Más que nunca, en México es imprescindible
apostarle a la verdad. Es probable que se pongan en riesgo beneficios y
privilegios materiales, políticos, intelectuales, pero si no nos comprometemos
con la verdad continuarán cosechando triunfos el crimen, la delincuencia y
grandes sectores de la sociedad que representan supuestamente a la policía, la
justicia, los intereses del pueblo, pero en realidad sirven al engaño, la
trampa, la rapacidad, el mal gobierno, la inequidad y el miedo. Corremos el
riesgo, ya en marcha, de perderlo todo. Debemos comenzar el cambio en cada
mexicano consciente del abismo.
En México nadie es
inocente de lo que nos sucede y de lo que sucede, de los escándalos de
corrupción y conflictos de intereses, de la impunidad con la que se liberan y
exonera a los delincuentes de cuello blanco y manos sucias, lo mismo que a los
personajes de la más baja calaña. En todo ello están, sin duda, los partidos
políticos, y los líderes de dudosa reputación, que no ven por los otros sino
por sus privilegios y el ejercicio del poder sin ciudadanos, pero también está
la sociedad que participa de la corrupción cotidiana, de los intelectuales y
creadores que babean ante las mieles del poder y los círculos de beneficiarios,
que entre unos y otros hacen su propia historia de reconocimientos. No podemos
dejar de lado el ejercicio del periodismo al servicio del mejor postor, como
tampoco podemos dejar de reconocer a figuras como Carmen Aristegui que con
enorme valor -en un sociedad entre atemorizada y pusilánime, convenenciera y
oportunista- responde a la ciudadanía que demanda la investigación de la verdad
y la impartición de justicia, el fin de ese 98 por ciento de impunidad por un
porcentaje mínimo para sobrevivir gracias a la ejecución de las leyes.
2. ÁNGELA GARCÍA
En otra latitud emocional, Ángela García, de la
mano del poeta sueco Lasse Soderberg, ha emprendido la tarea de organizar cada
año, en la ciudad de Mälmo, al sur de Suecia y muy cerca de Copenhage,
Dinamarca, un festival para celebrar la entrada de la primavera el 21 de marzo
de cada año. Ángela es una de los fundadores del Festival de Poesía de
Medellín, conocido en el mundo no sólo por la dimensión de sus públicos
asistentes a las lecturas de centenas de poetas de todo el mundo, sino porque fue
una arma de paz contra la violencia que postraba a Colombia y la apartaba de
otras naciones, porque fue el triunfo de la palabra contra el pesimismo y la
derrota, y porque es un llamado a la lectura, al conocimiento, a la
sensibilidad antes que a la descomposición de los principios, de la cultura de
la inteligencia. Lo inútil de la poesía se convirtió en un instrumento de
identidad y de pertenencia, de valores espirituales sobre los espejismos del
bienestar pasajero que ofrece el crimen, la delincuencia, la ambición sin ética
ni sentido de comunidad. A ese festival asistieron varios de nuestros más
queridos poetas, como lo fue José Emilio Pacheco, quien a fines de enero de este año cumplió un año de su muerte. Aquí un texto sobre su
obra para recordarlo y conmemorar su memoria.
En la portada de la ya extinta revista de poesía
Alforja, aparece José Emilio Pacheco
con un gato en cuyo pelaje profuso se hunden sus manos y la mirada de ambos,
del escritor y su mascota, se mimetizan ante la lente de su hija Laura Emilia,
autora del retrato. Esa imagen del escritor se nos revela, y nos evidencia, la
clave de muchos de sus poemas zoológicos. Sus versos devuelven al hombre a su
condición animal y a la fauna le otorga un carácter humano, destacando rasgos
etológicos, inherentes al hombre. La civilización es para José Emilio poeta un
hecho que no trasciende al animal, ignorante de su finitud, de su
insignificancia, al tiempo que representa un milagro de la Naturaleza. De
muchas maneras, en la mirada del poeta aparece el animal político, el animal de
palabras, el animal urbano, el animal de carroña y aquel predador de sí mismo,
traidor de sus orígenes.
En la mirada del poeta
hay severidad y escrutinio, inteligencia; en su rostro asoma un gesto adusto, cierta
ironía propia de quien sabe evitar el exabrupto y resolver la situación con
gracia. El gato y su amo nos miran desde un plano interior. Son ellos,
iluminados, enmarcados de sombras, quienes parecen contemplar e inquirir al
mismo tiempo a sus espectadores.
Varias veces visitamos,
los directivos de esa revista, a José Emilio en su casa y salimos con él a
comer al centro de la ciudad. Su memoria es de esos portentos que se combinan
con el talento y la disciplina, con la curiosidad y la malicia literaria. Él es
un hueco enorme en esos cuatro volúmenes de entrevistas de Versoconverso y Versos
comunicantes (poetas entrevistan a
poetas). En repetidas ocasiones intenté en vano entrevistarlo. Siempre me
exponía sus razones. Incluso cuando le concedió una entrevista a una periodista
chilena, cuando el gobierno de Chile le otorgó el premio Pablo Neruda. En
realidad, me decía, “fue una situación ineludible, ella me hacía preguntas y yo
me vi obligado a contestar por cortesía y educación. Pero no me gusta verme
retratado en esos ejercicios orales en los que no estoy convencido de ser el yo
que pretendo cultivar en mi escritura”. En verdad se sentía mal de no aceptar
mi solicitud, incluso cuando le señalaba la paradoja de ser el compañero de una
de las más grandes entrevistadoras de México, Cristina Pacheco. Él reía y
buscaba otra excusa.
Me llamó un par de veces
para hablarme de lo que él pensaba sobre las entrevistas. En una ocasión
estuvimos, sin exagerar, cerca de una hora al teléfono, entre disculpas
reiteradas y su tentación de ceder. Yo comencé a interrogarlo sobre su poesía,
su trabajo narrativo, su labor ensayística, su columna en Proceso, que por entonces afirmaba ya había abandonado, y luego
retomaría. De pronto le dije, ”José Emilio, ¿te das cuentas de que ya te
entrevisté y has respondido con elocuencia?” “Sí, me dijo, pero he contestado
consciente de que he cumplido tu deseo, pero no saldrá de nosotros. A nadie le
importa lo que yo piense de mi trabajo y mi proceso creativo, en realidad a mí
lo que me preocupa no es tanto lo que escribo sino lo que leo, y más aún, lo
que me falta por leer.” Era la respuesta de la última pregunta que deseaba
hacer.
La fotografía de la
portada de Alforja me la había
entregado el propio José Emilio. Cuando se publicó el número especial, descubrí
con terror que la diseñadora me había adjudicado la autoría de dicha foto.
Pusimos fe de errata, pero el daño estaba hecho. Tiempo después, con esa imagen
viva en la memoria, propuse una antología temática a Antonio Cisneros. Lo
comenté con Juan Manuel Roca y emprendimos la tarea. Roca escribió el prólogo y
yo organicé el animalario lírico de Cisneros. Luego de un intercambio de
propuestas quedó el título: A cada quien
su animal, paráfrasis de un verso del poeta peruano. Pero en el fondo,
partía yo de la idea que me había provocado la fauna poética de José Emilio. Si
en Cisneros el mundo animal ocupa buena parte de su imaginario, en José Emilio
hay una clara conciencia de ese vínculo, metonimia de la bestialidad
civilizatoria.
La lucha de lo
transitorio contra la permanencia, la banalidad que intenta someter al
pensamiento, las megaurbes como amenazas de implosión de los ecosistemas, son
ejes temáticos en su extensa obra lírica, retratados en sus poemas
epigramáticos o en los poemas a manera de fábulas audaces donde es común ver el
juego de la transmutación hombre-animal, animal-hombre. En el prólogo de La fábula
del tiempo, el antólogo, Jorge Fernández Granados, destaca: “Tal vez José
Emilio Pacheco es en esencia un gran fabulista. En su poesía los objetos, las
personas, las plantas y, sobre todo, los animales operan con frecuencia como
ejemplos de la reflexión ante la cual habrá una conclusión de conducta o moraleja (…) Particularmente en los
poemas de la serie Circo de noche (…)
algo recuerda a las Pinturas Negras
de Francisco de Goya o los dibujos de José Guadalupe Posada, una extrema
parodia de la sociedad humana. El espejo de la historia nos devuelve una fábula
negra.”
La lucidez de Pacheco
estriba en la sencillez, en el trazo diestro del calígrafo que sin soltar el
pincel, de una sola línea, resuelve su propósito, lo dota de un gesto mordaz,
casi escéptico, como en su “Poética I”: “Tenemos una sola cosa que describir:
este mundo”. Menuda tarea la del poeta que, como el resto de los mortales,
ignora su origen y su después. “Escribe lo que quieras. /Di lo que se te
antoje: /de todas formas vas a ser condenado.” (“Arte poética II”). En esa
entrevista que nunca grabé, ni publiqué, y en gran medida olvidé, recuerdo que
hablamos de muchos de sus poemas o zoemas, de cerdos, del erizo, el caracol,
los murciélagos, “Prehistoria”, pájaros, cocuyos, lobos, arañas, tigres,
halcón, langostas, gatos, mosquitos, pero hubo uno del que no pregunté y, como
afirma Marco Antonio Campos, resume el humor y la ironía de ese bestiario
implícito, “Envidiosos”: “Levantas una piedra /y los encuentras: /ahítos de
humedad, /pululando.”
4. REVUELTAS Y EL MAL
En Revueltas vida y obra funcionan como un todo
orgánico, cada parte contribuye a la realización de las otras que constituyen
su necesidad de saber y de ser. Su moral revolucionaria es también la del
escritor que no claudica ni ante sí mismo porque es, sobre todo, un hombre
habitado de preguntas más que de certidumbres y consignas, guiado siempre por
el amor al otro y a la vida. Tras la lectura de su reportaje “El sádico de
Tacuba”, publicado originalmente en El
Popular, en 1942, confirmo la estrecha relación de su escritura literaria
con el periodismo, pero sobre todo con una visión de la condición humana desde
una perspectiva no explícita y sí implícita del mal, más allá del cuadro
teórico marxista. Revueltas aborda el proceso judicial y las investigaciones
médicas en torno a Goyo Cárdenas, el estudiante de química convertido en
asesino serial, con un profesionalismo impecable, sin emitir juicios ni opiniones,
simplemente presentando el caso y las disputas de los especialistas por imponer
su razón y su diagnóstico.
Revueltas no hizo de
este ejercicio periodístico una pieza literaria, aun cuando la historia
representa una tentación para cualquier escritor de su estirpe, como lo hizo
Truman Capote en A Sangre Fría. Quedan
sí, a la vista, su espíritu testimonial y la curiosidad por los motivos que
impulsan al hombre al asesinato. La pesquisa del reportero y la experiencia
carcelaria son fuentes directas del autor de una literatura única no sólo en su
generación, sino en las nuevas, que comienzan a debatir acerca del periodismo
narrativo o de la literatura testimonial. Revueltas quiso distinguir a su
narrativa como una escritura del realismo social. Quizás por ello se la han
escatimado virtudes y reconocimientos que poco a poco emergen sin prejuicios.
La visión revueltiana
envuelve el drama de la libertad, el hombre cautivo en su imposibilidad de ser
en la diferencia, en el otro. En su libro El
mal, Rudiger Safranski cita la visión teológica y cósmica de Schelling: “Por
medio de su libertad el hombre puede convertirse en cómplice del Dios
inacabado. El abismo en Dios y el abismo del mal en la libertad humana están
unidos entre sí (…) la libertad incluye siempre la opción del mal.” Son
frecuentes las referencias bíblicas de Revueltas en cada una de sus novelas y
sus cuentos, sus adjetivaciones connotan siempre esa potencia sobrehumana y
antinatural, la cerrazón ante otra fe, otro pensamiento, una humanidad
distinta. Seres blindados en su razón o aislados en el dogma, como en el cuento
“Dios en la tierra”: “La población estaba cerrada con odio y con piedras.
Cerrada completamente como si sobre sus puertas y ventanas se hubieran colocado
lápidas enormes, sin dimensión de tan profundas, de tan gruesas, de tan de
Dios.” La compasión no tiene lugar en esa determinación de venganza, de
“justicia”. Los cristeros estacan vivo al maestro que da agua a los soldados
federales, lo encajan por la entrepierna tirando de sus extremidades para que luzca
como un espantapájaros. “Todas las puertas cerradas en nombre de Dios.”
Safranski cita a Einstein
cuando nos previene acerca de la perversión de la ciencia, cuyo espíritu brota
de la capacidad humana para rebasar sus
límites e intereses egoístas y dirigir su mirada a la totalidad de la
naturaleza a la cual pertenece. Pero la ciencia traiciona ese espíritu cuando
se pone al servicio de fines egoístas y materiales, sin reconocer la dimensión del
hombre limitada en el tiempo y el espacio, como una entidad independiente que
no es otra cosa que una ilusión óptica de la conciencia. “Esta ilusión es, para
nosotros, una suerte de prisión, que limita nuestras aspiraciones e
inclinaciones a unas pocas personas cercanas a nosotros. Es tarea nuestra liberarnos
de esta prisión.” El universo narrativo de Revueltas es también un presidio, un
Apando. Lo abyecto sucede en ese
ámbito oscuro de la conciencia, la sociedad vive entre las paredes de su
enajenación material, de su individualismo atroz que se consagra en la
desaparición del otro, en su negación o su eliminación. Pero no sólo es la
sociedad capitalista, lo es también la experiencia del socialismo real, donde
las masacres de opositores e inadaptados no fueron menores y la crítica y el
disenso fueron tronchados con guadaña, como lo narra Víctor Serge en El Caso Tulayev. Tarde o temprano, los
inquisidores y victimarios pasaron a ocupar el lugar de sus víctimas.
Es poco probable que
Revueltas haya leído a Hanna Arendt y hubiese reflexionado sobre la “banalidad
del mal”. En su novela Los motivos de
Caín parece responder a esa perspectiva del mal desde la esfera de los
buenos. Revueltas nos coloca ante la tortura y la negación de los derechos
humanos por parte del Ejército de los Estados Unidos durante la guerra de Corea
y el macartismo, encarnado en la más fiera y paranoica persecución de los
comunistas que representaban el demonio. Estaba pues justificado degradar al
enemigo como personas y como seres vivos. Revueltas parece haber leído las
noticias sobre los casos de tortura y humillación de los cautivos musulmanes en
Guantánamo. Ya no comunistas sino terroristas, fundamentalistas, extraños,
bárbaros.
El mejor ejemplo de esa
perspectiva periodístico-literaria y de banalización del mal se halla en el
epígrafe del cuento “Hegel y yo”: “Agente del Ministerio Público:… y todavía no
se contentó usted con la forma de haber dado muerte a su víctima, sino que a
puntapiés, es decir, a patadas, condujo la cabeza del occiso hasta el basurero
próximo… El Fut: Sí señor, como lo había de negar yo. Así fue, tal como usted
lo dice. Pero no lo hice por mal, señor. Verdad de Dios que no lo hice por mal.
¿Cómo quería que yo agarrara esa cabeza con las manos, cuantimás habiéndolo yo
matado, digo, siendo yo el autor de la muerte de ese occiso? No lo hice por
mal, señor… Agente del Ministerio
Público: ¿Así que lo hizo por bien…? El
Fut: Sí, señor, como todo mundo puede ver si lo mira en mi corazón. Lo hice por
bien…
***
Página ilustrada con obras del artista José Luis Ramírez (México,
1981).
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