Ivo Quallenberg nació en la Ciudad de México y radica en Cuernavaca
desde hace varios años, es licenciado en Economía por la Universidad Autónoma
Metropolitana y cursó la maestría en filosofía en la Universidad de Barcelona y
la maestría de sociología en la New School for Social Research. Trabajó en
diversas instituciones públicas, tales como el Centro de Educación para
Adultos, el Fondo Nacional para Actividades Sociales y el Museo de Culturas
Populares, además de haber participado en diversos proyectos de investigación
social de la Universidad Nacional Autónoma de México, ha escrito tres novelas y
tres libros de cuentos que no han sido aún publicados. Uno de sus libros más
interesantes es Diario de los años
muertos (Ediciones Eternos Malabares y el INBA/Conaculta, 2013).
RV | ¿Cómo llegaste a Cuernavaca y qué referencias literarias has
encontrado en ella?
IQ | Llegué a Cuernavaca poco antes de que echaran abajo el Casino de la
Selva. Mi esposa y yo habíamos optado por residir aquí y, como siempre, la
decisión la habíamos tomado por razones idílicas. No somos los únicos que
proyectamos futuros perfectos. Después de todo, quien sueña con ir a la playa,
suele soñarla sin mosquitos. Aunque apenas tocas la realidad lo primero que
haces es ir a comprar un repelente. Como sea, antes de necesitar el repelente,
no supe vislumbrar que en mi nueva tierra prometida las políticas
mercantilistas se afanarían en echar abajo cuanto espacio propiciara el florecimiento
de la cultura. Destruyeron el Casino de la Selva y los mosquitos se abultaron
como nubes, luego vino el narcotráfico que en un par de ocasiones nos impuso
toques de queda mientras los ahorcados colgaban de los puentes. Hoy por hoy, mi
optimismo no es tan extremo como para abrevar la esperanza de que emigrar me
llevará a una tierra prometida.
RV | Estudiaste Economía en la Universidad Autónoma Metropolitana y
estudiaste dos maestrías, una en filosofía y otra en sociología en
universidades extranjeras, ¿en qué momento se desató tu escritura?
IQ | Mis estudios me permitieron vivir dos años en Barcelona y otros dos
en Nueva York. Gracias a ello me libré de la inercia cotidiana que en México
movía mis hilos. En ambas ciudades deambulé sin que sus calles me trajeran a la
memoria ningún recuerdo de mí mismo, fue como habitar un mundo sin espejos y si
en ocasiones me atrapó una sensación fantasmal, poco a poco escalé a una
dimensión del mundo menos temerosa hasta que llegó la hora en que quise conocerme
al desnudo. Fue entonces que decidí escribir. Nada fácil. Si acaso en el
frontispicio del Templo de Apolo está inscrito aquel aforismo que reza Conócete
a ti mismo, siglos más tarde, en pleno desencanto, Goethe añadió sabiamente
¿Conócete a ti mismo? ¡Y sal huyendo! En efecto, fiel al consejo, innumerables
veces he salido huyendo. Y en una de esas ocasiones, la peor de mis huidas,
regresé a México con la estulta idea de trabajar para el gobierno y desde ahí
ayudar a transformar el país. Gran error. Cargado de ideales conseguí que me
corrieran de tres instituciones. Ahora lo considero un logro curricular.
Gracias a ello tengo la fortuna de no haber sido devorado por el sistema ni de
haberme dejado corromper, con lo cual escapé de una existencia turbia. Buena
parte de mi vida la dedico a escribir ficciones en las que a veces invierto las
reglas del juego y pongo de patitas en la calle a un jefe de departamento o,
todavía mejor, a un secretario de estado. Reconozco que es una revancha
infantil. Pero desde cierto punto de vista, el acto lúdico de la escritura nos
permite retornar a la infancia, a ese mundo redondo como una naranja, donde
nada es gratuito, el silbido de una tetera, una magdalena remojada en una tasa
de té, la compañía fortuita de un perro viejo, el tropiezo con un transeúnte
que vuelve a perderse en la bruma, todo cabe.
RV | Hay un sentido que raya la ironía en la mayoría de los relatos de
Diario de los años muertos, ¿lo haces conscientemente?
IQ | A mi entender la ironía busca develar el cariz risible del
desencanto sin perder la capacidad crítica. Somos seres trágicos y también
ridículos. La ironía pone en cuestión los aspavientos políticos, los amores
ridículos, los suspiros de un persignado. Estoy pensando en un hecho real que
ocurrió en una iglesia, olvido hace cuántos siglos: Un hombre reza de rodillas
en el interior de una iglesia. Ruega por su salud. Bajo las losas yacen
sepultados los cadáveres de algunos mártires. Ruega el hombre sin saber que a
través de las losas mal selladas suben los humores de los cadáveres en
descomposición. Ruega por su salud sin saber que pronto los vapores lo
enfermarán. Atroz y cómico a la vez. Al parecer en la ironía hasta los
cadáveres ponen su grano de arena.
Si la ironía fue necesaria para cuestionar los poderes del cielo,
hoy que Dios ha muerto es aún más necesaria. Con la caída del mito del progreso
perdimos la esperanza de construir un cielo en la tierra. Se nos hizo trizas la
poética del futuro. Esto le vino muy bien a quienes anunciaron el fin de la historia
pues, como único modelo para organizar a las sociedades, enarbolaron la panacea
del mercado. Desterraron la utopía. Hoy reina el desencanto. Unos ven el fin de
la historia y suponen que el imparable avance de los mercados terminará por
dominar los sueños; otros, menos crédulos, pregonan el fin del mundo. Un final
sin Dios, bajo un cielo iluminado por un apocalipsis nuclear. La ironía estriba
en que anunciamos serenamente el fin del mundo y se nos va la vida si una noche
se va la luz. Zizek pone al descubierto semejante absurdo: nos es más fácil
aceptar mansamente el fin del mundo que luchar por mejorarlo. Ojalá el
planteamiento irónico de Zizek despierte muertos. Necesitamos hacer lo
imposible para recuperar la utopía. La ironía la invoca riendo a llantos.
RV | Parecería una obsesión el amor y sus malogros en tus cuentos, ¿cómo
aprecias esto?
IQ | A bote pronto
lo primero que he pensado es que contar historias felices resulta aburridísimo.
Tolstoi ya lo dijo: las familias felices son aburridas. Confieso que mi
autobiografía amorosa entra en el saco. No quita que efectivamente es una
obsesión mía escribir sobre los malogros del amor, como también lo es escribir
acerca de muchas otras desilusiones que afligen a la sociedad. Pero se trata de
una obsesión literaria. ¿Si la literatura se confinara a un asunto personal,
perdería su carácter universal, tal como lo sostuvo Proust en su Contre Saint Beuve? Estamos ante una
controversia clásica: ¿El escritor asoma inevitablemente su historia personal o
es capaz de poner su pluma al servicio de otras voces que por innumerables
circunstancias han sido acalladas? ¿Puede hacer suya la voz de otros, como lo
quería Camus, o está confinado a escribir irremediablemente acerca de sí mismo
sin importar por ejemplo que encarne un personaje del género opuesto?
Mi posición
es intermedia: admito que cada quien está enjaulado tras las rejas de su cuerpo
o cerebro, pero a la vez creo que se nos van metiendo los otros, las más de las
veces inconscientemente, de manera que para bien o para mal hablamos con la voz
de aquél que nos ha afectado. El escritor es una suerte de esquizofrénico que
al empuñar su pluma o varita mágica se vuelve literalmente otro, como Rimbaud
que coreó Yo es otro, aunque quizás
no haya querido decir lo mismo que yo, con todo, si lo interpreto así es porque
me encuentro en un punto intermedio entre la otredad y mis obsesiones.
RV | ¿Cuáles son las lecturas que te han marcado? Háblanos de tus
maestros.
IQ | Entre las
otredades que se me han metido en el inconsciente están los libros que son tan
vivos como cualquier otro vivo. En cuanto pienso o escribo se congregan en mi
subconsciente mil y una voces que, con la velocidad del rayo, contribuyen a la
emisión de una idea o frase a la que rubrico como mía para no volverme loco. Imposible saber quienes asistieron al
congreso relámpago. Lo ignoro como también ignoro en qué forma y medida
influyeron en mí para que brotara un texto. En cambio, tengo muy claro cuáles
son los escritores que admiro, en el entendido
de que los admiro porque me parecen inigualables. Kafka fue el primero
en deslumbrarme. Recuerdo vívidamente haber estado recostado sobre la cama,
sosteniendo en mis manos La Metamorfosis, absorto a tal punto que al voltear la
página me salieron patas. Aquel escarabajo me reveló que hay un mundo paralelo
donde todo es posible. Entendí aquello y me dio mucho gusto y fue tan grande mi
entusiasmo que quise ensayarme escribiendo. Desde entonces son muchos los
escritores que refrendan mis ganas de seguir escribiendo. Van de Ronsard a
Octavio Paz, de Maupassant a Felisberto Hernández, de Aristófanes a
Ibargüengoitia y la Familia Burrón.
RV | ¿A qué hora escribes, cuándo escribes y en dónde y cómo?
IQ | Salvo en
casos excepcionales, trato de escribir todos los días, por la mañana, siempre
en mi casa, en otro lugar no puedo. Corrijo mucho. Mientras escribo siento un
abismo con los demás, porque nadie comprende que hasta el ladrido de un perro
puede cambiar el destino de mi personaje.
RV | ¿La literatura puede desligarse de la realidad?
IQ | Una señora le
preguntó a Einstein cómo debía educar a sus críos para que llegaran a ser unos
científicos brillantes. Si quiere que sus
hijos sean brillantes —le contestó Einstein—, léales cuentos de hadas. Increíble que el científico más genial del
siglo XX haya aconsejado que para estudiar la realidad empezáramos por leer
cuentos maravillosos. ¿Qué hay más opuesto a E = mc2 que un hada?
Supongo que Einstein pensaba que a la ficción y a la realidad, incluso en sus
extremos más opuestos, los liga la imaginación. Bajo esta perspectiva la
literatura y la ciencia se hermanan felizmente. Materialicemos la idea: las
hadas no son el opio de los niños. No obstante, existe una corriente literaria
que, sin negar la realidad, se opone a reducirla a una verdad racional,
medible, predecible. Me refiero a la literatura fantástica, que nada tiene que
ver con los cuentos de hadas. La literatura fantástica tuvo un apogeo en el
siglo XIX cuando los apologistas
del progreso pretendían que a la larga no habría un solo fenómeno que escapara
al conocimiento científico. Para contrarrestar esta suerte de totalitarismo
cognitivo algunos escritores trataron de exaltar la parte irracional del
hombre. En un tono ambiguo, vacilando ante la frágil frontera de lo natural y
lo sobrenatural, hicieron que el miedo a lo desconocido minara la complacencia
de una realidad domada por la razón. Contaron historias de sombras que se
independizan, de hombres desdoblados y mujeres autómatas, más reales que las
reales, trajeron la incertidumbre a la vida cotidiana valiéndose de cabelleras
y almohadas, espejos y manos que andan solas o se casan con el brazo de un
pianista. Conviene limitarse a estas manos para destacar un vínculo que hay
entre literatura y realidad. Alguna vez las manos autónomas fueron patrimonio
exclusivo del ámbito fantástico. Pero los avances tecnológicos se encargaron de
materializar un mundo que anteriormente perteneció por entero a la ficción
literaria. Hoy los transplantes de mano son un hecho común y corriente. En
nuestros días semejantes engendros son tan maleables como la vida misma, de
modo que las fantasmagorías literarias se han vuelto un apéndice de la realidad
tecnológica. No pocas veces la realidad imita a la ficción.
RICARDO VENEGAS
(México, 1973). Poeta. Dirige la revista literaria Mala Vida, Mester de Junglaría. Autor de
libros como El silencio está
solo (1994), Destierros de la voz (1995), y Escribir para seguir viviendo (2000). Contato: ricardovenegas_2000@yahoo.com. Página ilustrada com obras de Egon Schiele (Áustria), artista
convidado desta edição de ARC.
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