Para T. S. Eliot, un poeta mayor podía ser identificado por tres cualidades inherentes a su producción: abundancia, diversidad y excelencia. Bajo esos presupuestos, no dudaría en afirmar que Edwin Madrid es un poeta mayor, aun a riesgo de que algunos suspicaces apunten mi generosidad con el amigo. Por suerte, el cuerpo mismo de esta antología es testigo suficiente de la abundancia; de la diversidad y la excelencia han de tratar los párrafos siguientes, siempre con el temor de que mi esfuerzo exegético no haga justicia a una labor de más de veinte años en el duro ejercicio de tallar la vasta piedra del lenguaje –expresión última del pensamiento– para que de ella brote la chispa de la poesía e ilumine nuestros diversos estadios en el ser.
No obstante mi entusiasmo, es una empresa difícil. El propio Edwin Madrid ha confesado más de una vez no tener un proyecto literario y escribir sólo sobre las cosas que lo apasionan. Y cuando el abanico de esas pasiones es tan amplio –ya lo muestran sus libros– un crítico metódico y un tanto aristotélico como yo, no puede menos que empezar a halarse los pelos. O acudir, siguiendo las pautas del escritor analizado, a un recurso de autor en pleno dominio de sus facultades: la improvisación. Pues ese, y no otro, parece ser el derrotero fundamental de la poética de Madrid; no el trazo preconcebido de una férrea camisa de fuerza que lo ate a las bondades anteriormente probadas de su decir, sino la disposición a saltar al vacío en cada nuevo cuaderno, en aras de explorar conceptos, tonos, registros, voces hasta entonces desconocidos por él o por los diversos sujetos líricos que emplea en el bazar polifónico de su obra.
He de confesar algo: el primer escollo fue de carácter metodológico. Usualmente suelo comenzar el abordaje de un poeta imbricándolo en la tradición de la cual proviene, para de allí extraer las presumibles fuentes e influencias, los arquetípicos procesos de continuidad y ruptura que faciliten mi diálogo con el corpus estudiado. Pero Madrid no parece un poeta ecuatoriano, al menos en el sentido estrecho del término. A pesar de haber compendiado y prologado una estricta antología sobre la poesía ecuatoriana del siglo XX para la editorial española Visor, Edwin Madrid tiene muy poco que ver con los avatares de la misma. Salvo algunas lejanas coincidencias con el Jorge Enrique Adoum de Dios trajo la sombra o el de Prepoemas en postespañol, o unas mucho más próximas con el Jorge Carrera Andrade de Microgramas (de las cuales me ocuparé más adelante), la lírica de Edwin Madrid no conversa –a propósito– ni siquiera con lo más audaz de la tardía vanguardia nacional –Hugo Mayo, Gonzalo Escudero– o con otros autores cuyos altos quilates los colocan entre lo mejor del continente (César Dávila Andrade o Efraín Jara Idrovo, por ejemplo). Hecho que lo convierte en una voz (enunas voces) a contrapelo de la tradición nacional, en un constante proceso de ruptura consigo mismo que lo hace, a la vez, diferente y difícil de desentrañar.
Y digo que es a propósito porque, como Madrid le confesara al peruano Julio Ortega en una entrevista acerca del hacer poético, los poetas ecuatorianos no le seducen tanto como otros maestros de la literatura hispanoamericana, y cita a César Vallejo, Octavio Paz, José Lezama Lima, la española Generación del 27, y aduce que le importa “la gran poesía escrita en castellano en todo el ámbito hispanoamericano”, aparte de mucha en lengua inglesa (Walt Whitman, Emily Dickinson, E. E. Cummings, Robert Frost, Sylvia Plath, la generación beat) o francesa (los surrealistas y sus padres Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, etc.). Yo pudiera añadir otros nombres: Catulo, Persio, François Villon, el Arcipreste de Hita, William Blake, Fernando Pessoa, Guillaume Apollinaire, Lautréamont, Dylan Thomas o Nicanor Parra, a los cuales recontextualiza en algunos de sus poemarios, como trataré de demostrar en el arduo itinerario de este viaje que nace en Quito, pasa por mi tórrida lectura habanera y vuelve a un Madrid que no está en España sino en la justa mitad de la Tierra.
Ya lo advertí: soy un crítico metódico y aristotélico. Por eso, en lugar de respetar el orden en que el autor y su antóloga –la poeta Aleyda Quevedo– han organizado esta muestra –comenzando con Mordiendo el frío, un volumen del año 2004 que es, quizá, el libro más sólido y (re)conocido de Madrid, y prosiguiendo luego de manera casi cronológica hasta sus últimos cuadernos, tal vez con la intención de equilibrar el tono del conjunto–, he preferido centrarme, del modo más riguroso posible, en analizar cada texto en el sitio que en verdad ocupa dentro del crecimiento del pensar y el decir de mi colega quiteño, e intentar así demostrar cómo su voz que madura, quema, dura, cuando cuestiona y se cuestiona el mundo, con ese afán transgresor privativo de los espíritus auténticos y libres.
Debo hacer otra advertencia: a pesar de ser cubano, no soy un crítico marxista. No creo que el único y verdadero mérito de la obra de arte radique en la manera como expresa los conflictos ideológicos, políticos, históricos o sociales de una época, y mucho menos en las respuestas o soluciones ofrecidas a los mismos. Eso sí, sostengo que por lo general es preciso identificar esos conflictos para dilucidar cómo influyen sobre la sensibilidad del individuo y de qué manera este asume las viejas y elementales preguntas (para mí, a la postre, el sentido del arte es preguntar, mover el pensamiento, expandir las fronteras del lenguaje y las formas anquilosadas por la tradición): ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿adónde vamos? A fin de cuentas soy un ecléctico, y echo mano lo mismo de Marx que de Freud, de Jakobson que de Lacan, de Bachelard que de Frye o Bloom, de Derrida y Lyotard que de Octavio Paz, de Kristeva que de Ángel Rama, o de Butor que de Cintio Vitier, porque si bien no todos los caminos conducen a Roma, es más instructivo el viaje cuando uno hurga en este y aquel sendero y trata de averiguar por su destino igual en autopista que en vereda.
Edwin Madrid debuta en la poesía hispanoamericana en 1987, con el cuaderno ¡Oh! Muerte de pequeños senos de oro, a mi juicio la piedra angular de donde nacen las principales directrices sobre las cuales se estructura su obra poética posterior. Por esas fechas, las voces más influyentes dentro de nuestra lírica eran aún las de Ernesto Cardenal, Juan Gelman, Roque Dalton, Jaime Sabines, Nicanor Parra, y otros cercanos a cualesquiera de las variantes de poesía coloquial que, proveniente de Estados Unidos e Inglaterra fundamentalmente (el primer Eliot, cierto Wystan Auden, Allen Ginsberg, Philip Larkin), se había entronizado en la expresión americana por encima de búsquedas más ontológicas y que concedieran mayor peso al imperio de la imagen y la palabra neobarrocas (Lezama, Gastón Baquero, Humberto Díaz Casanueva, Octavio Paz), tal vez favorecidas por algunas de sus características más sobresalientes; a saber: el tono conversacional, el realismo objetivo, la epicidad, el reflejo inmediato de las circunstancias históricas, la ideologización, la efusión sentimental, el carácter anecdótico, la apariencia de desaliño formal, el humor, la ironía, cierta postura crítica ante lo histórico, lo social, lo ideológico. Aunque en Europa se esté resquebrajando el llamado socialismo real con la consabida pérdida de terreno de la izquierda internacional, la mayoría de los países latinoamericanos siguen siendo asolados por dictaduras militares del peor jaez, males como el narcotráfico, las guerras intestinas, los paramilitares y hasta gobiernos de derecha que acuden a fórmulas neoliberales con tal de apuntalar un poco las destartaladas economías nacionales. Quizá por ello este poemario inicial de Madrid acusa todavía múltiples deudas con los caudillos del coloquialismo en lo referente a temas, asuntos, entonaciones y modos de entender la poesía.
Pero eso no es importante. Lo de verdad cardinal es que en ¡Oh! Muerte de pequeños senos de oro, Edwin Madrid enseña, aunque de manera rudimentaria, iniciática, algunas de las líneas que desarrollará con indiscutible pericia en sus libros posteriores. Mas antes de entrar en ellas quisiera destacar otro aspecto: el raro sabor elegíaco del poemario. Desde el título de la colección, Madrid apela a la vieja dicotomía entre Eros y Tánatos tan cara a algunos de los poetas mayores de la lengua en la modernidad (Darío, Velarde, Gorostiza), y pretende quebrar la cadena carne-pecado-condenación eterna, reforzando el carácter erótico de la muerte, la sensación de placer que produce la entrada a un nuevo mundo cuyo preámbulo ha sido, precisamente, el goce carnal, el autorreconocimiento y el conocimiento del prójimo gracias al mejor ejercicio de salvación: la fusión de los cuerpos y los espíritus. Esta desacralización de la muerte y del pecado será el tema central de su siguiente volumen Enamorado de un fantasma (1991) y volverá a repetirse, siempre con mayor intensidad y sentido de la subversión en Mordiendo el frío y Los alimentos del cielo y del infierno, entre otros. También aparece aquí el amor despojado –casi– de sus componentes eróticos, próximo al ágape, en poemas como Muchacho de corazón amarillo o María; este tema resurgirá con fuerza en Tambor sagrado y otros poemas, enPuertas abiertas y en Otros ámbitos y el mismo sentimiento. La nota autobiográfica, cuyo mejor exponente pudiera serEl niño de laurel, igual seguirá resonando en futuras entregas, incluso en aquellas en las cuales la disolución del yo lírico, el empleo de las máscaras y los juegos de artificio posmodernos simulan un abismal distanciamiento del tono confesional.
Otra arista significativa insinuada es la relectura de la historia americana, visible en la pieza Quito Octubre 27 (AFP). Esta preocupación de corte socio-político alcanzará sus mayores cotas en Caballos e iguanas, donde el proceso de relectura, de revisitación con un fuerte matiz identitario, se convierte en un toque peculiar dentro de su evolución personal y resulta bastante atípico en la poesía hispanoamericana del momento (Madrid vuelve a incluir Fantasmas altos y muy resistentes al viento, aparecido originalmente en este volumen, en Caballos e iguanas, donde encaja de manera especial debido al empleo del lenguaje que maneja para explicitar ese proceso de relectura y revisitación). Lo mismo podría afirmarse de Este poema es la ebriedad y de Salón Guerra de las Galaxias. Nombre de una cantina de Ushimana, indudables embriones del libro-poema Celebriedad, junto con Mordiendo el frío el texto mejor difundido de esta obra. Por supuesto, aquí solamente se sugiere el tema de la embriaguez, mientras en el cuaderno de 1990 es una apoteosis de tipo muy distinto, merecedora de un análisis detenido y riguroso; lo apunto ahora para reforzar la idea de que ¡Oh! Muerte de pequeños senos de oro es la cantera en la cual todo –o casi todo– germina. Pues allí se exhibe también el humor que surcará cada una de las siguientes propuestas estéticas del poeta, ya sea en forma de ironía, de sátira, de sarcasmo, o de parodia, siempre en busca de ayudar al individuo a soportar la discrepancia entre lo ideal y lo real de la existencia. Y se exterioriza, además, un recurso tan antiguo como la literatura, pero al cual la crítica ha asociado con la posmodernidad a partir de los estudios de Julia Kristeva y las sucesivas adiciones de John Barth, Manfred Pfister, Michal Glowinski, y Michael Rifaterre, entre otros: la intertextualidad. Textos como Mademoiselle Satán y Otro poema a tus dones, remiten de modo directo al ya mencionado Carrera Andrade (y a través suyo, de alguna manera, a Baudelaire) y, obviamente, a Jorge Luis Borges, maestro si los hay en eso de entender el arte de la escritura como un devenir ecuménico y al escritor cual una suma de entes virtualmente emancipados del autor.
El empleo de la intertextualidad que se trasviste en la disolución del yo lírico, en el uso de las máscaras, es el aporte principal de ¡Oh! Muerte de pequeños senos de oro a la obra de Edwin Madrid, como advertiremos luego en Celebriedad, Caballos e iguanas, y sobre todo en Mordiendo el frío, Lactitud ceroº y Los alimentos del cielo y del infierno, en los cuales influye de manera decisiva tanto en la concepción como en las formas y el manejo del lenguaje. El uso de las máscaras o personæ es un procedimiento consustancial con buena parte de la mejor lírica escrita entre finales del XIX y principios del XX. Ya desde tiempos de Baudelaire (y de Browning y Whitman), la unidad romántica de poesía y yo empírico deja de existir, y se produce lo que Michael Hamburger ha calificado como el fenómeno de las identidades perdidas, muy visible en la literatura francesa en las voces del propio Baudelaire, de Rimbaud, Tristan Corbière, Jules Laforgue o Stéphan Mallarmé, tendientes a multiplicar el yo en busca de otros caminos de expresión a sus crecientes angustias ontológicas en un contexto donde comenzaba a primar la idea de la muerte de Dios y de la incapacidad del lenguaje para traducir a los demás juicios, correspondencias y sensaciones. Esa línea de pensamiento desembocó en que los poetas, para hacer del hombre solitario una multitud, de la identidad negativa una multiplicidad positiva o la universalidad del ser, recurrieran al empleo de las máscaras, de distintas identidades enfáticas en la intensidad de su drama ontológico. Browning, Whitman, Hugo von Hofmannsthal, Paul Valéry, Stefan George, Willam Butler Yeats, Valery Larbaud y Konstantinos Kavafis, acudieron a otros sujetos líricos en sus poemas, mientras el conde de Lautréamont, Pierre Louÿs, Edgar Lee Masters y Fernando Pessoa se inventaron apócrifos y heterónimos con biografías y poéticas bien definidas y desacralizadoras de la tradición. También lo hace Edwin Madrid en ¡Oh! Muerte…, la presencia de Juvan Carzos, hipotético poeta ecuatoriano tempranamente fallecido y pariente clarísimo de los heterónimos de Valery Larbaud, Louÿs, Masters, Pessoa o los cubanos José Manuel Poveda, Raúl Luis y Luis Rogelio Nogueras, nos dispone para recibir después a Valerio, presumible sujeto lírico de Mordiendo el frío, desdoblado en seguida en el Quinto Valerio Catulo “autor” de Lactitud ceroº y quizá también de Los alimentos del cielo y del infierno, máximos exponentes de esta cuerda en la coral polifónica de Edwin Madrid.
La muerte de Dios no es un drama exclusivo de la modernidad. La posmodernidad le añadió el drama del fin de las ideologías y el fin de la historia, y colocó al individuo en una posición de desamparo no sólo ontológico, sino encima social y civil, a merced de lo que Fredric Jameson ha definido como la lógica cultural dominante en el capitalismo tardío. Para muchos, hablar de posmodernidad en América Latina es un acto de mal juicio, pues nuestras sociedades acusan todavía tantos rasgos premodernos que las alejan, en tiempo y espacio, de los grandes centros culturales emisores de las características posmodernas. Pero para eso tenemos la globalización, que ataca tanto la vida económica como la cultural, y convierte a América en una suerte de nueva Mongolia (que saltó del feudalismo al socialismo, según decían algunos manuales reduccionistas del marxismo) en la cual tenemos indios waraos que habitan en palafitos en el delta del Orinoco pero tienen Internet, MTV Latina, tarjetas de crédito y teléfonos celulares y son víctimas fáciles –junto con otros que habitan en rascacielos, en villas miserias o barrios obreros, en arcaicos centros históricos depauperados por la violencia urbana, etc., en Brasilia o el Distrito Federal, en Buenos Aires o Caracas, en Bogotá, La Habana o Quito– de los culebrones televisivos, la manipulación política, la mala música, los cómics, y la omnipresencia, en fin, de los mass-media sobre la existencia ciudadana con la consabida despersonalización y pérdida de la identidad y la responsabilidad que tal mezcla pre y posmoderna trae aparejadas, al amparo de un renacido dios llamado mercado y de una nueva religión llamada consumo.
Contra esto reacciona Edwin Madrid en su segundo libro, Enamorado de un fantasma (1991). Convencido tal vez de que Dios, al menos a la vieja usanza, ya no existe, o no se manifiesta, o no es potable como interlocutor con el cual se negocian la unidad o la salvación, o ni siquiera es válido como gesto retórico a que acudir para poner en entredicho los intríngulis del poder (político, religioso, ético), decide escribirse su propia Biblia, o su propio Popol Vuh: una cosmogonía cuyo centro es la familia y, en última instancia, ese individuo desamparado que halla en las crisis del crecimiento (físico y espiritual) las claves para seguir inquiriendo en el entramado del universo. No le preocupan el pecado y la muerte, porque en un universo sin Dios –aunque, por fortuna, con diosas que abren las piernas y se dejan besar y apretar los senos y acariciar las nalgas– es preciso afianzarse en el carpe diem, máxime si el poeta sabe que hay un mañana a partir del cual se repetirá la noria de lo cotidiano y volveremos concéntricamente a La creación, a El hombre en el huerto del Edén, a la Desobediencia del hombre, a Lo que las diosas pueden hacer y así hasta Saber que hay un mañana. El sosegado tono bíblico de algunos poemas emparienta este libro con una larga lista de padres que han jugado a confundir lo religioso y lo erótico en la poesía profana de Occidente (Dante, Petrarca, Donne, Quevedo, Lope, Sor Juana, Ronsard, Novalis, Blake, Baudelaire, Velarde, Vallejo) y lo hace heredero de esa voz otra que Octavio Paz enunciara, en La otra voz, como marca indeleble del verdadero hacer poético. No es la voz de los dioses de las religiones ni de los dioses de la política, sino la voz de las pasiones y las visiones, la voz de la solidaridad y del afán de conocimiento de sí mismo, del prójimo y del desolado universo que los rodea. Esta actitud sería suficiente para hacer de Enamorado de un fantasma un legado estimable, pero aún quisiera apuntar otro detalle: en Como gato panza arriba y Última hora, aprecio el empleo de recursos propios de la llamada narrativa del posboom (la canción popular, el lenguaje pragmático de los medios de comunicación masiva), que, unidos a ciertos elementos del discurso marginal (potenciados más tarde en Celebriedad), le confieren a Enamorado de un fantasma un carácter narrativo, una contaminación genérica muy del gusto posmoderno que se irá acentuando en textos posteriores (Caballos e iguanas, Tentación del otro, Mordiendo el frío, Lactitud ceroº, Los alimentos del cielo y del infierno) siempre con más agudas percepciones conceptuales y, por ende, con mejores soluciones estéticas.
Otra característica de la posmodernidad es el eterno retorno. Octavio Paz afirmó en La llama doble que, a partir de los años 50 del siglo XX, si bien no han dejado de emerger obras y personalidades notables, no ha surgido ningún gran movimiento estético o poético después del surrealismo, sino que hemos tenido revivals(“neoexpresionismo”, “transvanguardia”, “neorromanticismo”), derivaciones (de Dadá, de los surrealistas, de Husserl y Heidegger, y cita, respectivamente, el pop-art, la beat generation y el existencialismo), que dan la idea de un fin de siglo crepuscular, simplista y sumario, signado por la trivialidad, la adoración a las cosas materiales y la falta de auténtico amor. Y aunque es harto admisible la idea paciana en cuanto a la ausencia del gran movimiento, también es considerable el hecho de que a la gran ruptura, al salto definitivo, no se llega de súbito, por milagro o carambolas estéticas, sino por acumulación de indagaciones, de pequeños errores y hallazgos en apariencia fútiles, como pudieran ser muchas de esas revisitaciones cuando superan el gesto manido del calco o el pataleo retórico carente de autenticidad, y constituyen un esfuerzo por sacudir el hipotético agotamiento posmoderno y enfrentar el antiguo drama de la vacuidad de la vida y el descaecimiento de todo que asola al individuo desde su expulsión del Paraíso.
En otros sitios he pretendido explicar la evolución de la más reciente poesía cubana (rara de por sí debido a condiciones sociológicas y estéticas diversas) como una serie de revisitaciones a corrientes de finales del XIX y principios del XX, y las señalaba como nuevo romanticismo, neomodernismo y neovanguardia. Simplificando los hechos, podría identificar el nuevo romanticismo con las múltiples formas de la poesía coloquial en virtud del apego a la preocupación histórico-social propia de esta tendencia durante el XIX, y por la vuelta a los ideales de Wordsworth de usar el lenguaje del hombre para contar las cosas del hombre. En líneas generales, el aserto sería aplicable al resto de la poesía hispanoamericana de los años 50, 60, 70 y el primer lustro de los 80, con excepción quizá de la brasileña y la chilena que transitaron más deprisa hacia la neovanguardia. No así el neomodernismo, cuya voluntad aristocratizante del lenguaje y la densidad simbólica de su nueva “selva sagrada”, ligadas a la acuciante necesidad de “comerciar” con las literaturas extranjeras, lo hacen un fenómeno típicamente cubano, aunque con zonas verificables dentro de la poesía argentina, colombiana o mexicana, en las cuales la influencia de las voces de Borges, Molinari, Marechal, Carranza, Quessep, Gorostiza, Villaurrutia, Pellicer, y cierto Paz, sostuvo con vida un regusto por la música y el símbolo, por renovar las formas clásicas no desde la ruptura iconoclasta sino desde la relectura de la tradición.
La neovanguardia, en cambio, sí pudiera entenderse un fenómeno latinoamericano a partir de la segunda mitad de los 80 y casi hasta nuestros días. La orientación neovanguardista es resultado, también, de la época posmoderna. Sólo que no defiende un proyecto social o una identidad nacional, sino las emergentes posturas marginales propias de lo posmoderno (el marginado sexual, racial, cultural…) que, si bien conforman sectores otros de la identidad nacional, en puridad pugnan por trascender las fronteras de un proyecto social que los anula con su discurso de homogeneidad ideológica y cultural ante la homogeneidad económica e informática de la edad contemporánea. La multiplicidad de discursos posmodernos facilita la vuelta a lo que el ensayista cubano Walfrido Dorta ha calificado como “una retórica neovanguardista densamente moderna” y que pudiéramos tildar de paradójico ejercicio desontologizador que remarca la ontología de la diferencia, en un sentido similar al de las vanguardias europeas de principios del XX, las cuales concedían cimera importancia a la experimentación artística, desvinculándola, en mayor o en menor grado, de cualquierpragmatismo social. El rechazo a buena parte de la poesía escrita en español, quizá no todo lo “experimental” que pudiera desearse (no obstante irrefutables parcelas de José Juan Tablada, León de Greiff, Vallejo, Parra, Paz o Jorge Guillén), y la conexión con poetas (Francis Ponge, Paul Celan, Edoardo Sanguinetti, Paul Louis Rossi, Bernard Noël, Jacques Dupin, Michel Deguy, Ernst Jandl, Julian Schutting) y pensadores europeos (Jürgen Habermas, Gilles Deleuze, Michel Foucault, Jacques Derrida o Emile Cioran), norteamericanos (Wallace Stevens, Marianne Moore, William Carlos Williams, E. E. Cummings, Charles Olson, Robert Creeley), o brasileños (Haroldo de Campos, Ferreira Gullar, Manoel de Barros), parecen signar esta variante en múltiples poetas del continente que han optado por experimentar con contaminaciones intergenéricas (poesía-prosa-artes visuales-música); violaciones de la arquitectura del poema y de diversos niveles del lenguaje que atañen a su incapacidad de comunicación (morfología, sintaxis, semántica); intertextualidad; kitsch; parodia; imaginario popular; onirismo; deconstrucción del objeto –y hasta del sujeto– poético en múltiples planos que luego se reintegran en una realidad otra, superior; lucha contra las deudas con los patrones heredados de la música; resistencia a dejarse arrastrar por la efusión sentimental, sustituyéndola por un inventario de hechos donde el azar objetivo tiene un peso crucial, etc.
Ese es el magma nutricio de Celebriedad (1990). Según confesiones del autor en el documento Mi nombre, una especie de autobiografía poética que el amigo tuvo a bien facilitarme para aliviar mi trabajo, y que ahora me permito citar extensamente dada su importancia en el desarrollo de mis tesis:
[…] yo también me he estrellado contra el muro del lenguaje: ¿cómo hacer para que las palabras, las putas palabras chillen, como decía Paz? Y he apostado por proyectos arduos, difíciles: ¿Cómo escribir un poema que supere las cinco páginas que hasta entonces era mi experiencia? En esa búsqueda, elegí la sintaxis de la celebración y de la ebriedad. No sólo para construir mi poema Celebriedad (1990) de más de 60 páginas, sino para construir un lenguaje donde se tricen los moldes gramaticales y las palabras adquieran otros sentidos. Que los signos que escribía, esas letras y palabras que salían de mi pluma llegaran a interpretar una instancia más profunda. Y la experiencia que tuve fue que en determinado momento de la escritura, las palabras me eran insuficientes y comencé a dibujar, nunca con el ánimo de ilustrar, solo quería seguir expresando las cosas que venían de la profundidad de mí y que no tenía palabras para hacerlo. Por eso dibujé y dibujé, aunque cuando se publicó el poema, se colocaron pocos dibujos en forma de ilustraciones. Mas su verdadero sentido era reemplazar a la escritura de palabras que en un momento dado no me salían o no me expresaban exactamente. Ya que no sólo se trataba de un juego de palabras, sino de abrir la posibilidad a la intuición y al conocimiento para que se encuentren con los significados evidentes y ocultos de las palabras. De alguna manera, pensaba en “si las puertas de la percepción estuvieran abiertas veríamos la realidad tal como es: infinita”. Esta frase de William Blake de donde Jim Morrison saca el nombre para su grupo The Doors. Efectivamente, era mi época con los Doors, Led Zeppelin, Pink Floyd, Allen Ginsberg, Jack Kerouac, Henry Miller, Rimbaud, Antonin Artaud, Dylan Thomas, Huidobro, Vallejo, Drummond de Andrade, el fútbol, drogas, muchachas, etc., y Quito o el Ecuador estaba gobernado por una de las más voraces represiones, que eliminó a varios amigos. De ahí, que Celebriedad (1990) sea ruptura y renacimiento de todo lo que nombra. Sólo recuerdo que mientras lo escribí, quería destronar todo y volverlo a crear al mismo tiempo, como si a través de la alteración y de la invención de palabras por sus sonidos, hubiera querido provocar estados de ánimo de la mente muy especiales.
¿Acaso no coinciden estas consideraciones, casi al pie de la letra, con las características primordiales de las vanguardias?; digamos: no rotundo a la estética realista y racional; no a los viejos temas; no al desarrollo lógico del asunto; no a los patrones convencionales de la forma poética (estrofas, metros, rimas); atentados contra la morfología y los valores sintácticos del lenguaje; incorporación de motivos de la vida moderna (o posmoderna, en este caso); la imagen irracional, múltiple, exaltada al plano de elemento primordial del lirismo, lo mismo creada desde la más absoluta vigilia, que emergiendo desde los fondos automáticos del subconsciente, para favorecer una ambiciosa rapidez de asociaciones que libertaba a la lírica de sus viejas subordinaciones a la lógica. ¿Acaso no son revisitaciones de las rebeldías fundamentales de las vanguardias contra la tradición exquisita de belleza, tanto en el objeto como en su representación artística; contra las costumbres heredadas de la música; contra la función comunicativa del lenguaje y contra el lenguaje que permitía esa comunicación? Aparte de que este poema se incorpora a una extensa tradición de beodos que comienza en Arquíloco de Paros, quien bebía apoyado en su lanza durante las interminables guardias obligatorias en su oficio de mercenario, y sigue con Alceo, Anacreonte, Catulo, Horacio, Ovidio, Villon, el Arcipreste de Hita, Baltasar de Alcázar, Christopher Marlowe, Ben Jonson, Coleridge, Poe, Baudelaire, Rimbaud, Verlaine, Henry Lawson, Hugh MacDiarmid, Gottfried Benn, Dylan Thomas (personaje central del texto, si lo hubiere), Ginsberg, Kerouac, Corso, Raúl Gómez Jattin; pero tiene, sin dudas, un eje fundamental: el Guillaume Apollinaire de Alcoholes y, al mismo tiempo, el de Caligramas, padre espiritual y práctico de casi todas las vanguardias cuya impronta se percibe a simple vista en la lectura de Celebriedad (simultaneísmo de imágenes; incorporación al texto de material auditivo –diálogos oídos al pasar, conversaciones sostenidas por los protagonistas–; eliminación de lo anecdótico y lo descriptivo, aunque no siempre se cumple y, de hecho, se reemplaza mediante la fragmentación y la elipsis; el poema es una sucesión de anotaciones, una presentación de estados de ánimo, sin visible enlace casual; presencia de dibujos –al menos en la edición príncipe– y disposición tipográfica caprichosa). Desde luego, la preocupación de un poeta latinoamericano por alejarse de los caminos a esas alturas cada vez más estrechos del coloquialismo y buscar otros derroteros conceptuales y expresivos, es una de esas indagaciones saludables para el destino de nuestra poesía, cada vez más próxima a satisfacer la exigencia de Paz de darle un rostro particular a la época en que nace.
Otra aventura de vuelta, esta vez muy diferente, resulta Caballos e iguanas (1993). Este libro aparece recién celebrado el Quinto Centenario del encuentro entre las culturas europeas y americanas, hecho que removió la vieja idea del descubrimiento e intentó justipreciar la validez de aquel mestizaje para todos los polos del planeta (también África, Asia y Oceanía crecieron con la fusión y los acercamientos multilaterales del Renacimiento). Por desgracia, algunos autores de la poesía latinoamericana del momento –de cuyos nombres prefiero no acordarme–, malinterpretaron el asunto, se lanzaron a un ajuste de cuentas histórico y político, e inundaron el panorama motivados por el fin esencial de denunciar el genocidio español, el etnocidio y la aculturación, sin parar mientes en que ya fray Antonio de Montesinos y Bartolomé de las Casas, por una parte y de manera rotunda, pero también Colón, Hernán Cortés, Bernal Díaz del Castillo, Álvar Núñez Cabeza de Vaca o Alonso de Ercilla, por otra –amén de los cronistas aborígenes, quienes dieron la visión de los vencidos–, lo habían dejado bastante claro; y ahora quizá se trataba de reinterpretar el fenómeno a la luz del entorno cultural latinoamericano de los 90, y volver a poner en el candelero del debate la importancia de lo alternativo, de lo transculturado como expresión novedosa de lo autóctono, para reforzar la tesis de que, desde sus mismos orígenes, nuestra literatura fue otra, paralela y a un tiempo camuflada tras la oficial, con una heterogeneidad propia nacida de la asunción fructífera, de la refundición audaz del español y las lenguas indígenas que lo (y se) modificaron en el choque.
Por tales sendas anda Caballos e iguanas. La contracubierta de su primera edición anota: “Poemas caballos y poemas iguanas, tal vez, porque sobre caballos llegó a estas partes del mundo una de las épocas más negras, e iguanas porque desde el génesis bíblico, los reptiles son los seres marginales y diabólicos que desencadenan los procesos distintos a los oficiales”. El cuaderno es, entre otras muchas cosas, un inventario de marginalidades, desde el inicial De cómo y porque se llegó a estas tierras, donde se apuesta por la teoría del protonauta o piloto desconocido, tan defendida en los 70 por Carlos Manzano Manzano en el estudio Colón y su secreto. En la versión de Madrid, Wiuro, un navegante indígena, zarpa de Guanahaní, halla a Colón en Palos de Moguer y termina asesinado por este para atribuirse los méritos del hallazgo de las nuevas rutas hacia el Asia. El poeta prefiere resaltar a Wiuro, un oscuro caribeño, y no los escritos del cardenal Pierre d’Ailly, Plinio, Aeneas Sylvius o Marco Polo, como han hecho otros estudiosos del asunto, desde Pedro Henríquez Ureña o Ángel Rosenblat hasta Beatriz Pastor, cuando aluden al paradigma cultural y los móviles comerciales que el Almirante traía en la cabeza y le impidieron ver la realidad americana. Como escoge destacar el tabaco, la ayahuasca o la guayusa antes que las Siete Ciudades de Cíbola, el Dorado, las amazonas o los patagones que pueblan las páginas de Pedro Mártir de Anglería, Fernández de Oviedo, López de Gómara y Américo Vespucio. Como distingue concepciones mitológicas aborígenes, o indo-mestizas, sobre las puramente europeas, aceptadas por fuerza, pero a la postre sólo otra máscara, el modo de seguir dialogando con Quetzalcóatl, Tezcatlipoca, Huitzilopochtli, Tonatiuh, Kukulcán, Gucumatz o Viracocha, para dar paso a las híbridas versiones marianas del Cobre, de Guadalupe o del Panecillo. El sujeto lírico (o los sujetos, pues el cuaderno se construye desde una suerte de bipolaridad: hablan los americanos y también los españoles) juega tanto con las manipulaciones del Diario de navegación, o las Cartas de relación, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, o Naufragios, propensas a dorarle la píldora a la corona española acerca del botín americano o la fidelidad de sus vasallos en el servicio; como con las de El primer nueva corónica y buen gobierno, las de Ynstruçión del Ynga don Diego de Castro Titu Cusi Yupanqui, o las de cualesquiera de los cronistas mayas o aztecas (el Chilam Balam de Chumayel, el Popol Vuh o los Anales de los cakchiqueles, Fernando de Alva Ixtlilxóxhitl, Diego Muñoz Camargo o Fernando Alvarado Tezozomoc), tendientes a usar la escritura como un arma contra los opresores, como un medio para proponer un discurso autónomo sobre el mundo, la historia, la política y la vida en general, aspecto ya señalado por Martín Lienhard en La voz y su huella, al referirse a estas piezas fundacionales de nuestra historia literaria.
El carácter lúdico de Caballos e iguanas se consolida en el empleo del lenguaje. Por la suma utilidad de su testimonio para el desarrollo de mis consideraciones, vuelvo a citar a Edwin Madrid en Mi nombre:
[…] mi libro Caballos e iguanas (1993), será otro intento por reconstruir la lengua y nuestra historia desde sus orígenes. Allí echo mano de los cronistas de Indias para estructurar la voz de un hablante del siglo XVI y narrar las peripecias y visiones de los primeros europeos que anduvieron por estas tierras. La idea que me movía por entonces era juntar los planos de dos mundos en uno donde se marque las diferencias. Y utilicé la estructura de un guión de cine. Caballos e iguanas, se abre a la lectura con dos poemas que pretenden ser un gran fresco de cómo y por qué llegan los españoles a América, en una especie de flash back de lo que pretende el libro, porque inmediatamente viene un grupo de textos que hablan de nuestras culturas; para después, nuevamente, poner en presente a los españoles. Y claro, como dije, con el castellano del siglo XVI cuando narro la conquista, y la lengua de estos días cuando hablo de nuestros mitos, leyendas y costumbres. Es un libro que lo disfruté mucho porque tardé años leyendo y consultando crónicas de Indias y textos sobre las culturas nativas. Pero fue entrañable porque imaginaba cómo los españoles sortearon los más inesperados obstáculos hasta adueñarse de estas tierras. Una epopeya que ha sido registrada en muchos soportes. Sin embargo, gocé con el español antiguo, que propositivamente lo escribía con faltas ortográficas, sin concordancia de número y persona, de sintaxis, de tiempo. Un paraíso para la escritura donde podía hacer lo que quería. Así llegué a intuir lo que, alguna vez, Vallejo expresaría al responder a los europeos que pensaban que había creado otra sintaxis al escribir, por ejemplo: El traje que vestí mañana. Vallejo diría que no había creado nada, que sólo escribía como hablaban los nativos de su pueblo. Y esto lo sabemos, sobre todo, los ecuatorianos, cuando escuchamos a nuestros indios y creemos que hablan mal. Lo cierto es que los indígenas se han adueñado del español y producen giros en el habla que corresponden a su visión de las cosas […]
En este experimento Madrid privilegia al español, su lengua materna, pues aunque ensaya cierto hibridismo lingüístico proveniente de las enseñanzas de Guamán Poma de Ayala, Pachacuti Yamqui, o, en tiempos más recientes, de José María Arguedas (y me refiero sólo a escritores andinos), no se adentra en el auténtico cultivo de las lenguas nativas, como sí han hecho los poetas Humberto Ak’Abal (quiché), Bernardo Colonés (wayú), o el propio Arguedas, Ariruma Kowii o Dida Aguirre (quechua). No era su intención, ni le hace falta. A pesar de que Edwin Madrid no parece un poeta ecuatoriano, sí lo es, y de expresión española: cultiva un español contaminado y dinámico, el de Quito, tal vez su único bastión de resistencia palpable contra el creciente influjo metropolitano del español hablado y escrito según la norma y el habla de España, el cual pretenden imponernos, otra vez, editores, agentes y multinacionales del mercado del libro. Sin embargo, todos los grandes autores de América saben –y han sabido desde los orígenes– que el desarrollo de nuestra literatura es la historia de la desobediencia contra el español de España, ya sea implantado por la espada, por la cruz, por la encomienda y los virreinatos, o por la alfaguarización. Piénsese, para corroborarlo, aparte de los antes enumerados Guamán Poma y Tito Cusi Yupanqui, en el Inca Garcilaso y Sor Juana, que se fueron a la mezcla proteica con las lenguas vernáculas; en los románticos, que miraron a Francia, Alemania, Inglaterra y Polonia; en los modernistas, que resucitaron a Leconte de Lisle, a Baudelaire, a Verlaine, a Whitman; en los vanguardistas, que leyeron con entusiasmo a Lautréamont, Rimbaud, Apollinaire, Cendrars, Marinetti, Tzara, Breton, cuando no innovaron ellos mismos (Huidobro, Vallejo) desde otras combinaciones posibles. Porque, en esencia, los grandes autores intuyen que el lenguaje popular, las variantes dialectales y los préstamos y apropiaciones interlingüísticos son una vía de escape al anquilosamiento de los diccionarios, los manuales de retórica y preceptiva y el purismo servil de los malos escritores. Y, al serlo, se tornan el soporte idóneo para la expresión de las ideas subversivas (en el amplio espectro desde lo político hasta lo estético), aquellas que deben ayudar a mover el conocimiento.
Para concluir mi análisis de Caballos e iguanas, haré referencia a otro aspecto interesante: tanto por el tono épico, como por los procedimientos desacralizadores consustanciales con ciertas zonas de la llamada nueva novela histórica latinoamericana (juego con el pasado histórico; distorsión consciente de la historia mediante omisiones, exageraciones o anacronismos; ficcionalización de personajes históricos; empleo de la metaficción; intertextualidad; dialogismo, carnavalización; parodia; heteroglosia), la poesía de Madrid sigue abriéndose hacia un discurso cuya narratividad la separa tangencialmente de lo lírico y le confiere un grado cada vez mayor de peculiaridad.
Después de la energía de Celebriedad y Caballos e iguanas, podría suponer un retroceso el tono sosegado y en apariencia tradicionalista de Tambor sagrado y otros poemas (1995). Pero este es un escritor de muchas máscaras. El nuevo cuaderno reasume las obsesiones de la muerte y el amor, ya no desde el asombro de la primera juventud, sino desde la perspectiva del rito, la representación y la salvación del alma que ha descendido a los infiernos gracias al amor de pareja. En la sección “Tambor sagrado”, el sujeto lírico acude a temas románticos y simbolistas (la muerte, la crueldad, la locura, la inadaptación del poeta a la urbe contemporánea, la noche como sinónimo del mal, lo fantasmagórico, lo escatológico, el suicidio), todos bajo la letanía rítmica de ese tambor sagrado que es, en la mayoría de las religiones, el encargado de acompañar las ceremonias sacrificiales y anunciar la partida del cuerpo –y del alma– hacia un reino otro cuyos manes, alertados por el repicar de los cueros, se avivan a la espera de los próximos moradores. Pero ojo: la repetición de los términos “disfraz”, “danza”, “careta”, “actores”, “escenario”, “música”, me induce a insistir en la idea de la representación, de la puesta en escena, del juego posmoderno observado en poemarios anteriores. En este caso se revisita un estadio inmediatamente anterior a la vanguardia: el período romántico-simbolista, la antesala que inaugura la estética del cambio, que llegará a su punto más alto con la exasperación y la exageración vanguardistas. Como señala Paz en Los hijos del limo, son muchos los puntos de similitud entre romanticismo y vanguardia: movimientos juveniles, rebeliones contra la razón, tentativas de destruir la realidad visible para encontrar otra mágica, sobrenatural, superreal. Aquí se recurre al tiempo cíclico del mito para salvar el abismo de la muerte de Dios, del viaje inútil del alma en pos del conocimiento y la fusión con la divinidad. En ese sentido, hay dos textos cruciales en esta parte inicial: Poema (una reminiscencia del Primero sueño de Sor Juana, y, sobre todo, de Un coup de dés jamais n’abolira le hazard de Mallarmé : solitarias aventuras del espíritu por el cosmos vacío de sentido y presencia divina) y Tentación del demonio (el cristo que hay dentro de cada hombre se percata, al morir en la cruz, de que su padre lo ha abandonado y al final su holocausto es un trance de vanidad y no de amor). Sin embargo, esta pieza teatral tiene un segundo acto: “Y otros poemas”. En ellos, el individuo camina desde la dicotomía placer-pecado deNo existen otros caminos, hacia la convergencia de Eros y ágape de Resulta inútil, Catedral, Peligroso como la muerte y Vuelo eterno; o sea, desde el fondo abismal de la muerte hacia la perdurabilidad de la vida, de la memoria, guiado por una mano de mujer. Visto así, Tambor sagrado y otros poemas resulta un escalón más en la saga que, partiendo de Dante, se ha ido enmascarando en el Cancionero de Petrarca, los sonetos de Miguel Ángel, Joachim du Bellay y John Donne y Las flores del mal, entre otros, para proponernos la opción de que al Rostro, incluso si no existe, puede arribarse solamente por el arrebato de una pasión que se serena y se transforma en Amor.
Pero un creador tan inquieto como Edwin Madrid no iba a conformarse con el ficticio sosiego de Tambor sagrado…, y en el mismo 1995 publica un cuaderno más “arriesgado” en lo conceptual y lo formal: Tentación del otro. Hasta ese instante había coqueteado con la narratividad sin abandonar el verso, a pesar de su uso más bien libérrimo en Celebriedad y Caballos e iguanas. En Tentación del otro, sin embargo, se atreve a violar estos preceptos y ensaya una colección de poemas en prosa. Pequeños poemas en prosa o El spleen de París había titulado Baudelaire el volumen en que, siguiendo las enseñanzas de Aloysius Bertrand, pretendiera, y lo cito: “[…] el milagro de una prosa poética y musical, aunque sin ritmo ni rima, lo suficientemente flexible y contrastada como para adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño, a los sobresaltos de la conciencia […]”. Por ese camino continuaron Lautréamont, Rimbaud, los surrealistas Breton, Char, Michaux, y otros poetas, en lo fundamental franceses, como Francis Ponge, Yves Bonnefoy y Philippe Jaccottet. La mayoría de ellos aprovecha las ganancias de Baudelaire en el pensamiento (la tensión entre lo real y lo ideal que impregna los Pequeños poemas en prosa, el sentido de contraste entre el convencional y el inadaptado, entre la naturaleza y el artista, entre la frivolidad y la diligencia, entre el ensueño y la realidad, entre lo exquisito y lo vulgar, entre el sufrimiento físico y el síquico, entre el tedio y la emoción de lo naciente, entre la mujer idealizada y la verdadera) y en el uso del lenguaje (los tonos de la crónica, la gacetilla, la crítica, la sátira, las memorias, sin perder un ápice de elegancia y de perfección formal, incluso en la incorporación en apariencia antipoética del diálogo recogido al paso entre la muchedumbre). También lo hace Madrid, aunque muestra, enUn gusano, Unos cristales, Un asesino o Un payaso, una especial inclinación por la poética del mal presente en Los cantos de Maldoror, por su actitud desacralizadora desde los puntos de vista religioso, ético y estético, materias en las que Lautréamont arremete contra las presuntas verdades acartonadas por la tradición y el miedo, y las somete a un perpetuo cuestionamiento por parte de su interlocutor (el lector). Esa arremetida, en la obra de Madrid, llegará a su punto álgido en Mordiendo el frío, Lactitud ceroº y Los alimentos del cielo y del infierno, en los cuales el desafío a las convenciones alcanza, tal vez, su mayor estatura.
Hay, antes de arribar a estos, una estación anterior, igual de subversiva, sólo que en una cuerda diferente: Puertas abiertas (publicado en inglés en 1999 y luego en español, con edición levemente corregida y aumentada, en 2000). Ya en la primera cita que hago de “Mi nombre” en este itinerario, descuella la frase de Blake traída a colación por Madrid: “Si las puertas de la percepción estuvieran abiertas veríamos la realidad tal como es: infinita”. En efecto, este poeta cuyo sentido de movimiento, deatención perpetua a zonas y provocaciones diversas de la realidad (y de la literatura), le obliga a indagar de continuo nuevos derroteros, se vuelve aquí a otras partes de ese infinito, y abre las puertas (una vez más) a la poesía lírica, en esta oportunidad apoyándose en el imperio de la imagen. Confiesa Madrid, en el mismo documento:
[…] también me interesa la imagen a la manera de Carrera Andrade. Esa imagen pulcra, transparente que se estructura con las palabras cargadas de una levedad sonora, y que muestran lo que nombran como una revelación o desvelamiento. Y en esta aventura me metí con mi libro Puertas abiertas (2000), dejé a un lado los alcoholes y la farra. Creí que mi poesía estaba recargada y que eso la hacía algo oscura. Entonces decidí mantener las puertas abiertas para que ingresen la luz y el aire, y renueven mi visión del mundo y de lo que me rodeaba. Un esfuerzo por atrapar la imagen, que pertenece al mundo del inconsciente y que tal vez no tiene una expresión necesariamente verbal.
Casi al principio de este texto hablé de la relación entre la obra de Madrid y la de Jorge Carrera Andrade, sobre todo con Microgramas (1940). Para entender mejor el experimento de Madrid debo abundar un poco en el de su predecesor. A primera vista, Carrera Andrade parecería un autor más interesado en el análisis de la vanguardia que en la práctica de sus doctrinas estéticas. Quizá decepcionado por el rumbo cada vez más politizado que tomara la vanguardia ecuatoriana, fundamentalmente en la narrativa de los autores del Grupo de Guayaquil, tendiente a los predios del llamado realismo socialista –cuyo adalid Joaquín Gallegos Lara llegó a convertirse en un visible denostador de otras propuestas vanguardistas como las de Pablo Palacio o la del libro En la ciudad he perdido una novela de Humberto Salvador, por sus estructuras fragmentarias y su indagación sicológica–, Carrera Andrade prefirió mirar en sus inicios hacia los “decapitados” Ernesto Noboa Caamaño, Humberto Fierro, Arturo Borja y Medardo Ángel Silva, o hacia el posmodernismo de Gonzalo Zaldumbide, en busca de una conciliación entre el espiritualismo americanista y el paisaje ecuatoriano. Esta actitud se manifiesta en El estanque inefable (1922), La guirnalda del silencio (1926) e incluso en Boletines de mar y tierra (1930), aunque en los dos últimos comiencen a aparecer “microgramas”, que, creo, aún no significan una verdadera ruptura. Carrera Andrade aparentaba estar más atento a la vanguardia europea, conocida a través de su amigo César Arroyo y de su viaje al viejo continente en 1928, a pesar de que, por reflexiones publicadas en revistas del Ecuador como Lampadario, Hontanar o élan, sepamos de su actualización en materia de ismos en Uruguay, Argentina, México, Chile, Brasil y Perú. Sin embargo, es importante atender un detalle: desde sus umbrales, la poesía de Carrera Andrade se asienta con fuerza en la originalidad o el poder de las metáforas, que de algún modo remite a la potenciación vanguardista de la imagen como esencia de la lírica. Es ahí donde veo la relevancia de los “microgramas”, aparecidos en los dos cuadernos antes mencionados, luego en El rol de la manzana (1935), y por fin reunidos con otros inéditos en el libro homónimo de 1940. El propio autor los equipara a las greguerías de Ramón Gómez de la Serna, o a los haikus americanos de José Juan Tablada, y marca semejanzas y diferencias. En sentido general, los poemas de Carrera Andrade buscaban captar lo ínfimo y lo instantáneo, iluminar de súbito las características de un objeto, descubrir lo insólito en lo cotidiano, depurar al texto de toda retórica inútil, para conferirle a la imagen microgramática una manera personal de ver las cosas por primera vez, como si el mundo acabase de nacer o fuese entrevisto por una mirada infantil. En estos procedimientos, encima, se realizaba la pretendida síntesis de un vanguardista “distinto” como Pierre Reverdy, cuyos poemas funcionan casi de modo exclusivo por el poder de atracción de la imagen, una suerte de realidad espiritual autónoma que después pesó mucho sobre los surrealistas y sobre diversos poetas norteamericanos (William Carlos Williams, por ejemplo) muy influyentes en el destino de la poesía a lo largo del siglo XX.
Tales son las exploraciones de Madrid en Puertas abiertas, un poemario dedicado a realizar un nuevo inventario del mundo, sólo que desde una perspectiva doméstica, porque otra vez es la familia el eje poético de Edwin Madrid. Si en Enamorado de un fantasma se remontaba a los legados de la genealogía, y redactaba su Biblia personal, ahora –no olvidemos que funda, que construye– nos relata la edificación del universo, de animales, plantas, objetos, costumbres y semejantes, desde la experiencia –mitad real, mitad metafórica– de la construcción de su casa, de una nueva familia integrada por la esposa y la hija, y lo hace con un lirismo y una economía singulares, con una magistral conducción del verso (al cual regresa), que lo aleja, a mi entender, de casi toda la poesía coetánea de sus compatriotas, y lo convierte no sólo en un digno heredero de Carrera Andrade, sino además, o mejor, gracias a ello, en un inteligente revisitador de las vanguardias europeas y latinoamericanas, en esta oportunidad desde la perspectiva de la síntesis, de la imagen como imán al cual han de volver los dispersos fragmentos del poema, es decir, del caos que ansía organizarse en luz.
Mordiendo el frío (2004) es el libro más conocido de Edwin Madrid. También el más asediado por la crítica. Entre los varios acercamientos que conozco, dos han llamado mi atención (“Mordiendo el frío de Edwin Madrid: una vía erótica y gozosa”, del chileno Tomás Harris, y “Tras las ruinas del poema: El agotamiento lírico como clave interpretativa en Mordiendo el frío de Edwin Madrid”, del estudioso de la Universidad de Pensilvania David G. Barreto), pues ambos ofrecen visiones complementarias del cuaderno que arrojan muchísima luz sobre él. Y, de paso, hacen ímproba mi tarea de fingir que soy un crítico inteligente, no porque el poemario no soporte disímiles lecturas, sino porque estas dos son tan ricas que, al lado suyo, mis aportes podrían parecer un juego de niños. Por tal razón prefiero, en principio, glosar los aspectos más significativos de cada una y, luego, anotar mis discretas consideraciones personales, ya que este itinerario obedece al imperativo de desentrañar las directrices estéticas de Madrid y no al lucimiento de mis facultades hermenéuticas.
Harris alude a esta combinatoria de pequeños relatos en prosa como el dibujo de una historia del deseo, del erotismo, de la pasión, poblado de imágenes quiteñas, suramericanas, asentadas en la transparencia, en la levedad, con cierta narratividad cuyo aire latino, epigramático, está salpicado de alusiones al poder, la violencia, la globalización, el jazz, y es poseedor de un aura posmoderna, contemporánea, humanista. Anota, más adelante, la importancia del lenguaje, su ritmo, su cadencia, para concluir afirmando: “Mordiendo el frío es la crónica de los trabajos y los días del poeta, en una América que se desangra a veces, pero que también goza y desea, las más de las veces y, tal vez al ir en busca de la concreción o la imaginación de ese Deseo, estemos reconfigurando nuestra Otra Utopía”.
En su mucho más extenso estudio, Barreto propone una ruptura de los límites de la lírica tradicional y la necesidad de leer buena zona de la poesía contemporánea bajo otros prismas mejor dispuestos para la interpretación del agotamiento lírico de nuestra época y de las nuevas posibilidades conceptuales y expresivas del género. Con ese fin acude al apoyo estético-filosófico de Alain Badiou, Walter Benjamin, Martin Heidegger y Octavio Paz, y a sus especulaciones alrededor de la poesía en la época contemporánea, igual que a consideraciones teóricas de Giorgio Agamben, Susan Stewart y Terry Eagleton, entre otros, acerca de las fronteras entre el verso y la prosa. Barreto consigue convencernos de que estos textos ponen en evidencia el deterioro del lenguaje poético ancestral y admiten, con Benjamin, la muerte de la experiencia del sujeto moderno, amén de convertir al lector en cómplice del acto erótico y poético que cuentan. Complicidad que, remarca, se da en los niveles lingüístico y poético, nunca en el emocional, debido al agresivo registro con que Valerio (la máscara, el heterónimo, esto lo digo yo) se refiere a sus conquistas, en un tono que en ocasiones roza la misoginia. Denota también la importancia del coloquialismo y del humor para conseguir una reacción del lector, que puede ir de la indiferencia al rechazo. Explica: “La identificación que normalmente tendría que producirse entre un lector y una primera persona narrativa se pone constantemente a prueba porque Valerio describe sus encuentros amorosos con insensibilidad, desidia y liviandad. Además, la voz narrativa nunca profundiza ni en la apreciación psicológica ni en la descripción de los acontecimientos, interrumpiendo siempre el interés del lector a través de la tensión de dos niveles lingüísticos que Valerio usa frecuentemente para acercarse a un mismo encuentro sexual…”. Párrafos después apunta que el poema está de continuo vaciándose de su carácter lírico y lo sustituye por otro informativo e intercambiable, el cual lo acerca a la mercancía y lo aleja de la familiaridad del poeta y a este de la familiaridad de los lectores con él y con los poemas.
Quizá la zona menos fácil de glosar del ensayo de Barreto sea aquella donde reflexiona sobre el trasfondo filosófico del libro. En ella remite a Badiou y su idea del fin de la edad de los poetas, demarcada hasta la obra de Paul Celan, con la que, según Badiou, concluye la época de la poesía como un trabajo de pensamiento en el cual se lleva a cabo, empleando el lenguaje como soporte, una proposición sobre el ser y el tiempo. Luego el ensayista señala la mutua desuturación de poesía y filosofía producidas en el resto del siglo XX, e insiste en que Madrid parece superar el umbral de cierta poesía moderna que ha intentado suplantar a la filosofía, pues el lenguaje informacional y mercantil de Mordiendo el frío restituye el poema al ágora, al mercado, a la polis; y cita a Paz en El arco y la lira, cuando habla del destierro del poeta moderno en lasociedad contemporánea, para inmediatamente contraponer la actitud del sujeto Valerio, quien “ya sea a través del coloquialismo, del tono informativo o de la liviandad ontológica en sus episodios, da forma a una nueva territorialidad, una que no acepta el orden impuesto por el binario centro/destierro en el que se funda el poema moderno y que, al contrario, deja discurrir libremente al poema como fórmula de intercambio mercantil.” Y termina, de manera brillante, con la siguiente conclusión:
[…] Mordiendo el frío, sin embargo, no está cifrado como una queja luctuosa ante la muerte de la experiencia o ante el agotamiento de la lírica. De ser así, es decir, si la intención del poema de Madrid fuera únicamente grabar la fecha de defunción del poeta moderno en la lápida de la levedad, su gesto poético sería un insignificante y patético lamento por un orden perdido. Por el contrario, el propósito nada conservador que anima su empresa tiene que ver con el anhelo de trazar nuevas sensibilidades líricas, sensibilidades signadas por “el auge de las cibercomunicaciones, la presencia definitiva de las minorías, los cambios climáticos y geopolíticos, la caída del muro [de Berlín], la levantada del muro en México-EE.UU., las guerras vía satélite, la gripe aviar, la Digital Literature, las vacas locas, los galácticos del [Real] Madrid y la farándula de barrio”, como dice Madrid. Esto es, el agotamiento de la lírica moderna precede al advenimiento de un nuevo proceder poético, uno circunscrito al decaimiento del aura que envuelve al poema de Paz –por su misterio, por su ceremonia, por su culto y, sobre todo, por su rito–. Esta pérdida del aura –que parafraseando a Benjamin vendría a liberar al poema, en tanto obra de arte, de su “dependencia parasítica en el ritual”– no está cargada negativamente por Madrid. Al contrario, conMordiendo el frío los espacios que otrora ocuparan las preocupaciones ontológicas por excelencia, son desechadas porque dejan de responder a las preguntas (que son otras) de seres como Valerio, entidades cruzadas por la fugacidad, la velocidad, la levedad y la trivialidad de la información que avivan sus experiencias. Creando un movimiento a la inversa, por consiguiente, diré que Madrid, sin preguntar ni una sola vez por el futuro del ser y del tiempo, resquebraja a la lírica moderna diciendo –sin decir– mucho más sobre el porvenir del poema y de su pensamiento a través de la gozosa levedad sexual, que a través del entramado falaz que comporta todo sofisma poético.
Inobjetable. Pero no sólo para este libro, sino también para otros anteriores, porque prácticamente desde Celebriedad Edwin Madrid ya no es un poeta moderno, sino posmoderno. O sea, es un poeta que se enmascara, que revisita, inmerso en la necesidad de, en efecto, ensanchar los límites del poema. Y pregunto: ¿acaso la forma no resulta la expresión última del contenido? ¿No es este otro juego, otro simulacro para, en esencia, volver a preguntar por el ser en el tiempo, principal interés de la poesía, supongo, desde los griegos hasta hoy? Ya he comentado en otros volúmenes de Madrid, mas remitiendo siempre a Mordiendo el frío como punto culminante, aspectos tales como la desacralización del pecado, el cuestionamiento de las convenciones morales, la contaminación intergenérica, el empleo de heterónimos y la intertextualidad. Me gustaría abundar en los dos últimos. En este poemario la intertextualidad, el empleo del heterónimo, remite nada menos que a Catulo –¿o no es Valerio el segundo nombre del latino?–, maestro del epigrama y la invectiva social, política y literaria en crudos poemas caracterizados por su violencia sexual. El sexo es un recurso enfático de la sátira, que luego de Catulo emplearon Horacio, Persio, Propercio, Marcial, Juvenal, el Arcipreste, Quevedo, y muchos hasta Edwin Madrid –hijo remoto de aquellos cáusticos ilustres del Virreinato del Perú: Juan del Valle y Caviedes, Mateo Rosas y Oquendo, Esteban Terralla y Landa–, porque, según sospecho, Mordiendo en frío es, por si no bastara, un libro satírico, una especie de novela (no en versos como en Catulo, sino en poemas en prosa, como en Baudelaire) en que el sujeto lírico, o no-lírico, da fe de sus pulsiones eróticas y satiriza, aparte de la sociedad actual, otro de los grandes mitos de la cultura occidental: el del don Juan.
Nos advierte Octavio Paz en La llama doble que el erotismo es sed de otredad y, a un tiempo, representación del paraíso terreno. Madrid, enmascarado en Valerio, que a su vez se enmascara en Catulo, simula proponernos que la era posmoderna es la de la realización del libertino impenitente, pues si no hay Dios, ni historia ni ideologías, cómo rayos habrá convidados de piedra y mucho menos un infierno en el que asarse por el mero hecho de darle rienda suelta al placer y al imperio de los sentidos. La sátira, no obstante, siempre entraña, aunque esté muy encubierta, una actitud moralizante; las novelas erótico-pornográficas de Laclos, Sade, Apollinaire, Bataille, Miller o Bukowski –sátiras de nuevo tipo en sus épocas respectivas, pudiéramos decir–, nos ayudan a indagar en la vacuidad del individuo, de la historia, de la política, de la filosofía, y vuelven a proponernos interrogantes de orden ontológico porque, pese a la levedad, la trivialidad y la rapidez del mundo contemporáneo, el hombre sigue interesado en inventarse un pasado y un futuro desde el mísero presente que le toca. Y concluyo, siguiendo a Paz: si el erotismo es sed de otredad, lo mismo que el amor, a la larga, también es ejercicio de complementación, simulacro de unidad (física, mental, espiritual) con el otro y con el Otro; y es, entonces, no sólo el paraíso, sino además el infierno terreno, pues de él nacen todas las variantes de la felicidad y del sufrimiento, del crimen y del castigo (físico, mental, espiritual), que convierten al individuo en un ser para la muerte, y para la burla, que viene siendo una especie de muerte en vida, o de ridículo eterno más allá de la muerte. Dualidad que conoce igualmente Edwin Madrid y no vacila en utilizar en su viaje hacia el conocimiento del prójimo y de sí mismo, como demuestra el título paradójico de la colección, Mordiendo el frío, en el cual se trasuntan la insensibilidad de la civilización contemporánea y la necesidad de vulnerarla hasta hacerla entrar en calor.
Acerca de Lactitud ceroº (2005) ha opinado con singular agudeza el uruguayo Rafael Courtoisie desde las páginas del diario montevideano El País, en el artículo “De Ecuador al mundo”. Su texto denota el juego de palabras que alude, a un tiempo, a la situación geográfica del Ecuador y la actitud de enclaustramiento mental de amplios sectores del poder cultural, que ya desde la antigua Roma se ensañaba en una estulta ignorancia de cualquier ápice de movimiento subjetivo por parte de los creadores más audaces. Prosigue el crítico apuntando la útil intertextualidad con los satíricos latinos, y también con el Cardenal de los epigramas (visible, acoto, sobre todo en los primeros poemas del cuaderno, los que insisten en el asunto erótico-amoroso, primordial en Mordiendo el frío); alaba el lenguaje coloquial, y termina proponiendo una segunda reinterpretación del título, como “el anuncio de una palabra original, recién estrenada, de un discurso poético fundacional, gozoso y libérrimo”. Coincido absolutamente. Pero me gustaría hacer algunos añadidos. En este libro se agudiza lo satírico: aunque ahora se da como autor explícito a un Quinto Valerio Catulo que disipa cualquier ambigüedad acerca del Valerio de Mordiendo el frío, estamos en presencia de un Catulo más Marcial, es decir, más apegado a lo epigramático, más lacónico, más zaheridor, máxime cuando se refiere a los recovecos y vicios de la vida literaria. Nadie ignora que, ya sea en Londres o en el último pueblito de Angola, donde se reúne un corrillo de escritores no faltan la envidia, el celo profesional, las zancadillas, los galopes extraliterarios en pos de la notoriedad o la trascendencia. Y que, por supuesto, no escasea el coqueteo con el poder ni el aprovechamiento de las coyunturas ideopolíticas para imponerse y, a la vez, hundir al enemigo hasta la invisibilidad. De ello se burla, con acerba ironía, con saña, con mordacidad, este heterónimo de Madrid, quien de seguro ha sentido en carne y obra propias los ladridos y mordiscos de esos canes, y sabe de buena tinta que el mejor antídoto contra ellos es una combinación de trabajo, honestidad intelectual y burla que los torne caricatura, material de estudio, escalón sobre el cual afianzarse y dar otro paso hacia el ideal martiano de clavar la espada en el sol.
Precisamente de dualidad, de contraposición entre el inframundo y el empíreo, habla la siguiente colección de poemas en prosa de Madrid, Los alimentos del cielo y del infierno, aún sin publicar en su totalidad. Desde el título se presenta el afán dual, pues hay una combinación del André Gide de Los alimentos terrestres con el Blake de El matrimonio del cielo y del infierno, que abre un amplio espectro de relecturas posibles al cuaderno. De Gide tiene la indefinición genérica, el intento de rechazar la estricta moral cristiana recibida por vía de la educación tradicional, la propuesta de una educación “desinstructiva” que anide en el poder de la seducción, el llamado hímnico a disfrutar todas las tentaciones y la celebración del deseo y del apetito de vivir. No debemos olvidar el fuerte acento panteísta de Los alimentos terrestres, en el cual Dios se confunde con la vida, y donde el camino hacia la divinidad y la sabiduría pasa ineluctablemente por el culto a las sensaciones. De Blake, el poemario de Madrid guarda el tono paródico, irónico y subversivo, la tendencia a redefinir una y otra vez los conceptos del bien y del mal, a la postre los motivos que imposibilitan la comprensión entre los hombres y el mejor conocimiento del mundo. Para Blake, en El matrimonio…, existen dos tipos de mal, el moral, que no condona jamás, y el mal entendido bajo el nombre que otorgan las religiones a cuanto no sea pasividad y sumisión; para Madrid, amén de estos, implícitos en el espíritu de la compilación, el mal consiste en desaprovechar el placer, en esconderse detrás de la hipocresía y la moral arcaica y privarse del saber del sabor, ya sea en la cama o en la mesa. Porque este es, además, un curioso recetario erótico en el que gula y lujuria se entremezclan, se confunden y recalcan la postura hedonista de un presumible Catulo cada vez más horaciano que no vacila en declararse, sutilmente, un cerdo de la piara de Epicuro. El aliento satírico ha desaparecido casi por completo y el sujeto lírico parece abrirse, de nuevo, a los siempre riesgosos, mas seductores, meandros del amor.
Y el amor es, en esencia, el tema del poemario que cierra esta antología: Otros ámbitos y el mismo sentimiento, inédito hasta hoy. El amor ahora apreciado como fidelidad a la esposa, al país, a la lengua, al arte, a los ancestros, a los amigos, en un tono de amable elegía –expresado otra vez en versos– donde por encima de las incitaciones de los éxodos, de los rigores del exilio (exterior o interior) y del peso de la nostalgia, se impone la serenidad de entender que el sujeto lírico, esta vez muy próximo al propio poeta, embozado apenas tras la máscara de Edwin Madrid, conoce el verdadero camino de salvación, que está en el centro del mundo, en una casa en las faldas del Pichincha, entre los brazos de una mujer adorable cuya sabiduría lo completa y lo renueva. Excelente forma, digo, de interrumpir momentáneamente una obra que principió hablando del poder erótico de la muerte y culmina apuntando hacia el poder indestructible del amor: Eros y Tánatos que cierran un círculo en el que, al decir del autor “cada libro ha sido un viaje donde lo más importante fue la travesía y no el destino”. Suscribo la frase, y añado, desde el regocijo de mi acercamiento inquisidor, que el encanto de este viaje ha consistido en efectuarlo, en releer –que es reescribir, reinventar– a mi antojo los libros que él y sus heterónimos hicieron por y para mí. Sin embargo, y aunque no sea importante ni definitivo, hemos llegado al final. Queridos y/o suspicaces pasajeros, aquí termina el viaje, bienvenidos a Madrid, a mi Madrid, que espero sea siemprenuestro.
|
Jesús David Curbelo (Cuba, 1965). Poeta, narrador, crítico y traductor literario. Jefe de la Redacción de Poesía en Ediciones Unión. Ha traducido a John Donne, William Blake, Dante Alighieri y Edgar Lee Masters. Autor de Aprendiendo a callar (2005), Cárcel, memoria y abrigo (2008), y Las quebradas oscuras (antología personal, 2008). Contacto: jesusdavid@cubarte.cult.cu. Página ilustrada con obras del artista Ramón Oviedo (República Dominicana).
El período de enero de 2010 hasta diciembre de 2011 Agulha Revista de Cultura cambia su nombre para Agulha Hispânica, bajo la coordinación editorial general de Floriano Martins, para atender la necesidad de circulación periódica de ideas, reflexiones, propuestas, acompañamiento crítico de aspectos relevantes en lo que se refiere al tema de la cultura en América Hispánica. La revista, de circulación bimestral, ha tratado de temas generales ligados al arte y a la cultura, constituyendo un fórum amplio de discusión de asuntos diversos, estableciendo puntos de contacto entre los países hispano-americanos que posibiliten mayor articulación entre sus referentes. Acompañamiento general de traducción y revisión a cargo de Gladys Mendía y Floriano Martins. |
terça-feira, 18 de novembro de 2014
Edwin Madrid y su itinerario: Quito-La Habana-Madrid (o apuntes de un scholar sencillo para un presunto viaje al centro de la tierra) | Jesús David Curbelo
Assinar:
Postar comentários (Atom)
Nenhum comentário:
Postar um comentário