México, en la antesala de la Gran
Guerra, fue un país que atrajo a varios artistas del 'círculo sagrado' del surrealismo. Algunos viajaron y otros establecieron su
residencia en este país donde lo moderno y lo antiguo se han fundido desde hace
siglos. En una época en que el surrealismo se acercaba a su crepúsculo, México representó,
en el plano vital, un lugar de refugio para algunos sus destacados miembros y, en
el plano artístico, la esperanza de un reavivamiento de la estrella surrealista.
Los surrealistas, con sus luces
y sombras, fueron acercándose al paisaje humano y natural de nuestro país. Antonin Artaud llegó a México en 1936. Viajó a la sierra
Tarahumara donde fue iniciado por los rarámuris en el rito del peyote, “una
planta-principio”. Esa experiencia marcaría su poesía para siempre. César Moro,
un poeta peruano que a finales de los 20’s conoció a André Breton en París y en
1938 arribó a nuestro país, quedaría por siempre fascinado por el cielo de México.
Bajo ese cielo ve perdurar “lo mágico, lo esencial, lo trascendental de nuestro
pasado”. Los grabados de José Guadalupe Posada y los cuadros de Frida Kahlo fascinaron
a André Breton, quien en su visita a nuestro país, en 1938, dijo su frase célebre,
aquélla de “México tiende a ser el lugar surrealista por
excelencia”.
Entre las cosas de México que más
apreciaron los surrealistas fue lo vivo de su pasado precolombino, el cual pese
al peso mortal de la modernidad seguía moldeando su alma y su arte. Con profundo
interés buscaron penetrar en las formas y la magia del arte mexicano. Roland Penrose
admiró los cráneos de cristal de roca –que observó por primera vez en la sección
Maya del Museo Británico-, y los relacionó con las 'calaveras de azúcar', con que
los pobladores del centro de México adornan sus altares el Día de Muertos (“hermosamente
decoradas, llevan el nombre del último pariente
fallecido y son finalmente saboreadas como una dulzura”). Eva Sulzer dejó
en las páginas de la revista Dyn inolvidables imágenes en color sepia de
la pirámide del Adivino de Uxmal. Wolfgang Paalen viajó a las márgenes del río Coatzacoalcos
para admirar in situ las fabulosas cabezas olmecas. Leonora Carrington interpretó
con original colorido simbólico el arte mágico del mundo Maya.
De todos los surrealistas Benjamin
Péret fue quien mostró el interés más profundo por el México prehispánico. Tradujo
al francés el Chilam Balam de Chumayel (Denoël, 1955) y reunió su Anthologie des mythes, légendes et contes populaires d'Amérique
(A. Michel, 1960).
Ese interés casi de mitólogo fue
una preparación para una de las uniones más logradas entre mitología precolombina
y poesía surrealista. Esa fusión que condensa toda la experiencia mexicana de Benjamin
Péret se encuentra en Air Mexicain (Arcanes, 1952). El poema fue probablemente
escrito en la Isla de Sein, durante el verano de 1949. La edición, con un tiraje
limitado, fue ilustrada por Rufino Tamayo.
Hay una tardía edición mexicana del poema, que conserva el original en francés,
con una estupenda versión en español de José de la Colina (Aldus, 1997). Para Fabienne
Bradu el poema es “la culminación y la pieza maestra de sus escritos sobre México”.
A juicio de Octavio Paz, quien sin duda recibe su influjo y lo prepara para hacer
un ulterior intento de fusión semejante (sobre todo en Piedra de sol, título
que a su vez retomó de Pierre de Soleils, de César Moro, también fascinado
por esa rueda de tiempo y piedra sacrificial), es “uno de los más bellos textos
poéticos que hayan inspirado el paisaje y los mitos americanos”.
Air Mexicain está escrito en un verso libre
francés muy prolongado, que se acerca a las formas del versículo, que ensayaron
otros surrealistas en algunos de sus poemas extensos. En la escritura a lo surrealista
del poema de Péret hay un cambio en la manera en que la escritura automática despliega
su imaginería en el cuerpo del poema: las imágenes parecen brotar de manera “volcánica”
y son de naturaleza más bien abstracta, en lugar de aquellas basadas en el “encuentro
de dos realidades lo más alejadas posibles” que postuló Reverdy y el surrealismo
de la primera época.
Air Mexicain es un texto escrito en clave,
que recrea la cosmogonía de los antiguos mexicanos. Esos mitos antiguos, que Benjamin
Péret consideraba “poesía en estado original”, con su ciclo sucesivo de creación
y destrucción, con su fusión del tiempo mítico
(espiral retorno) y el tiempo histórico (línea irreversible) forman la escritura
casi secreta, simbólica, que permea todo el poema peretiano. Sin ese constante ir
y venir del poema al libro de los mitos precolombinos es casi imposible develar
los signos de esta escritura que se encuentra en los límites
del hermetismo surrealista.
El polvo del esperma y de sangre vela su rostro tatuado por la lava
Su grito resuena en
la noche como un anuncio del final de los tiempos
El escalofrío que salta
sobre su piel de espinas corre cuando el maíz se alisa
al viento
Su corazón enarbolado
concluye a los cincuenta y dos años en un
brasero de alegría
En un juego de alusiones el inicio
del poema nombra, sin mencionarlo, a Huehuetéotl (“fuego enlutado”), el dios del
fuego, el más antiguo de la mitología mexicana, a quien en su advocación de dios
fálico y de la fertilidad, se le brindaba el sacrificio de “esperma y sangre”. La
“lava” hace referencia a Cuicuilco, una pirámide redonda, parcialmente ocultada
por la lava, donde se ha encontrado la representación más antigua de esta deidad.
El ídolo del dios del fuego siempre lleva un brasero (“brasero de alegría”) sobre
su cabeza y sus atributos incluyen la “serpiente de fuego” y la “cruz de Quetzalcóatl”
o quincuance (cuatro rumbos del universo, unidos por un centro, unión del
cielo y la tierra). Sus brazos entrelazados forman el signo olín, que significa
el cíclico movimiento del sol, los seres y las cosas.
Quizás sea necesario recordar que
en la cosmogonía mexicana el mundo ha sido creado y destruido varias veces. El primer
sol sucumbió por el agua, el segundo fue oprimido por el cielo, el tercero se destruyó
por el fuego y el cuarto por el viento. El quinto sol (regido por el signo de olin,
movimiento), en el que vivimos ahora, sucumbirá por temblores de tierra. Esa cosmovisión
originó el ritual del ‘sol nuevo’, que se menciona en Air Mexicain, cuando
en la cima de la Pirámide del Sol, cada 52 años (el ciclo del siglo tolteca), quedaba
en vilo el alma de los antiguos mexicanos, quienes dudaban entonces si el “sol negro”
o el “sol detenido” sucumbiría en su viaje por el submundo
o volvería a brillar en el firmamento.
En cierto sentido Air Mexicain
es un 'himno a los dioses', que recuerda la escritura original con que en náhuatl
se exaltaba a las deidades mexicanas. El epíteto emblemático nombra al dios y sus
atributos, tal es la clave escritural que permite desentrañar la significación simbólica
de este poema. Huehuetéotl vimos que aparece en la forma de “fuego enlutado” o “abuelo
del fuego”, Quetzalcóatl como “serpiente emplumada”, Tezcatlipoca es “el espejo
humeante”, Xipe Totec “el desollado” dios de la primavera, Tlaloc “tigre de la lluvia”,
Xilotl es “el hada del maíz” o “el maíz verde”, Coatlicue es nombrada como “la virgen
de falda de serpientes” y su hijo, Huitzilopochtli, aparece como colibrí o “ave
mágica” (hay incluso una alusión al nacimiento ‘inmaculado’ del dios guerrero: Coatlicue,
como diosa virgen, fue preñada por una “pelusa verde” que se posó en su regazo).
Todos los dioses participan del movimiento del cosmos y, en su honor, el tiempo
mexicano se convierte en un tiempo de sacrificios, de festividad, de ritual sagrado:
El tigre de la lluvia
reclamaba su festín de hostias encantadas por un final glorioso
el abuelo del fuego
su regalo de flores perfumado de corazones palpitantes y el hada
del maíz su corona
de rocío en la que se miraban las montañas…
En Air Mexicain el tiempo
mítico y el tiempo histórico se funden. La llegada de Hernán Cortés es vista por
Moctezuma como la vuelta de Quetzalcóatl, un retorno en cierto sentido de la armonía
cosmogónica: “la serpiente emplumada retorna a su casa”. Pero esa armonía es sólo
una ilusión, la cruda realidad histórica de la Conquista, con su sometimiento de
la otredad, queda revelada: el español lleva como armadura “un abrigo de escorpiones”;
el oro resume el móvil materialista de su empresa: “exigen oro que no vale lo que
las plumas de la mañana”, destruyen los templos sagrados (“las mansiones de los
amos”) y los códices (“los libros de toda ciencia”), plenos
de sabiduría ancestral.
El conocido anticlericarismo de Benjamin Péret no deja de expresarse en la visión
que Air Mexicain modela de los vencedores europeos: traen un “crucifijo sangriento”,
“los comedores de anonas que llevan un círculo sobre su cabeza quieren hacer
un dios que no es necesario”. Péret en este punto parece reconocer que no existía
ninguna superioridad, ni aun religiosa, por parte del Conquistador y al alegato
europeo simplificador de que los aztecas profesaban el politeísmo -cosa que pregona
Chavero-, opone la profunda creencia en un dios único, el “Dador de la Vida” o el
“señor de la vida” –el Tloque Nahuatlaque- de los poemas prehispánicos, que formaba
parte del conocimiento esotérico de la élite sacerdotal. Se sabe que el rey poeta
de Texcoco, Netzahualcóyotl, hablaba de una deidad “creador del mundo”. El propio
obispo Bartolomé de las Casas, en sus pláticas con los indígenas de Chiapas, llegó
a reconocer que “tenían conocimiento particular del verdadero Dios”.
Al dios único, dador de todas las cosas, se le conoce también como Ometéotl,
la suprema dualidad del mundo: Uno y dos, como se expresa en el dualismo cósmico
del día y la noche, o en el antropomorfo de los distintos sexos. La idea de la unidad
y la heterogeneidad del ser no era extraña a los antiguos sabios mexicanos.
En Air Mexicain lo mítico y lo histórico
se funden, como si el tiempo de los dioses y el de los hombres se acercara, se separara
y volviera a fundirse. Por ello no sorprende que personajes de la historia del México moderno –como
Juárez o Zapata- parezcan advertir de un renacimiento del alma mexicana vinculada
con el pasado mítico; y que los rostros de nuevos conquistadores “sombras bárbaras
con rostros de dólar numerado”, identificados con los anglosajones yanquis, busquen
alterar el hermoso sueño mexicano asentado en la raíz de sus antiguos dioses. Zapata
-como Quetzalcóatl o Cuauhtémoc- es mitificado como restaurador del orden sagrado, la reconciliación del mexicano con su pasado:
De cada surco parecido a un centavo nuevo Zapata hace
crecer la mies para siempre madura de los
cantares desheredados
Air Mexicain se acerca a las escrituras
del palimsesto, como si en esos versos desbordados y cercanos a la prosa
se filtrara la escritura otra: la tinta negra y roja con que los antiguos escribas
componían sus códices. Del Popol Vuh proviene su mención de los “tapires
del alba” y del Chilam Balam la cita de “los comedores de anonas”.
En un poema centrado en la cosmogonía del Valle de México no dejan de sorprender
estas alusiones a los textos mayas, que parecen subrayar, pese a su distancia histórica
o espacial, la esencial unidad espiritual de las culturas originales del México precolombino.
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Ricardo Echávarri (México).
Poeta, ensaísta. Foto de Benjamin Péret: Jean-Pierre Plisson. Página ilustrada com obras
de Wega Nery (Brasil), artista convidada desta edição de ARC.
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