A la fecha, la puerta ideal para entrar en la
poesía de José Ángel Leyva es este libro, pues el lector hallará aquí, esmerados,
ciertos valores que este poeta se ha propuesto desde hace más de veinte años. Aguja es un altozano –provisorio, sí,
pero ventajoso– para contemplar en su entera extensión un camino.
Tan reticente al encanto
de otras lenguas y de otras tradiciones, tan obstinadamente latino y castellano
en sus negocios poéticos, tan distante del expresionismo alemán como del
modernismo estadounidense, Leyva guarda un parentesco subterráneo con dos
figuras clave de ambas escuelas; a saber, Gottfried Benn y William Carlos
Williams.
Los tres son médicos.
Los liga una actitud frente al otro, frente al cuerpo y frente al sufrimiento.
No hay criatura más
desengañada y a la vez más idealista que un médico. Más cínica y más candorosa.
Y no puede ser de otra manera: los médicos trabajan con lo que se oculta bajo
la ropa; poseen el paradójico tesoro de tocar –literalmente– el patetismo
humano.
Ello confiere una
contextura, un temple moral. Un médico es de necesidad un moralista; un activo
observador de las costumbres; un Lichtenberg en acto o en potencia.
Pruebo similar amargura
en los tres poetas. Y descubro que esa amargura –virulenta en Benn, atemperada
en Williams, ironizada en Leyva– es un recurso no solo central, sino
indispensable, pues materializa la piedad y la rabia. Sin ese vehículo, la una es
blandenguería y la otra un espasmo ajeno a las palabras.
Hallo también, en los
tres, los concerns intelectuales
propios de una formación científica. No son poetas arrebatados, entregados al pathos; no militan, tampoco, en las
líneas de esos liróforos celestes ensimismados en el lujo de su vocabulario o
en los misterios de la escansión. Les apura conseguir una coherencia no por
subjetiva menos exacta entre realidad, percepción y ejecución. Coherencia que
bien puede prescindir de lo explicativo pero no negocia con lo estético. Jamás
intercambiarían un verso abrupto, pero acorde a su propósito, por uno
cadencioso que aleja al poema de su intención primera.
Son poemas que se
imponen el rigor del diagnóstico. Y eso los hace necesarios.
En razón de su tono y de
su forma, el de José Ángel Leyva es un trabajo que oscila entro lo áspero y lo
hostil. Su predilección por el sarcasmo le confiere particular acritud, sus
poemas se aprecian dotados de una gestualidad cercana al rictus.
¿Qué no es
esta poesía? Serena, plácida, comedida. Hasta sus ángeles, visitaciones
frecuentes, antes que reverenciados, son auscultados con rudeza.
José Ángel Leyva no
tiene modales. No saluda al lector, no le conduce por los corredores, no ofrece
pagar la cuenta. Al contrario: se burla de él, de vez en cuando le larga un
bofetón y, en sus mejores momentos, en los más sugerentes, le pone la máscara
del diablo.
Exaltar valores poéticos
es vicio crítico. Lo que digo de Leyva nace del placer que depara describir una
poética que consigue imponérsele al lector, a pesar de que le sea ajena. Suelo estar en gozoso desacuerdo con las
soluciones y las decisiones de este poeta. Pero los poemas obvian la discrepancia
y se me imponen así como son y, por más que lápiz en mano tacho aquí y muevo
acá, son exactamente como son y no podrían ser de otra manera.
Y ese triunfo de
persuasión es a mi ver un rasgo clave para distinguir una poesía robusta y
–cabe arriesgar– duradera.
Otro rasgo para
distinguir una poesía de esa índole es percatarse de qué tan capaz es el poeta
de, como se dice en inglés, to make the
most. De hacer lo más de lo menos.
NAGUAL 7
ESPEJO
Suele ocurrir frente al
espejo
con la espuma dentífrica
en la boca
El aliento sobre el
vidrio no aparece
Intrigado el reflejo de
la luna se agazapa
¿Quién es el que te mira
con una lágrima estelar
frente a los ojos?
Tu rostro no es el de
antes
No es el tuyo
Es la geometría del agua
en su caída
en pleno vuelo hacia la
sal
Eres un vidrio sin
azogue
La ventanita al pozo del
silencio
Y una vez más las
lágrimas por fuera
se estrellan en la ausencia
Entonces
cuando dejas de ser
eres el mismo
Te secas y te esfumas
Nada sabes de ti ni de
los otros
Lavarse los dientes es
correcto
Nunca sabes si volverás
a despertar
Y he aquí que la
mismísima Muerte nos visita mientras nos cepillamos los dientes, y nos extraña
de nosotros mismos. Durante cinco estrofas, dure esto lo que dure en el tiempo
interior de la percepción y del hallazgo, nos vimos muertos. No medió ningún
escenario trascendente, no fue necesaria más operación espiritual que llenarse
la boca de espuma mentolada para asomarnos a un abismo que no requirió ese
nombre prestigioso; antes bien se permitió un diminutivo: “La ventanita al pozo
del silencio”.
Si bien tensa, si bien
atenta a los valores propios de su disciplina, la puesta en página evade con
éxito la grandilocuencia que las convenciones asocian a la epifanía y remata
con una sonrisa: “Lavarse los dientes es correcto | Nunca sabes si volverás a
despertar.” La resignación ante lo frívolo me hace desconfiar del humor en la
poesía; en Leyva ocurre a la inversa, la sonrisa socarrona duplica el golpe del
poema.
Por esa razón es que el
primer valor que destaco de Aguja es
su voluntad de juego.
Al menos en poesía, un
lúdico es un ludópata. Los chistes, los juegos de palabras, entrañan la
naturaleza súbita e irreversible de los dados en vuelo a la ruleta. Y las
probabilidades no suelen favorecer al jugador. Hay por ejemplo en un libro
anterior de Leyva, Duranguraños, una
riqueza poética y humana cuyo sólo parangón es la Chetumal Bay Anthology de Luis Miguel Aguilar, pero que el título
traiciona y entorpece. Ese libro es cualquier cosa salvo un divertimento. Aguja muestra que el ludismo de su autor
es de largo alcance, que es un medio y no un fin. Que la risa es, en última
instancia, estremecimiento.
El lector hallará el
segundo valor de Aguja si lo lee en
el orden establecido por su autor. Es un viaje que inicia y termina en el
territorio del cuerpo. Comienza con la contemplación de los propios dedos y
cierra con la doble desnudez de los amantes. Sus estancias son múltiples,
heterogéneas, y al mismo tiempo lo inverso: es un libro de poemas dotado de una
fuerte trabazón, que no atañe tanto a los temas, cosa tan evanescente en poesía
contemporánea, sino a los tonos y sobre todo a algo que llamaré,
insuficientemente, perspectiva.
No
hay poeta digno de ese nombre que no asuma riesgos. Empero, son distintos los
de un poeta solar y diurno (Jorge Guillén) y los de uno lunar, nocturno (José
Antonio Ramos Sucre). Y quizá los que más deban llamarse riesgos, peligros, son
los de un poeta de la carne, como Leyva.
Pues un poeta puede
encogerse de hombros ante el riesgo de deslumbrar a su lector hasta la ceguera,
como Guillén, o de contristarlo hasta el suicidio, como Neruda, pero pocos,
poquísimos, asumen el riesgo de equivocarse, de fallar, de trastabillar y caer;
el riesgo de asumirse como poeta de la carne, de lo humano siempre entre dos
aguas. El riesgo, digo, de encarnar en cada poema el cuerpo, desde adentro; el
doliente, escasamente apolíneo, más bien ridículo cuerpo humano. O sea, el
teatro real de las emociones. El carromato auténtico de los sentimientos. Ése
que la poesía suele idealizar o solemnizar; esto es, disfrazar, rechazar:
“Vístete, que hay visitas.”
Sarcástica y enternecida,
sin cobijo espiritual, la belleza de su poesía radica en ese ver, sin
idealización y sin patetismo, el interminable territorio del deterioro y de la
estría y afirmarlo como nuestra única posesión auténtica, como nuestra sola
herencia indiscutible: “Uno nace del querer aunque no quiera”, reza un verso
memorable de este libro que demanda leerse despacio, en atenta observación de
sus insinuaciones, de sus escorzos, de su abundancia de preguntas y su deliberada
escasez de respuestas.
Lo único más
convencional que los modales mexicanos es la poesía mexicana. Se espera un
“encantado, señorita Pulcritud”, un “con permiso, señor Discurso Elevado” y “a
sus órdenes, señora doña Tradición”, con el timing
y la entonación del caso. Si un poema o un libro de poemas no se conduce así,
no brilla en sociedad. Y justamente las convenciones –queremos leer a un Paz
sublime o a un Sabines quejicoso– nos alejan de tentativas tan complejas y tan
audaces como la de José Ángel Leyva.
La aguja es el único
instrumento punzante en cuyos fines no cabe ambigüedad: cura o remienda. En esa
sola imagen, la de un modesto artefacto de farmacia o de costura, y sin embargo
hermoso de silueta, y brillante y puntiagudo, caben todos los afanes de un
poeta que lleva veinte años de ser inquebrantablemente leal a sí mismo.
Aguja (Essan,
Punta Umbría, España, 2009). Aiguille/Aguja
(Secretaría de Educación y Cultura del Estado de Chihuahua/Écrits de
Forges/Mantis Editores, Québec, 2010). Página ilustrada con
obras del artista José
Luis Ramírez (México, 1981).
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