Si quisiéramos representar la poesía de Juan Sánchez Peláez con alguna
figura geométrica, sin lugar a dudas tendríamos que recurrir al círculo, forma
que se corresponde perfectamente con la obra que nos ha dejado el poeta, la
cual se inicia de una manera esplendorosa y del todo novedosa con Elena y los elementos, de 1951, gran apertura de
esa figura cuyo trazado ahí se inicia, y que se continúa con Animal de costumbre en 1959, Filiación oscura en 1966, Lo huidizo y permanente en 1969, Rasgos comunes en 1975, Por cuál causa o nostalgia en 1981, y se cierra
sobre sí misma de manera impecable en 1989 con Aire sobre el aire.
A un mundo que se percibe
desintegrado y en permanente transformación se le contrapone una poesía que, a
la vez que da cuenta de toda esa multiplicidad y va nombrando con audacia lo
diverso, configura con todo ello una forma perfecta cuya búsqueda se plantea
desde esa joya literaria que es Elena y los elementos.
Esta obra primera, fundadora y fundamental, en la mitad del siglo XX transformó
de una manera radical a la poesía venezolana, con el lujo y el resplandor de su
lenguaje y con la sofisticación y el refinamiento de su erotismo. Dos hechos,
como lo son la aparición de este libro en 1951, y la publicación, ese
mismo año, del cuento “La mano junto al muro”, de Guillermo Meneses, que se
constituyen en verdaderos cortes de agua en nuestra literatura, debieran
llevarnos a revisar una periodización bastante superficial que algunos de
nuestros estudiosos proponen, ciñéndose más a los eventos políticos que a los
literarios para demarcar períodos culturales que de ninguna manera pueden
hacerse corresponder mecánicamente con los históricos y sociales. De modo que
no es posible señalar a 1958 como el inicio de un período literario y
artístico, como se ha dicho no pocas veces, cuando ya en 1951 culminan procesos
paralelos no solo en la poesía y en la narrativa, como acabo de señalar, sino
también en el arte cinético de Jesús Soto, Carlos Cruz-Diez y Alejandro Otero,
en cuyas obras se pueden rastrear los estrechos vínculos que mantienen
con Elena y los elementos y con “La mano junto al
muro”.
La problematización de lo
femenino en ambos textos, la extraordinaria corporeización de gestos,
tamborileos, elementos fugaces y vibrantes integrándose y desintegrándose,
la invención de máscaras para ocultar lo crudo real y escoger libremente
los nombres y los roles, los intensos contextos en los cuales se genera el acto
de mirar y el de ser mirado, producen una renovación en la literatura
venezolana, la cual, con estos textos, da un giro de 180 grados en relación a
lo que se venía haciendo, lo cual tampoco era nada desdeñable.
Lo visual, que tan fuerte
papel tiene en Elena y los elementos (y
también en “La mano junto al muro”), se depura y se vuelve más sobrio en Por cuál causa o nostalgia, aunque no deja de seguir
ocupando un lugar central, así como también en los menesterosos y despojados
textos de Filiación oscura, para reaparecer de nuevo relacionado
con lo sexual considerado como un atisbar al mundo en Lo huidizo y permanente, cerrando de esta manera
el círculo.
El poeta se desdobla y se
cuestiona, dispone el escenario y, humildemente, aunque también con altivez, se
acerca al misterio, a lo indecible, para intentar descifrarlo, reflexionando,
al mismo tiempo, sobre el propio proceso creador. Invoca a sus fantasmas, se
burla de sí mismo y es capaz de cantarle a los traspiés que damos en nuestras
existencias. Permanentemente conmovido ante el mundo, Juan Sánchez Peláez nos
transmite un asombro, un extrañar los
elementos acerca de los cuales escribe, para desautomatizar nuestra
percepción, como lo pedían Shklovski y los otros formalistas rusos: hacer
visible lo familiar y cotidiano, todo aquello sobre lo cual pasamos la mirada
sin darnos cuenta de su presencia. Tal como lo señala Ludovico Silva en uno de
los estudios de su libro La torre de los ángeles, Juan
Sánchez Peláez es “hombre que vive constantemente asombrado, estupefacto ante
la realidad, sorprendido hasta el miedo de la agresiva realidad de las cosas
circundantes”[1].
Esta peculiar obra, y
aquí mi posición será contraria a la de Ludovico Silva, tiene como centro
de atención a la mujer, la cual es objeto de la exaltada y permanente
exploración del poeta, a lo largo de toda su escritura. Es la figura con la
cual se producen una serie de apasionantes encuentros y desencuentros, de
ninguna manera metafísicos o sublimados, tal como afirma Ludovico, tan sensible
usualmente en sus análisis de poesía, sino existenciales, expresados a través
de imágenes plásticas, visuales, simples en su complejidad, tal como ésta,
de Lo huidizo y permanente:
La
mujer agita un saco en el aire enrarecido
Baja
a la arena y corre en el océano;[2]
El hablante lírico investiga
en la mujer lo diferente, lo extraño, se regodea con todo lo que
atañe a la femineidad, con el embarazo, con la “cicatriz” genital, con el
cuerpo todo, erotizado y objeto del deseo. La sexualidad, agua germinal que se
derrama, logra, a partir de la pérdida de las fronteras del espacio,
contradictoriamente, y por un instante, apresar el tiempo que se escapa. El
deseo, perennemente desplazado, objetivo que nunca se colma, pero que se alza
como llamado una y otra vez, se expresa de múltiples maneras, con un brillante
dominio verbal, como en el verso siguiente:
No se trata de ninguna
“desrealización”, como afirma Ludovico, sino de la materialidad física
-aunque, sin lugar a dudas, no exenta de espiritualidad-, aquello
que es a la vez huidizo y permanente, siempre en transformación, y que se
concentra en la amada, en la mujer, no en una imagen trascendente o idealizada
de ella. Toda la obra de Juan Sánchez Peláez es una dedicatoria a la
mujer, ofrecida con reverencia, con furia, con angustia y sin límites.
Las aliteraciones, las
metáforas, las imágenes y las asociaciones se conjugan para crear la atmósfera
erótica, que nunca es trivial, nunca opta por una solución fácil. Pero tampoco
es una poesía conceptual, como se ha afirmado, sorprendentemente, tantas
veces. Es una poesía sensual, generada por la palabra, por los asordinados y
acariciantes sonidos de las fricativas que contribuyen a crear el hechizo en
torno al ser complejo, múltiple y ambivalente que el poeta asedia y
construye, en textos tensados por la contradicción,
excesivos, en el buen sentido del término, barrocos, en los que
condiciones existenciales terribles van imprimiendo giros dramáticos al
universo por el cual se desplaza, una y otra vez, el deseo, con su sugestividad
felina, tras del misterio y del enigma, la mirada sensual enfocada sobre el
mundo:
La
veo desnuda, bajo un gran suburbio de palmeras,
La pasión no requiere de
grandes sonoridades, y el silencio, no pocas veces, es lo que le da cuerpo a
estos textos.
Dentro de lo erótico la imagen
de la noche ocupa un lugar central y, en un mundo en constante transformación,
como en la obra de los artistas cinéticos, se desplaza permanentemente por el
espacio, ocupa un lugar y otro en la cadena significante, parpadeante,
vibrátil, generando cada vez significados diferentes. Ya en la primera obra, la
tantas veces mencionada Elena y los elementos,
el epígrafe de Paul Eluard que la encabeza se refiere a la noche profunda. En
la edición de 2001 que Monte Ávila publicó para conmemorar los cincuenta años
del poemario, y que es una versión revisada y corregida por el autor, este
epígrafe desaparece, para volver a ocupar su lugar en el volumen de
Editorial Lumen, el cual recoge toda la obra poética de Juan Sánchez
Peláez, y que, según la contraportada, fue revisada y corregida por el autor
poco antes de morir.
Como todo en esta obra, tan
abierta, tan penetrable, la noche es también un espacio diseñado para la
apertura, para el movimiento y la errancia, al igual que para la
confusión y la muerte. La noche, a veces, es apenas una madriguera, o
menos que eso aún, una cavidad, el tiempo de lo extraño, de la despojada
condición menesterosa de la existencia. Está vinculada con el sexo y con el deseo,
oscila entre lo real y lo irreal y puede llegar a representar el horror, lo
monstruoso, la nada, aquello sobre lo cual trabaja el poeta para
ocultarla, tejiendo con sus palabras el revestimiento tras del cual, sin
embargo, la nada sigue latiendo.
La vacilación ante el mundo
puede llevar a cerrarse ante él en el acto sexual, esa aceptación mutua dentro
de lo imposible, ese acto soñado y reiterado que se escapa en medio del
destello de lo nocturno, vínculo amoroso nombrado con audacia,
capaz de renovar continuamente el deseo a través de la originalidad y de la
intensidad de las imágenes, también con su violencia, expresando
siempre el impulso, restituyendo una totalidad que la indigencia del mundo no
permitiría alcanzar fuera de la relación erótica. Se podrían ofrecer muchos
ejemplos al respecto. Voy a escoger uno, casi al azar: la última estrofa de uno
de los textos de Elena y los elementos:
Entonces
deslicé en mi boca los pétalos
dúctiles
de tus senos.
Eso
fue todo.
Como
una antorcha que ardía y ardía. [5]
La intensidad de la
concentrada y brillante expresión, y las aliteradas asociaciones del verso
final muestran, de una manera lograda, lo que representa el vínculo erótico
para el hablante poético. Los distintos elementos se funden, así como se
funden los seres en el acto sexual y las palabras en el poema,
espacios para la libertad y para el ejercicio de la seducción. El universo
verbal es una ofrenda a la cual todos son convocados. La belleza y la
calidez de las imágenes en movimiento, con frecuencia oximorónicas, expresan un
sentimiento de placer de vivir poco frecuente en la literatura venezolana. Voy
a citar otro texto de Elena y los elementos para
explicar esta idea, pero antes haré un breve paréntesis para
referirme al orden de fijación del texto de este volumen, publicado
por primera vez en 1951, como ya he dicho. El libro, al que he considerado
fundamental y fundador, ha tenido una vida tan móvil y vibrátil como cualquier
penetrable de Soto, dependiendo de dónde entra el
público-espectador-participante en la creación artística. En el caso de Elena y los elementos, cada uno de los volúmenes
publicados con este nombre, en distintas épocas, es diferente. Es el autor, en
este caso, el que ha ido transformando no solo cada poema, sino también su
disposición dentro del conjunto. Así, es distinta la primera versión, publicada
en Caracas por la Tipografía Garrido, a la que recoge en 1972 Un día sea, de Monte Ávila, que a su vez se
diferencia de Elena y los elementos de
2001, de esta misma editorial, para, finalmente, encontrarnos con otra versión
en la Obra poética publicada por Lumen en 2004. En
algunos libros ciertos textos han desaparecido, para luego reaparecer
transformados en otra publicación posterior. Es tarea pendiente todavía
para la crítica literaria venezolana analizar estas diferencias, intentar
comprender su sentido y tratar de aclarar si hay finalmente alguna edición
definitiva, lo cual no es seguro, quizás cada versión se justifica en sí
misma y en su momento, y todas pueden convivir entre sí, contribuyendo a la
oscilación y a la vitalidad del movimiento de esta obra, todo el tiempo
haciéndose, rehaciéndose y transformándose, disparada en un perenne vértigo
hacia un espacio textual abierto, ofreciéndose para la reescritura y la
relectura, recreándose a sí misma, trazando la línea del círculo que a la final
terminará por ser cerrada.
En todos los textos de Juan
Sánchez Peláez, incluyendo el último de ellos, Aire sobre el aire, se asedia la hechura del poema, su
decir, su expresión y su presencia en el mundo. Como todos los aspectos
de esta obra, el tema, densa y significativamente, estaba ya
presente en Elena y los elementos, referencia
insoslayable en cada caso. Desde ese texto originario, se establece que el
poema es: no es algo ideal, no es una esencia, es,
simplemente, una presencia, una existencia en el mundo, sin ánimos de
trascendencia (en contra de muchas afirmaciones de la crítica sobre la
obra de Juan Sánchez Peláez), un estar ahí para completar las fallas del
mundo o como una materialidad que se agrega a la realidad para formar parte de
ella. Y ahí donde está la poesía nunca hay ajenidad, puesto que
el extrañamiento del mundo es colmado por la palabra.
No hay en estos textos ni
nostalgia ni rabia, en oposición a mucha de la poesía venezolana, lo cual no
significa que la presencia de estos atributos desmerezca a las obras que con
ellos se caracterizan. Solo que en los textos de Sánchez Peláez se llega a la
presencialidad pura del poema, al hecho material de su existencia, a su estar
en el mundo, tanto para contradecirlo como para completarlo. La poesía, objeto
del más alto amor y reverencia para el autor, vendrá siempre, según uno de sus
textos, como algo inefable e inapresable, pero seguro, a la vez grandiosa y
humilde. El poema, el sueño materializado en palabras que han sido objeto de un
trabajo para crear la fábula, con toda seguridad vendrá, en cualquier
circunstancia. El poeta nos dice, en “Retrato de la bella desconocida”,
jugando con la ambigüedad, haciéndonos creer que habla de la mujer,
cuando lo está haciendo sobre el poema, que
En
todos los sitios, en todas las playas, estaré esperándote.
Vendrás
eternamente altiva
Vendrás
lo sé, sin nostalgia, sin el feroz desencanto de los
años
Vendrá
el eclipse, la noche polar
Vendrás,
te inclinas sobre mis cenizas, sobre las cenizas del
tiempo
perdido.
En
todos los sitios, en todas las playas, eres la reina del
Universo. [6]
El intenso efecto de la
anáfora en este poema subraya la confianza depositada en el poema, el
que, aunque aparentemente sea solo una quimera, logra adquirir cuerpo y
sustancia a partir del proceso creador, lo cual no lleva al poeta a ningún
delirio de grandeza, a ningún rapto, ni a sentirse superior al resto de los
seres humanos, sino, simplemente, a formular una humilde apelación final:
¿Por qué no llegas, fábula
insomne? (p. 48).
Aquí, en este final,
confirmamos que la bella desconocida de la cual se nos habla en el poema,
aunque podría ser la mujer, es la fábula, el cuento, la literatura, la obra
creada. Una prolongación del sí mismo, del poeta, que se proyecta al
mundo, sobrepasando los límites en pos del oscuro deseo, en medio de la
extrañeza y del asombro, buscando ser escuchado por algún receptor a
quien ha de llegarle ese mensaje sin destino, el poema, ese algo
inapresable que produce una convicción tan firme. Todos los espacios están ahí
para esperar la fábula, aquello errante que pasa en un parpadeo fugaz, pero que
viene eternamente, para contribuir a ampliar nuestra imagen del mundo.
Este camino se continúa, con
violentas y bellas imágenes, en los textos recogidos en Rasgos comunes, en uno de los cuales, “Belleza”, el
hablante poético dialoga con el concepto mencionado en el título, esa “santa
perra” a la cual llega incluso a lamerle los huesos. En este
volumen se exacerba el pavor y el horror de estar en el mundo, al cual se
percibe en crisis, aunque nunca de una manera unilateral: a la vez que el horror,
se sigue percibiendo también el esplendor del mundo que se asedia.
Cuando uno lee, en reseñas y
en las contraportadas de los volúmenes, que la poesía de Juan Sánchez Peláez es
de carácter conceptual y reflexivo, no puede dejar de extrañarse al recordar su
universo lírico, que gira en torno a la carne de la mujer, a lo erótico, y que
no pocas veces desemboca en lo sádico, en imágenes de cuerpos que se
desintegran, se erotizan y, alados, se embellecen, a partir de la llama
oculta en su interior, aspectos todos que se materializan en poemas que
respiran vitalidad. En Filiación oscura el
hablante poético es rebasado por el cuerpo, por el sexo, y en Lo huidizo y permanente continúa explorando
el misterio del cuerpo de la amada, lo corporal más profundo, al igual que el
cuerpo propio, en imágenes que se vuelven violentas o se dulcifican, elaboradas
a partir de fuerzas que conviven en lo interno del ser, para
culminar, la mayoría de las veces, en la experiencia de la dicha generada
por los cuerpos.
A partir de cierto momento, la
curvatura de la línea del círculo cuyo dibujo estamos asediando inicia su
último trazo, para cerrar la figura. Ya en Filiación oscura,
en “Los viejos”, un brevísimo y fulgurante poema en prosa, se
produce el asedio a la vejez, se subraya el predominio del pasado, se explora
esa condición última del ser humano, con mirada despiadada, aunque serena, pero
sin dejar de expresar, una vez más, la calidez del mundo que nunca deja de
formar parte de lo personal, de lo subjetivo, cuando se cierra el texto con la
constatación de que los viejos “Llevan sol a la otra orilla en un cántaro de
agua”[7].
El poeta asume la vejez y no le importa dejarse ver desnudo, no ante
cualquiera, sino -de qué otra manera podría ser-, ante la mujer que lo ha
acompañado en el proceso de decadencia y deterioro. Explora, como lo ha hecho
en todos los poemarios en relación a otras experiencias, la condición de la
vejez hasta sus últimas consecuencias. En algunos momentos llega al desencanto,
pero es un desencanto feroz, no hay lamento ni debilidad, solo la dura
constatación de poseer ya su “faz de muerto”.
A lo largo de toda su obra, el
poeta ha partido de signos elementales, primarios, constitutivos
del origen de toda experiencia, y con ellos ha elaborado textos complejos,
refinados, cuya sofisticada densidad termina haciendo de todo ello un universo
trascendente, tal cual los dedos tamborileantes sobre el muro de la mujer
menesiana, aquellos que parecen decir solamente “aquí, aquí, aquí”, pero que
pueden estar diciendo también alguna otra cosa y, de hecho, dicen mucho más que
eso. Al igual que esa anónima mujer de muchos nombres, las que aparecen en los
poemas de Juan Sánchez Peláez ofician ceremonias de sexo y de muerte,
regresan una y otra vez a través de imágenes que las sitúan en oscuras
atmósferas, mediante asociaciones verbales inesperadas, insólitas, en mundos
poco apacibles, en los que lo erótico lo permea todo y, dentro de su ámbito,
las cosas dejan de ser lo que son, adquieren una calidad pictórica, sensual,
que nace del ojo que mira, carente de inocencia, pero humanizando al
mundo. Son elementos de una religión no oficial, en la cual el ritual de
la liturgia es celebrado por los que inventan y reinventan el vínculo
amoroso. El desamparo encuentra su espacio dentro del universo erótico, así
como dentro de la palabra poética, esa que, como juglar, el poeta escenifica
en un espacio artificialmente –en el buen sentido del término-
construido. Juglares y poetas descienden al mundo interior, en pos
de un conocimiento nuevo, no racional, aunque tampoco místico, oculto
detrás de las máscaras que habitualmente nos colocamos.
El discurso se va desplazando,
se interrumpe, gira, vuelve sobre sí, tamborilea, continúa desplazándose, nos
permite penetrar en él y cruzar entre sus espacios, que respiran, pasar junto a
las filiaciones oscuras y dialogar con ellas, a través del tiempo y fuera de
él, en la fusión de los contrarios, en el diálogo de los movimientos
dobles que generan diversos efectos, en medio de hechos cotidianos que terminan
desvaneciéndose, diseminándose sobre el espacio del texto, efímeras y eternas,
como las olas del mar, las mismas que baten por los tiempos de los tiempos los
muros del cuento de Meneses, aunque ya los dedos han dejado de tamborilear y la
mano no se halla sobre el muro sino junto a él, tendida sin vida.
El encuentro último, en los
poemas de Juan Sánchez Peláez, se produce en el fondo de los sueños, en los que
se recrea una atmósfera erótica paralela, lugar de los deseos imposibles y de
la intensidad y de la audacia de las imágenes, del aire sobre el aire que se
desvanece, de la violencia y de lo extraño, de las ilusiones que no se cumplen,
de las visiones crudas, de los fantasmas familiares, del padre y del sí mismo
como un fantasma, seres entre lo real y lo imaginario. Pero el autor es
un poeta y su obra está ahí, ha sido capaz de darle forma a todo eso y
construir su obra, cerrar el círculo. Desde el fondo de sí mismo ha
surgido su memoria ardiente, diferente a la de la razón, y de ahí
han nacido el fuego del poema y el del erotismo, así como las titubeantes
preguntas, los insignificantes elementos ocultos en las grietas, las
rupturas, las presencias ásperas y luminosas, y los misterios que se
interrogan. Detrás de todo ello se esconde la atemorizante imagen de la nada,
sobre la cual teje el poeta la textura de su escritura, para taparla, para
trazar el círculo que la niega y colocar dentro de éste la representación
del ser humano que, consciente de su fugacidad y de su desamparo, se
apresta a emprender los pasos a los que lo impulsan su vitalidad, su
voluntad de establecer un paréntesis personal entre el hecho obligado de nacer
y el no menos irremediable de morir. Esa finitud dentro de lo infinito es lo
que nombra el poeta, el instante único en el que sucede todo, el momento
prodigioso que la palabra aprehende, lo invisible subyacente, solo
recuperable a través de la memoria y del hecho poético, desde la indigencia del
ser desnudo frente al otro.
NOTAS
[1] Ludovico Silva. La torre de los ángeles,
Caracas, Monte Ávila, 1991.
[2] Juan
Sánchez Peláez. Poema 1 de Lo huidizo y permanente.
En: Un día sea, Caracas, Monte Ávila, 1972.
[3] Juan
Sánchez Peláez. “Inocencia”. En: Rasgos comunes,
Caracas, Monte Ávila, 1975.
[4] Juan
Sánchez Peláez. “Aparición”, de Elena y los elementos.
En: Obra poética, Caracas, Lumen, 2004.
[5] Juan
Sánchez Peláez. Elena y los elementos, Caracas, Monte
Ávila, 2001.
[6] Juan
Sánchez Peláez. “Retrato de la bella desconocida”. En: Elena y los elementos, 2001.
[7] Juan
Sánchez Peláez. “Los viejos”, de Filiación oscura,
en: Un día sea.
*****
Organização a cargo de Floriano Martins © 2016 ARC
Edições
Artista convidado: Ramón Chirinos (Venezuela, 1950)
Agradecimentos: Miguel Márquez
Imagens © Acervo Resto do Mundo
Esta edição integra o projeto de séries
especiais da Agulha Revista de Cultura, assim estruturado:
1 PRIMEIRA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
2 VIAGENS DO SURREALISMO, I
3 O RIO DA MEMÓRIA, I
4 VANGUARDAS NO SÉCULO XX
5 VOZES POÉTICAS
6 PROJETO EDITORIAL BANDA HISPÂNICA
7 VIAGENS DO SURREALISMO, II
8 O RIO DA MEMÓRIA, II
9 SEGUNDA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
10 AGULHA HISPÂNICA (2010-2011)
A Agulha Revista de Cultura teve
em sua primeira fase a coordenação editorial de Floriano Martins e Claudio
Willer, tendo sido hospedada no portal Jornal de Poesia. No biênio 2010-2011
restringiu seu ambiente ao mundo de língua espanhola, sob o título de Agulha
Hispânica, sob a coordenação editorial apenas de Floriano Martins. Desde 2012
retoma seu projeto original, desta vez sob a coordenação editorial de Floriano
Martins e Márcio Simões.
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