quinta-feira, 9 de dezembro de 2021

ROBERTO REYES TARAZONA | Narrativa posmoderna en el Perú

 


Empezaré por efectuar algunas consideraciones sobre lo que se ha dicho sobre la posmodernidad en la narrativa y presentaré un núcleo de narradores adscritos a ella, centrándome en los años noventa, década en que aparece este tipo de narrativa. Pero también apuntaré algunas características de otras expresiones narrativas de estos años, porque, a contrapelo de los narradores posmodernos, la posmodernidad no solo no representa un punto de quiebre en el quehacer literario de nuestro país, sino termina siendo una tendencia menor frente a las líneas tradicionales. En los años noventa son particularmente importantes las obras inmersas en el mundo andino y las que abordan el tema de la violencia política, así como las narraciones escritas desde la perspectiva de la “nueva novela histórica”. A ellas se deben sumar las que continúan líneas tradicionales relacionadas con el realismo y las incontables combinaciones entre unas y otras formas narrativas.

En relación a este último punto, debemos tener en cuenta que ningún movimiento, escuela o proyecto histórico cultural destierra a sus predecesores de la escena literaria. La producción de los nuevos narradores –que no necesariamente proponen una nueva forma o tendencia narrativa– siempre converge con la de quienes poseen ya una trayectoria reconocida; y no es infrecuente que escritores experimentados se renueven o se inscriban en los nuevos registros literarios, en tanto que narradores noveles pueden mostrarse como epígonos de tendencias supuestamente canceladas.

Previamente a la entrada en materia, debo advertir que, pasada la euforia de quienes consideraban que luego de la caída del muro de Berlín y la implantación de la globalización económica se entraba en una nueva era de la humanidad, signada por la desaparición de la historia y la implantación de la posmodernidad en reemplazo de la filosofía, la ideología y el arte modernos, hoy, a menos de dos décadas de estos pronósticos, se ha producido la natural decantación de tales posturas.

La narrativa posmoderna surgió a la palestra con la pretensión de ser mucho más que una nueva tendencia o escuela. Aspiraba a ser la expresión narrativa correspondiente del nuevo momento que vivía la humanidad. Al inicio de los noventa, Francis Fukuyama, uno de los exegetas del neoliberalismo, había escrito un libro de amplia cobertura internacional: El fin de la historia. En él sostenía que la humanidad había ingresado en una nueva etapa en donde carecían de sentido no solo la historia y las ideologías, sino también todo intento de cambio, en la medida que se había llegado a la unanimidad en el pensamiento social y económico y se operaba un crecimiento incesante e incontenible de la tecnología. Según Fukuyama, y con él numerosos seguidores de sus ideas, sobrevenía una conciencia post histórica por haberse llegado al límite de la evolución del pensamiento humano y a la implantación universal de los principios de la democracia liberal.

Sin embargo, ahora nos encontramos con que cada vez son más frecuentes las opiniones acerca de la reducción de la esfera de influencia de la posmodernidad o de sus alcances e, incluso, de su obsolescencia; a tal punto que en algunos campos de la cultura se sostiene la postura de una pos-posmodernidad, como lo hace Roberto Fernández para la arquitectura. En la literatura en nuestro medio se menciona cada vez menos a esta tendencia, no por razones teóricas e intelectuales sino por el propio peso de otras expresiones que calan más en la sensibilidad social, en la medida que la creación narrativa entre nosotros se alimenta sobre todo de las experiencias vitales, de las vivencias recogidas a partir de las nuevas condiciones sociales y económicas.

Si bien es cierto que las expresiones culturales de la posmodernidad se articulan a la globalización –fenómeno esencialmente económico y tecnológico–, a la que de un modo u otro estamos vinculados, se podría pensar que es inevitable que la posmodernidad absorba, queriéndolo o no, a los nuevos creadores e, incluso, influya en los pertenecientes a etapas anteriores.

Sin embargo, si el Perú nunca entró de lleno en la modernidad –como apuntan correctamente estudiosos de nuestra realidad–, sino solo en algunos sectores, ¿cómo puede ser posible que todo el mundo asuma esta nueva sensibilidad posmoderna? Más aún: ¿qué ocurre con aquellos sectores de la sociedad que están en transición hacia un pensamiento moderno, o, más precisamente, hacia una producción creativa que apuntale esta modernidad a medias que nos caracteriza? ¿Dejan de tener sentido entonces las vivencias y ficciones de aquellas obras que no se inscriben en el campo de la posmodernidad? ¿Son descalificables los intentos de indagación sobre el sentido del ser social, de la existencia misma, propia de un tipo de literatura que –según los cánones posmodernos– es obsoleto? Son preguntas para las que no tengo respuestas válidas para todo el mundo, pero sí una posición personal.

Lo que es indiscutible es que la posmodernidad ingresó a nuestra realidad narrativa a través de la obra de algunos narradores. Lo prueban las novelas de Mario Bellatín, Óscar Malca y Jaime Baily, reconocidos por la crítica peruana y extranjera como escritores posmodernos. A la obra de estos autores se sumó la de Iván Thays, Javier Arévalo y Carlos Herrera, por mencionar solo a los más conocidos y –a excepción de Óscar Malca–, con más de un libro publicado. Existen también, por supuesto, otros jóvenes narradores, e incluso no tan jóvenes, que podrían considerarse adscritos a esta denominación, que no se tomarán en cuenta en esta oportunidad por tratarse de uan primera aproximación al tema.

Una primera característica de las obras literarias narrativas posmodernas es la uniformización de los mundos representados, producto de la pérdida e importancia de lo local frente a lo internacional, debido principalmente a la globalización. Esta característica, como rasgo distintivo que emparenta la obra narrativa de algunos jóvenes narradores con la de representantes de otras sociedades –más o menos semejantes a la nuestra–, está presente de manera muy nítida en la antología McOndo, preparada por Alberto Fuguet y Sergio Gómez y editada en 1996. McOndo, título irónico que representa la negación de todo lo “macondiano” –entendiendo bajo este término el realismo mágico–, es representativo de los alcances y limitaciones de la escritura de muchos jóvenes escritores iberoamericanos, como Alberto Fuguet (chileno), Edmundo Paz Soldán (boliviano), Ray Lóriga (español), Jaime Bayly (peruano), entre otros.

En los cuentos seleccionados se puede apreciar rasgos comunes, como ligereza en el tratamiento del tema, algunos toques de humor, lenguaje coloquial, pero también monotonía, falta de mundos propios y de identidad (en gran medida parecen intercambiables). A medida que avanza la lectura de los cuentos y se repiten las escenas, el tipo de personajes y, a menudo, el lenguaje, paulatinamente decae el interés.

Los autores seleccionados son originarios de ocho países latinoamericanos, además de un español, pero los cuentos podrían ser firmados por uno u otro y transcurrir en cualquier ciudad de América Central o del Sur. La ambientación remite a espacios anónimos, sin ningún espesor ni singularidad: se habla simplemente de la casa, el motel, la habitación, la calle, el departamento, etc. Las ciudades aparecen desdibujadas, ni siquiera como una atmósfera o una presencia invisible. Pareciera haberse pedido la conciencia del lugar.

La homogenización no fue buscada por los responsables de la antología. En la introducción, ellos señalan que, a partir de un alejamiento de cualquier manifestación del realismo mágico, la juventud y otros detalles formales, hubo libertad irrestricta para el desarrollo de los textos. El resultado final, mostró que “el gran tema de la identidad latinoamericana (¿quiénes somos?) pareció dejar paso al tema de la identidad personal (¿quién soy?)”. No son en absoluto frescos sociales ni sagas colectivas, sino realidades individuales y privadas.

Esta antología, que gozó de una gran difusión internacional, puso en primer plano la existencia de una forma de entender la narrativa arraigada ya en muchos países latinoamericanos, aunque circunscrita a círculos restringidos. El éxito del libro permitió dar el salto o afianzar la carrera de algunos de los antologados.

Jaime Bayly, el representante peruano, había ya publicado para entonces dos novelas: No se lo digas a nadie (1994) y Fue ayer y no me acuerdo (1995), que si bien habían causado mucho revuelo y buenas ventas en el ámbito nacional, eran completamente desconocidas en el mercado externo. La noche es virgen (1997), novela ganadora del premio Herralde, en España, le permitió ingresar al circuito comercial hispanoamericano.

El valor literario de sus obras es muy discutible, pero es innegable su aceptación por el grueso del público, seducido por su estilo ligero, sus toques de humor y, sobre todo, porque sus temas, además de las drogas, el sexo (hetero y homosexual) y demás inquietudes juveniles del momento, incluyen una gran semejanza a los modelos de la vida real, empezando por él mismo. Este recurso –como es usual–, incita al público a la identificación de los personajes reales tras los usados en la ficción. El de Bayly es el caso más representativo de la presencia de las leyes del mercado en la producción de un autor, pues éste, a pesar de su declarada búsqueda de una expresión de sus propias inquietudes, ha repetido una y otra vez la fórmula que le ha proporcionado mayores éxitos, sobre todo por su reiterado tratamiento de la homosexualidad en el narrador-protagonista. A ello se suman otras razones extra literarias, derivadas de su popularidad como figura en la televisión.

Bayly encarna la denominada tendencia ligth, uno de los rasgos atribuidos a la narrativa posmoderna, producto de las exigencias del mercado, que demanda lecturas ligeras, de entretenimiento, no muy exigentes. Sin embargo, ésta no es una característica esencial de la narrativa posmoderna; pues de serla, cualquier escritor, con un mínimo de oficio, podría incursionar en este tipo de literatura, así su mentalidad sea moderna e, incluso, premoderna.


Superficialidad en el tratamiento, pragmatismo en las aspiraciones, obsesión por la difusión y la aceptación del público, son rasgos que pueden encontrarse en obras de diversos autores a lo largo del siglo veinte. Lo distinto en los años noventa serían simplemente las condiciones exteriores a la creación –el crecimiento editorial, la ampliación de los mercados, el peso de la publicidad–, mas no se trataría de una nueva perspectiva creativa. En otras palabras, no es el caso de que literatura superficial caracterice la actual narrativa, en contraposición a la “profunda” de las épocas anteriores. Porque dentro de la misma posmodernidad se encuentran otros modelos alejados de la tendencia light, como es el caso de Mario Bellatín.

Bellatín es un escritor considerado unánimemente como representante de la narrativa posmoderna. Y, aunque él es nacido en México pero con una larga residencia en el país, carece de importancia si se lo considera mexicano o peruano, pues su narrativa es descontextualizada, profundamente individual y ajena a inquietudes colectivas de cualquier tipo. Sus textos, desde Mujeres de sal, publicada en 1986, pasando por Efecto invernadero (1992), Canon perpetuo (1993) Salón de Belleza (1994), Damas chinas (1995) –y las que publicará luego, en el presente siglo–, son novelas cortas; lo cual, desde la perspectiva de las décadas precedentes, lo hubiera calificado como un escritor menor, incapaz de alcanzar las cumbres de una “novela total”, requisito para ser considerado entonces como un narrador integral y de primera línea. Desde esta perspectiva podría considerarse su producción como ligth, mas su obra es una infatigable búsqueda de una expresión personal, de un mundo propio, que se ha ido ramificando de manera cada vez más libre de obra en obra.

La prosa de Bellatín es depurada, casi desnuda de adjetivaciones, alejada de referentes realistas, en tanto que sus ficciones podrían ocurrir en cualquier ciudad; pero, si bien se trata de novelas, estas ofrecen una deliberada fragmentación en la composición, característica típica de la narrativa posmoderna. Bellatín es sobre todo un creador de atmósferas enrarecidas, pero a la vez un incesante experimentador de formas literarias, no a la manera vanguardista, sino retomando viejas formas adaptadas a su sensibilidad. El resultado puede ser perturbador o de una extraña belleza.

Su libro más aclamado por la crítica, Salón de belleza, es una presentación de la soledad y la angustia de seres marginales enfrentados a la muerte. Lo paradójico es que en esta novela, la conversión del salón de belleza en “moridero”, lugar de refugio de enfermos incurables –se supone que de sida, aunque nunca se usa tal palabra–, golpean nuestro sentido de equilibrio cotidiano. Lo singular es que las descripciones son mínimas, pero a través de la presentación paralela de la degradación de la vida en la pecera del protagonista, nos va introduciendo en ese mundo en el que la muerte se va apoderando de todo, incluso del narrador. De esta manera, a pesar del individualismo exacerbado de la propuesta narrativa de Bellattín, de su desapego por los referentes locales, la novela revela de manera superlativa la situación actual de la sociedad peruana, que oscila entre la violencia, la marginalidad y el abismo social.

La obra de Bellatín por ser tan personal y basada en una búsqueda permanente de formas nuevas, es insular en esa década. En cambio, Al final de la calle, de Óscar Malca, tiene sus antecedentes en Los inocentes, de Oswaldo Reynoso, y, a su vez, provoca una apreciable lista de seguidores que toman la posta –con las singularidades del caso– de la línea continuada por este libro, como es el caso de Sergio Galarza, Manuel Rilo, Carlos Dávalos, José Tola, Carlos Rengifo, y otros jóvenes narradores.

No sostenemos que haya una influencia directa entre Los inocentes y Al final de la calle, así como entre ésta y las obras de los narradores más jóvenes. Creemos que hay una respuesta propia de cada época y de cada sensibilidad particular para enfrentar las condiciones del medio y del momento que les ha tocado vivir. En la obra de Reynoso, a pesar de que se trata de cuentos compuestos en la forma clásica, como narraciones cerradas e independientes, existe una correspondencia interior entre todos ellos, con personajes que aparecen en uno y otro cuento, de tal forma que es evidente una vocación de integración. En cambio, Al final de la calle (1993), pese a tratarse de una novela con un referente identificable –el distrito de Magdalena del Mar– y personajes caracterizados según las costumbres y ritos propios de una collera de barrio, no se observa la integración ni la unidad usuales en una novela. La estructura de los capítulos aparece muy abierta y el último no termina de dar cuenta del universo narrativo creado. Para los críticos que se guían por los patrones literarios usuales, es una novela fallida, resultado de falta de destreza narrativa y manejo técnico de la composición; para otros, la falta de estructuración es producto de uno de los imperativos posmodernos: la fragmentación, consecuencia de la abolición de totalidades racionales, de universos regidos por una lógica integradora. La forma de composición estaría, pues, reflejando mejor que cualquier recurso o discurso al interior de la obra, una característica esencial del mundo posmoderno.

La composición de la novela, basada en capítulos que se van sumando no de manera acumulativa sino como escenas cogidas casi al azar, en la vida de los personajes que transitan hacia la nada, se repite de alguna manera en Contraeltráfico (1997), de Manuel Rilo. Al igual que en la novela de Malca, la violencia callejera y muchas veces gratuita, la búsqueda de sexo al paso, libre de cualquier atadura, el uso frecuente del alcohol y de la droga, muestran un escenario que se repite también en los cuentos de Galarza, Dávalos, Rengifo, etc. en lo que algún comentarista ha unificado bajo las siglas JUM (joven, urbano y marginal). Se trata de una narrativa que, para referirme a sus mentores norteamericanos, oscila entre el “realismo sucio” de Bukowski y Easton Ellis y el “minimalismo” de Raymond Carver. El problema de este tipo de narrativa es que empezó a dar vueltas sobre sí misma, repitiéndose, hasta convertirse en un tópico que entró en un callejón sin salida. La marginalidad y la violencia cotidiana devino en un derrotero sin horizontes que lo trascendiera.

Por su parte, la producción de Iván Thays en estos años noventa, tuvo un carácter extremadamente individual, aunque también es una narrativa descontextualizada, preocupada por la interioridad del individuo, con una aspiración estetizante, pero de ninguna manera ligth, y no se la puede agrupar con la de narradores anteriormente mencionados. Si hay algo que ponía distancia con respecto a la narrativa de sus pares posmodernos, era su permanente afán de búsqueda de la belleza literaria. Poseedor de un lenguaje rítmico y depurado, tenía también mucho cuidado en la composición de sus obras y en el diseño en sus personajes; además, sus variados referentes culturales hacían que la lectura de sus cuentos y novelas fuera exigente, y, al decir de algunos comentaristas, elitista.

El sentido de lo unitario de su primer libro, Las fotografías de Frances Farmer (1993), a pesar de tratarse de un conjunto de cuentos, lo singulariza dentro del canon posmoderno. Los cuentos que componen este conjunto poseen una ligazón evidente, a tal punto que el sentido íntegro de ellos solo es posible captarlo una vez que se han leído todos. En este primer libro también se define lo que sería una característica recurrente de su obra: el lirismo, el carácter elusivo y distanciado del mundo limeño y el peso dominante de lo sensorial y las emociones. Su independencia respecto a las claves de la novela realista se manifiesta en diversas formas. Thays no solo se desentiende de los referentes de la realidad peruana, sino, a diferencia de los escritores cosmopolitas de otras épocas, tampoco le interesa ningún otro país o ciudad en particular, de modo que en El viaje interior (1999), su segunda novela, “inventa” una ciudad europea: Busardo. En ella desarrolla con toda libertad un tema romántico, en torno al cual abundan las referencias culturales, las reflexiones intelectuales, las observaciones precisas, los símbolos, siempre con una prosa muy cuidada. Por todo ello, ha logrado concitar los mejores comentarios de la crítica, aunque no el favor del público, principalmente porque el lector común encuentra su lectura tediosa y poco estimulante. En general, su obra, profundamente personal y alejada de concesiones al mercado, difiere diametralmente de la de Bayly.


Carlos Herrera publicó en 1995 Blanco y negro, una novela muy original; cada capítulo supone una rama del conocimiento, a la manera de la estructura del Ulises de Joyce. Los críticos, a propósito de su obra, trajeron a cuento a Borges, a Cortázar, al Tristam Shandy, de Sterne, a la narrativa fantástica, aunque sin abandonar del todo el tratamiento realista. Posteriormente publicó La musa y los muertos (1997) y Crueldad del ajedrez (1999), libros de cuentos muy versátiles, en los que insiste en el tratamiento de referentes culturales de procedencia diversa. Ricardo González Vigil, a propósito de su obra, ha afirmado que Herrera asume una rica herencia literaria y cultural: “las fábulas y las parábolas, los mitos y los diálogos filosóficos, las sátiras (...) y las narraciones de Voltaire, Swift, Bierce, Schowb, Kafka, Borges, Cortázar, Arreola y Monterroso”.

Javier Arévalo es un escritor que en la década del noventa ha publicado Nocturno de ron y gatos (1994), Instrucciones para atrapar a un ángel (1995) y Previo al silencio (1995). En sus novelas y cuentos ha creado peripecias de jóvenes urbanos marginales, con un lenguaje coloquial, por momentos ingenioso –sobre todo en los diálogos–, y dotado de cierta dosis de cinismo. Practica la ironía, jugando muchas veces con la transtextualidad, para poner distancia ante cualquier atisbo de asumir una creencia trascendente. Al igual que muchos de los personajes provenientes de la vertiente del realismo sucio a lo Bukowski, sus héroes –o antihéroes– se entregan a la noche, al alcohol, al sexo, a las drogas, aunque, a diferencia de los seguidores de esta tendencia, denominada por González Vigil “Neorrealismo exacerbado”, procura siempre evadir la truculencia con un toque de humor, a veces teñido de cierta melancolía y, sobre todo, apelando al empleo de los recursos de la novela policial, a lo Raymond Chandler, que no siempre le funcionó de manera efectiva en sus primeras obras.

Arévalo no es el único interesado en incursionar en el subgénero policial, una característica en cierta forma contradictoria con la narrativa posmoderna, que en general desconfía de la racionalidad como eje de la organización del material narrativo. Y es que la novela policial, desde su origen, ha estado asociada con la búsqueda del crimen basado esencialmente en la razón, a tal punto que en algún momento se convirtió en un juego intelectual en el que los personajes terminaban siendo piezas de un ejercicio deductivo, y los crímenes perdieron su dosis de estremecimiento para convertirse en meros pretextos para el desvelamiento del misterio. La novela policial norteamericana, en los años veinte y treinta, rompió con el estereotipo del relato policial clásico e impuso nuevas reglas de juego, que lo acercaron más a la novela realista recusadora del sistema. La violencia que impregnaba sus páginas fue la razón que impulsó a denominarla “novela negra” –o hard boiled, o thriller . Pero incluso en las novelas de mayor desborde de violencia y brutalidad, de gratuita criminalidad, la racionalidad siempre termina por imponerse, así sea para dar una última explicación a los sucesos. Los finales de la novela policial tienen necesariamente que concluir con una recomposición racional, aunque sea solamente mental, del orden de las cosas, de la sociedad.

Por esta razón, las novelas de Arévalo, si bien comparten algunos rasgos de la narrativa posmoderna, como es el tono ligero, la desconfianza de todo trascendentalismo, el cinismo y el general desencanto de sus personajes, no abandona rasgos de la narrativa precedente, como es la delimitación precisa de ambientes, cierta inquietud de apertura a la realidad local (los asentamientos humanos marginales, por ejemplo) y, sobre todo, la interpretación de los sucesos mediante la lógica de la novela policial.

Coincidentemente, el interés por el desarrollo de novelas en la línea de la novela policial, o de los recursos de este tipo de novela, es una característica que se ha impuesto en las últimas dos décadas del siglo veinte. Lo han practicado Vargas Llosa (¿Quién mató a Palomino Molero?, 1986), Carlos Calderón Fajardo (La conciencia del límite último, 1990), Fernando Ampuero (Caramelo verde, 1992), Alfredo Pita (El cazador ausente, 1994), Peter Elmore (Enigma de los cuerpos, 1995), Alonso Cueto (El vuelo de la ceniza, 1995), Pilar Dughi (Puñales escondidos, 1999), entre muchos otros. Las razones de esta proliferación del subgénero y su amplia difusión en nuestro medio aún no han sido estudiadas en profundidad. Una de las razones que podemos aventurar, a manera de hipótesis, es que esta forma literaria sustituye de alguna manera la norma realista para reflejar fenómenos sociales como la corrupción, la violencia política, el narcotráfico, tal como hicieron Hammet, Chandler, Cain y otros cultores de la novela negra en su momento respecto a la sociedad norteamericana de entreguerras. Además, no es desdeñable tampoco pensar en la influencia del cine de intriga, como estímulo digno de ser emulado, por su ritmo y dinámica propios de la vida urbana y sus dosis de emoción que se redobla cuando se diseña una buena trama.

Otra tendencia que tiene una creciente importancia en nuestro medio a partir de los años noventa, es la correspondiente a la novela histórica. Este tipo de novela (y eventualmente el cuento) responden a una larga tradición latinoamericana. Si en nuestro país, en los últimos años podemos mencionar una decena de novelas que abordan el tema histórico, en América Latina las cifras son mucho mayores y, además, responden a un interés permanente. Seymour Menton, en La nueva novela histórica en América Latina (1993) señala que entre 1949 y 1992, pudo identificar la existencia de 367 novelas de esta tendencia. Obviamente, no todas son obras bien logradas, pero algunas alcanzan gran significación dentro de la narrativa contemporánea. Peter Elmore, narrador y crítico literario peruano, ha realizado un estudio acerca de cinco novelas de excepcionales méritos: El siglo de las luces, de Alejo Carpentier; Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos; Noticias del Imperio, de Fernando del Paso; El general en su laberinto, de Gabriel García Márquez; y La guerra del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa.


En nuestro medio, además de La guerra del fin del mundo, en la década del noventa se debe tener en cuenta La violencia del tiempo (1991), novela de Miguel Gutiérrez, una obra vasta, compleja y articulada por diversos planos narrativos, siendo uno de los principales el histórico. Del mismo Gutiérrez, aunque en tono menor, pero con el mérito de aunar de manera creativa la ficción con el ensayo, se encuentra Poderes terrenales (1995). A estas novelas se pueden sumar las de Carlos Thorne y José Antonio Bravo, entre los escritores con mucho oficio y una trayectoria iniciada en los años cincuenta y sesenta, respectivamente. Del primero debemos mencionar El señor de Lunahuaná (1994) y El encomendero de la adarga (1999), y del segundo La quimera y el éxtasis (1996). A ellos se suma Fernando de Trasegnies, jurista que incursiona por primera vez en la ficción, Fietta Jarque, Luis Enrique Tord y Luis Nieto. Trasegnies publica en 1994 En el país de las colinas de arena; en el mismo año, Nieto da a conocer Señores destos reynos; Jarque, por su parte, publica Yo me perdono, en 1998; y Thord Sol de los soles, también en 1998. Salvo las novelas de Vargas Llosa, la de Trasegnies y la primera de las mencionadas de Miguel Gutiérrez, todas ellas transcurren en la etapa de la conquista y la Colonia. Por supuesto que los recursos empleados y la concepción novelesca están lejos de los modelos clásicos de recreación minuciosa de la época, al estilo de Walter Scott, o de alambicada composición, a lo Salambó, de Flaubert. En las novelas de estos escritores, es usual el uso de las rupturas temporales, el “racconto”, el monólogo interior, etc., recursos técnicos que, usados con mucha destreza, dan una visión renovada de la época con evidentes proyecciones al presente.

En 1999 aparece La destrucción de Cartago, novela de singulares características, primera obra de ficción de Alfonso Castrillón, un crítico de arte de larga trayectoria profesional y académica. La historia se ambienta en la Lima del siglo XVII o, como se la denomina en la novela, San Juan de Cartago, pero en el marco de situaciones fantásticas o libremente imaginativas, que desbordan los hechos históricos. Con anacronismos deliberados, referencias irónicas y saltos temporales para tomar distancia, Castrillón instala al lector en un mundo totalmente imaginario, pero a la vez muy familiar por sus personajes y escenarios tradicionales. El resultado es una novela que comparte el estatuto de lo histórico, pero a la vez posee cierta intemporalidad; en ella se recrean tópicos tradicionales con cierta ligereza, pero a partir de una recreación rigurosa de mentalidades y costumbres. Y, lo más importante: a pesar de compartir algunas características técnicas de la narrativa posmoderna, como el manejo del metatexto, la presencia de una intriga atenuada con un final abierto y su estructura fragmentada, no abjura de la búsqueda de identidad cultural ni mucho menos de los valores humanos. Lamentablemente, a pesar de la originalidad de esta novela y sus méritos evidentes, no ha recibido la atención que merece de parte de la crítica.

En términos generales, quizás una de las más importantes conclusiones es que la presencia de la posmodernidad ha puesto sobre el tapete nuevamente aquello que caracteriza a nuestra realidad social: su carácter siempre inacabado y múltiple, heterogéneo y desigual. Si entre las sociedades del “primer mundo” se ha dado un debate entre la relación de continuidad o discontinuidad respecto a la modernidad y la posmodernidad, en las sociedades latinoamericanas no podía –no puede– hablarse de una modernidad acabada que dé paso a una fase posterior. Nuestra modernidad desigual y periférica en lo económico y social, extendida por supuesto a lo cultural, provoca que en cualquier periodo de estudio se aglutinen, de manera simultánea, con igual valor intrínseco, expresiones de diversa índole. Que los frutos literarios producto de esta situación sean aceptados o no en los círculos más exigentes de la crítica, el espacio que ocupen, su recepción por parte del público, dependen de condiciones extra literarias.

De allí que, al lado –o por encima– de obras novedosas, como la de Bellatín, Thays o Herrera, se cuenten las de Oswaldo Reynoso, Miguel Gutiérrez, Edgardo Rivera Martínez y Óscar Colchado. Y si con la fragmentación, el inacabamiento, la intertextualidad, la desterritorialización y el pastiche, se han escrito obras de indudable valor; con los viejos recursos de la composición armónica, las técnicas vanguardistas, el diseño de personajes arquetípicos, la indagación en los intersticios del alma humana, se siguen produciendo novelas y cuentos de gran significación y belleza.

Y no se trata solo de que los escritores de una trayectoria reconocida continúen en su línea de trabajo, pues no pocos jóvenes están recorriendo los caminos del realismo, al que adicionan algunos elementos de aquí y de allá para sus creaciones. Podemos así mencionar a Enrique Planas, José de Piérola, Gustavo Rodríguez, entre otros.

La narrativa andina, por denominar de alguna manera a las novelas y cuentos que se inscriben en el dominio cultural andino, ha dado obras muy importantes en los últimos años del siglo veinte. Baste mencionar a Ximena de dos caminos 1994), de Laura Riesco, El gran señor (1994), de Enrique Rosas Parravicino, País de Jauja (1996), de Edgardo Rivera Martínez, Rosa Cuchillo (1997), de Óscar Colchado, Las mellizas de Huanguil (1999), de Zeín Zorrilla, para apreciar el vigor y el nivel que mantienen obras que se entroncan, pero de manera personal, en una larga tradición narrativa. En ninguno de estos casos se trata de novelas adscritas al indigenismo, o al neo indigenismo; se trata de obras de características singulares, ya sea por la visión lírica y la exploración de la intimidad femenina en Ximena de dos caminos; por la inmersión en el mundo del sincretismo sagrado en El gran señor; por la originalidad técnica y la ambiciosa confrontación de dos mundos culturales, como en País de Jauja; por la conjunción solvente del mundo mágico andino con los hechos de la violencia política de la década de la guerra interna, en Rosa Cuchillo; por la revelación de los puentes culturales y sociales entre el mundo rural y el urbano, en Las mellizas de Huanguil.

Otra característica de la narrativa de los años noventa, que algunos críticos cuestionan por provenir de un criterio extra-literario, es la literatura escrita por mujeres. Lo cierto que en las dos últimas décadas del siglo veinte muchas mujeres irrumpieron en el campo de la narración, como no había ocurrido en las décadas precedentes. En los noventa, publicaron novelas y libros de cuentos Laura Riesco, Pilar Dughi, Carmen Ollé, Patricia de Souza, Fietta Jarque, Leyla Bartet, Rocío Silva Santisteban, Carla Sagástegui, Gaby Cevasco, Zelideth Chávez, Fátima Carrasco; sin que la lista sea completa. Es, pues, un hecho innegable; lo que es debatible –negado incluso explícitamente por algunas de ellas–, es si están escribiendo una “narrativa de género”. Mi impresión es que, salvo alguna excepción, a estas escritoras les importa desarrollar una opción narrativa sin ninguna etiqueta; aspiran primordialmente a lograr una obra de acuerdo a sus motivaciones, independientemente del sexo. Existen, por supuesto, algunas opiniones discrepantes; pero éste es un tema que rebasa el mero apunte de tendencias que es motivo de esta exposición.

La narrativa de la violencia política, si bien con obras de méritos muy desiguales, mereció la atención de numerosos escritores. Mark Cox, en su estudio Pachaticray (El mundo al revés). Testimonios y ensayos sobre la violencia política y la cultura peruana desde 1980 (2004), señala que “desde 1982 por lo menos 104 escritores han publicado 192 cuentos y 47 novelas sobre este tema”. Han escrito sobre ese tema desde Vargas Llosa –aunque con una de sus novelas de menor valor: Lituma en los Andes–, pasando por Carlos Eduardo Zavaleta, Carlos Thorne, Óscar Colchado, Dante Castro y muchos otros escritores con obra ya publicada, hasta quienes incursionaban por primera vez en la narrativa, caso de Mario Wong, y su El testamento de la tormenta (1997), y José de Piérola, que publicara En el vientre de la noche (1999).

Este apretado recuento de tendencias no ha sido –no podría ser– exhaustivo, dado el carácter panorámico del texto. Por eso quedan solo como mención la importancia creciente de la narrativa fantástica, de sólida tradición en la narrativa de occidente y de oriente, pero de escuálidos resultados en nuestro medio hasta la década del ochenta; la plenitud de la narrativa del barrio, alcanzada en Final del Porvenir (1992) de Augusto Higa; el audaz intento de escribir una novela integral de la ciudad, en Enigma de los cuerpos (1995), de Peter Elmore, y las renovadas miradas expuestas en sus ficciones por los creadores radicados fuera del país

El conjunto de las obras de esta década ofrece un universo múltiple y complejo, con la suficiente riqueza para ameritar el desarrollo particular de la cada una de las tendencias expuestas. Por ahora, quiero concluir sosteniendo que la década del noventa, en narrativa, es una de las más importantes del siglo veinte, dentro de la cual la posmodernidad es solo una tendencia menor e incipiente.

 

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ROBERTO REYES TARAZONA (Lima, 1947). Narrador y sociólogo, integrante del grupo “Narración”. Ejerce la docencia en diversas universidades del Perú. Es autor de los libros de cuentos: Infierno a plazos y En corral ajeno, entre otros. Sus novelas más representativas son: Los verdes años del billar (1988) y Caldero del infierno (Lluvia editores,2019). Obtuvo el premio de cuento “José María Arguedas” (1973). Es director de la revista “Arquitextos”.




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[A partir de janeiro de 2022]
 

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Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO

Número 192 | dezembro de 2021

Curadoria: Floriano Martins (Brasil, 1957)

Artista convidado: Pablo Amaringo (Peru, 1938-2009)

editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com

editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com

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