I | La obra poética de Juan Sánchez Peláez
(Venezuela, l922-2003) es uno de los grandes secretos de la poesía
latinoamericana: aunque es bien sabida su alta calidad, probado rigor y rara
excelencia, sigue siendo una obra hecha al margen, en los márgenes, no sólo de
la literatura como institución sino de la misma poesía como espacio alterno a
los discursos formales. Lo mismo, es cierto, se podría decir de algunos de los
mayores poetas venezolanos, desde Ramos Sucre hasta Rafael Cadenas, y de varios
de los menos evidentes poetas latinoamericanos. Ocurre con este tipo de trabajo
poético que ofrece una paradójica resistencia a su conversión en discurso
literario al uso. No se trata de la resistencia que opone un código hermético
para problematizar la lectura. Por el contrario, en la poesía de Sánchez Peláez
el diálogo con el lector está implícito en un coloquio expuesto como tal. (“Yo
no seré explícito o enigmático o tú no serás la rosa en fuga,” ironiza en “Yo
no seré”). En su caso, esa resistencia paradójica está, precisamente, en esta
inter-mediación, en esa dicción que promedia entre el habla del lector y el
lenguaje de la poesía. Si en el habla nuestra de cada día el mundo es decible, indistinto;
en el lenguaje de la poesía el mundo se revela fragmentario, huidizo.
En una de sus poéticas (“Un día sea”) dice
Sánchez Peláez: “Yo te buscaré, claridad simple;” porque la claridad no es lo
evidente sino aquello que nos ilumina tras la palabra salvada. En ese sentido,
esta es una poesía hecha de huellas verbales: se mueve entre espacios
entrevistos por puertas laterales, ventanas nocturnas, paisajes súbitos. (Como
ocurre en los escenarios transitivos de Magritte). Esto es, su acceso a la claridad
entre-vista se da entre-telones, en el escenario de rutas, mapas y viajes hacia
el gran día prometido en el poema. “Me veo en constante fuga,” dice el poeta,
porque está desamparado en el discurso y debe nombrarlo todo de nuevo, pero con
las mismas palabras, con las nuestras. Se diría que huye del lenguaje para
devolvernos la palabra. Debe despojarse de su historia, de su habla, de su
cuerpo, para arribar a las palabras más verdaderas, aquellas que son
entre-dichas. Por eso, al final de “Un día sea,” leemos: “mi sangre/es una
estrella/ que desvía de ruta.” Esto es, el nombre siempre es otro, la sangre es
su tinta.
Juan Sánchez Peláez habla desde un margen no
previsto y, en cada poema nos hace imprevisibles. Por eso, aunque no es una
poesía difícil de comprender, sí es una poesía exigente en el diálogo que
induce, y compleja en el sistema de alianzas que promueve. En su caso, se trata
de alianzas más que de semejanzas (practicadas por Lezama Lima) o de analogías
(preferidas por Octavio Paz). No es que quiera, como Baudelaire, poner en
dificultades a sus lectores. En verdad, nos propone un estado de comunicación
peculiar, no codificado y muy poco común. No es el estado de vehemencia
desapacible en que Enrique Molina nos mantiene; tampoco el de perplejidad vital,
que Gonzalo Rojas ausculta y reafirma. Aunque comparte con estos grandes poetas
nuestros el radicalismo subvertor de la enunciación surrealista, que busca
trascender lo cotidiano y su prolijidad verbal; Sánchez Peláez nos comunica,
más bien, con lo que podríamos llamar las voces de la intimidad. Esa es su
demanda: hacer más íntimo este mundo, este diálogo, este tránsito.
La inmediatez y trascendencia del cuerpo, sin
embargo, no confirman sus privilegios sensoriales sino que lo abren en sus
sentidos fluyentes. El cuerpo no es la fuente de un yo biográfico, ni sólo el
sujeto de una experiencia memorable. No es un cuerpo histórico ni social,
solamente. Es, se diría, un cuerpo diseminado, inscrito en el lenguaje con los
nombres del mundo. Como para Vallejo, para Sánchez Peláez las palabras ya no
dicen plenamente el mundo, y el poeta debe recuperar el mundo perdido en el
lenguaje. Por ello, los nombres de las cosas son un alfabeto de otro lenguaje,
de código incierto pero de fuerza articulatoria. Leemos al comienzo de Lo
huidizo y lo permanente: “Si vivo,/ Vivo en la memoria./ Mis piernas
desembocan en el callejón sin luz.” Vivir en la memoria es deshacer el espacio
para rehacer el tiempo: el sujeto de la trashumancia se reconoce en los
márgenes, en la parte oscura de las evidencias. Por eso, escribe: “Sólo me toco
al través/ con el revés/ del ramaje de fuego.” Cuerpo, mundo y escritura
intercambian su lógica referencial para cederse otro orden del habla, ese otro
lugar de la poesía que ata y desata, que hace y deshace. En esta poesía se
ensaya, justamente, una y otra forma de la intimidad posible. Y esa fusión
nostálgica y deseante, esa urgencia de comunión, es un minucioso trazado
figurativo, un entramado verbal, que actúa en un largo asedio hecho de acopios
breves y relampagueantes, de sumas anotadas y provisorias, que van circulando
en el poema, entre los poemas, entre los libros, como la escritura de otra
escritura, como la poesía de una poesía siempre virtual. Sánchez Peláez, así,
nos hace parte de la sensibilidad de los trances íntimos, de sabia y sobria
aceptación, de vulnerabilidad y empatía. Si algo nos dice este poeta de voz
silenciosa es que hemos perdido un mundo en el lenguaje, pero sólo tenemos a
las palabras para preguntar por él y entreverlo.
De allí la profunda indeterminación de esta
poesía. Sánchez Peláez escribe no sólo como si nada estuviese, literalmente,
escrito, y, por tanto, poco supiésemos de nada; escribe también como si no
hubiese posibilidad de decirlo todo, aunque la poesía es la búsqueda de una
palabra que diga más acerca de lo menos, acerca de lo poco que podemos decir.
Con pocas palabras, con menos páginas, con escasos libros, documenta el
extravío de lo real y su nostalgia. Recobra paisajes deshacidos, belleza
pasajera, evocaciones palpitantes, pero lo vivo se escurre de las manos en la
resta inexhorable que desmonta el edificio social, la casa humana, el país
natal. Esta indeterminación, sin embargo, no lo amilana. El poema se abre como
una red tentativa en pos de algunas señales y evidencias del paso del sujeto,
del hablante, entre fantasmas del habla. El primer poema de Filiación
oscura es, más que característico, sintomático:
Por desvarío entre mis sílabas
La noche sin guía.
Por mi vigilia en la boca
El oro de viejos amuletos.
A gatas, de espaldas a una presa invisible,
El taciturno de hinojos en un abrazo hipotético.
En primer lugar, advertimos aquí uno de los
mecanismos más fecundos de la composición en este poeta: la letanía,
ligeramente contrapuntística, de versos que señalizan el espacio desamparado.
En efecto, los poemas de Sánchez Peláez denotan una espacio semántico abierto,
son el mapa de un territorio apenas habitado, y su pauta es una resta del
paisaje más que una suma. Por ello, en estos poemas parece predominar no los
versos paralelísticos (invariantes) sino los no-equivalentes (variantes). Y es
característico que el poema de Sánchez Peláez se abra con libertad a veces
disolutiva a distintas figuraciones. En esta composición vemos, en primer
lugar, el impulso que subraya lo casual, lo indeterminado, y también la misma
dispersión de la experiencia; si bien es cierto que en el plano de las
significaciones implicadas hay otra red semántica, no menos tentativa pero más
ceñida. En segundo lugar, viendo el poema más de cerca, constatamos su íntimo
juego paradójico: “sílabas” (sinécdoque por lenguaje) supone la articulación
del mayor de los códigos, el habla; pero al ser subvertida por
“desvarío”(metáfora del habla propia), la articulación cambia de código. En
efecto, pasamos del orden de lo dado a la indeterminación temporal: “La noche
sin guía” implica la noche sin lenguaje, la intemperie. Frente al cosmos, el
sujeto en vigilia aguarda la palabra propia, alquimia que evoca “viejos
amuletos,” quizá la tradición poética ritualizada en este oficio nocturno del sacerdote
del habla, secreto brujo de la tribu. Como es obvio, la reiteración de “Por” (a
causa de) sugiere el tono ritual, a la vez que impone un comienzo de
paralelismo en la serie de variaciones. El último díptico, el de la resolución,
desplaza al hablante y lo sitúa como objeto irónico: el paralelismo sugerido se
fractura en la pura variación, borrando lo anteriormente escrito. La ironía, y
el gesto dramático del abrazo a la nada, convierten al sacerdote del habla en
el cómico de la lengua. Burlado, el oficiante no ve la “presa invisible,” y su
ceremonia se convierte en el gesto de un fracaso. Así, a la promesa de la
tradición se sucede la conciencia de la modernidad crítica: el poema es esa
tensión entre una alegoría del sentido y un sinsentido balbuceante. De allí el
título de esta secuencia: “Otra vez otro instante.” Otra vez: repetición,
invariante, simetría. Otro instante: epifanía repentina, variación, ruptura.
La adelgazada intimidad de esas tensiones es un
decantamiento figurativo pero sugiere también una mayor incertidumbre semántica
en la parte final del trabajo de Juan Sánchez Peláez. En Aire sobre el
aire (l989) las voces de la intimidad son la certidumbre a flor de
palabra, tocada por el asombro y la agonía de los nombres, que caben en una
mano y son todo lo que nos queda del mundo. Por eso, en este libro predomina
una de las entonaciones de lo íntimo: la oración, ya no a los dioses o las
diosas, sino a la hora que llamamos nuestra entre los nuestros. Mucho me temo
que esta poesía nos diga que Venezuela se ha perdido en el lenguaje, y que sólo
nos quedan nuestros nombres propios, lo último que el habla tiene de mutuo.
II | Es posible que Juan Sánchez Peláez, sin proponérselo, haya escrito más
que un poema o un libro, asedios del poema que recomienza en cada libro. Tal
vez, se trata del mismo poema, diseminado, siempre incompleto, porque la poesía
no tiene lugar en este mundo, y apenas se hace sitio, precario, en la página.
“A caza de un hilo fijo para sostener la tiniebla,” dice en Filiación
oscura, y no es difícil recordar el hilo roto de las Iluminaciones de
Rimbaud, poema solar que preside el tiempo de esta “filiación oscura.” “Con el
sol veríamos nuestra sombra justa en el lago,” dice en “Labor,” porque entre el
tiempo (solar) y el mundo (acuático) sólo somos sombra. Pero “sombra justa,”
sugiere también la tinta que hace huella, y que trama el hilo del habla, donde
recomienza la hechura del tejido: el texto que sostiene lo oscuro de la trama,
el revés y el derecho. Otra vez: “caza” es ciclo solar, y encontrar el hilo
equivaldría a reparar el texto perdido del poeta ceremonial, uno de cuyos
nombres es Rimbaud, el niño perpetuo que cae a las tinieblas como un mito
moderno, el del último sacrificio. ¿Por qué decimos Rimbaud? Porque su
postulación radical (cambiar la vida) preside (nostálgicamente) el trabajo
poético de Juan Sánchez Peláez. Aunque Sánchez Peláez no abandonó la poesía, sí
se dedicaron mutuamente largos abandonos, como si el poeta (en la pérdida sin
tregua del mundo) sólo pudiese ser la parte abandonada del lenguaje. Desde el
surrealismo, Sánchez Peláez recupera no una página en blanco sino la tachadura
de una página. Y escribe en los pocos márgenes que quedan para la poesía. Esa
tachadura, ese lenguaje quemado, obliga a buscar en los espacios abiertos, en
los escenarios de un lenguaje fragmentado, los instantes de fulgor fugaz y
larga nostalgia; los amparos rutilantes y los largos desamparos, los diálogos
fecundos y los silencios que borran lo anotado. La poesía de Sánchez Peláez se
nos ha vuelto más actual que nunca: hoy sabemos mejor el valor de lo que se
pierde en el lenguaje.
III | A altas horas de la noche, cuando ya no es seguro si esta frase es
literal o figurada, Juan Sánchez Peláez solitario en su biblioteca, entre los
títulos más delgados de los poetas menos fecundos, escribía o rescribía el más
largo poema del desvelo, el de la vigilia. Ese poema es uno de los últimos que
escribió, veinte versos breves y fluidos, que discurren a lo largo de una sola
frase extensa, entre pausas reflexivas. Mientras en las calles de Caracas las
manifestaciones populares disputan en voz alta el futuro del país, el poeta en su
ventana decide la suerte de su pasado: las palabras vienen, esta vez, no del
lenguaje sino de su propia poesía, de la memoria hablada que su vida ha trazado
entre sus pocos libros. Esa figura es el breve mapa de un territorio
entrevisto: como el mismo país, aparecido y desaparecido en un parpadeo.
Notablemente, el poeta traza el liviano paso de un caballo luminoso que desde
la infancia remota llega hasta la página por el atajo de su obra. A la orilla
de este nuevo poema, la poesía le concede al desvelado una rara transparencia:
la memoria que vive en el lenguaje. Esa feliz coincidencia sólo puede acontecer
en el alba de la página:
A veces las montañas
se esconden
y un caballo aparece intacto
bajo innumerables estrellas
con su lomo de rocío
Paisaje cósmico y visionario, donde la figura
tutelar del caballo brilla entre su noche legendaria y el comienzo del día. Es
un heraldo del pasado, de la infancia del poeta en una Caracas inexistente,
donde trascurrió su niñez, aunque había nacido en Altagracia de Orituco, un
pueblo del estado Guárico, el 25 de setiembre de 1922. Este caballo arcaico y
fresco es también un enigma, “sin jinete que lo guíe,” y es una clara fuerza de
lo vivo, porque “vuela y nos abandona.” Aparece como la afirmación instantánea
de lo vivido, “una ofrenda de huesos fieles.” Luego de reposar en el último
verso (“reclina todo su cuerpo sobre piedras tibias”), desaparece.
Luis Alberto Crespo había advertido el valor más mundano de esta presencia: “Hay ciertos datos secretos de Juan con relación al caballo que sólo conozco yo, como la relación de su infancia y adolescencia con el hipódromo de El Paraíso; cómo quiso tiempo para estar en el juego y el azar, ver la belleza del caballo, pero su padre le impide que se aficione a la hípica, a apostar por la belleza fugaz que es el caballo…”1 En efecto, este emblema aparece por lo menos en “Oídme,” “El caballo,” “Me siento sobre la tierra…,” y en el primer poema de Aire sobre el aire (1989), donde leemos:
Luis Alberto Crespo había advertido el valor más mundano de esta presencia: “Hay ciertos datos secretos de Juan con relación al caballo que sólo conozco yo, como la relación de su infancia y adolescencia con el hipódromo de El Paraíso; cómo quiso tiempo para estar en el juego y el azar, ver la belleza del caballo, pero su padre le impide que se aficione a la hípica, a apostar por la belleza fugaz que es el caballo…”1 En efecto, este emblema aparece por lo menos en “Oídme,” “El caballo,” “Me siento sobre la tierra…,” y en el primer poema de Aire sobre el aire (1989), donde leemos:
Un caballo redondo entra a
mi casa luego de dar muchas vueltas
en la pradera
un caballo pardote y borracho con
muchas manchas en la sombra
y con qué vozarrón, Dios mío.
El caballo del “lomo de rocío” y éste pardo son
animales distinto, aunque están poseídos ambos por una misma fuerza propia, la
de irrumpir en el poema, apenas controlados por el lenguaje. Pero es relevante
la versión de Crespo, porque introduce otro elemento clave de la obra de Juan
Sánchez Peláez: su íntima rebelión contra el orden patriarcal; esto es, la
desobediencia de las obligaciones sociales, pero no a nombre de una agenda
rebelde sino a nombre de las obligaciones del poema, a esa libertad y fidelidad
sin lugar cierto en la vida social. Estas renuncias anticipadas de Sánchez
Peláez lo dejan sin función en el programa de la modernización venezolana, uno
de los laboratorios de la modernidad en América Latina. Ajeno al festejo de las
Obras Públicas, el poeta vivirá, en París o en Nueva York, exactamente como en
sus varios refugios caraqueños: de paso entre largas pausas.
Quizá por eso, otro de sus últimos poemas
declara la extrañeza de un mundo que, a pesar del lenguaje, seguimos ignorando:
Extraño es en torno nuestro
el manantial que nos lleva
extrañas las uvas rojas
que todavía morderemos
Ignoramos, concluye, “si el granado en flor nos
sostendrá serenos en la inquietud.” Como otra oración del camino, este poema
considera la rara belleza del mundo entre la primavera que vuelve, poniendo a
prueba nuestras fuerzas, y el invierno que acecha. El emblema barroco del
granado florido promedia entre la serenidad y la inquietud. Como en la oración,
más clásica, de Eliot acerca de la quietud como revelación del movimiento; sólo
que aquí se trata de la intimidad de la calma, ganada por la belleza en flor, y
hasta la zozobra del tiempo que “nos lleva” es parte del reconocimiento. El
poema, por ello, no es tampoco un epílogo. Como el anterior, prologa (y
prolonga) la resonancia de los reinos naturales (suerte de jardín de signos)
que se transparentan como leve metáfora del mundo en trance de pureza, esto es,
en estado de pérdida. En otro poema reciente, “Interregno,” el poeta hace las restas
para apurar las sumas:
y en lugar de los vendavales que nos circundan
y nos amenazan
hay buenos augurios,
y holgura extrema
sienten quienes nos afirman y amamos.
Otra vez, la memoria del poema forja esta
versión sucinta de sus poderes. Entre el viento del olvido y las promesas del
porvenir, el reconocimiento mutuo sostiene la identidad amorosa. En la poesía
de Juan Sánchez Peláez los paisajes del jardín, alusivos al bosque simbólico,
son fecundos y primarios, pero están siempre dotados por la gracia del buen
augurio; y, pronto, se tornan en albergues de la intemperie, pozos de agua en
el desierto. Por eso, en estos sus últimos poemas, suerte de vista a vuelo de
pájaro de la obra, no hay centro referencial: allí donde algo o alguien es
reafirmado, se abre un breve nudo de acuerdos. En pos del agua prometida la
caravana avanza, entre vientos contrarios y cantos de adivinanza.
IV | Aunque Juan Sánchez Peláez preferió no hablar de sus orígenes y separar su biografía de su más larga vida de poeta, al punto que no parecía capaz de precisar una fecha fuera de la de su nacimiento, sabemos que en 1939, a los 17 años de edad, viajó a Santiago de Chile con un hermano; se les suma después su familia, salvo el padre. Descuida la universidad, se le hace imposible asistir a clases. Son años decisivos, los de la segunda guerra mundial, de largo agobio, que dedica intensamente a la lectura. El Orfeo del poeta chileno Rosamel del Valle lo impresiona vivamente, sin sospechar que mucho después, hacia 1962, se encontrará con Rosamel en Nueva York, y hará con él una de sus amistades más ciertas. Participa activamente en el grupo pro surrealista La Mandrágora, en cuya revista Leit-motiv (1946) hay colaboraciones suyas al lado de Jorge Cáceres, Teófilo Cid, Braulio Arenas y Gómez Correa. Aurelia de Nerval le causa gran impacto. Lee asiduamente La Revista de Occidente, ventana al mundo abierta por José Ortega y Gasset; lee de Unamuno El sentimiento trágico de la vida, y también a Berdiaief, Kafka, Ibsen, Virginia Woolf, entre los que mejor recordaba. Pero el sentimiento de desarraigo, dominante y determinante en el joven poeta, se adentra en rutas innovadoras de la mano de Joyce y su Retrato del artista adolescente, y de la mano del poeta más decisivo para él en esa etapa, Luis Cernuda. De allí al surrealismo había pocos pasos, y al descubrirlo Sánchez Peláez reconoce su propia familia. Rimbaud se convirtió entonces en su poeta tutelar, y siguió siéndolo hasta el final. ¿Qué encontró de único y propio en Rimbaud? Primero, el radicalismo de su opción poética y vital, intransigente y rutilante; después, la visión del poema como el espacio final de las resoluciones: el lenguaje es la materia de ese trance, al punto que del mundo sólo nos queda sus nombres. Complementariamente al mediodía de Rimbaud, el poeta se encuentra con la medianoche de Michaux, en las páginas de la revista Sur de Buenos Aires. Una frase de esas prosas desasidas tenía para él la resonancia de un acertijo: “Oh, miedo, dueño atroz.” La traducción le sirvió en ocasiones como medio de subsistencia, pero en la literatura fue un reconocimiento a la amistad. Tradujo poemas de Benjamín Peret, uno de los poetas del surrealismo con quien mantuvo relación, como lector y amigo; también de Jacques Sénelier y George Shehadé; y en sus últimos años, a Mark Strand, en una versión de excelencia celebrada por propio el poeta norteamericano.2 Ganado por el tiempo de la traducción, Sánchez Peláez era capaz de dedicarle un año a un poema, y horas al telefóno por una palabra.
Después de su viaje definitorio a Chile, trabajó de profesor en colegios de la provincia venezolana. Entre 1946 y 1950 enseñó lengua española y literatura en el Liceo Miguel José Sanz en Maturín, estado de Monagas; en el Liceo Antonio José de Sucre en Cumaná, estado Sucre; y en el Venezuelan College de Trinidad (Port of Spain), la isla caribeña frente a la costa venezolana. También fué profesor y traductor de inglés en la Creole Petroleum Corporation, en Maracaibo. Marchó a Bogotá como agregado cultural de la embajada de Venezuela entre 1952 y 1954. En 1959 ingresó a Radio Nacional de Venezuela como redactor y fue corresponsal viajero por un tiempo. Durante su permanencia en París se casó con una norteamericana, Ellen Lapidus, con quien tuvo dos hijas, Celia y Raquel, que nacieron allí; una de ellas vive en Israel, la otra en Nueva York. Se solidarizó con la aventura rebelde y juvenil de los grupos venezolanos Sardio y el Techo de la Ballena; ambos grupos y sus revistas y publicaciones fueron responsables de la renovación del medio cultural venezolano.
Cuando en 1966 apareció la gran Antología de la
poesía viva latinoamericana, preparada por el poeta argentino Aldo Pellegrini,3 una de las mayores revelaciones fue la alta calidad de la poesía
venezolana; en ese concierto imaginativo, la voz de Juan Sánchez Peláez de
inmediato fue reconocida entre las mejores resoluciones de la heredad poética
moderna en esta lengua. Aunque su impronta surrealista, como solía ocurrir en
esos años, era concebida por los seguidores de la poesía “comunicacional” como
tributaria de una “corriente,” no pocos distinguieron la libertad de Sánchez
Peláez en esa tradición. En su caso, no se trataba de un rasgo de estilo ni de
una adhesión literaria sino de la puesta en práctica de una opción de vida por
la poesía. Esa obediencia vital se traducía en poemas sin prisa y, más bien,
espaciados, del todo debidos a su imperiosa necesidad, a su nostalgia de plenitudes
y efusiones súbitas. “Un poeta vigoroso y original,” sentenció Octavio Paz en
su In/mediaciones (1979) y, no pocos críticos y poetas han dialogado con esta
poesía, en ensayos y testimonios tan agudos como los de Guillermo Sucre,
Humberto Díaz Casanueva, Raúl Gustavo Aguirre, Eugenio Montejo, Luis Alberto
Crespo, Juan Gustavo Cobo Borda, Antonio López Ortega y Octavio Armand.4
Hoy que leemos el surrealismo no como una “escuela” sino como una subversión al interior de la modernidad, creemos entender mejor el lugar de sus versiones española y latinoamericana en su escenario trasatlántico de idas y vueltas, hecho por la trama de un diálogo que incluye los encuentros mutuos como capítulos heroicos de la conciencia artística más nuestra. La Exposición internacional del surrealismo que André Breton y César Moro organizaron en México en 1938; la creatividad verbal de la gran etapa “parasurrealista” de Vicente Aleixandre; las íntimas convergencias de Luis Cernuda y el espíritu de las vanguardias americanas; el deambular de las celebraciones fecundas de Enrique Molina; los trabajos de asombro de César Moro y Emilio Adolfo Westphalen a nombre de “un arte quitasueño en contra del arte adormidera;” el país cinematográfico y pleno de orillas de Luis Buñuel; y la hechicería deseante de Olga Orozco, son algunos de esos capítulos, que aguardan todavía desplegar toda su actualidad.
Hoy que leemos el surrealismo no como una “escuela” sino como una subversión al interior de la modernidad, creemos entender mejor el lugar de sus versiones española y latinoamericana en su escenario trasatlántico de idas y vueltas, hecho por la trama de un diálogo que incluye los encuentros mutuos como capítulos heroicos de la conciencia artística más nuestra. La Exposición internacional del surrealismo que André Breton y César Moro organizaron en México en 1938; la creatividad verbal de la gran etapa “parasurrealista” de Vicente Aleixandre; las íntimas convergencias de Luis Cernuda y el espíritu de las vanguardias americanas; el deambular de las celebraciones fecundas de Enrique Molina; los trabajos de asombro de César Moro y Emilio Adolfo Westphalen a nombre de “un arte quitasueño en contra del arte adormidera;” el país cinematográfico y pleno de orillas de Luis Buñuel; y la hechicería deseante de Olga Orozco, son algunos de esos capítulos, que aguardan todavía desplegar toda su actualidad.
Pero en la promoción siguiente, a la que
pertenecen Juan Sánchez Peláez, Francisco Madariaga, Blanca Varela, Fayad Jamis
y Marco Antonio Montes de Oca, entre otros, el surrealismo es, en primer
término, una fuente del origen y una vocación de independencia. También, una
crítica de la vida cotidiana burguesa, de sus prejuicios y valores, sanciones y
censuras. Sólo después de eso es una forma poética que parte del automatismo
psíquico, explora el poema en prosa, practica la asociación de imágenes propia
del sueño, desarrolla un fraseo de contrapuntos rítmicos, una entonación tanto
lírica como irónica. La opción surrealista, por lo demás, suscita la imantación
del espacio poético a través de objetos en apariencia disímiles, cuya sintaxis
asociativa se impone como otra función de los nombres, más allá de la lógica de
la representación. En el caso de Sánchez Peláez, a la figuración fecunda se
añade la zozobra de una voz nostálgica y agonista; a las luces de la visión, el
silencio de lo sombrío; y a las alianzas de los sentidos, la desazón de la
pérdida. En sus manos, el surrealismo no es sólo canto de celebraciones sino
también endecha de extravíos y zozobra de preguntas. De esas tensiones íntimas
crece esta poesía, una de las menos evidentes y más intrigantes que, sin nada
proclamar ni reclamar, nos deja entre las manos su ceniza de gloria y su brillo
fugaz.
V | Desde los primeros libros, el poema desata la articulación de las cosas
para rehacerlas como lenguaje transmutado; y en ese proceso fluido se levanta
la imagen de un sujeto peregrino entre los márgenes del amor y la muerte. La
letra del amor es la sintaxis del mundo, y el poema es la prueba de esa
transformación. Después, el poema se entrecruza de afirmaciones y negaciones,
entre nudos de tensión y ambigüedad; el lenguaje ha pasado de las sumas a las
restas, de la acumulación de la imagen a la decantación de las preguntas. Y el
sujeto se extravía, esperando del lenguaje su verdadero nombre:
Yo soy lo que no soy: Un paso de fervor. Un paso.
Me separan de ti. Nos separan.
Yo me he traicionado, inocencia verbal.
Me busco inútilmente.
¿Quién soy yo?
Animal de costumbre (1959) será el primer libro mayor de
Sánchez Peláez. Escrito en su mayor parte en París, está animado por la regla
de oro de la escritura automática: la autoridad de un don gratuito, el cual, a
su suerte, adquiere la verdad de un acto pleno de poesía independiente. Ya la
primera secuencia (prosa y poesía a la vez) ofrece el dilema del acto poético
como una proposición inquietante entre lo cotidiano y lo excepcional:
Mi animal de costumbre me observa y me vigila.
Mueve su larga cola. Viene hasta mí
A una hora imprecisa.
La precisión expositiva, el tiempo presente de
un documento onírico, la actividad verbal que gesta una conducta anómala, la
transposición de lo psíquico a la objetividad de un relato, la lucidez
desamparada pero también levemente irónica del hablante; y, en fin, la fina
simetría sonora que arma como un canto ritual el conjuro del poema son, en cada
caso, rasgos de un monólogo que, tal vez, podría remitirnos a Kafka, Artaud y
Michaux, incluso a la pintura de René Magritte o al cine de Luis Buñuel, pero
que, fundamentalmente, abre el escenario poético más propio de Sánchez Peláez,
desde el primer gesto: tanto el hablante como el otro, el poeta y el yo social,
son instancias de la voz desdoblada por dentro en el poema, allí donde (“Estoy
ilógicamente desamparado,” dice) la ceremonia del asombro diario de lo vivo se
cumple como una íntima discordia.
El poema intercambia en su juego los objetos y
espacios del sujeto con los del hablante poético; la madre preside esa
ceremonia del tránsito, rodeada por “un extenso círculo/ Con hermosos
caballos.” Leemos:
Yo quiero que Juan trasponga sus límites, y juegue como los otros niños–
dice mi madre; y con mi hermano salgo a la calle; voy a París en velocípedo y a
París en la cola de un papagayo, y no provocó ningún incendio, y me siento
lleno de vida.
Libre alguna vez de mi tristeza.
Libre de este sordo caracol.
El juego es otro: canjear el paisaje local
(“sordo caracol”) por la ciudad del juego, a donde el hablante llega
doblemente: como poeta, en humorístico pedaleo; y como Juan, en su pájaro del
terruño. Ese humor salvará al poeta de las obligaciones domésticas, y en el
poema a su aya ironiza: “Mejor sería hablar de esta región tan pintoresca,” que
es mucho canjear tratándose de París. Desde el juego de permutaciones que se
gesta en el poema, el humor cede el turno al hijo del país perdido, que añora:
“En este hotel donde ahora vivo/ No hay siquiera un loro menudito.” El mundo se
desata entre estas referencias dobles, entre los padres ausentes y la familia
perdida, entre el lugar de la pertenencia y el del extrañamiento. En el poema
circulan estos signos sin rendirse a una sintaxis prevista, flotando en su
acarreo emotivo y su juego verbal. Al final, este libro resuelve los dilemas de
su propio registro: descubre en el poema otro espacio de afincamiento,
equivalente a las “distantes islas.” En su convocación ritual y casual, en su
asociación pasional y lúdica, el poema es “El ancla que pesa al fondo del mar.”
O sea, una forma de la pertenencia (ausencia y presencia del paisaje original)
resuelta en palabras (reverberaciones y nostalgias de las equivalencias felices).
Después de esos poemas grabados sobre la rápida
orilla del tránsito, la poesía de Juan Sánchez Peláez creció con su distintiva
voz absorta; una suerte de susurro del habla (“susurro oscuro”) que se mueve
entre el lenguaje buscando su lugar, momentáneo e inquieto, desde donde
levantar los testimonios de su certidumbre emotiva. Una voz entrecortada por su
nostalgia recurrente, y encendida por su obediencia al tránsito casual de lo
milagroso y fugaz. Poemas, además, de la mirada, cuyo paisaje de detalles aleatorios
y momentos de vehemencia se deben a la composición de un campo visual hondo y
tembloroso. Ese espacio poético está entrevisto no por la lucidez abarcadora
que todo lo explica, tampoco por la desnudez descarnada (despupilada, de
acuerdo a César Vallejo); sino que está interiorizado, demorado en la pátina
del alba (adamantina, como en José María Eguren y José Ramos Sucre), como el
paisaje suspendido en las palabras momentáneas. La mirada y la voz son el
ámbito íntimo del poema, donde a su turno se anuncia el llamado del canto:
Nadie me ve estos ojos, los desesperados ojos como cosas escritas en
sueño. Nadie me ve sentado en una silla de oro tocando el universo simplemente
con la marea que roza labio a labio mientras afino mi flauta con la ley de los pájaros.
(Rasgos comunes)
Por lo demás, la última parte de la poesía de
Sánchez Peláez, luego de las estaciones de fecundidad figurativa, de juego y
humor permutantes, de hondo desamparo y solitaria ruta, y de diálogo erótico y
sabio regusto, se adelgaza, como una lámina traslúcida de registro visionario:
el poema es un enigma librado al instante de la lectura. Quizá como en la
lógica de empatía que propicia la noción del “campo magnético,” la práctica del
“azar objetivo” y la combinatoria de “los vasos comunicantes,” estos poemas de
Juan Sánchez Peláez, más que resignarse a esas metódicas aproximaciones, se
gestan como la perfección instantánea de un abandono: tienen la sabia inocencia
de lo que Lezama Lima llamaba “el súbito de la imagen”, el poder del suscitamiento.
El poema, en efecto, es un fragmento de habla hallado por el mismo lenguaje
fuera de sus circuitos previstos: asombro de un puñado verbal, poesía
inconclusa y no conclusiva; operación gratuita e incierta, adivinación
tentativa y tentadora. Por ello, poesía que sólo puede realizarse en la
lectura, desencadenarse como un precipitado químico en la prueba de leer e
interpretar, cifrar y descifrar. En la lectura, estos poemas adquieren su
plenitud fugaz. Y, así, a su suerte, cada vez que los releemos son otro poema:
no están hechos para el archivo ni el museo, están dichos para cada lector y
lectura. Descifrado, el poema se disuelve; cifrado, es ya otro. De esta
condición son los asedios de la imagen imantada de Pierre Reverdy, del objeto
nítido de Francis Ponge, de la intensidad nominal de Michaux. Por el lado
opuesto de la lógica discursiva, estas prácticas de sintaxis aleatoria llegan
al poema de Sánchez Peláez como una rendición de cuentas salvadas, provisiones
de nomadismo, y tributos de peaje. Su economía simbólica está hecha de grandes
trámites y fugaces acopios:
De nadie es mi luz: se encorva en mis bolsillos como una sombra más, la
nada en común del girasol.
(Rasgos comunes)
Sánchez Peláez formó parte del International
Writing Program de la Universidad de Iowa, en Estados Unidos entre 1969, cuando
lo conocí, y 1970. Allí coincidió con Carlos Germán Belli, Néstor Sánchez,
Luisa Valenzuela, Nicolas Suescún, Fernando Arbeláez y Fernando del Paso. Ese
año conoció a Malena Coelho, argentina, con quien regresó a Caracas, donde se
casaron en 1977. El año anterior obtuvo el único premio que recibió, el Premio
Nacional de Literatura en poesía. Y fue agregado cultural de su país en España,
entre 1976 y 1977. La Universidad de los Andes, en Mérida, lo distinguió con un
doctorado honorario en Letras , junto a Rafael Cadenas y Ramón Palomares, en
2001; y la Casa de la Poesía, dirigida por Santos López, le dedicó un homenaje
de reconocimiento ese mismo año.5 No son datos de una carrera literaria sino, apenas, el discreto
tránsito de un verdadero poeta en su paisaje del primer día, entre la “tierra
de gracia” que observó Colón como una “pequeña Venecia” de la Zona tórrida, y
las arenas de oro que otro poeta, Walter Raleigh, creyó haber visto a costa de
su vida. Paisaje de la vigilia o del insomnio donde Juan Sánchez Peláez ha
entrevisto “el oro próximo del sueño.” La poesía es ese nuevo día que nos haría
más reales en el lenguaje recuperado:
y la mañana perdida
te busca
y algún lenguaje
para despertarte
o hacer real tu verdadero nombre.
NOTAS
1. Luis Alberto Crespo, “El
código cifrado de un espía del misterio,” en Papel Literario, El Nacional,
Caracas, 24 de nov. 2001.
2. Mark Strand, Poemas.
Traducción de Juan Sánchez Peláez. Caracas:
Pequeña Venecia, Num. 53, 1966.
3. Aldo Pellegrini, Antología
de la poesía latinoamericana viva. Barcelona: Seix Barral, 1966. Los poetas
venezolanos incluidos son, además de Sánchez Peláez, Rafael Cadenas, Francisco
Pérez Perdomo, Ramón Palomares y Juan Calzadilla.
4. Estos y otros ensayos
aparecen recopilados en Jorge Ramos, ed. Juan Sánchez Peláez ante la crítica. Caracas: Monte Avila, 1994.
5. Los libros del autor son
los siguientes: Elena y los elementos (1951; reeditado con
revisiones por Monte Avila, Caracas, en 2001), Animal de costumbre (1959),Filiación
oscura (1966), Un día sea (1969), Rasgos
comunes (1975), Por cuál causa o nostalgia (1981),Aire
sobre el aire (1989), libros reunidos en Poesía(Caracas:
Monte Avila, Prólogo de Leonardo Padrón, 1993.), Una breve antología de su obra
es Juan Sánchez Peláez. México: Coordinación de Difusión Cultural, UNAM, Serie
Poesía Moderna, Num. 190, Selección y nota introductoria de Julio Ortega,
Postfacio de Gonzalo Ramírez Quintero, 1995. Su poesía está reunida en Obra
poética, Barcelona, Editorial Lumen, 2004.
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Organização a cargo de Floriano Martins © 2016 ARC
Edições
Artista convidado: Ramón Chirinos (Venezuela, 1950)
Agradecimentos: Miguel Márquez
Imagens © Acervo Resto do Mundo
Esta edição integra o projeto de séries
especiais da Agulha Revista de Cultura, assim estruturado:
1 PRIMEIRA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
2 VIAGENS DO SURREALISMO, I
3 O RIO DA MEMÓRIA, I
4 VANGUARDAS NO SÉCULO XX
5 VOZES POÉTICAS
6 PROJETO EDITORIAL BANDA HISPÂNICA
7 VIAGENS DO SURREALISMO, II
8 O RIO DA MEMÓRIA, II
9 SEGUNDA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
10 AGULHA HISPÂNICA (2010-2011)
A Agulha Revista de Cultura teve
em sua primeira fase a coordenação editorial de Floriano Martins e Claudio
Willer, tendo sido hospedada no portal Jornal de Poesia. No biênio 2010-2011
restringiu seu ambiente ao mundo de língua espanhola, sob o título de Agulha
Hispânica, sob a coordenação editorial apenas de Floriano Martins. Desde 2012
retoma seu projeto original, desta vez sob a coordenação editorial de Floriano
Martins e Márcio Simões.
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