Viaje hacia la noche
El tríptico Viaje hacia la noche, de Francisco Amighetti, evoca su poema de
tres líneas escrito muchos años antes:
Hay
un camino, y lo andaré yo
solo,
el último trayecto, sin lazarillo,
ciego
hacia la nada.
La autorreferencia, el trabajo del
yo, sobre todo el autorretrato –como se ve en
estas dos obras independientes y con años de distancia entre sí–, retorna una y otra vez, en todas las técnicas que practicó Amighetti y en cada época. Poeta lírico y artista plástico, Amighetti mismo es material de su arte, recurrente. El último trayecto es breve, sin pretensión, queja radical frente a la
infinitud. Viaje hacia la noche es la gran summa de temas y obsesiones. En uno
y otro habla la misma voz, vive y protesta el mismo Francisco, siempre redivivo
y siempre renovado. Observemos, sin embargo, un detalle: ni el tríptico es una ilustración del poema –aparte de la desproporción entre ambos–, ni el texto lírico es un pie
de grabado. Son complementarios. Visto desde el final de la jornada, el poema,
que parece premonitorio, esboza un tema destinado a perdurar, a volver, a
mortificar y reproducirse en los tres grabados, y con la misma angustia.
El artista no cesa de
reivindicarse. La construcción trinitaria es otra coincidencia. El poema ocupa
tres versos; las cromoxilografías son tres: la
triada es mágica, tal vez espontánea. Hubiera
podido escribir un dístico o grabar
una imagen, o varias. Pero se impuso el número tres: como en las trilogías
antiguas o en la trinidad cristiana que lleva impreso el sello de la muerte.
A este fantasma del número se suman los temas comunes: el camino, la soledad del caminante –reiterada en el lazarillo ausente y en la ceguera de la noche– y, como culminación, la nada al final. Solo un exceso creativo: en la
terceraxilograf ía no hacía falta el dibujo de la calavera. Todo está dicho sin ella. Quizá el fuego de
vivir necesitaba asumir la muerte, tematizándola
más
acá de las metáforas tranquilizadoras.
En todas sus vías de expresión, incluso en su palabra viva, Amighetti
o, más bien, Francisco, fue artista siempre. Necesitó del arte para
sobrevivir a sus pasiones.
2. DE PURO VIEJO ME HE
VUELTO SANTO
La belleza de la vejez
El día en que me decidí a conversar con
el artista pensé en un título: “Amighetti o la belleza
de la vejez”; pero sus palabras cobraron tal fuerza en el diálogo que casi me sentí obligado a
callar –quién sabe bajo el influjo de qué genio–
para que solo se escucharan su voz y sus fantasmas.
Conversación franca,
llena de humor,
optimista por la vida y el
trabajo. Los lectores permitirán que me limite
a facilitar un encuentro íntimo con la
persona en su más pura soledad. He
cambiado el título inicial del texto, porque Amighetti, con su entusiasmo, con su
contagiosa vitalidad, me dio una clave de la existencia cuando me dijo que un
hombre de puro viejo se vuelve santo, una clave que se debe buscar más allá de la belleza.
Lo que pretendía ser el reportaje de una conversación íntima se ha convertido en un retrato de la vida. Lo interrogo sobre su
trabajo reciente, pues sabemos que a sus 86 años sigue siendo artista:
Ha
bajado la energía para trabajar, para
pensar, para leer, el entusiasmo no ha disminuido sino la capacidad de trabajo.
Lo de la creatividad tendrían que verlo las
personas que están fuera; ya trabajo
menos y puede ser por ese mismo cansancio que originan los años. Por más que me rebelo no puedo desafiar las leyes
biológicas. La vejez es una edad muy rica mientras uno pueda aprovechar el
caudal de la memoria y la memoria creadora, sobre todo; pero uno tampoco tiene
el entusiasmo, la capacidad de trabajo, que están muy relacionados, así como ya no camino igual, ni subo las gradas de dos en dos; veo que la
capacidad motora ha disminuido en mí, han aparecido
ciertas cosas que me obligan a ver a los médicos. Puedo hablar de
mi propia edad y de la vejez que he visto en los otros. He visto gente que
camina arrastrando los pies... si sigo cumpliendo años aprendo instintivamente a arrastrar los pies.
La soledad creativa
A pesar de todo, a pesar de que es
difícil vivir solo, este artista y poeta, que tan bien ha sabido
relacionarse con los demás, reivindica
la soledad:
Las
cosas familiares tienen su sentido, aunque antes de- cía: yo no me dedico a abuelo, eso me ha pasado; sin embargo, respondo a
veces yendo de visita, pero es una lata un hombre que ande detrás de la familia.
Esta soledad tiene el gusto de la
nostalgia, de los temores. Los pequeños gritos del pasado se pegan en la
memoria:
La
vida interior se acrecienta mucho como añoranza, porque yo estoy más tiempo callado, leo
menos, pero los recuerdos se acentúan mucho, sobre todo
hay recuerdos que yo no quisiera tener y vienen con fuerza a perturbarme en la
noche, en la tarde. El amanecer le infunde a uno alegría, la misma con que yo pintaba mis acuarelas.
Una de las preguntas que se le
plantea al creador cuando llega a la etapa madura de su producción, cuando
puede mirar el pasado con cierto desprendimiento y sin pasiones, se refiere a
las tareas cumplidas, a lo que va quedando en la vida como una huella. Esta
pregunta desemboca en la radicalidad del presente:
Asumo
mi obra ya con cierta duda porque estoy en un cruce de caminos después de una crisis que
tuve, tal vez no espiritual sino física. Para estar vivo
yo necesito estar haciendo algo, me siento obligado, pero tampoco que se me
vuelva una obligación estarme moviendo como un animal, continuamente, o estar caminando porque sí; tengo que sacar eso
como una necesidad vital pero también con cierto agrado y no como una obligación penosa.
Siempre hay que ser optimista,
¿por qué no?
Me
agrada haber hecho 24 años de grabado en madera en color; tengo una vista panorámica de la acuarela. Veo que retrospectivamente estoy vivo, pero no sé en el futuro… depende
de los años que viva; por lo pronto me da frío; pero hasta cierto
punto porque con más años llega un momento
en que uno se enfría, quiere decir se
muere.
Optimismo puro, aunque sea
solitario, aunque sea una paradójica nostalgia del presente:
Yo
quiero vivir en este piso de madera, asomarme a esta ventana, caminar por aquí, estar solo, aunque me pese la soledad en las noches, en determinado
momento, porque no puedo encontrar la compañía; pero sí prefiero vivir solo en esta casa de madera y conservar mi
independencia.
Su
soledad es voluntaria;
con los años Amighetti
ha aprendido a protegerse, a tender un pequeño cerco:
Hay
una compañía que es muy grata, me animo hablando con la gente, pero cuando me
vienen a acompañar por acompañarme descubro que es mejor defender la soledad.
Yo prefiero pasar por mis tristezas, como se decía en la época de los románicos. Me encanta vivir esa tristeza. Por ejemplo, la lluvia. El día del homenaje que me hizo la Universidad me encantó esa tempestad. Me
encantó que la naturaleza me hiciera un homenaje y que las gentes atravesaran ríos que se inundan, cataratas del cielo, toda esa épica de la ecología me encantó que coincidiera con el homenaje. Siempre amo la lluvia
aunque me moje. El sol me agobia los ojos, es estupendo en las horas dulces al
amanecer, al anochecer, pero hay una hora meridiana en que veo el sol con cara
hosca. Es cuando me pongo mis anteojos polarizados y parezco astronauta.
Razones para vivir
El artista asume con gusto la
experiencia de vivir, y “con cierta
valentía, porque siempre me andan cuidando para que no esté solo. No me dejan hacer los viejos paseos, pero
todavía es un placer físico
desplazarme, subir gradas. Siempre me gusta abrir la puerta como te la acabo de
abrir a vos, porque todavía es un placer
físico sentir que me desplazo. Hay cosas que van desapareciendo y uno
comprende que ya no puede hacer. Estoy comprendiendo a los viejos pues yo... me
sentía joven y hacía cosas de
joven, pero ya estoy com- prendiendo la vejez”.
La enfermedad, los médicos, la violencia de la curación –destino casi inevitable de los seres vivos, como en el drama de los trágicos–:
“He pasado cosas de la Inquisición con los médicos que probablemente me han salvado la vida –la tortura de los aparatos modernos y la experiencia que pueden ellos
tener para manejarlos: le tengo horror, pero es necesario”.
A veces la gravidez del pasado lo
ata:
“Renuncié en mi juventud a
muchas cosas: mientras mis amigos iban a los bailes con las novias, yo me
pasaba leyendo la Crítica de la razón pura,
me estrujaba el cerebro. Me gustaba la belleza, el amor, pero también andaba buscando la luz entre los libros. Leí mucho en mi juventud. Ahora vivo del pasado, no tengo tiempo y la
vista se me cansa mucho.
En cierta forma no dependo de mí, antes atravesaba las calles e iba a las librerías. Ahora estoy un poquito encarcelado por mis propios años”.
También lo ata el presente:
“Me he ido adaptando a la vejez y no sabe uno cómo va a parar; uno
dice, bueno, pues ahí llega la muerte tan
callando... No le tengo tanto pavor a la vejez como las divas. Puedo ser un símbolo cultural todavía, pero no soy
un símbolo sexual. Siempre hay razones, aún viejo, para seguir viviendo. Tal vez no las mismas razones que tenía antes, pero siempre, si uno pierde eso no le queda nada, solo el
hastío”.
Y lo ata la fuerza de la cosas,
como a casi todos los artistas cuando no se ha valorado a tiempo su obra: “No me
desagrada. Así pasa también con otros artistas: si uno empieza a deteriorarse y a morirse, la
obra empieza a valer un poco más. Es fácil ganarse la vida para el pintor, pero después
de muerto, como dice Degas. Si no hubiera vivido 86
años nunca habría podido vender como
para utilizar ese dinero y hacer un viaje”.
Descubrió muy temprano el grabado
y lo ha cultivado durante un cuarto de siglo. Hizo el último dos años
antes.
Le pregunto si no le haría bien buscarse un colaborador que le ayude a imprimir o a ejecutar
ciertas obras bajo su dirección.
“Yo ya no quiero meterme con ayudantes, no quiero forzar las cosas; lo
que se acaba se acaba y ya le digo adiós; y si paso a otras cosas, paso;
siempre es una incógnita la actividad creadora de uno, si es creadora y si
sucede de alguna manera”.
Siempre joven
De pronto me siente muy serio,
pues estoy embebido en la conversación y se entabla este pequeño diálogo:
–Ya no preguntás cosas
capciosas.
–Ilústreme eso.
–Bueno, cosas que me puedan comprometer.
–¿Quiere que lo comprometa con una
pregunta capciosa?
–Voy a cumplir cien años y vos siempre echándome
a perder”.
Pienso otra vez en su frase: de
puro viejo me he vuelto santo. Sí: santo de eterna juventud. Con las pasiones del joven se defiende
contra la imagen de los viejos adocenados, solemnes.
“Me defiendo en mi casa, con mi soledad, frente a una ventana donde veo
la lluvia, donde veo abrirse las mañanas
como
flores lindas”.
La niñez fue feliz. La vida
fue difícil a partir de la adolescencia. “Se murió mi padre, se quemó mi casa, nos quedamos pobrísimos. Hablo del hambre. He padecido tanta hambre”. Y a pesar de esta hambre, a pesar de otras angustias, Amighetti se siente contento con la vida.
“A veces descubro que hago cosas que no debí haber hecho. Desgraciadamente hay ciertas evocaciones que me llegan a media
noche, como una acusación, a perturbarme, sobre el trabajo, sobre mi vida, tal vez no he hecho maldades sino
que me he equivocado –por temor, por cobardía, por error–. Llegan así de golpe, no es que tenga un poder espiritista de invocarlas, es que
llegan y se filtran en la noche”.
El insomnio existencial ayuda a la
invención.
“Cuando uno camina solo, se asoma a las ventanas y la esposa te dice:
vení
a acostarte, qué andás haciendo ahí como un
fantasma; se le hunden a uno las órbitas. Con la edad se siente uno más culpable; hay una visión de lo pasado muy viva: muchas cosas
sepultadas de repente van apareciendo, cosas que uno ya ni sabía y vuelve a saber”.
Amighetti hace una pausa larga.
No puedo dejar de hacerle una última pregunta: ¿con la edad se pueden trabajar mejor las fantasías?
“Tengo que vivir más para contestarte”.
Una de sus últimas
cromolitografías se llama Amor en la U: dos
jóvenes reposan en una banca, iluminados. El escenario es una naturaleza rica y
poderosa, las plantas hincan sus raíces color ocre en la
tierra. Amighetti, poeta, artista plástico, seductor en la conversación, casado cuatro veces, ya inmortal,
de puro viejo se ha vuelto santo porque sigue siendo joven.
3. LA PALABRA DEL
ARTISTA TOTAL
Fue algo
inesperado.
Oscurecía, pero quedaban llamas de incendio entre los cipreses. Una mano
infinita trazaba surcos de buril en la madera del cielo jaspeado por las últimas nubes. La idea de escribir El desorden del espíritu nació una tarde, a
principios de abril, mientras el sol descendía en silencio por la ventana de Amighetti, meses antes de encender la
grabadora y afilar el lápiz.
Conversábamos sobre las cosas de este mundo, sobre Dios y las mujeres, contra
todos y contra nadie, cuando, en una pausa, advertí que aún no se había escrito un texto que
recogiera la palabra viva de uno de los pocos artistas totales de nuestro
continente. En ese instante se me agolpó todo en la cabeza: Amighetti hace arte
sin cesar: con el pincel, con las tintas y el lápiz, cuando escribe los poemas de la intimidad o los relatos de su
memoria vagabunda; pero también
cuando habla y conversa, cuando transmuta el más banal de los relatos en el oro de su voz. Este poder de la palabra
es el timbre, la metáfora, la poesía del diario vivir, la agudeza conceptual y el ingenio de sus
observaciones. Evoco, lleno de nostalgia, los encuentros al atardecer, junto al
resplandor de la ventana, cuando incubábamos
la idea de aquel libro que tendría que escribir
iluminado por una voz mítica. Su amistad tendía una mano a quienes
llegaban hambrientos de palabras. Su vida fue también el goce del diálogo. Su
palabra siguió encantando. Por eso el proyecto nació de
milagro.
Desde el principio quise grabar la
imagen del artista en un libro que aún
no se había escrito. Se lo propuse y, con su beneplácito, iniciamos la marcha. Desde el principio la técnica rudimentaria consistió
en hablar frente a una graba dora, transcribir, corregir y editar. Muy
sencillo.
Pero no fue así.
Sin esperarlo, nos perturbó el
espacio de trabajo. La empresa se hizo más
difícil cuando caímos en la
cuenta de que el texto de la transcripción era el menos acertado del mundo.
Nos reunimos en mi casa, al amparo
de la Facultad de Letras o en el comedor del artista, con una montaña de
grabados extendidos sobre la mesa para ayudarnos a dirigir nuestras
observaciones. No encontrábamos el lugar
de la creación, los testigos nos perturbaban, era como si nos sintiéramos vigilados. Y trabajamos como filósofos peripatéticos y pueblos trashumantes, en constante fuga. Aunque
desde el principio quise dividir el material en temas, el libro no parecía tomar forma. La transcripción
de las grabaciones, gracias al trabajo paciente de tres buenas amigas, no hizo
más que ponernos en las manos un manuscrito vertiginoso y caótico.
La seducción parecía una parodia. Sobre el papel hubo que rehacer el texto, línea por línea, para crear la
impresión, tal y como yo soñaba, de un diálogo fluido y dinámico. La corrección estimuló nuevas preguntas y respuestas, nuevos cortes,
interrupciones, titubeos, pero ahora sobre el papel, pluma en mano, a fin de
reorganizar el diálogo y materializar la
idea inicial del libro. Como en la escritura de la poesía lírica, lo que parece espontáneo
es producto del trabajo crítico,
minucioso.
Al acabar sentimos un gran vacío, pero dimos gracias a los cielos. Tal vez (lo digo con ingenuidad)
había logrado reproducir un poco, tal vez un poco, la presencia del
artista, sus sortilegios para encantar como un pequeño ángel lleno de guiños que ama la vida,
el arte y la pólvora de las cosas. Si lo logré, ya el lector lo habrá puesto a
prueba. Lo importante es que los dos quedamos satisfechos con la tarea y con el
esfuerzo.
Después lo pensé: habíamos escrito una especie de novela dialogada en la que el héroe, Francisco Amighetti, vive
para siempre en las palabras, mientras estas vivan. Su voz reinó desde el principio y ahí queda. Junto a su obra plástica.
Sin conflictos no hay Amighetti.
Dicho así, queda por explicarlo. Para ello me referiré aquí a la coreografía
de Sandra Torrijano, inspirada en el artista.
Un sobrevuelo por la mayoría de las xilografías de Francisco Amighetti,
así
como el examen detallado de ellas, cuadro por
cuadro, revela la sustancia de este artista único en las artes latinoamericanas. Los temas de sus maderas viven de
exponer conflictos, historias dramáticas
que bien habrían podido contarse en novelas o llevarse al teatro, pero que aquí han tomado forma pictórica. En tales dramas no hay nada apacible, ni
que se pueda comparar con sus acuarelas, tan llenas de sol, excepciones
dichosas en el azar de estar vivo, joie de vivre, como decía el artista mismo. Nada mejor que volver los ojos a unos ejemplos
para explicarme. Obsérvense
otra vez los grabados de culto, bien conocidos en todas partes: La niña y el
viento y, más compleja en su composición, La gran ventana. La visión de los lazos humanos captada en estas obras se organiza a partir de
fuerzas contradictorias y sin solución: en un caso, la niña se enfrenta a la
violación del viento bestia; y, en el otro, un niño emerge de las sombras, donde los hombres se entrematan y se entregan al
vicio, e ingresa de medio cuerpo al lugar sacro del pueblo, al cual el artista
idealiza en la procesión, enmarcada con colores luminosos.
El espectáculo de Danza Universitaria se alimenta, en cierta forma, de las
tensiones dramáticas que marcan la xilografía amighettiana. Podemos ver lo que ha ocurrido.
Pero antes, para situarnos en
perspectiva, quisiera recordar cierta constante de la historia cultural, llena
de ejemplos, por la cual las bellas artes se influyen entre sí, sin importar el género
o el material con que trabajen: la música se inspira en las letras (Strauss, en Nietzsche); la literatura, en la plástica (Valle Inclán, en Goya); el grabado, en las letras (Doré,
en Dante y en Cervantes). Así las cosas, podemos reconocer al menos dos vías por las cuales la danza apela a las artes gráficas, con el propósito de construir nuevos objetos: una de esas vías es realista y consiste en recrear sobre el escenario las figuras
inmóviles del cuadro, reproduciendo composiciones, cuerpos, conflictos, gestos,
incluso colores y vestuario, y agregándoles
el movimiento. Es como si se invirtiera el orden del tiempo y los bailarines
hubieran posado ante el dibujante. De esta forma la composición escénica
procura igualarse a la imagen estática.
A diferencia de esto, la coreografía de Sandra
Torrijano inspirada en los grabados de Francisco Amighetti no
hace una
transliteración de las imágenes al escenario, sino que opta por una vía diferente, como podrá verse en la
interpretación libre, simbólica y
estilizada tanto de las xilografías como del espíritu amighettiano –para decirlo de
alguna manera–, incluida la poesía. El método seguido en esta coreografía, sin usar la referencia de imágenes realistas,
consiste en construir los movimientos del espectáculo a
partir de percepciones complejas. Estas percepciones son
lecturas de los dramas grabados en la madera e impresos en colores que
refuerzan la tensión. Si se exceptúan
dos episodios efímeros, reconocibles en
su momento por reproducir escenas, el conjunto del montaje es exploración
subjetiva, lenguaje corporal, cuerpos en crisis permanente, expresiones que
hablan por derecho propio, aunque al mismo tiempo sabemos que los
acontecimientos en la escena se alumbran con el fuego vivo que arde en las
xilografías. La danza se organiza gracias a los conflictos y los representa
transformados en movimiento, porque también aquí
el arte convierte lo horrible, las pasiones
malvadas, en belleza. Desde el punto de vista subjetivo, los bailarines emiten
sensaciones que el espectador percibe y asocia al autor de La gran ventana.
Amighetti inspira sin que haya que copiarlo. También sus textos líricos –algunos
de los cuales se integran al juego coreográfico– contribuyen a producir sensaciones y fueron, como lo ha dicho la
coreógrafa, su fuente de inspiración inicial.
Refuerzo importante, la escenografía, utilizando el gran formato y copias fragmentarias, da vida a un
radical entorno amighettiano. La música de Eddie Mora forma parte esencial de esa visión: dramatiza,
golpea, aprieta el ritmo, se torna melancólica.
Sin drama no hay Amighetti, es
cierto, y la puesta en escena de Danza Universitaria vive de este principio.
5. FRANCISCO
Amighetti nació en 1907. Empezó a exponer en
1931. Publicó su primer libro en 1936. Artista plástico y poeta, contribuyó a la formación de la cultura costarricense.
Cultiva el dibujo en grafito y en
tinta china, el óleo, la acuarela, el mural y se consolida en la xilografía en blanco y negro y a color. Quedan en pie cinco murales al fresco
(según la técnica renacentista,
aprendida en México). Como
ilustrador, sus grabados están en muchos
libros así
como en la revista Repertorio Americano, que por décadas
dirigió, imprimió
y distribuyó por todo el Continente el escritor costarricense Joaquín García Monge. Poeta de estilo intimista, descriptivo e imágenes precisas, en sus libros (uno de poemas y dos en prosa) se
encuentran algunas de las páginas más
bellas de la literatura costarricense. Personalidad seductora, generosa,
conversación amena y sabia, Amighetti conoce el humor y la profundidad.
Una vasta cultura, renovada sin
descanso, contribuyó a enriquecer su trabajo por veinte años como profesor de
Historia del arte en la Universidad de Costa Rica, la cual le otorgó en 1993 el
Doctorado honoris causa en homenaje al artista que más ha contribuido a construir un arte nacional de motivos y alcances
universales.
Sus grabados son dramáticos: personajes en conflicto, como el gato y el niño de miradas
hostiles; o la niña expuesta a la violación del viento que arroja contra ella
una tormenta dibujada por las ondulaciones de la madera impresas en el papel.
Abundan los temas sacros, pero vinculados a las tradiciones o al espíritu de la gente, como el grabado de tres viejas con velos negros que
se cuentan chismes frente a la iglesia. Este arte nostálgico, fuerte, a veces sombrío
y de colores fuertes acusa reminiscencias expresionistas.
Su vejez no le hizo perder la
fuerza creativa ni la pasión. Una vez me dijo: “Yo quiero vivir en este piso de madera, asomarme a esta ventana,
caminar por aquí, estar solo, aunque
me pese la soledad en las noches. Siempre hay razones, aún viejo, para seguir viviendo. Tal vez no las mismas que tenía antes, pero si uno pierde eso no le queda nada, solo el hastío”.
El artista que nació en 1907 no
puede morir.
*****
RAFAEL ÁNGEL HERRA (Costa Rica), es autor de una veintena de libros (novela,
cuento, poesía, ensayo), miembro de la Academia Costarricense de la Lengua.
Doctorado en filosofía en Maguncia. También estudió literatura comparada y
filología. Fue profesor de filosofía en la Universidad de Costa Rica, cuya
Revista de Filosofía dirigió. Exembajador en Alemania y en la Unesco.
*****
Agulha Revista de Cultura
Número 112 | Abril de 2018
editor
geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor
assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
logo
& design | FLORIANO MARTINS
revisão
de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
equipe
de tradução
ALLAN
VIDIGAL | ECLAIR ANTONIO ALMEIDA FILHO | FEDERICO RIVERO SCARANI | MILENE
MORAES
os
artigos assinados não refletem necessariamente o pensamento da revista
os
editores não se responsabilizam pela devolução de material não solicitado
todos os direitos reservados © triunfo produções ltda.
todos os direitos reservados © triunfo produções ltda.
CNPJ 02.081.443/0001-80
Nenhum comentário:
Postar um comentário