Destiempo reúne poemas
de distintas obras del autor escritas a lo largo de casi 20 años, pero no es
una antología: es un libro. La muda rebelión de la niñez frente a la muerte
sostiene a esta voz continua que recorre con profundidad cabal la distancia
entre la poesía y el poema. “La lengua dice y desdice con sus dos costados”,
afirma José Ängel Leyva, y encuentra en la vida y en las cosas nombres de su
invisibilidad.
Esta antología personal de José Ángel Leyva es peculiar. Va
de su libro más reciente a libros anteriores como si este recorrido de casi 20
años propusiera un viaje de regreso al origen de su poesía, a obsesiones
primeras que recorren toda su obra. Me resulta imposible una lectura o
descripción académica de esta obra llena de esplendor, hablo desde la vida que
me da.
John Donne
simbolizaba a la belleza como un círculo, la figura geométrica más perfecta, y
escribió ese poema estupendo del compás que dice en el último verso “acabo
donde empiezo”. Prefiero la definición de Sor Juana: la belleza era, para ella,
una espiral de giros cada más altos y más amplios en los que la misma materia,
el mismo punto, la misma obsesión se mira desde otro lugar, más elevado, más
rico y diferente. Así es el mester del poeta y de ahí su insatisfacción con lo
escrito, hecha, tal vez, de la espera de una expresión más justa de lo mismo.
Nunca la alcanzará y seguirá buscándola y encontrándola como montado –según la
poesía árabe clásica-- por un demonio que le exige escribir lo que la lengua no
dice todavía.
Las obsesiones centrales de José Ángel no son momias, sino
un combate que transforma. “Y aunque somos la misma persona/ya no somos los
mismos/después de interrogarnos escuchando/y luego despertar/sin oír/nada”,
dice en un poema de Entresueños, libro
del 1992. “Voces no natas discuten en su
oído”, dice en un texto de Aguja,
publicado 17 años después. Son los enigmas que atormentan a cada poeta de
verdad y José Ángel busca “el doblez del
verbo”, dice en Catulo en el destierro,
ese libro extraordinario que publicó en 1993. ¿Qué es la palabra?, se pregunta
José Ángel. ¿Qué dice y cuánto calla? Su volcán interior “sacude la casa donde
duermen las fieras y las armas”.
Este maestro diseña
una figura muy precisa del trabajo del poeta: “Con el puñal abro caminos/sigo
la jungla de borrones/que se enredan en mi historia” (Entresueños). Porque hay que entrar en sí mismo con un puñal o un
machete para segar las malahierbas que el mundo y nosotros mismos hacen crecer
en nuestro interior. Sólo así el desconocido que yace en el fondo del poeta
puede hablar. El desconocido de José Ángel, el “otro”, el que lo escribe, dice
que “hace tiempo empuña el lápiz como daga”
José Ángel pelea
contra la muerte desde su infancia. “No fui niño”, dice. “/por miedo a la
muerte agazapada. /Acaso el silencio estaba en las uñas que nunca mastiqué” (Destiempo). Pero “su ayer es hoy entre
nosotros”. Es “la vida le pasa sin soñar dos veces”, su “estar sin ser”, un
mundo espiritual que nos llena de nuevos universos que teníamos sin saberlo y
sus poemas despiertan.
Querido maestro,
necesitamos que siga buscando la palabra que nunca encontrará: su camino está
iluminado por joyas del invisible desencuentro.
Primero conozco la poesía de José Ángel Leyva y
luego, recién, me entero de algunos datos de su biografía. Que nació en
Durango, México, en 1958, de donde resulta, con precisión aritmética que no
tenía más que diez años en la ebullición del 68. Es curioso ya que de ese
tiempo podría hablar uno de sus versos: "Nos da a morder su aroma/ nos
comen sus delicias". Por eso tal vez es que la poesía debe mirarse sin
otros filtros.
Así la miro, entonces.
La siento más que fuerte, poderosa. Me conmueve “Hermano padre”, así como
“Silvestre Revueltas”. Me sorprende la calculada virulencia de “El espinazo del
diablo”, me refiero al poema, pero también al libro, obra por demás magnífica.
De ahí procede el verso citado líneas arriba. Como bien dice la introducción de
Duranguraños, que recopila parte de
su poesía: "La geografía imposible
del alma está dibujada aquí..."
Sigo con Duranguraños entre
mis manos, internándome en sus páginas. Veo que “El alacrán” es una pieza de
alta poesía, muy lograda, que me hace pensar como en una pintura evocadora. El
poder evocador de la poesía. Aquí el poema se libera de la intención el autor y
se vuelve una evocación de los alacranes que yo veía en una casita de piedra y
cal que tuve en el medio de la nada, en una de nuestras playas más alejadas,
muy al este, en un barranco sobre el
océano. Allí entre unas piedras, pero adentro de la casa, vivía una familia de
alacranes, a los que yo les temía con todo horror, por supuesto, pero a los que
terminé acostumbrándome. Y los observaba, con sus pequeños hijos. Como si de
ellos hablara sigue diciendo José Ángel: "Es la piedad herida de
impotencia/amargo aguijón de la ternura". Hermosísima imagen, al igual que
todo el poema, uno de mis preferidos en ese libro. El final resulta magistral:
“No habrá culpa ni dolor/ de haber ganado el tiempo/ en cada trozo del amor
materno”.
El libro se llama Duranguraños y también “Duranguraños” se
llama uno de los textos que lo integran. Ese poema me estremece con su tenor
emotivo de las evocaciones. Es algo que aparece en muchos poemas de la
recopilación, pero allí, en ese poema, me hace detener. Al pensar un poco más
en qué es eso que evoca en mi memoria poética, llega el nombre de Boris
Pasternak. El poeta ruso le dice, en una de las cartas de julio del 26, a
Marina Tsvietáieva: "Dios, cuán hondamente amo todo lo que no fui y no
seré..." La fuerza y la dulzura,
pero la desolada fuerza de Pasternak, aunque en el caso de José Ángel con la
vitalidad de la sangre antigua y renovada. Ya no puedo dejar de leer. Cuando
evoco lo que he leído, en una pausa, retengo que “Naranjas en la nieve” me ha
encantado; también queda la convicción de que un pintor le envidiaría a José
Ángel su bellísimo “Parque Guadiana”, tal vez el mismo que pintara el cuadro
inspirador... En cuanto a los puentes, es imposible no percibir ecos homéricos
que resuenan en “Sangre enemiga” y en “Los escombros del alba”, del libro Los Versos del Guerrero...
En mi mesa de lectura
también hay otro libro, ya por fuera de la antología Duranguraños. Se trata de Aguja,
bellamente editado por Aullido. Ahí leo “El Dios Murciélago” y de nuevo las
evocaciones de experiencias que están fuera del alcance de las intenciones del
poeta. Si antes fueron los alacranes, acá es esa pieza precolombina que con
tanto temor y veneración vi en el Museo
de Antropología de Ciudad de México. Fue curioso haberme quedado sola en esa
sala, sin más visitantes que yo misma, y ver cara a cara el peso de esa
presencia, que sólo técnicamente puede considerarse una “pieza” y que en verdad
es una encarnación de algo otro, que no siempre se llega a comprender. Ambos
libros tienen que ser leídos otra vez, y releídos de nuevo, única manera de
leer de verdad poesía. Poesía de verdad, con espesor. Y una espesura que guarda el alma de las cosas.
3. LUIS
MARÍA MARINA | El mundo de otro mundo
Hay en la poesía de José
Ángel Leyva una querencia natural por la función creadora del lenguaje. Aquella
que le lleva a emprender el camino siempre espinoso de la sabiduría; a
descender después para, con el conocimiento trabajosamente adquirido, mezclarse
con sus iguales; y, una vez entre ellos, a entregarse en cuerpo y alma a la
única tarea que cabe al poeta contemporáneo: la restitución a la existencia, hic
et nunc, de la salud, del ardor mismo de la vida. Al Hölderlin que formula
el ya canónico wozu Dichter? (“¿Para qué poetas?”), Leyva no lo ha
bajado de ningún zócalo, sino que lo lleva dentro de sí y con él dialoga
permanentemente. El poeta no entona el wozu Dichter? por la misma simple
e inefable razón que ningún dios responde a la razón de su existencia. La
función del poeta de Aguja es genialmente soberbia. Si los dioses nos han
abandonado, nos queda el mundo. Y si el mundo se nos cae a pedazos, mejor;
rehagámoslo con la misma fuerza creadora que impulsó a los dioses. Rehagámoslo
siempre, sin descanso, hasta caer muertos.
Aguja
es, por tanto, una sucesión de mundos, o, mejor, el hallazgo del mundo que yace
tras el mundo. Sus estancias son poemas, pero también “pasajes” en el sentido,
claro, de Benjamin. Erizos que se proponen, se contienen y se agotan a sí
mismos. Y que, no obstante, se comunican por medio de pasajes ocultos con cada
uno de sus vecinos, consiguiendo el milagro de que la suma de cuarenta y nueve
erizos tenga como resultado un nuevo erizo, numerado con el cincuenta, que
contiene por arte de alquimia pura a todos los anteriores.
Las
herramientas con que Leyva forja sus mundos son variadas. En ciertos pasajes,
opera sobre la propia realidad, aplicando un bisturí sutil. Extirpa la gris
costumbre de la realidad para en su lugar colocar la sorpresa multiforme que
perciben los ojos alucinados del curioso impenitente que a todos y a todo
interroga. Así en poemas como "Nagual 7": “entonces/ cuando dejas de
ser/ eres el mismo” o Nagual 9, que concluye con el magnífico verso “es tiempo
de emigrar a otro verano”. O bien recurre a la imagen deslumbrante, arriesgada
(“nubes transgénicas”, “máscara de espuma”), que no encuentro en los poetas
mexicanos de su generación porque viene de otro lugar, de un António Ramos
Rosa. O, simplemente, aplica una casi imperceptible cirugía estética, caso de "Agosto",
poema extrañamente luminoso que niega la noche en que vive, desde Baudelaire,
el poeta citadino y afirma la posibilidad de que la luz bendiga a la ciudad. Un
poema que, como decía Eugénio de Andrade, dice las dos o tres palabras que lo
dicen todo, al decir lo esencial, siendo lo esencial decirse a sí mismas.
En
otros pasajes, el poeta deja los trastes del cirujano y se tiende en la mesa de
operaciones. Todo, entonces, punza. Proliferan buñuelianas navajas que, al
rasgar la retina, rompen el velo que nos impide contemplar la realidad. Vuelan
lorquianos cuchillos, dagas, agujas, siempre de doble filo, que hienden la
carne, pero también zurcen las heridas. Zumban los mosquitos, “metralla… en el
ritual de la sangre”. Desgarran los dientes, causando en la carne una
“hemorragia del no ser”. Edipo comparece armado con los broches del vestido de
Yocasta para obsequiarnos con el espectáculo de su ceguera. Y aún Tarzán, un
lastimero Aquiles desarmado por la urbe, blande sin objeto su mísero cuchillo.
Al
cabo, el poeta se desprende de la máscara y se muestra en todo su ruinoso
esplendor: espléndido “poeta cenizo” (versión gore de uno de los poemas
de El guardador de rebaños de Alberto Caeiro, aquel que comienza “Desde
la ventana más alta de mi casa / con un pañuelo blanco digo adiós / a mis
versos que parten hacia la humanidad”). Y, una vez en escena, se declara
dispuesto a iniciar la vida con el solo poder de su palabra. En
"Imagen" escribe: “En plena abstinencia de figuras tuve un sueño (…)
El verbo fue primero / luego, la imagen valió más que mil palabras”. En
"Dioseros", “abre la puerta del lenguaje” para volver, desnudo, al
principio. El mundo puede (y debe) ser re-creado. Y al re-crear el mundo, se
re-crean los espíritus gemelos con una peculiar modulación. “Alguien me ha
dicho que traigo el diablo adentro”, confiesa el poeta, y descubrimos entonces
que, triple salto mortal, el Johann Faust contiene ya de serie a su
Mefistófeles, que el poeta, auténtica “máquina soltera” en el sentido de
Duchamp, si quiere entablar negociaciones con el de abajo sólo necesita hablar
consigo mismo.
Vamos
terminando. Una finalidad sin fin. Al diseccionar nuestra capacidad cognitiva
Kant nombra, de paso, la esencia misma de la Poesía. Una finalidad sin fin. Un
propósito gozoso y autorreferencial que se justifica a sí mismo. Todos y cada
uno de los pasajes, todos y cada uno de los mundos de Aguja comparten
esa característica común: son prisiones gozosas, mundos habitables. Lugares
donde somos invitados por el anfitrión, ducho y generoso, a quedarnos a vivir.
Lugares donde descansar, morosamente, entre las letras. Tomo el guante que el
poeta lanza, generoso, en mitad de la plaza. Con su permiso, en el misterioso
doble filo de esta Aguja, me quedo a vivir.
***
Página ilustrada con obras del artista José Luis Ramírez (México,
1981).
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