Si se pudieran enumerar las condiciones
indispensables para ser poeta probablemente figuraría entre las primeras la
capacidad de oír. Por cierto, se trata de un saber que puede parecer pura
generosidad en un mundo que el estruendo viene reduciendo al casi autismo. Pero
el arte de oír sobreentiende también la expresión de una perplejidad frente a
la vida, un asombro sin el cual no habrá poetas. Ese extrañamiento primero y
fundador es el grado cero del poeta, y el cierne donde surgen todas las
preguntas.
José Ángel Leyva (Durango, 1958), de quien se
reedita ahora el poema-libro Catulo en el destierro, aparecido
originalmente en 1993 (UNAM, Colección El ala del tigre), parece haber sabido
desde siempre que a él le cabía inquirir. Es el Leyva poeta, quien conoce muy
joven la obra de Catulo, el vate latino, lo oye muy de cerca, y lo estudia,
mediado nada menos que por el poeta Rubén Bonifaz Nuño, su maestro en la UNAM.
Por lo demás, el resto de la obra poética de Leyva es también la de un fino oyente,
y el mundo es una madeja hecha de idioma en los poemarios Botellas de sed,
1988, éste anterior a Catulo…, y los siguientes, Entresueños, 1996,
El espinazo del diablo, 1998. Además de
novelista (La noche del jabalí, 2003, una tentativa casi mítica
de comprender la sociedad mexicana), Leyva se destaca también como ensayista (El
admirable caso del médico curioso: Claude Bernard, 1991; Lectura del
mundo nuevo, 1996; El Politécnico, un joven de 60 años; 1996, El
Naranjo en flor. Homenaje a los Revueltas, 2003 y 2006, Guillermo
Ceniceros, 2006. Pero en ese gesto de acercarse a oír está también
Leyva el editor, desde la co-dirección de la revista y de la editorial Alforja,
junto al poeta José Vicente Anaya, y el que viene oyendo a los poetas,
mexicanos primero (Versoconverso, 2001), y después latinoamericanos en
general, (Versos comunicantes I, 2002 y II, 2005, con un tercer
tomo de próxima aparición). Ese proyecto de entrevistas constituye un preciso
mapa de la poesía del Continente, cuya realización incluyó a otros poetas, que
también inquieren, todos coordenados por Leyva. Siempre Leyva, el articulador
cultural nato, dialogando, desde su casa de Coyoacán, con los creadores de
México y del Continente.
El diálogo con la poesía de Catulo surge de la
imagen sufrida, rebelde y emblemática de aquel poeta siempre joven. Nacido en
Verona (c. 87–c. 54), Cayo Valerio Catulo nos legó las
oscilaciones de un alma dividida entre el amor y el odio, pero no como
instancias sucesivas, sino concomitantes (“Amo y odio. No sé por qué. Pero
siento que ello es así, y me tortura”), capas superpuestas de una angustia única, donde lo
que se dice y lo que se hace constituyen instancias autónomas a nuestra
voluntad de decir y hacer —esa vieja convivencia humana con fuerzas más
potentes que nos gobiernan, sin que siquiera sepamos por qué. Sin duda, en la
poesía del veronés también hay lugar para el verso perfecto, alineado a la
estética alejandrina, y para la elegía exacta, por la muerte del hermano, por
ejemplo. Cierto historiador de la literatura latina, allá por 1926, ciertamente
indignado por los poemas satíricos contra un prohombre intocable como César,
llamaba a Catulo “un alma no siempre bella”. En un artículo de la
revista Alforja (no.37, verano 2006) José Ángel Leyva es más preciso: “(Catulo) adolece de casi todos los vicios humanos: es
envidioso, voraz, avaricioso, hipócrita, soberbio, mordaz, iracundo, incapaz de
mirarse reflejado en el espejo, donde descubre con escándalo esas mismas
perversiones en los otros y las expone en su poesía” (p. 38).
El poeta mexicano identifica al veronés azorado,
exiliado de la felicidad plácida en un país sombrío, regido por la inteligencia
y la indignación. Esa identificación del poeta —que también es un identificarse
con— se produce cuando el mexicano, que ha pasado su infancia en las luminosas
sierras de Durango, y su juventud en la capital de su estado, llega a la ciudad
de México, en una especie de gradual descenso topográfico, desde la inmensidad
del espacio hacia la claustrofobia ciudadana. Por otro lado, publicado en 1993,
el poema ahora reeditado fue redactado inmediatamente después de que el autor,
ya recibido de médico, abandonara su especialización en psiquiatría (otra tarea
consistente en saber oír, y de la que sólo se abandona la tentativa
terapéutica) para dedicarse al estudio de las letras. Lo dice el propio poeta
en una entrevista de la Web: “Después de ese desorden de Botellas de Sed, publicado por la Universidad de Sinaloa, me planteé escribir algo que
respondiera a una exigencia mayor, a una auténtica disciplina. Fue así como
escribí Catulo en el destierro (…). Era consecuencia de mi
arribo solitario a una urbe monstruosa como la Ciudad de México. No conocía a
nadie y me descubría como poeta entre la muchedumbre, viviendo en cuartos de
azotea, a salto de mata (…).” (Revista Agulha No. 33, Fortaleza, Sao Paulo, marzo 2003).
El extrañamiento con que Leyva contempla al mundo,
y que lo aproximó al poeta veronés, constituye el impulso causal, el movimiento
que da lugar a ese largo poema épico que es Catulo en el destierro. El
Catulo que circula durante una jornada por la ciudad de México dos milenios
después de su aventura humana —real, amarga— en este mundo, suscita el crispado
discurso de un antihéroe. Sería un héroe, sin duda, si no mediara la distancia,
filosa, arriesgada, impuesta por los desconciertos de la inteligencia. Y en
efecto, como un enorme oxímoron, el poema se abre con el epitafio de la
oscuridad que se desvanece, herida de muerte por la luz de la mañana y un
Catulo que resurgirá literalmente de sus cenizas: “Catulo ya no escucha el
estruendo de su carne/ el ruido de sus uñas/ o el crecimiento indiferente del
cabello/ La noche se le pudre/ el canto celular se calla/ Su balada durmiente/
es la ceniza estrepitosa/ cae en sus orejas sordas “.
De la épica tradicional el poema de Leyva, como
epopeya de un alma, hereda, además de ciertos tópicos del género (el descenso a
los infiernos, por ejemplo), una serie de trámites expresivos que incluyen en
primer lugar esta certidumbre: Catulo… no es un “libro de poemas” sino
un único poema compuesto por una sucesión de fragmentos o de textos poéticos de
autonomía tenue. Entre esos recursos, que contienen una tradición, se pueden
destacar los paralelismos, las sucesiones de fragmentos que comienzan con el
mismo verso (“El viento cesa”), a veces un mero indicador de locus
(“Hoy”, “Aquí”) o un verbo (“Busco”), o ciertos segmentos
que explícitamente se repiten durante el poemario, principalmente hacia el
final, o aun el trabajo sobre textos en espejo, un quiasmo con que el poeta
dota a la propia estructura del poema, y no sólo a algunos versos (por ejemplo,
el texto comenzado “Por esta causa sin cauce”, seguido del que se abre “Por
este cauce sin causa”). A veces el poema juega a juntar el oxímoron y el
quiasmo de la imagen. Así, el “ángel” (“de alas atrofiadas”) y el
“murciélago”, en este extenso poema de bestiario escueto, se suceden en textos
de donde surge una única criatura, acaso un murciélago sediento que se sueña
ángel y que se alimenta de su propia sangre. Es sin duda una bella definición
del poeta (de Catulo, de Leyva, de todos los poetas).
Hay en el poema un nivel de lectura que puede
interesar a algunos lectores. Es la red de menciones “psi”, y más
específicamente lacanianas que, como en un laberinto, tientan al lector a
entrar (¿sin perderse?) en el magma de un alma. Lo real, lo imaginario, lo
simbólico, el phallus, el “nombre del padre”, la fase del espejo —ese
que da movimiento al gran quiasmo del poema— son algunos de los signos que
llaman al lector, o pueden llamarlo desde que el lector quiera aceptar el
desafío. Es, claro, el Leyva psiquiatra, el que por profesión, y después por
opción, oye y que también se deja oír.
Entre los muchos motivos que justifican la
reedición en 2006 de este poema instigador de 1993, no es el menor la vitalidad
de las imágenes, como corresponde a la épica, en esta epopeya subjetiva. Elijo
dos fragmentos breves para que el lector guarde una idea del tono (o de uno de
los tonos) del poema. El primero es un reflexión, al promediar la jornada de
este Catulo: “Cada quien trae en su puñal/ coágulos de un sueño/
trozos de locura en el insomnio/ desasosiegos de ayer entre las uñas/ Cada
quien mata su verdad/ para ganarse el pan y el reino”. Y finalmente el
fragmento que, como reiteración retórica, reaparece para cerrar esta epopeya de
la búsqueda y el desencuentro: “Soy/ un manojo de llaves/ para abrir todas
las puertas/ que dan hacia ningún lado”.
José
Ángel Leyva, Catulo en el destierro, Verdehalago/CONACULTA, colección La
Centena Poesía, México D.F, 2006, 132 págs. Página
ilustrada con obras del artista José Luis Ramírez (México, 1981).
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