Nos interesa, bien es cierto, el dato: Luis
Cardoza y Aragón nace hace cien años, justo al empezar el nuevo siglo, del cual
habrá de ser un magnífico testigo, activo y crucial. Nos interesa aún más su
lugar de nacimiento, que lo marcó para siempre. Es que antes de ser
guatemalteco, Cardoza es antigüeño -así como los jazzistas que, antes de tocar
música, tocan jazz…
¿Le hubiese gustado la Antigua de hoy día, y los
bares, los extranjeros, los incontables pasos…? Quizá fue mejor que no la viese
incluso cuando pudo, al final de sus días: la ciudad era ya muy otra para
entonces. Y sobre todo tomando en cuenta que la Antigua de Cardoza no era ni
siquiera la que había visto en su infancia (y luego al volver, cuando lo de la
Revolución), sino más bien era la ciudad que su inventiva había creado, de un
modo acarreadizo y sublimado -él mismo así lo confirma en El Río. Sobre
esta ciudad, Cardoza escribió mucho, y diríamos aún: demasiado. En una medida,
era su defecto; su exageración.
Pero justamente allí dio lugar su despertar como
poeta, como tránsfuga, como individuo que ha escapado de los claustros sordos.
“Desde niño yo quise morder el mar”, dijo. Su niñez en la Antigua explica su
cosmopolitismo posterior, es la verdad, y sobre todo su ambición lírica. Eso de
que era un “cosmopolita con ojos de niño antigüeño” (o cosa parecida) es en
efecto un veredicto genial sobre su propia persona, y allí hay una clave para
explicar al autor de Maelström.
En Leyendas de Guatemala, de
Asturias, una estupenda clave: “En Antigua, la segunda ciudad de los
Conquistadores, de horizonte limpio y viejo vestido colonial, el espíritu
religioso entristece el paisaje. En esta ciudad de iglesias se siente una gran
necesidad de pecar”.
Una gran necesidad de pecar. En esa Antigua
ajada de secretas moralidades, Cardoza experimentó una primera intención
subversiva. En esa tristeza de los conventos (otra vez Asturias) un espíritu
lírico se fue formando, que se alimentó por un lado de la sensación de lo
sacro/moral que allí reinaba, y por el otro del afirmarse contra ello. Todo eso
le llevó al arte, pues el arte “es aún ateísmo que se ocupa de lo sagrado”. O
como dijo Cardoza en una entrevista para la Jornada (Myriam Moscona): “He sido
un hombre religioso sin Dios”.
Hay que ver a Cardoza, apenas comenzado él, y
apenas empezado su itinerario grande, confundido o indiferente ante aquel
portón masivo y colonial. A veces sube la mirada, y alguna sensación extrae,
una fuerte noción de beldad: la cosquilla rota de la nube con el volcán, el
cielo azul sobre la ciudad, cercada por volcanes. Camina por el empedrado
desordenado en grietas y silencios. Antigua. Su menopausia a la vez gris y
hermosa.
Paris
Qué hubiese pasado de haberse quedado en La
Antigua, se pregunta uno. Pues lo que a muchos entre nosotros: el complejo, el
acartonamiento, el boceto de una vida perdida un poco de antemano. Pudo haberle
pasado desde luego lo otro: volverse como Gómez Carrillo: un boulevardier exquisito,
socado, edilicio y de tanto Paris podrido, muy.
Tampoco el caso. Cardoza tuvo una relación
bastante ejemplar con la capital francesa. Barrio Latino, Montparnasse, etc.
¿Qué hay por columbrar de su llegada a ella? Si le vamos a creer al antigüeño,
habrá que decir que lo primero que hizo es darse un polvo con una puta. Luego
estudió sin interés medicina por un año, para luego dedicarse de lleno a las
letras.
Paris de entreguerras, entendamos, debe haber
sido un sitio muy particular, debe haber presentado una psicología muy
particular para aquel que allí y entonces residía. Dice Cardoza: “Mi generación
fue la última que vio en Paris la cima de la cultura, la capital del mundo del
arte y en Montparnasse, la capital de París”. Allí los conoció a todos, a los
grandes. Allí lo tuvo todo, la ciudad flotante, ¿cómo no imaginarla así?,
brutal de bella y embestida.
Hay que sacar -la semblanza biográfica, aunque
desordenada, así lo demanda- los lugares comunes. Uno de los más brillantes que
nos dejó Cardoza es el de la identidad. Como Asturias, se descubrió afuera.
¡San Juan de la Cruz y Tristan Tzara!, exclama. Así resuelve de un tajo su
posición en el debate de arte local y el arte universal (aunque algunas de sus
teorizaciones se prestan a la confusión; pero ya sabemos lo bueno que es
Cardoza para contradecirse.)
Para el antigüeño, cambiar de espacio fue
cambiar de tiempo. Y una vez se planteó el tema de la vanguardia, la inquietud
fue doble. Lo tuvo que sacudir la frase de Rimbaud: “Il faut être absolument
moderne”.
Hay algo que se olvida con facilidad, y es que
Paris, además de una cultura, fue una adolescencia, en el caso de Cardoza y
Aragón. ¿En qué puentes, en qué parques, en qué poemas olvidados? La
adolescencia… Un aprendizaje rotundo, desmedido, caótico.
¿No interesa el siguiente párrafo, encontrado
en El Río?: “A mis amigos músicos, pintores y escritores en cierne
los atormentaban las mismas dudas y análogas soledades. A esa percepción, a la
necesidad de remontar el atraso, debíamos las lecturas innumerables, la
anarquía de las mismas, la impaciencia que acrecentábamos en las discusiones, y
por carecer de real participación en la cultura de un país” (habla de Francia,
claro; el mismo sentimiento habría de tener en México).
Sin duda fue esa parte de su vida una de grandes
“alfabetizaciones”. Leyó a los malditos, cuando aún no habían sido bendecidos
por la academia, un mérito olvidado. Allí conoció el surrealismo, como un gran
repertorio de orejas cortadas.
Por otro lado, no le supongo en Paris menos
escritor que en México. Aunque si vamos por el rigor, ¿cómo saberlo? De nada
sirve su autobiografía, pues no es una cosa honrada, sino demasiadas imágenes y
aforismos la van llenando: más imaginación que memoria, en realidad. Lo que
sabemos a ciencia cierta es que allí, en Paris, publicó su primer libro, y su
primer libro tenía que ser de poesía: Luna Park. Cardoza jamás
hubiese podido ser un novelista, un cuentista. Cardoza tenía una prosa por
momentos magnífica, pero era una prosa traspasada de lirismo, era una prosa que
no lo era.
Traslaciones
La forma más rápida de acercarse a Cardoza: sus
viajes. Basta con ello para iniciar una conversación robustecida sobre la
relación de los escritores guatemaltecos y sus exilios o autoexilios. Todos
esos que han determinado de algún modo la biografía literaria de Guatemala han
sabido salir de aquí (digo aquí, tan adentro estoy) a tiempo. ¿No es cierta tal
conclusión, incluso hoy? Y la pregunta que da miedo: ¿no podrá nacer y hacerse
uno desde dentro? Lo triste es que las historias de nuestros escritores a veces
se parecen demasiado, como si sólo hubiese una forma de ser escritor: la
despatria. Para sobresalir hay que salir, para emerger hay que desterrarse. Una
cárdena lección. Y también un saldo: Monterroso farfullando cosas de una
Revolución que ya a nadie interesaba, o que sólo interesaba a los jamás
interesantes; Carrillo muerto, cubierto por la bandera argentina; nos hubiese
gustado tener más tiempo a Monteforte; Severo Martínez…
Bien. Cardoza, un gran viajante. Es preciso
determinar meticulosamente sus experiencias en Italia (la Florentina, ¿quién
es?: que alguien explique a los jóvenes este asunto sin biografía), o concebir
en proyecto serio su estadía en URSS. Casi nadie recuerda -yo ni siquiera he
leído- el libro llamado Fez, ciudad santa de los árabes. Muy
anterior a las incursiones de Rey Rosa en Tanger, hay que darle el crédito.
Podríamos, se me ocurre, comenzar una tradición literaria: guatemaltecos por el
kif. Con deliciosos viajes anuales, todos pagados por el Ministerio de Cultura,
a Marruecos.
El regreso a América tuvo que significar en
Cardoza un gran ajetreo interior. Aterriza -desembarca- nada menos que en La
Habana (en donde publica Torre de Babel, me parece). Allí, Cardoza
tuvo el puesto de Cónsul. En una de sus misivas parisinas -disponible por lo
demás en Colección Archivos: el libro es Periodismo y creación
literaria)- Asturias recoge esta observación de Cardoza: “Desde Cuba se
puede hacer mucho: allí convergen todos los caminos que de Europa a América se
cruzan”. Cuba entonces, imaginen. Por allí circularon no pocos. Estaban juntos
en una cervecería, es Cardoza quién lo cuenta, con Barba Jacob y Lorca, y los
echaron por maricones. Sergio Váldes tiene esta teoría perniciosa y este chiste
que entre Cardoza y Lorca el intercambio fue muy profundo… No sabría aseverar
tal cosa, pero sabemos a ciencia cierta del poema que le reserva y dedica el
español en Poeta en Nueva York. La admiración de Cardoza fue más
generosa o desproporcionada, como quieran: una enorme cantidad de páginas
en El Río dan cuenta de ello, con toda suerte de ditirambos y
muchos accesos líricos. Porque el dos no ha sido nunca un número/
porque es una angustia y su sombra.
*****
Un libro verdaderamente maravilloso es Pequeña
Sinfonía del Nuevo Mundo. Un profesor en la Universidad decía con cierto
orgullo había sido escrito antes de ¿Aguila o Sol?, de Octavio
paz, otro texto surrealista en prosa.
Sé bien que a Javier Payeras, de mi generación,
le cautivó, pues me lo dijo, y quizá también a Pedroza. Yo quise hacer algo
parecido con mi libro La ciudad de los ahogados, pero me salió una
cosa ingenua, maltrecha, y por anacrónica una mierda. Un libro así ya se había
escrito
-Cardoza- y se hizo cuando había que hacerlo, o
sea en los treintas, y bien, además. Hoy, desde luego, escribir una obra como
ésa, una obra de lenguaje, exaltada por el lenguaje mismo, nos parece una
pedantería para gente sin oficio, una pérdida de tiempo y cuartillas. Se
aprende.
La Pequeña Sinfonía Del Nuevo Mundo es el resultado del viaje de Cardoza a Italia,
Cuba y Nueva York, lugar éste donde ejerció consulado hasta que entró Ubico.
México
En alguna medida, los mexicanos deben considerar
suyo a Cardoza, y tienen razón de así hacerlo. La edición de El Río es
una muy suntuosa.
Lo cierto es que nos hacen falta los escritores,
y por ello hacemos lo posible por agenciarlos en la biografía literaria
nacional. México ha recibido a muchos de los grandes escritores nacionales
-Carlos Illescas, un ejemplo- hasta el punto sospechoso en que ya no sabemos si
son nacionales del todo. Pero aquí sabemos meterlos con astucia en semblanzas,
en los trabajos de tesis, en los homenajes mal hechos. Nos aferramos a ellos,
pues de otro modo sólo nos queda el vacío.
Una primera cosa interesante, en México, es que
Cardoza perteneció al grupo de los Contemporáneos (Carlos Pellicer, Agustín
Lazo, Samuel Ramos, José Gorostiza, Xavier Villaurrutia, Torres Bodet…). Con
todo, la afinidad de Cardoza con el grupo Contemporáneos quizá no es bueno
considerarlo del todo ajustada, por razones políticas -la naturaleza del grupo
era más bien apolítica, cosmopolita, afrancesada. Cardoza era una figura más
ambigua. Y cabe al respecto agregar la siguiente afirmación, extraída de un
texto de Octavio Paz: “Aunque por su edad y su formación era de la generación
de Contemporáneos (fue muy amigo de Jorge Cuesta y Xavier Villaurrutia), su
temperamento y sus ideas poéticas lo apartaban de la estética de ese grupo y lo
acercaban a lo que yo pensaba y quería. Para los dos la actividad poética era
inseparable del erotismo y la subversión”.
Por esto último tuvo grandes diferencias Cardoza
con la gente de la LEAR (Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios), de la
cual formó parte (¿por qué no renunció?: mal explicado está en El Río).
La cosa, entendemos, degeneró en violenta disputa y linchamiento público. El
antigüeño se defendió como pudo -así lo cuenta- contra los graves emisarios de
la propaganda y la reverencia ideológica.
En su estadía en México, el extranjero Cardoza
tuvo un papel diríamos excepcional. Muy enmarcada ha quedado su crítica de
arte, especialmente. Luis Cardoza inventó una manera muy suya y oleaginosa de
acercarse a la pintura: convicciones líricas, elipsis fatales, párrafos en una
medida inconexos, producción aforística, exceso de metáforas, ambigüedades
geniales e irremisibles, golpes de efecto, traslaciones vertiginosas del
ditirambo a la ironía. En general es una crítica insoportable para aquellos que
demandan rigor, pero se aprecia lo de Cardoza porque no es una calavera: citas,
numerales, comillas, y falsas secuencias matemáticas. Con todo, es justo volver
a una opinión de Paz: “La pintura mexicana moderna le debe páginas exaltadas y
luminosas. Su método crítico fue el del disparo y el chispazo. Método heroico y
asimismo arriesgado: a veces ilumina y a veces es mero disparo al aire. En
realidad, sus textos de crítica no son realmente ensayos sino colecciones
desordenadas de aforismos, algunos certeros, otros deslumbrantes y otros tiros
perdidos en la noche”.
En México, decíamos, escribió mucho de pintura,
y en especial la pintura de los muralistas, que le provocó innumerables páginas
(antes de llegar sólo había escrito algo sobre Mérida). Su libro La
nube y el reloj tuvo en su momento y tiene aún mucha importancia.
Fueron las suyas consideraciones a menudo controvertidas: “A mí me seducen los
escritos polémicos, y no las canonizaciones artísticas”. Defendió a Tamayo, y
cuánto a Orozco, y admiró y criticó a Siqueiros, a Rivera. A Rivera de hecho le
molestaron mucho las opiniones de Cardoza, hasta el punto en que lo quiso fuera
del país (y dice Cardoza, y me hace sonreír: “Gustaba de lucir día con día en
el escaparate, como las putas de Ámsterdam”).
México, un sitio en suma estimulante para Luis
Cardoza.
“El 20 de octubre de de 1944 estalló la
revolución que estaba transformando a Guatemala, y el 22 crucé la frontera”.
Luis Cardoza y Aragón regresa a Guatemala con la Revolución, lo cual supone un
giro profundo en su vida. Guatemala, a pesar de emparentarse en no pocos
sentidos con México, no podía compararse con el país vecino, el cual había
llevado a cabo un proceso histórico y político muy particular. México vivía
además un auge artístico detallado, acrecentado por los españoles exiliados de
la guerra civil y otras figuras varias de suma importancia (Trostky, un
ejemplo; Siqueiros lo intentó asesinar en un gran disparate histórico).
Guatemala era otra cosa, y ante eso había que
actuar, posicionarse. Sin duda, en esta época de retorno a su país el escritor
se volvió más político, rodeado de un modo específico con motivos, con ideas y
ambientes políticos: se había persuadido. Ese sentimiento no habría de
abandonarlo jamás (a veces, para mal; leí el prólogo suyo al libro de Otto René
Castillo: deplorable).
“No nos veíamos porque el atraso no puede ver el
atraso y éramos el atraso mismo”.
En esa década, la vida de Cardoza aparece con
una serie de datos y hechos importantes.
Fundó Revista de Guatemala, que habría de quedar
como una publicación mítica en la historia del país.
Parte como embajador a la Rusia estalinista -las
impresiones de ese viaje quedan recogidas en el libro Retorno al futuro,
dedicado de un modo desconcertante a Roosevelt.
El lector sabrá recordar asímismo que Cardoza
realiza funciones diplomáticas en Colombia. Le culpan de originar el
“bogotazo”, que acaeció cuando asesinaron a Jorge Eliécer Gaytán, lider
popular.
Se casa con Lya Kostakowsky.
También reside algún tiempo en Chile.
Parte a Francia en 1948.
Su regreso a Guatemala, lo notará, lo ha notado
el lector, es un regreso parcial; en esa década hizo varios viajes fuera de su
patria (la palabra él la impone), que lo mantuvieron en suma alejado de la
misma.
Veamos el siguiente extracto de una carta a Juan
Rejano, publicada en Alero, y dónde se explica el regreso de Cardoza a México:
“Llego a fines de mes y me quedo en México. No puedo permanecer más en mi
tierra por falta absoluta de trabajo y posibilidad de ganarme la vida
intelectualmente como en México. He llegado al límite de mis posibilidades y ya
no tengo otro camino”.
Cardoza deja escrito un libro llamado La
Revolución Guatemalteca. (Una Revolución que nunca fue tal: así por
momentos lo sugiere; por momentos menos.)
En sus opiniones de Arbenz hay decepción,
frustración, delación incluso, y por veces una suerte de solidaridad con una
figura histórica que había quedado aislada en el poder. Su opinión al respecto
de Arévalo es también similar. Lo halaga, y luego dice que el pueblo “hoy lo
ignora merecidamente”, o que es una “melancolía letrada” (y uno que gusta:
“Augusto Pinochet recibió, lo mismo que Juan José Arévalo, el Gran Collar de la
Orden del Quetzal. Arévalo no lo devolvió. Llevan el mismo collar”).
Y es que Cardoza es la ambivalencia misma del
juicio: eso le salva -se compromete con todas las partes- pero también le daña.
A este tema -el de la contradicción en Cardoza- es necesario dedicarle un
ensanchado estudio. De mí puedo decir: estas ambigüedades críticas a veces me
parecen de una honradez admirable, y a ratos me resultan exasperantes: ¿no me
hace eso a mí ambivalente, no es la vida misma ambivalente?
*****
No, no es una cosa de polemizar; es que se me
ocurre la pregunta: ¿qué pudo significar Guatemala para Cardoza, adentro? Para
el caso, es necesario desalojar una cantidad de frases suyas y cegajosas al
respecto (el libro Guatemala: Las líneas… es a estas alturas
una obra insoportable, hay que decirlo, irreleíbles varios de sus trozos). Una
idea que mucho uso tiene para nuestra empresa, y que mucho repitió el escritor,
es que la patria es la infancia. O sea y de entrada: una concepción enlosada de
nostalgia, bucólica o añorativa -olores, impresiones, liviandades-,
sobre lo que es el propio país. Y bien, si la patria es la infancia, entonces
no hay posibilidad de patria. Eso está bien para las palabras de sobremesa o la
beatería nacional, pero una noción de esa suerte sólo prohíbe -por su innegable
superficialidad- una construcción histórica, una seria maleza de argumentos y
especulaciones, una sentencia menos pueril. Pero si es sólo literatura, hombre;
unaboutade aproximada, me contradice el lector… Y sin embargo es
una idea, esta de la infancia, que Cardoza repitió con verdadera inercia en
libros y entrevistas. La patria es la infancia… Ya crecimos.
Al fin, no sabría decir en verdad si Cardoza
logró ajustar una opinión realmente seria sobre lo que es una patria, la
patria, su patria. El texto ¿Qué es ser guatemalteco? me
pareció muy decepcionante. Y luego hay que decir que Cardoza no quería que la
suya fuese una tierra exótica, pero la exotizaba con tanta metáfora. Recubre su
país con toda esta capilaridad alegórica, al final francamente viscosa. (Con
este párrafo ya me eché a varios encima; y eso que se supone que soy
cardoziano, según veredicto amistoso de Gerardo Guinea.)
Y una última pregunta: ¿qué opinaría Cardoza de
los debates étnicos de hoy en día? “Lo folklórico no es nacional por cuando la
nación no es folklórica.” De los indios escribió mucho, en su defensa; hubiese
escrito más.
Mar, etc.
Cardoza murió solo en su casa de Coyoacán, en
una especie de gesto de solidaridad con el país. Yo bien pienso que dicha
solidaridad hubiese sido menos aplazada y más real de haber estado él aquí.
Pero no podemos decir tampoco lo otro: que murió fácil. Así lo dijeron algunos,
los muy cabrones. Luego de la muerte de Lya, la vida se volvió para él cada vez
más sombría y adiposa. Es la sensación que nos deja Luis y Laura, el
trabajo de Sergio Valdés: un anciano trabajado por la tristeza. Le escuché
decir a Arturo Taracena que al morir Lya se fueron desvaneciendo las fiestas y
reuniones en la casa de Coyoacán, que ella organizaba. Se retiraba la vida.
“Desde que la conocí me gobierna con sus pestañas.” Lya, su musa definitiva,
tanto conmueve cuando habla de ella. ¿Qué habrá sentido cuando murió? Imposible
saberlo del todo, y así como escribe Luisa Futuransky, “el dolor ajeno es
prodigiosamente irreproductible”.
Quizá México, por el parecido con Guatemala, le
ayudó en la nostalgia. Quizá cabe creerle: “El destierro ha sido para mí la
mejor puerta para entrar y vivir en mi tierra”.
Con todo, podemos decir que murió cerca de la
palabra, que ya lo es todo en un escritor. Cardoza piensa por ella. Esa palabra
suya toda dotada de oscuridad e inteligencia, de transposición e imagen (a
pesar de ciertos arcaísmos literarios -usar términos como “clepsidra", qué
aberración- y sus consuetudinarias prisas metafóricas). Al fin, la palabra siempre
fue su lazarillo inefable, inmenso y asombroso. La palabra que no alcanza a
nombrar y lo nombra todo; su patria íntima, como en todo escritor.
Fue la palabra lo que nos dejó. En Guatemala
tenemos además buena parte de sus libros, un legado que generosamente dejó a la
Biblioteca César Brañas, y que igual pocos consultan, me parece. Yo nunca lo
hago, siempre me lo recrimino.
Pero sobre todo nos quedan las obras, las suyas,
sí, las que él mismo construyó en una vida de paciencia y arrebato literarios.
Así El Río, que es la summa, el libro totalizador
que quiso preparar como una obra ante la muerte. Editorialmente, con la versión
que fijó el Fondo, es un libro que empieza a desplazar a otras obras. Es el
peligro de querer hacer un volumen largo como ese y ecuménico. A la vez, es un
libro intimidante, cuando hablamos del lector fácil, que queda un poco
espantado ante el tamaño. Pero es necesario repasar esa y todas sus obras y
comentarlas, y destruir los rasgos oficializantes que se han adherido a la figura
de Cardoza, quizá por exceso de lacayos y quizá por falta de lectores.
Monterroso define con entusiasmo a Cardoza como
el escritor que dijo que la poesía es la única prueba concreta de la existencia
del hombre. Eso es pobre. Prefiero en todo caso lo que sigue, si de sentencias
se trata: “Escribir es sacarse las tripas y hacer una hoguera con ellas”.
*****
Organização a cargo de Floriano Martins © 2016 ARC Edições
Artista convidado: Paul Cézanne
Imagens © Acervo Resto do Mundo
Esta edição integra o projeto de séries especiais da Agulha
Revista de Cultura, assim estruturado:
1 PRIMEIRA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
2 VIAGENS DO SURREALISMO
3 O RIO DA MEMÓRIA
A Agulha Revista de Cultura teve em sua primeira fase a
coordenação editorial de Floriano Martins e Claudio Willer, tendo sido
hospedada no portal Jornal de Poesia. No biênio 2010-2011 restringiu seu
ambiente ao mundo de língua espanhola, sob o título de Agulha Hispânica, sob a
coordenação editorial apenas de Floriano Martins. Desde 2012 retoma seu projeto
original, desta vez sob a coordenação editorial de Floriano Martins e Márcio
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