasgo notable de su hacer filosófico es el
rigor en el manejo de las categorías y la variada gama conceptual de sus
preocupaciones: el caos, la ecología, los medios, la técnica o la inteligencia,
puestos todos en un escenario de novedosos registros y posibilidades.
Otro filósofo con un vasto sustrato de conocimiento
poético es Ludovico Silva (1937-1988), esta vez empleado para observar los fenómenos
económicos que determinan la vida en el capitalismo desarrollado, lo cual lo
lleva a identificarse con la filosofía marxista de la historia y a emplear los
recursos de ésta para estudiar los conceptos de alienación e ideología, de los
que intenta hacer un examen exhaustivo, al rechazar las interpretaciones
manualescas del marxismo e ir en busca de nuevas posibilidades de esta teoría
para aplicarlas a Latinoamérica en el siglo XX, buscando valerse de las
significaciones prístinas de los conceptos de Marx en El Capital, y teniendo en cuenta los giros que toma el estilo
literario del filosofo alemán en su propia lengua, de quien intenta mostrar su
plena vigencia, al proponer las posibilidades de un socialismo para vencer los
estragos morales y culturales del capitalismo. En este sentido, sus obras más
importantes son La plusvalía ideológica
(1970), Teoría y práctica de la ideología
(1971), Marx y la alienación (1974), Anti-manual para uso de marxistas,
marxólogos y marxianos (1975), Teoría
de la ideología (1980) y La
alienación como sistema (1983). Silva combinó también sus escritos
periodísticos sobre poesía y teoría poética con miradas a la circunstancia
política y social de la Venezuela que le toco vivir, generando libros que
mezclaron distintas formas e intenciones en el logro de un tablero filosófico
bastante ágil, que no descartó los elementos humorísticos y testimoniales para
lograr sus registros, como son los casos de De
lo uno a lo otro (1975), Belleza y
Revolución (1979) y Filosofía de la
ociosidad (1987).
El nombre de José Manuel Briceño Guerrero (1929-2014)
está asociado a la filosofía, tanto por su obra como por su desempeño en la
cátedra universitaria que ejerció en la Universidad de los Andes durante largos
años, donde tuvimos ocasión de escuchar sus enseñanzas. Briceño Guerrero
dictaba cátedra aún cuando no se lo propusiera, asistido por su nobleza humana
y su integridad personal. Estudió filosofía en Europa y fue investigador
apasionado de los idiomas, la literatura, el arte y la música. Desde sus años
de formación tuvo a Latinoamérica como uno de sus centros de preocupación, lo
cual plasma con notable lucidez en sus libros ¿Qué es la filosofía? (1963), donde se plantea de modo atrevido el
asunto de si puede existir una filosofía propiamente venezolana y pone en tela
de juicio si somos o no occidentales; mientras América Latina en el mundo (1966), es uno de los acercamientos más
importantes sobre el tema, que no se reduce a examinar los aspectos históricos
y el fenómeno del mestizaje, sino a ahondar en los matices lingüísticos del pensamiento
y en la mentalidad mítica y lógica, adelantando en este sentido una mirada
esclarecedora, que luego iría a profundizar en obras como La identificación americana con la Europa segunda (1977), América y Europa en el pensar mantuano (1981)
y luego intentará realizar en el plano de la creación literaria en Discurso salvaje (1980) o Anfisbena. Culebra ciega (1992),
curiosas mixturas entre crónica y cuento literario que le van a proporcionar un
tono propio a su escritura, una conciencia de estilo que permiten señalarlo
como a uno de los principales filósofos venezolanos.
Entre los filósofos españoles que hicieron vida en
Venezuela se encuentra Juan David García Bacca (1901-1992), quien cuenta con
una vasta labor de reflexión sobre filosofía de la antigüedad o del siglo XX
desde una perspectiva metodológica rigurosa, que emplea procedimientos de la
ciencia o de la lógica, tal se muestra en sus obras Filosofía de la ciencia (1940) y Filosofía en metáforas o parábolas (1945); también trata sobre
filósofos de los siglos diecinueve y veinte en obras como Nueve grandes filósofos contemporáneos y sus temas (1947). A partir
de los años de su residencia en Venezuela se producen obras como Antología del pensamiento filosófico
venezolano desde la Colonia hasta Bello (1954) o el estudio La filosofía en Venezuela desde el siglo XVI
al XIX (1956), --justamente este último volumen citado sería una de las
pruebas de lo que vengo afirmando en el presente ensayo— y los libros Antropología filosófica contemporánea (1957), Historia filosófica de las ciencias
(1964) y Los clásicos griegos de Miranda
(1969). Tiene García Bacca el mérito de haber logrado la hazaña de traducir en
Caracas la obra completa de Platón al castellano, de escribir numerosos
volúmenes de ensayos, estudios y ejercicios filosóficos, y de enseñar en la
Universidad Central a varias generaciones de estudiantes, preocupado siempre
por América y Venezuela.
Juan Nuño (1927-1995), en cambio, aunque también de
formación académica --nació en Madrid y estudió en París y Cambridge— se
doctora en la Universidad Central de Venezuela, a la que llega muy joven, se
refleja en libros rigurosos como Sentido
de la filosofía contemporánea: compromisos y desviaciones (1965), La revisión heideggeriana de la historia de
la filosofía (1962), El pensamiento
de Platón (1963) o Los mitos
filosóficos (1985) a obras más abiertas y desenfadadas como La veneración de las astucias (1990), Fin de siglo: ensayos (1991), Ética y cibernética (1991) y un libro
muy audaz sobre La filosofía de Borges
(1988). La mordacidad y la ironía son rasgos distintivos de la prosa de Nuño,
quien también fue un destacado crítico de cine en sus artículos periodísticos
reunidos en el volumen 200 horas en la oscuridad
(1986). Nuño se integró desde joven y luego dictó cátedras de filosofía de la
Universidad Central, y ahí permaneció hasta sus últimos días.
El argentino Ángel Cappelletti (1927) llegó a
Venezuela joven. Había egresado de la Universidad de Buenos Aires, para luego
titularse en La Universidad Simón Bolívar en filosofía. Se concentró en el
estudió de los clásicos griegos como Heráclito, Protágoras y Séneca y de la
Edad Media, y un interesante ensayo sobre el positivismo venezolano, publicando
casi todos sus libros en Venezuela. Entre sus obras contamos La filosofía de Heráclito de Éfeso (1970),
Inicios de la filosofía griega
(1972), Cuatro filósofos de la Alta Edad
Media (1972), Introducción a Séneca (1973),
Protágoras: naturaleza y cultura (1987),
Notas sobre filosofía griega (1990), La estética griega (1991), Textos y estudios sobre filosofía medieval
(1993), Positivismo y evolucionismo en
Venezuela (1992) y Estado y poder
político en el pensamiento moderno (1994).
Federico Riu (1925-1985) también es otro de los
filósofos nacidos en España nacionalizados venezolanos que llegaron a nuestro
país a laborar en la Universidad Central de Venezuela y a brindarnos una obra
rica en sugerencias. Viajó a Alemania y allí recibió clases del mismo Martin
Heidegger. Estudioso de la filosofía existencialista y marxista, especialmente
de Heidegger, Marx, Sartre, Lukács y Husserl, también se preocupó por filósofos
como Ortega y Gasset y García Bacca, a la par de ofrecer una cátedra de
filosofía que se mantuvo por un cuarto de siglo y fue de gran provecho para la
filosofía venezolana. Entre las obras principales de Riu en este sentido están Ontología del siglo XX (1966), Ensayos sobre Sartre (1968), Tres fundamentos del marxismo (1976), Vida e historia en Ortega y Gasset (1985)
y la obra póstuma Ensayos sobre la
técnica en Ortega, Heidegger y Mayz Vallenilla (2010).
Un filósofo de la generación de Riu es el venezolano
J.R. Guillent Pérez (1923-1989). Estudió en la Universidad Central y se
desempeñó como profesor en el Instituto Pedagógico de Caracas. Su preocupación
central fue la del Ser, las derivaciones ontológicas suscitadas a partir de la
indagación del Yo y de los misterios que se amplían como fenómenos en el hombre
del siglo XX y su búsqueda de la verdad, en medio del escepticismo y la
angustia. En 1950 Guillent Pérez estaba en Paris y allá formó parte del grupo Los disidentes, abocados a denunciar la
dependencia de los pueblos latinoamericanos a la cultura occidental, y a dar su
respuesta a las crisis de posguerra en Occidente, lo cual generó una polémica
en 1965 que incluyó a la crítico de arte Marta Traba como a un elemento
importante. De la obra de Guillent Pérez citamos los títulos Venezuela y el hombre del siglo XX (1966),
Dios, ser, el misterio (1966), El hombre corriente y la verdad (1972), El ser, la nada, la muerte (1984), El ser y el hombre del siglo XX (1989),
y Conocer el Yo (1987).
Rigoberto Lanz (1943-2013) fue otro filósofo vinculado
a las cátedras de la Universidad Central, afincado en la investigación de las
ideologías y el marxismo en una primera etapa, como lo atestiguan sus obras Dialéctica de la ideología (1975), Marxismo e ideología (1980) y luego
deriva hacia una investigación minuciosa de los asuntos de la posmodernidad, el
papel de las Universidades y el socialismo en el siglo XX, como se advierte en Hacia dónde va el socialismo (1993), Paradigma, método y posmodernidad (1995),
La deriva posmoderna del sujeto (1998)
y Gobernanza. Laberinto de la democracia (2005).
Lanz mantuvo una columna de crítica filosófica en la prensa de Caracas que
logró una contribución muy significativa, al esclarecer problemas
epistemológicos en el ámbito de las Universidades.
El filosofar de Luis Britto García (1940) está
dirigido sobre todo al terreno político y cultural, al que Britto se encarga de
desmontar analizando los mecanismos del funcionamiento capitalista para develar
las maquinaciones del poder, y abrir paso a una reflexión permanente sobre el
país y las repercusiones que sobre él ejercen las fuerzas nefastas del nuevo
imperialismo. Tanto en sus libros de ensayos como en sus artículos
periodísticos, Britto García se afianza en este terreno, valido de una prosa
ágil en permanente afán de renovación. Es uno de los narradores reconocidos del
país, con relatos y novelas que cuentan con numerosas ediciones y
reconocimientos. Entre la obra ensayística de Britto citamos El poder sin la máscara: de la concertación
populista a la explosión social (1989), La
máscara del poder: del gendarme necesario al demócrata necesario (1989) El imperio contracultural: del rock a la
posmodernidad (1991) Elogio del
panfleto y de los géneros malditos (2000), Demonios del mar: corsarios y piratas en Venezuela (1999), Por los signos de los signos (2006) y Conciencia de América Latina (2002).
IV | No podemos abarcar aquí a
todos aquellos escritores venezolanos que en algún momento filosofaron sobre
nuestros países o sobre las interrogantes de la historia, la cultura o las
ideas de sus compatriotas. Sólo hemos reseñado a quienes consideramos representativos.
Por supuesto, hubiera sido ideal poder haber hecho citas de todos ellos en este
recuento, tarea que hubiera rebasado la intención de este ensayo. Sin embargo
valga decir, como lo afirmé e intenté mostrar en mi antología de El ensayo literario en Venezuela. Siglo XX
(1988 y 1991), que éste no fue cultivado sólo por ensayistas profesionales
abocados exclusivamente a ese género, sino que éste fue practicado por
narradores o poetas que tuvieron la necesidad de expresar sus ideas acudiendo a
la prosa de interpretación, y en este sentido el ensayo debe ser considerado el
instrumento de una urgencia, como lo es la necesidad de meditación, la cual no
puede ser exclusiva de filósofos puros o de doctos académicos. He realizado
estas reseñas con el ánimo de glosar y complementar las ideas de Leopoldo Zea,
al indicar las obras venezolanas en el concierto de las ideas americanas. Nos
haría falta complementar la antología del pensamiento filosófico venezolano que
comenzó Juan David García Bacca sobre nuestro siglo XIX, para irnos
reconociendo en la historia de nuestras ideas a lo largo del siglo XX y lo que
va del siglo XXI.
Del libro que venimos glosando, Filosofía y cultura latinoamericanas, Leopoldo Zea lleva a cabo una
reflexión sobre “Dependencia y liberación en la filosofía latinoamericana” que
me parece muy oportuna para cerrar este volumen. En ella, el filósofo mexicano
aprovecha la invitación de su colega peruano Augusto Salazar Bondy a considerar
el tema de “la dependencia de la cultura latinoamericana y el de la posibilidad
de una filosofía de la liberación que cancelase esa dependencia.” Tal
dependencia se manifiesta de diversas maneras. Salazar Bondy abre la discusión
diciendo que “la filosofía que hay que construir no puede ser una variante de
ninguna de las concepciones del mundo que corresponden a los centros de poder
de hoy, ligadas como están ligadas a los intereses y metas de esas potencias”,
ideas que de alguna manera coinciden con las del precursor argentino Juan
Bautista Alberdi, quien también comparte la idea de una filosofía de la
liberación, “una filosofía política, una emancipación política aquí debe ir
acompañada de una liberación mental y cultural, lejos de las programaciones
impuestas por los centros de poder dominantes”, remata Salazar Bondy. [5] Llama la atención que Leopoldo Zea
concluya su ensayo con una cita de Karl Marx donde podemos leer: “Se verá
entonces que la humanidad no comienza una nueva tarea, sino que realiza un
antiguo trabajo con conocimiento de causa. Toma de conciencia plena, como
unidad de lo que ha sido, lo que se es y lo que se quiere llegar a ser. Unidad
de lo humano en continua realización consciente a través de la cual se va
haciendo expresa la anhelada libertad”. [6]
Y es sobre esta conciencia que llamamos la atención en
esta glosa, sobre esa idea de liberación, definitoria dentro del campo de
interrogantes que mueven las nuevas directrices de nuestra filosofía, expresada
no sólo mediante la lectura directa de conceptos organizados a través de
razonamientos lógicos o científicos, categóricos o supeditados a sistemas
académicos, sino a través del arte, la literatura, la poesía, la crítica
literaria, la novela, el cuento o la crónica, maneras artísticas de hacer
filosofía. Me atrevo a decir que Venezuela ahora toma una posición de
vanguardia en este sentido: que nuestros literatos, escritores y filósofos van
a tener un papel preponderante en los nuevos tiempos, cuando venezolanos,
latinoamericanos, europeos, asiáticos y africanos vuelvan sus miradas sobre
nuestros pensadores para encontrar en sus obras las posibilidades de una
esperanza por construir.
NOTAS
1. Leopoldo Zea, Filosofía y cultura latinoamericanas,
Fundación Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, Prólogo de
Carmen Bohórquez, “Cantaclaro. Más de 40 años de creación cultural”, Colección
Argumentos, Caracas, 2014, 310 pp.
2.
Véase Juan Bautista Alberdi, Ideas para
presidir a la confección del curso de filosofía contemporánea (1842).
Citado por Zea en Filosofía y cultura
latinoamericanas, pág. 9.
3.
José Enrique Rodó, Ariel, Montevideo,
1900.
4.
José Martí, Prólogo a: Cecilio Acosta, Obras
completas, La Casa de Bello, Caracas, 1988.
5. Augusto Salazar Bondy ¿Existe una filosofía de nuestra América?, México, 1969.
6. Carlos Marx, “Carta a Arnold Ruge”, Kresznach,
septiembre de 1843, en Anales franco
.alemanes, Paris, 1844. En español en Ediciones Martínez Roca, Barcelona,
1970.
***
Gabriel Jiménez Emán (Venezuela, 1950).
Narrador, poeta y ensayista. Libros más recientes: Consuelo para
moribundos y otros microrrelatos (2012), Hombre mirando al sur. Tributo al jazz
(Imaginaria, 2014), Gustavo Pereira. Los cuatro horizontes de una poética (2014),
y Solárium (Casa de las Letras Andrés Bello, 2015). Contacto: gjimenezemen@gmail.com. Página ilustrada con
obras de Zuca Sardan (Brasil), artista invitado de esta edición de ARC.
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