Danzando sobre un potro de jade a través del humo de su cigarro, esa
oscura pradera que le convidaba, ha escapado José Lezama Lima, en el momento en
que, quizás, iba a alcanzar su “definición mejor”. Le sobrevive una obra
dispersa en múltiples poemas, cuentos, novelas y ensayos, reunida en torno de
lo irreal hecho posible, los goces del lenguaje y las aventuras de la
imaginación. Obra impulsada por un metaforizar sin límites, instaurador de
espacios impensables. Imagen sorpresiva de un cuerpo soñado, cuerpo o letra
cuyas raíces desteje el deseo de ser siempre otra cosa: “Yo creo que la
maravilla del poema es que llega a crear un cuerpo, una sustancia resistente
enclavada entre una metáfora, que avanza creando infinitas conexiones, y una
imagen final que asegura la pervivencia de esa sustancia, de esa poiesis” (Lezama,
conversando con Manuel Alvarez Bravo).
La escritura barroca del poeta cubano no suele
encontrar la aprobación de los críticos ni cuenta con un público lector muy
amplio. La espiral de su palabra desborda, tal como ocurre usualmente con las
obras más intensas, el horizonte de nuestros tiempos. Su poder visionario,
irrespetuoso de los cánones y la claridad cartesiana, no entra en los esquemas
del racionalismo imperante, siendo resultado, como es, de una lucha en las
condiciones más adversas, realizada en medio de la soledad y de un austero
silencio, tal como correspondía a uno de los poetas más cercanos al destino de
aquel otro viajero de de la invención: Marcel Proust. A semejanza de él, debió
Lezama enfrentar el desconocimiento y, en especial, el rechazo de casi todos
sus contemporáneos, suerte bastante frecuente cuando de escritores se trata, y
la cual expresa sin rodeos el novelista F. Scout Fitzgerald: “La historia de mi
vida, es la historia de la lucha por hacerme escritor y la serie de
circunstancias que se empeñaban en impedírmelo”. (Citado por Arthur Mizener).
Tras el instante de su fulgor se despide Lezama
dejándonos la gran fascinación de su diálogo con el ser, es decir, con el
vacío, con lo desconocido. Amante de los placeres de la conversación, ríe ahora
de las sombras de “la clase conversadora”, mencionada por Jack Kerouac, el
grupo de intelectuales que tan sólo puede acceder a la vida valiéndose de los
libros, sumiéndose únicamente en abstracciones, tratando de racionalizarse a sí
mismos. De todos nosotros ríe Lezama, y su risa no es más que una invitación a
perderse en la alegría de una tierra sin caminos, júbilo para el cual morir
encarna una posibilidad fecundante, un desafío, el azar de una forma:
Cuando llega a la silla de oro de las despedidas
sus deseos estallan en melodiosas
flores acuáticas.
[Tedio del segundo día]
Las páginas siguientes, escritas meses antes de
la muerte del poeta, no desean ser más que un homenaje a su obra, así como el
comienzo de una indagación en torno a las puertas que abre, cuando los dioses
nos ocultan, una vez más, su estrella oscura.
I
El placer, que es para mí un momento en la
claridad, presupone al diálogo.
J.L.L. Paradiso
Venga para conversar, es la expresión a partir de la cual desliza
Lezama Lima el llamado al goce insinuante del diálogo, a las aventuras de la
palabra entrecruzada con lo asombroso, lo enigmáticamente abierto en la
espesura de la diafanidad silenciosa. La conversación es para él una zona de
misterio fascinante dentro del estéril quehacer cotidiano, zona en la que
obtiene su alimento, dentro de su múltiple impulso, la lenta construcción de un
texto, poema o novela. La palabra hablada, dispersa en el diálogo o sostenida y
destilada, penetra en el horno de la creación, recibe de su fuego la máscara
que concurre al nacimiento de una imagen tras el golpear de una puerta en el
salón lleno de espejos, al desvarío súbito, detenido, vuelto eterna presencia
en la obra, entremundo en el cual la palabra surgida del diálogo persiste en
cierta forma, transformada en un aliento, en un hálito. El oír y el hablar
convergen en un punto de extraño equilibrio, poblado de imprevistos desórdenes,
dificultades estimulantes que el buen conversador sabe sobrellevar, dócil a las
pausas exactas. La conversación le exige que se oculte y se muestre,
perdiéndose en lo manifestado por el otro. El otro dialogante no es alguien
habitual o un ser a quien se deba impresionar mediante el ejercicio de la
palabra considerada como “brillante” por sus artificios retóricos, ni es
tampoco el espectador pasivo del despliegue de extensas parábolas, sino que
ese otro se constituye en una pregunta amenazante y excitante,
una tentación devoradora de las costumbres y el tiempo de la duración, raudo
pasadizo entre las hojas del cedro y el brotar de las rejillas sobre el asfalto
cubierto de un hollín verdoso. Ese otro se convierte en el análogo de un espacio
en blanco. Blancura del silencio engendrador y resistente, por paradoja, a la
forma del poema, a la fijeza del exorcismo. Oscuridad audible de la pausa en lo
fugaz que, como en “le vide papier / que la blancheur défende”, intenta
guardarse su secreto. Ambigua claridad presente, en un sentido similar, en la
obra de otro gran conversador, objeto del conocimiento y la admiración de
Lezama: “Mallarmé habla al lado de la chimenea, trasladando el fuego al pico de
su cigarrillo. Digo pico de cigarrillo en recuerdo del pico de cabeza de ave
esquelética que aparece en el retrato que le hizo Gauguin. Traza con él figuras
geométricas, las borra con la gravedad litúrgica de la voz. Añade a la
conversación, el dios que desaparece en la fuente. La flauta que el caprípedo pierde
en los cañaverales. El secreto de las insinuaciones y el misterio de las
pausas”. (Tratados en la Habana, pp. 89-90).
Aventura del hablar manteniéndose en el goce de
suscitar la curiosidad del otro hacia la inmersión renovadora en los laberintos
de la cultura, considerada como una segunda naturaleza, o el golpe brusco y
embriagante del humor, la risa ante la nada, rollo extendido ante los ojos de
un niño que oscurece sin quererlo las transparencias de una catedral en llamas
y trepa por los balcones de la ópera alejandrina, envuelto en el polvo de los
palimpsestos y las naves, en la ceniza ligera de los grandes muros que hiende
el fuego del jeroglífico, por encima de las convenciones de toda cronología.
En nuestra época, la conversación, afectada por
el desierto que se extiende, carece del espíritu del juego, es ajena a la danza
en la hoguera de la alegría pues se ha cerrado a la posibilidad de lo
desconocido, convirtiéndose en monólogo sin resonancia, en un círculo en torno
de lo mismo, hundida en la eterna aceptación de un modelo pragmático, eco de la
represión latente en las relaciones Interhumanas y extraña, por lo mismo, a las
intensidades del deseo. El cierre de la vida en la esfera de la conciencia, en
el horizonte de un yo estéril y dictador, arraigado en un sistema de
significaciones estables, trae consigo el olvido de la diversidad y de lo
informe, el rechazo al placer de la comunicación. Incluso, el texto se crea un
lector (un oyente) impreciso pero con el cual converge en la dimensión del lenguaje
literario, afirmador del goce, a diferencia del escrito que colma las demandas
del lactante, hundiéndolo en las aguas maternales, allí donde no importa el
oyente misterioso. Hecho que se efectúa cuando el riesgo del arte exigiría, más
bien, matar a la madre para descubrir la mujer, es decir, no encerrarse en el
reconocimiento de los límites usuales: “Deseoso es aquel que huye de su madre”,
escribe Lezama en algún poema, señalando el modo en que el deseoso se aleja de
su origen, más allá del vientre materno, sobre la muerte. Por eso sabe diluirse
al contacto de lo extraño y sabe conservar un nexo posterior (o principio
formal) con la morada del comienzo, transformándola en indicio de la tierra
dejada atrás.
Según Lezama, Goethe se jactaba de que aquel a quien
escuchaba hablar por unos minutos podía seguir haciéndolo conversar en su
interior durante dos horas, y encuentra en este rasgo la naturaleza primera
exigida por el novelista. La captación de la palabra supresora del tiempo se
nos muestra como una indagación en la penumbra, un paso resonante en la
alcabala polvorienta de los aduaneros, luego del almuerzo en un país extraño,
recostados junto al camino al mediodía. Diálogo presupuesto por la claridad del
placer, dispuesto por el inevitable aprendizaje derivado de la ignorancia que
destella. Aprender a hablar, saber oír. Para aprender a escribir es necesario
aprender antes a escuchar, escribía Burroughs, queriendo dar a entender la
exigencia del lenguaje como activo abandono de lo conocido y elaboración de un
sendero en la oscura tierra de la imaginación. Salto hacia la metáfora como
máscara de una máscara que selecciona y preserva lo conversado por sobre el
rigor de la muerte: “Si una persona no se enmascara, no logra tampoco detener
la muerte”. (Tratados…, p.99). Rumoroso juego de imágenes y
secretos que iluminan la noche del peregrino, del nómade abierto a la fuente
del desierto desde donde mana la sonrisa de la estrella, el fugaz o contínuo
aparecer del instante que escapa finalmente a la estatua. El buen conversador
sabe colocar su bestiario al alcance de la mano del ávido de cosas nuevas, del
que sabe persistir en el abismo sin costumbre. Todo el secreto que le maravilla
adopta mil formas, deslizando su color por las fisuras del diálogo, diálogo
doloroso (como en Henry James) por donde amenazan con emerger los tentáculos
del mal, el tritón favorecido por la desmesura de la tormenta. Indagación sobre
el límite, lo conversado –al sumirse en un silencio fecundo– adensa su fulgor
en el tiempo de la estalactita, sigue junto a nosotros invistiendo a cada cosa
con su enigma, acompaña la noche de las iluminaciones como el animal furtivo o
el astro ansioso de nuestra búsqueda, en tanto se halla arraigado en las zonas
decisivas de la existencia, en un movimiento que determina nuestro nexo con el
ser deseante y el acontecimiento de un devenir que todo lo derrumba (excepto
las máscaras) para excitar la vida al azar de una construcción maravillosa, al
forjar de un edificio imposible construido por un arquitecto loco que se
perfila en nuestro sueño como la palabra en el diálogo, mutable lugar de
nuestra verdad más indecible: “Creo que el cubano está capacitado para eso,
para poder manifestar a plenitud lo que puede ser conversado, pues toda verdad
necesita ser conversada, humanizada. Es más, podríamos decir que lo que no es
conversado no está al nivel del hombre”. (Interrogando a Lezama. P.
71).
Lezama sabe hacernos ver el encanto y la
importancia de la conversación, con sus rodeos, sus fulgores sugerentes, sus
pausas y sus deslices imprevistos. Y este saber suyo, presente en sus poemas,
en sus ensayos, en Paradiso y Fronesis nos
seduce con fuerza singular en la lectura de sus entrevistas, en el recuerdo que
su conversación fija en la memoria de asombrados interlocutores, según lo
testimonian, para dar sólo un ejemplo, textos como Dispersión:
“Falsas notas / Homenaje a Lezama”, donde otro cubano, Severo Sarduy (traductor
de Paradiso al francés) nos describe un diálogo suyo con el
poeta de la calle Trocadero, luego de una presentación del ballet Bolshoi en
La Habana (1), o más exactamente, nos dibuja la maravilla esclarecedora y
espejeante de su respuesta, ajena a lo veraz o lo mentiroso. Sarduy hace
énfasis en el hecho de que en la frase de Lezama Lima no importaba el contenido
semántico, la significación: “Eran la forma, la foné misma,
acentuadas por el habla de Lezama –largas vocales abiertas, respiración
arrítmica, rupturas de bajo albanbergiano–, lo que instauraban en el lenguaje
no una descripción, ni siquiera una “percepción profunda”, sino un análogo
vocal, una danza fonética”. Es decir, el lenguaje como goce de los sentidos,
como orgía de voces desbordantes en la multiplicidad de los encuentros y las
parodias fantásticas, parajes desocultos por la presencia y la ausencia de una
pregunta destellante, exorcizadora de lo viejo, evitando que la sensibilidad se
reduzca a ser copia de una identidad arcaica. El lenguaje como festejo en la
espiral de la metáfora llega a sustituirlo todo, transformándolo en un cosmos
dispuesto en cada rincón por los misterios de una voluntad de la cual no vemos
los fines haciéndose, por esa misma razón, creadora y poética en el camino de
la vida donada por el deseo. Pasiones que se enaltecen por el arte,
especialmente si se busca hacer de la vida un arte, una obra de la imaginación
convergente con la risa y el riesgo para reconocer la belleza y el sentido de
los hechos más triviales, del detalle más mínimo para la mirada puesta en lo
útil, en la facticidad del vivir. La modernidad produce una forma de vivir en
la que los hombres, a pesar de revolcarse en el pantano de la miseria y el
tedio, niegan su situación, soñándose en cumbres sublimes e imparticipables,
reducidos como están a yacer prisioneros del yo, dominados por el espejismo
maníaco de las alturas, envueltos por las nubes sombrías de una razón
moralizante. Como hombres débiles que somos, hemos llegado a creernos
inmortales, hipnotizados por la inercia de lo habitual, defendiéndonos así del
riesgo de sucumbir por el azar de una sombra nunca vista. La conversación
cotidiana deviene una simple “comunicación”, es decir, un intercambio de
informaciones útiles para la realización de un fin determinado. De este modo,
nuestra relación con los otros hombres cobra sentido únicamente en función de intereses
prácticos, llevándonos a enunciar lo mismo sobre lo mismo, obligándonos a ir
siempre “al grano”, convirtiendo los placeres del diálogo en mera carreta,
juego de estúpidos ociosos, diversión de vulgares mortales. Hecho que nos
invita a combatir contra esta represión del diálogo, en días como estos en los
que el mito consiste en la ausencia de dioses. Tarea que nos separa de los
ídolos razonablemente irracionales impuestos por las sociedades capitalistas,
ídolos sin relación de ninguna clase con los vértigos nocturnos o los soles
explosivos de quien construye paso a paso su vida, asumiendo su deseo como un
principio de exaltación más alto aún que la obra. Al separarnos de los dioses
de la época parece como si nos hiciéramos superficiales, un poco torpes para
quien ya sabe qué busca y cómo ha de conseguirlo. Es el poeta quien sabe
aproximarse a otros dioses, distantes de la figura del déspota. Pero, si bien
el poeta se abisma en las brasas de lo sagrado, su destino es cada vez más
sensible a la relación con los otros mortales y las cosas cercanas (aquellas
que más merecen su simpatía), pues como poeta que es tiene el poder de dar
presencia a lo invisible, otorgándose, además, un lugar entre las cosas.
Proceso sobre el cual Hölderlin es explícito en su poema Recordación:
No es bueno no tener alma
para los pensamientos mortales.
Buena es la plática y decir
la opinión de nuestro corazón,
oyendo mucho de los días
de amor y de los hechos que suceden.
También Henry Miller (citando a Sherwood
Anderson) dice en algún lado que si los hombres se comunicaran entre sí habría
menos suicidados. Comunicación que exigiría algo más que un intercambio de
mensajes, para dar paso a una complicidad en el asombro, la dicha y la
angustia.
La conversación es inseparable del amor (el
deseo de compartir lo vivido), aunque se exprese en la forma de amistad. Esto
por cuanto implica el mutuo deseo de las voces y los cuerpos, así como la
voluntad de asistir a un punto común, a una perspectiva desde la cual el placer
y el contrapunto del diálogo desembocan en una participación de lo contemplado
anteriormente, sin perder por ello el matiz de la diferencia. Divergencia o
malentendido que permiten precisamente la voluntad de conversar y converger en
una casilla vacía (2). Siempre el deseo de saber qué desea el otro, en qué
dirección se proyecta la elipse de su energía, hasta dónde es capaz de llegar
en el atisbo de la sorpresa. Sin desear la amistad no se puede desear la
conversación, antes se requiere el extravío de dos vibraciones sujetas
misteriosamente a una aventura semejante. La fecundidad del verbo encierra el
juego de los contrarios, incita fuerzas heterogéneas, dispares y, sin embargo,
armónicas, presentes por igual en la esterilidad o la impotencia. Si se llega a
lo homogéneo la vida se apaga, las fuerzas se dispersan sumiéndonos en la
aceptación de una muerte sin visiones ni júbilo, en la espera de un más allá.
Aspecto bien conocido por Lezama, el gran conversador, el gran amigo del
silencio, consciente de la oscura pluralidad generadora del deseo: “…la
amistad, cuando de veras es creadora, no es tan sólo disfrute, sino punzadura,
a veces implacable, con misteriosas pausas, como sumergida debajo del mar”. (Interrogando
…P. 16)
Amistad llevada hasta el éxtasis amoroso en la
cópula, celebrada en la extensión fascinante del coito, instante en que el
diálogo confunde en una sola forma los cuerpos, desfiladero fugaz y eterno de
una sensación mutua, reveladora del abismo y el nexo irradiante de las cosas al
penetrarlas en la visión de lo erótico, al borde de la muerte cobijada por el
goce, cuando el tridente escapa a la mano de los titanes perdiéndose en el río
de su delirio. Convergencia de los cuerpos en el placer, analogía del banquete
incitado por el diálogo en la mutua atracción, en el ardiente silencio.
Exploración de la carne ignota en el vacío previsto por los gestos del cazador
en una búsqueda sin fin ni objeto, poética indagación, inútil e interminable
como la obra artística y como ella incapaz de saciarse, abierta de continuo a
un algo más, concebido tal vez como imposible actuando en la infinitud. Vida
proliferante y azarosa como los mágicos juegos de la conversación: “La cópula
es el más apasionado de los diálogos, y desde luego, una forma, un hecho
irrecusable. La Cópula no es más que el apoyo de la fuerza frente al horror
vacui ”. (Interrogando … P. 35)
Todos estos hilos de fuerzas deseantes se hacen,
como decíamos, imagen en las conversaciones de Lezama, de las cuales nos puede
dar un buen ejemplo la recopilación llevada a cabo por el Centro de
Investigaciones Literarias de La Casa de las Américas. En un pequeño volumen se
recoge una serie de preguntas dirigidas a Lezama en diversas ocasiones por
parte de distintos entrevistadores. El volumen en cuestión, Interrogando
a Lezama, Ed. Anagrama, reúne interrogantes de Ciro Bianchi, Tomás Eloy
Martínez, Eugenia Neves, Jean Michel Fossey, Elsa Claro, Margarita García y
Juan Miguel de Mora. En general, las indagaciones se mueven en torno a la
poesía, la vida, la novela, Cuba y la experiencia de escribir, facetas en las
que el gran poeta cubano alcanza a revelar su sabiduría del existir, una
lucidez fulgurante ante las cosas más cercanas (y también más lejanas) de su
odisea personal. Para Lezama, lo cubano – al igual que lo americano – (3) se
vincula directamente al apetito de poesía, en tanto se erige como espesura,
como espacio exuberante pleno de sol, bosques, llanuras, el don de la sangre y
senderos de fantasmas. Paraje en donde el mito no corresponde a una idea o a un
arquetipo sino que se ofrece como sobrenaturalaza, vislumbre de que la
naturaleza perdida renace en el mito como imagen participada, como dispersión
encubridora de los agujeros de la tierra, impidiendo así escapar a las voces de
los muertos.
Dimensión casi épica en la que un barroquismo dionisiaco excede las ataduras de la intelectualidad: “… en los trópicos la naturaleza es un personaje. Un personaje hinchado y total que rompe las páginas de sus novelas. Aquí la naturaleza no respeta el diálogo ni las horas de amor. Seguramente nuestra naturaleza se complace en su orgullo de ver al hombre como un árbol más.” (Tratados…p. 313). Paisaje generoso, adecuado a la exageración artística. Dominio de una fisis que excita al poeta, acrecentando su deseo de obra y de experiencia, de un pensamiento posterior al poder de hablar en la invención. Al descubrirnos como un árbol más la vida no puede ser solemne, rechaza la rigidez de abstracciones coherentes, nos deja ser con plenitud como la savia de una nube picoteada por los pájaros o el nido acogedor que traman las hojas con la hierba cercana. Obtenemos así la luz del ser, el rayo de su imponencia: “En esta isla de luz tan cegadora, la idea de la muerte nos azota poco. La vida nos asalta lujuriosamente, nos tienta, nos traiciona, nos acaricia, nos besa, nos envenena. Sin embargo, Cuba fue uno de los pocos países que rindió culto al murciélago, esa divinidad sumergida que es también una metáfora de la muerte”. (Interrogando…P. 63). Trazo de maniobras hechiceras en el clímax de lo diáfano, frescura de una tierra luminosa, ondulante, devoradora como el tiempo y, como él, retadora, fuerza oscura, semilla que el poeta protege. Pasión del poema penetrador de lo impensable, dador del vino que alucina el sigilo del reloj o el manantial oculto por los árboles. Cuerpo dominado por mil voluntades, deseo de ser en el goce terrible, siempre como apetito o repugnancia del doble soñado, del furtivo caracol abarcador de playas nocturnas. Trayecto del deseo que erotiza todo acontecimiento, cumbre del sufrimiento y la piel que se despierta, el espasmo que renace efímeramente, semejante a la visión de la imagen, fragmento del cosmos que se recupera. Es la fertilidad del verbo percibida desde hace mucho por la historia. Fertilidad productora de lo soñado: “Quizás el hecho de la taerótika de Platón antecede al logos spermáticos de San Agustín, pues el logos spermáticos de San Agustín irrumpe en la cultura como un toro germinativo que cubre de espuma creadora toda la Europa.” (Interrogando…P. 54). Alusión al mismo tiempo que el goce erótico de la letra, al gusto por la lectura de los teólogos medievales, en especial Tomás de Aquino, Anselmo, Nicolás de Cusa, además del mencionado Agustín. Accedemos por esta vía a su atracción por los místicos orientales y occidentales, su inmenso conocimiento de las mitologías y las culturas ligadas en alguna forma con la nuestra. Dirección que nos muestra igualmente su placer por la lectura del Diario de Colón y los cronistas de Indias, signos de una tierra en donde se condensan – como en la tradición china – el camino del caballo y el de la seda. Tersura de la seda descubierta tras la valentía indómita del caballo, a cuya crin comparaba Colón las cabelleras de los indígenas. Manera de señalar como la ternura se descubre en la desmesura instaurada por la impudicia. Elementos formadores del universo lezamiano, incluyendo además a Goethe, Rimbaud, Gide, Proust, Mann, Saint John Perse, Velásquez, el Aduanero Rousseau, Picasso, Van Gogh, Portocarrero, los Diarios de Martí, Curtius, elLibro Tibetano de los Muertos, Los Himnos Órficos, etc.
Dimensión casi épica en la que un barroquismo dionisiaco excede las ataduras de la intelectualidad: “… en los trópicos la naturaleza es un personaje. Un personaje hinchado y total que rompe las páginas de sus novelas. Aquí la naturaleza no respeta el diálogo ni las horas de amor. Seguramente nuestra naturaleza se complace en su orgullo de ver al hombre como un árbol más.” (Tratados…p. 313). Paisaje generoso, adecuado a la exageración artística. Dominio de una fisis que excita al poeta, acrecentando su deseo de obra y de experiencia, de un pensamiento posterior al poder de hablar en la invención. Al descubrirnos como un árbol más la vida no puede ser solemne, rechaza la rigidez de abstracciones coherentes, nos deja ser con plenitud como la savia de una nube picoteada por los pájaros o el nido acogedor que traman las hojas con la hierba cercana. Obtenemos así la luz del ser, el rayo de su imponencia: “En esta isla de luz tan cegadora, la idea de la muerte nos azota poco. La vida nos asalta lujuriosamente, nos tienta, nos traiciona, nos acaricia, nos besa, nos envenena. Sin embargo, Cuba fue uno de los pocos países que rindió culto al murciélago, esa divinidad sumergida que es también una metáfora de la muerte”. (Interrogando…P. 63). Trazo de maniobras hechiceras en el clímax de lo diáfano, frescura de una tierra luminosa, ondulante, devoradora como el tiempo y, como él, retadora, fuerza oscura, semilla que el poeta protege. Pasión del poema penetrador de lo impensable, dador del vino que alucina el sigilo del reloj o el manantial oculto por los árboles. Cuerpo dominado por mil voluntades, deseo de ser en el goce terrible, siempre como apetito o repugnancia del doble soñado, del furtivo caracol abarcador de playas nocturnas. Trayecto del deseo que erotiza todo acontecimiento, cumbre del sufrimiento y la piel que se despierta, el espasmo que renace efímeramente, semejante a la visión de la imagen, fragmento del cosmos que se recupera. Es la fertilidad del verbo percibida desde hace mucho por la historia. Fertilidad productora de lo soñado: “Quizás el hecho de la taerótika de Platón antecede al logos spermáticos de San Agustín, pues el logos spermáticos de San Agustín irrumpe en la cultura como un toro germinativo que cubre de espuma creadora toda la Europa.” (Interrogando…P. 54). Alusión al mismo tiempo que el goce erótico de la letra, al gusto por la lectura de los teólogos medievales, en especial Tomás de Aquino, Anselmo, Nicolás de Cusa, además del mencionado Agustín. Accedemos por esta vía a su atracción por los místicos orientales y occidentales, su inmenso conocimiento de las mitologías y las culturas ligadas en alguna forma con la nuestra. Dirección que nos muestra igualmente su placer por la lectura del Diario de Colón y los cronistas de Indias, signos de una tierra en donde se condensan – como en la tradición china – el camino del caballo y el de la seda. Tersura de la seda descubierta tras la valentía indómita del caballo, a cuya crin comparaba Colón las cabelleras de los indígenas. Manera de señalar como la ternura se descubre en la desmesura instaurada por la impudicia. Elementos formadores del universo lezamiano, incluyendo además a Goethe, Rimbaud, Gide, Proust, Mann, Saint John Perse, Velásquez, el Aduanero Rousseau, Picasso, Van Gogh, Portocarrero, los Diarios de Martí, Curtius, elLibro Tibetano de los Muertos, Los Himnos Órficos, etc.
En Lezama hallamos un conocimiento bastante
peculiar y amplio del trabajo de escribir y su contraparte, el ejercicio de la
lectura. Los placeres del lector y el escritor destacan su unidad en la fiesta
del lenguaje, inauguran la obra como una mirada a tientas sorprendida de súbito
por un paisaje irreal. Aquí la poesía no expresa únicamente un momento en la
tradición de las culturas, es – por el contrario – renovación, cambio apoyado
en el conocimiento de la historia, en la captación de su esencial sentido. El
conocimiento de la tradición pasa a ser un punto de distanciamiento para la
producción literaria, es decir, para el deseo de transmutar lo dado. El sueño
se desempeña como flotante centro de atracción de la obra en el poder de llenar
todas las ausencias, deseo que se materializa por virtud del lenguaje. Ausencia
de toda determinación temporal sobre la fijeza poética de la palabra. Continuo
caos que el poeta enfrenta como “pastor del ser” (en el lenguaje de Heidegger),
guardián de la semilla, protector de la posibilidad (en palabras de Lezama). La
palabra no depende entonces del pasado, no se mantiene a nivel del recuerdo
sino que produce una forma sin presente ni pasado ni futuro, o sea, sin
duración, en el vacío de un ritmo distinto, una respiración cargada de
imágenes. Imágenes que no recobran una memoria sino una individualidad, una
entrevisión, un contacto a distancia. La metáfora no sólo es presencia en
Lezama, tiene también el papel de provocar un desahogo, de liberar de la
asfixia al náufrago y hacer habitable su noche. Al igual que en el asma sufrida
por el poeta, la espiración y la inspiración funcionan a modo de pregunta y
respuesta. Sortilegios de la respiración: cercanía del aire-imagen en la
ausencia de aliento y libre respiración del poseído por fuerzas oscuras. Es
como si el asma se hiciera indicio de la sacralización en que el destino
poético sume al soñador. Como rastro de un adentrarse en el aire prohibido,
sobrevive el momento de la inmersión en el vacío (4). Lo sagrado destaca la
prohibición como camino del poeta, como arroyo inviolable y violado a pesar de
todo, si de poesía se trata. El desahogo nos llega a la par que el tabú se
disuelve, liberando fuerzas vagabundas en paisajes insospechados. Liberación
del deseo, que permite distinguir con fundamento entre “los maestros del
corazón” y “los poetastros pimpantes”, que sólo podrán ser conjurados mediante
un buen poema.
II
No, no, no adquirir. Viajar para empobrecerte.
He allí lo que necesitas.
He allí lo que necesitas.
Henri Michaux, Indicadores
No hay que confundir los libros que se leen
durante
con los que le hacen a uno viajar.
con los que le hacen a uno viajar.
André Bretón, Los Pasos Perdidos
Otro elemento clave en las conversaciones de
Lezama acoge un acontecimiento ligado directamente a la literatura,
específicamente a través de la relación del goce con su “sistema poético”,
proceso en el cual el ser imagen efectúa diversos movimientos tendientes a ser
poema, o sea, a saltar de la sucesión discontinua a una progresión continua que
le inscribe en un nuevo sentido, fuerza que nace de una trama de semejanzas
entrevistas como torre en un claro del bosque, objeto difuso (“ente irreal”) de
una cacería imposible por parte de un halcón o un puma lanzado a la infinitud.
Cacería que convierte al sujeto del poema en un peregrino, en un hombre que no
sabe quién es ni qué tierra habita, caminante invisible o fantasma al galope en
la inmensidad de la llanura formada por las irradiaciones de las cosas, series
de imágenes dispuestas entre las cosas y entre los hombres y las cosas, jarro y
barril de marfil, mirada poética y puerta contemplada, situaciones o
modulaciones que se desprenden de la lejanía y abren la posibilidad de un
sentido nuevo, fecundan el germen de la creación. Irradiación convertida en
palabra separada de un sistema que por la costumbre le hacía antipoética,
ocultando la multiplicidad que el uso hace desaparecer del objeto, olvidando
así su carácter de imagen. Letra que nos recupera la percepción de una
circunstancia perdida, palabra que se convierte en el análogo de un cuerpo de
goce, no limitado a lo fisiológico, dispuesto por otro lado a partir de un
contrapunto entre el deseo y un tiempo diferente que le confiere la cercanía de
un vacío, como espacio de goce absoluto. De ahí que para lograr el sustituto de
la visión fugaz el “sistema poético” implique dos niveles preeminentes, dado el
uno como impulsión temporal y el otro, como penetración espacial. Es por vía de
las asociaciones posibles como podrá obtenerse el entrelazamiento de tales
fuerzas. Lo cual señala también el paso de un sentido como proyección inicial
hacia otro como resultante tonal, resultante que existe como un recinto para el
ser del deseo, morada que le preserva de la muerte: “tener una casa es tener un
estilo para combatir el tiempo… El que tiene una casa tiene que ser bienquisto,
pues la casa produce siempre la alegría de que es la casa de todos.” (Tratados.
P. 309). Entre las dos progresiones que se unen por un viaje, en la cacería de
la metáfora, cumple una tarea esencial lo que se nombra como la vivencia
oblicua, desplazamiento inverificable entre dos series de sucesos o tangencias
transformadoras del mundo de los sentidos en un movimiento similar al que
Rimbaud denominaba el desarreglo o desorden de los sentidos, cualidad de un
rumbo sensible para acoger las emanaciones de todas las cosas, espíritu de
aventura en lo libre, para verterse en el afuera. Don de la ubicuidad, en las
imágenes posibles, signo de un poder distante a las significaciones. Podemos
así habitar el humo o el sueño, sorprendernos por un mediodía enceguecedor o
una tiniebla rojiza en la noche, lo que equivaldría ante el timbre del teléfono
a sentir una emoción análoga a la producida por la contemplación de una jarra
minoana. El viaje deshace los nudos estables y hace un hecho de la quimera, un
periplo ajeno a las imposibilidades. Allí donde algo puede ser cierto porque es
imposible: “Las asociaciones posibles han creado una mentira que es la poética
verdad realizada y aprovecha un potencial verificable que se libera de la
verificación.” (Esfera imagen .P. 69). Camino de tangencias inauditas,
conectado de cierta manera con un cuerpo formador del ritmo poético (extensivo
y reconstituible), camino que atraviesa los misterios de la respiración,
aliento que inaugura la forma. Diversidad que Lezama denomina como la cantidad
hechizada, la forma espléndida que se reconoce como sobrenaturalaza, muerte del
mito que borra todo dualismo entre la vida y la muerte. Donde lo poético
desafía al americano a no ser el comentador de la cultura europea, llenándolo
de un impulso incontenible por el cual el lenguaje no se limita a ser
recreación, sino que alejándose de la naturaleza, retorna a ella como “verbo
naciente, ascua, epifanía”. Porque para Lezama no existe realidad ni
recreación, sino imagen identificada como creación. Punto en el que se aleja
del “cansancio clásico” según el cual ya toda la elaboración artística se
hallaría contenida y agotada en los maestros antiguos, por lo que todo
ejercicio presente debería inscribirse en una tradición sagrada, es decir, en
un culto de la memoria y las obras del pasado, limitándose por tal razón el
trabajo del escritor, pensándolo incapaz de crear algo, de producir nuevas
metáforas. Por el contrario Lezama reclama una voluntad de apoderarse del todo,
una voluntad de fragmentarse y reunirse, espacio oscuro no por alguna fatalidad
o naturaleza sino por la separación que, en la historia han experimentado las
sociedades “humanas” en relación con el universo del que forman parte,
distanciándose del deseo para cerrarse en laberintos cíclicos, diseñados por un
pensamiento obsesionado por las alturas de la Idea.
Esto dentro de la tradición de las llamadas
sociedades occidentales, es decir, dentro de la escisión entre lo real y lo
sensible, efectuada por la metafísica tradicional. En este caso la metáfora no
es, como dijimos, recreación o secuela de una realidad dada de antemano como
origen, ni se entiende tampoco en el sentido griego de verdad como
develamiento, sino en la proyección de una fuerza poética captada como
“oscuridad audible”. Metáfora que se dona como un trofeo de caza, persecución
dificultosa en la que los riesgos asechan y se multiplican con celo implacable.
Riesgo similar al de los viajes en la imaginación, los verdaderos viajes para
Lezama, aquellas exploraciones que puede realizar alrededor de su habitación.
Porque el cambio de lugar a través de una geografía no se corresponde
necesariamente con el viaje del sueño. Interesa más recalcar el descubrimiento de
un territorio y la transgresión de sus fronteras: “Es que hay viajes más
espléndidos: los que un hombre puede intentar por los corredores de su casa,
yéndose del dormitorio al baño, desfilando entre parques y librerías… El viaje
es apenas un movimiento de la imaginación. El viaje es reconocer la pérdida de
la niñez y la admisión de la madurez.” (Interrogando…P. 50). Madurez
cercana al exceso, no al límite del mundo adulto. Maduración de la semilla
luego de un riguroso trabajo y una ardua aplicación en la escucha del silencio,
paso al poder de ser espontáneo, desbordante. Giro hacia la dispersión, fuerza
que se arraiga en la imposibilidad de una quietud transitoria. Y, sin embargo,
se presenta el deseo de la fijeza para liberar al enemigo rumor. Viaje y fijeza,
paradoja central del imposible en que se juega el escritor, de ahí la prueba
ritual en que puede constituirse el demonio de la vocación. Lenguaje que
rescata del sueño posibilidades infinitas, relámpago en el juego de la palabra
errante, creciendo como la pasión dispersa en la búsqueda sin finalidad. En el
viaje, cuando se es verdaderamente libre, puede llegarse a cualquier parte, se
va a la deriva “sin nostalgia de faros ni de puertos”, generando la huella de
orígenes nuevos, dando así la voz decisiva al azar, celebrando el ser efímero
de la afirmación en la orgía del eterno suceder de lo caótico. Por eso el salto
hacia lo prohibido implica el viajar y la audacia del viajero, la distancia del
cuerpo que destruye el muro, envuelto por ese exceso que se excluye con el
nombre del Mal, en tanto desorganiza la estabilidad de un estilo de vida. Así
el poeta viaja tras la metáfora y se ve de pronto en tierras imprevistas (5).
Si no ama el azar, el azar le devora. En poesía, “no atreverse es fatal”
(Eluard).
Si es fuerte, descubre cada mañana nuevas
tierras, nuevos rincones en el entremundo de su visión. Visión que al retarle
le captura y lo conduce sin rumbo, esbozo de un tiempo con el que se mide,
danza y sucumbe. Se ve así desplazado de un planeta a otro, sabedor de su
ancestro solar y, a la vez, uniendo vestigios del planeta perdido, porque así
como en la experiencia del ácido lisérgico o la mezcalina, en la poesía puede
vivirse un cielo o un infierno. Un recinto paradisíaco puede comunicarnos con
la garganta del diablo. Viajar del adentro (la interioridad) al adentro del
afuera nos sitúa en el vértigo de los viajes en la cuerda floja. Lezama
experimenta esta transición en la diversidad de su obra, con el paso del poema,
primero al ensayo y luego a la novela, cifra que es la novela poética, la
narración con el ritmo interior de la poesía: “En un momento dado todo poeta
empieza a sentir el peso de sus visiones y su poema se convierte en una sala de
baile, en un escaparate mágico. Se verifican laberintos, enlaces y el poema
organizado como una resistencia frente al tiempo se convierte en un arca que
fluye sobre las aguas con todos los secretos de la naturaleza. El arca llega a
una isla desierta, allí se encuentra a un almirante náufrago que dialoga
incesantemente con una gallina que tiene un ojo de vidrio. En fin una novela…”
(Interrogando… P. 25). Convertido en sala de baile el poema dibuja
las siluetas de un sabbat, configura ecos de la danza en el bosque, la noche
fulgurante de Walpurgis. Sala de baile en donde acontece el éxtasis de las
máscaras, el cojear delicado o grotesco simulado por el bufón sobre luz blanca
en el palacio de metales. El bufón trepa a la cuerda floja, escapa por un
resquicio de la prisión alfombrada a la cabaña sobria y libre. Abre la puerta
de la casa y descubre que, sin pensarlo, ha abierto el escaparate mágico. Puede
en ese instante, reconocerse como el bailarín que hacía piruetas en la pequeña
sala de humo. Baila enseguida con ese otro que parece a ratos ser él mismo. Mas
los pies se le destrozan convirtiéndose al final todo su cuerpo en un charco de
huesos y de sangre. Subsiste un bailarín que ya no abandonará la pista. Sabe
del miedo pero ignora al tiempo, mirándolo apenas de reojo. Danza sobre el
fuego con la poesía que le devora. Cada paso de sus pies, cada vibración de su
cuerpo, es un diálogo con el asombro que le invade. Desde allí, la novela se
descubre como un inmenso poema, la fragmentaria totalización de un espacio
creado por la imagen, espacio que se convierte en una densidad líquida
desparramándose por las líneas de un papel o los hexagramas entrevistos por el
deseo sobre la caparazón de una tortuga.
NOTAS
1. “Atravesé para saludarlo la
empalizada circular de humo
– ¿Qué le pareció?– le
pregunté enseguida. – Mire joven – e impuso su voz gravísima, sentencioso,
aspirando una bocanada de aire, acezante, como si se ahogara–,Irina Durujanova,
en las puntuales variaciones del Cisne, tenía la categoría y majestad de
Catalina la Grande de Rusia cuando paseaba en su alazán por las márgenes
congeladas del Volga …– y volvió a tomar aire.
Lezama jamás vio el Volga, y
menos congelado; la comparación con la Emperatriz, que añadía a su obesidad la
magnitud de la panoplia zarista, era más que dudosa, y sin embargo … ninguna
analogía mejor, ninguna equivalencia de la danza más textual, más propia, que
esa frase.” (Severo Sarduy. Escrito sobre un cuerpo. P. 62).
2. “… el malentendido existe
en todas partes donde se juntan cosas heterogéneas al menos, bien entendido,
cuando se trata de cosas heterogéneas que implican una relación, pues de otro
modo el malentendido no existe. De modo que podemos decir que como base del
malentendido encontramos un acuerdo. Si hay imposibilidad a este respecto el
malentendido no existe.” (Sören Kierkegaard, El Amor y la Religión. PP 39-40).
3. No se trata aquí ni del nacionalismo ni del
americanismo, sino de la radical afirmación de posibilidades no enmarcadas por
la perspectiva europea tradicional. Ya en el arte contemporáneo el americanismo
se entiende como cosa europea, de ahí su incapacidad para satisfacer la
aspiración de producir un mundo que rebase todos los límites actuales. Se
trataría más bien de reconocer la dimensión exuberante del llamado Tercer Mundo
(aquellas regiones en las cuales el capitalismo no ha logrado realizar más que
a medias su ideal de Progreso), exuberancia que se conecta con lo surreal como
camino hacia una liberación del racionalismo por parte de los sentidos. Es en
esta tónica como será “necesario renacer y no saber nada, absolutamente nada,
de Europa”. (Paul Klee, citado por Claude Samuel en Panorama del arte
musical contemporáneo. P. 21).
4. No sobra precisar que al comprender el
poema como un desahogo no lo hacemos en el sentido de una “consolación
metafísica”. Querríamos, por el contrario, acentuar el poder del olvido como
una celebración (un decir sí) en el sufrimiento. Sobre el nexo entre
respiración y poesía, y el asma como resistencia del habla, puede verse el
capítulo primero de Paradiso.
5. “Al no contemplar ya la
vida desde el plano mundano, el hombre deja de ser víctima de la casualidad o
las circunstancias: opta por seguir su visión, por convertirse
en un ser dotado de imaginación, Desde este momento en adelante comienza a
viajar; todos los viajes previos no habían sido sino circunnavegaciones.” (Henry
Miller, Los libros en mi vida. P. 139).
*****
Carlos Bedoya (Colombia, 1951). Poeta, ensayista y traductor. Ha publicado Pequeña Reina de Espadas (1988). Desde hace más de diez años se
dedica a la radio, sobre jazz y rock. Agulha Revista de Cultura # 64, Julho de 2008.
Organização
a cargo de Floriano Martins © 2016 ARC Edições
Artista
convidado: Alberto
da Veiga Guignard
Imagens ©
Acervo Resto do Mundo
Esta
edição integra o projeto de séries especiais da Agulha Revista
de Cultura, assim estruturado:
1 PRIMEIRA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
2 VIAGENS DO SURREALISMO
3 O RIO DA MEMÓRIA
A Agulha
Revista de Cultura teve em sua primeira fase a coordenação editorial
de Floriano Martins e Claudio Willer, tendo sido hospedada no portal Jornal de
Poesia. No biênio 2010-2011 restringiu seu ambiente ao mundo de língua
espanhola, sob o título de Agulha Hispânica, sob a coordenação editorial apenas
de Floriano Martins. Desde 2012 retoma seu projeto original, desta vez sob a
coordenação editorial de Floriano Martins e Márcio Simões.
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