La
modernidad. La pujante, envolvente, serpenteante, crítica, arrolladora e
insoslayable modernidad. La fáustica -aquélla que hizo decir al judío Walter
Benjamin que "todo acto de cultura es también un acto de barbarie."
La cara de Jano de la modernidad; por un lado, su culto al progreso
científico-técnico, su imperio de la razón que oblitera las negras
emanaciones mitológicas del inconsciente, sus leyes, su contrato social, su
citadino confort burgués, su higiene mental y buenas costumbres, y por otro
lado, el alto precio de ese bienestar, la explotación masiva de hombres y
mujeres que ponen en funcionamiento los engranajes del progreso, la
enajenación, el desencantamiento de un mundo que comienza a
resquebrajarse allí donde se trazaban los luminosos rasgos de la utopía. El
siglo XIX fue, paradójicamente, el siglo del incontenible triunfo del
progreso científico-técnico y también de su contra parte: anarquismo, socialismo,
búsqueda de nuevos paradigmas sociales ante los excesos de una civilización
empeñada en imponer la razón productivista como única medida para entender -y
dominar- el mundo. Los poetas malditos -continuadores del Romanticismo pero
escépticos, desesperadamente cínicos, desprovistos de la esperanza que aún
subyacía en los románticos-, las fugas literales o metafóricas de muchos
artistas al Oriente, la búsqueda del paraíso original acometida por Gauguin
en los mares del sur, el auge del espiritismo y de la teosofía en amplios
sectores de la burguesía, el redescubrimiento de los mitos medievales en el
simbolismo y en los prerrafaelitas, son, de alguna manera, la otra faz del
racionalismo triunfante.
El fin de la llamada belle époque y el agotamiento
del modelo liberal comienza con el siglo XX y se expresa, de manera
determinante, en la Primera Guerra Mundial. Cierto: ya Nietzsche y Marx
-dos duros del pensamiento germánico- habían denunciado con
insólita lucidez las fallas, las hipocresías y las disfunciones del paradigma
tardomoderno, pero será en las primeras décadas del siglo pasado cuando
coagule el malestar cultural de Occidente y tome una expresión propia en el
territorio del arte.
El expresionismo alemán -nacido en 1905- encarna a plenitud ese estado
de espíritu. Se trata, en principio, de un movimiento pictórico -El Puente,
nacido en Dresde y compuesto por Kirchner, Heckel y Schmitdt-Rottluff, entre
otros- pero que pronto rebasará las fronteras de género para ramificarse en
el teatro, la danza, el cine, la música, la literatura y la acción política.
Un verdadero zeitgeist -o estado de espíritu común-, se
apodera de los intelectuales y artistas alemanes. El ataque, consciente o
inconscientemente, se dirige contra los modelos de un arte todavía representativo
del ilusorio sueño liberal burgués: el naturalismo, el impresionismo, el
paisajismo pastoral y sus múltiples derivaciones son blanco de los
expresionistas. Contra la armónica impresión tranquilizadora
proponen la salvaje expresión visceral de lo subjetivo;
contra las coordenadas de lo bello, la crudeza de la fealdad, contra lo
espiritual y angélico en el arte, lo sádico y demoníaco, lo cruento, lo que
escapa tanto a las virtudes teológicas como a esa moderna teología de la
razón. No es casual que uno de los antecedentes pictóricos más determinantes
para los expresionistas haya sido ese cuadro que aún nos sigue
conmoviendo: El grito, de Eduard Munch. De ahí que se haya
visto en el expresionismo una continuación del espíritu romántico y, sobre
todo, una herencia del Sturm und Drang. Y es verdad que lo
romántico -en el sentido más antirracionalista del término- retoma su lugar
en la cultura de Occidente con el expresionismo; también el espíritu del
gótico y del barroco -dos movimientos marcadamente antirracionalistas en la
historia del arte.
***
Viena, comienzos de siglo. Un imperio -el de los Habsburgos, con
ochocientos años en el poder- se debate en su agonía. Viena la hermosa, la
que se consagra al placer, al hedonismo y a la civilizada celebración de la
modernidad triunfante. Viena de los cafés y los teatros, de los variados y
espléndidos estilos arquitectónicos -clásico, neoclásico, románico,
barroco-por medio de los cuales la burguesía se adueña de la Historia. Es en
esa Viena, como en ninguna otra ciudad europea, donde se vive el desencantamiento
y la desilusión burguesa, donde aparece la conciencia del simulacro y de
la separación entre palabra y mundo, entre la acartonada retórica y la cruda
realidad. Donde un periodista y poeta llamado Karl Kraus, después de
denunciar la falsedad detrás de la fastuosidad y la hipocresía de su época,
se calla para siempre. "No esperen de mí una palabra -dice Kraus-,
tampoco podría decir nada nuevo. En la habitación donde estoy hay un ruido
horrendo: carros de guerra, ediciones de la prensa voceada como batalla
ganada, quienes nada tienen que decir ahora, porque de hecho tienen la
palabra, continúan hablando. Quien tenga algo que decir, que dé un paso al
frente y que calle para siempre." Es en esa Viena -repito- donde vive el
pintor Egon Schiele.
"Todo está muerto en vida". Esta frase de Schiele -que
también podría suscribirla su compatriota Kraus- describe muy bien el estado
de espíritu de la época pero también describe la singularidad de su obra. Una
vez superada la influencia art-nouveau de su maestro Klimt
-quien lo apoyó y reconoció tu talento artístico desde que el pintor tenía 17
años-, Schiele desarrolla un estilo que lo caracteriza: una línea sinuosa,
enérgica y a veces quebrada, define sus motivos, casi siempre mujeres de
largos y delgados miembros, de pálida piel y de aspecto enfermizo, pueblan
sus cuadros. La lobreguez y la muerte rezuman de sus jóvenes y a veces
púberes modelos. La muerte en la vida o la inminencia de aquélla -más allá de
cualquier posible anécdota- es la preocupación central en la obra de Schiele.
En ese sentido, su erotismo -y señalemos que fue encarcelado durante tres
días en 1912 por sus dibujos supuestamente pornográficos- no está registrado
como deudor del principio del placer sino como representativo de un instinto
de muerte, de una pulsión tanática que raya en lo perverso, es decir, en lo
no permisible por las buenas conciencias de la época -las mismas que sí
permitían e incentivaban la carnicería humana acaecida en la Primera Guerra
Mundial. Su erotismo es instinto, un erotismo animal desprovisto del
civilizado encanto acometido por otros pintores de la época, incluyendo a su
maestro Klimt y al también contemporáneo y vienés Kokoschka. Schiele no pinta
cuerpos, personajes; no dibuja posibles psicologías personales; pinta, más
bien, el drama de la condición humana a partir del cuerpo, a partir del
nacimiento y la muerte -tiene muchos motivos de madres con hijos que no
reflejan exactamente la alegría de vivir- como emblema de la inutilidad de la
aventura existencial de la especie.
Los cuerpos de Schiele son expresiones de lo mórbido y enfermizo, de
ahí también que su paleta -a total diferencia de los demás expresionistas-
sea parca, en extremo reservada y en gran parte limitada a colores tierras
obscuros. El artista aísla a sus personajes, los rodea de soledad, de un
vacío inquietante y angustioso que también es un vacío interior, una falta,
una carencia irresoluble. Las manos nervudas, crispadas, artríticas, son una
constante y una constancia del dolor, son el punctum -como
diría Barthes- de la composición: la potenciación de un activo flujo que allí
adquiere su máxima expresión pictórica. Las manos son una sinécdoque de la
totalidad del ser. Cuando aborda el tema de las parejas, el abrazo carnal, el
vínculo entre dos, evidencia con mayor contundencia aún la intrínseca soledad
y el abandono, la inútil búsqueda de protección en la inasible soledad del
otro. No hay otro en Schiele, no hay escapatoria hacia un
afuera improbable, por eso el paisaje es páramo -los fondos neutros, nulos, o
cerrados en su asfixiante frontalidad a cualquier fuga apacible de la
mirada-, reflejo de un alma despoblada y reseca. Reflejo también, tal vez, de
ese mundo desencantado que el rostro de Jano de la modernidad dibujaba
fielmente. Schiele, en ese sentido, es el testigo del estertor de una época;
involuntariamente, trazó la radiografía de un cadáver viviente. "Todo
está muerto en vida" -dijo-, pero ese documento de la oscuridad del alma
-y también de una época- que encarna en su obra, ha llegado hasta nuestros
días. Un documento inconcluso, una obra fragmentada por la temprana muerte
del artista a los 28 años, víctima de una epidemia de gripe, la cual también
segó la vida de su maestro, Klimt. Hoy, a poco más de ochenta años de su
muerte, recordamos a Schiele como a uno de los artistas más dramáticamente
vitales y representativos del expresionismo -sin duda la primera gran
revolución artística del siglo XX.
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*** VÍCTOR SOSA (Uruguai, 1956) é poeta, crítico e pintor. Em 1983 naturalizou-se mexicano. Autor de Gerundio (1996), La flecha y el bumerang (1997) e Inflexiones sobre la creación (2000). Página ilustrada com obras de Egon Schiele (Áustria), artista convidado desta edição de ARC. |
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