terça-feira, 6 de março de 2018

JUAN CARLOS SANTAELLA | Caupolican Ovalles y la rebelión silenciosa



Resulta casi imposible intentar comprender la intensa vida y la formidable obra de Caupolicán Ovalles, al margen de lo que significó la vida cultural y política de la Venezuela de los años sesenta del siglo veinte. Toda su producción literaria, así como la mayoría de los eventos en los cuales estuvo intensamente involucrado en ese particular  y controversial periodo, sólo se explica a partir de las singulares circunstacias sociales, las asombrosas revelaciones anímicas, las atrevidas e impulsivas convulsiones del espíritu y, desde luego, aquellas provocadoras rebeliones estéticas nacidas, en su justo derecho, al calor de un ciclo histórico profundamente contracultural. Quiero decir, por supuesto, que Caupolicán Ovalles integró un amplio grupo de creadores cuyas obras respiraban a través de los poros vanguardistas de entonces. ¿De qué vanguardia cultural se trataba? Sobre este particular existe una abundante bibliografía que ha explorado, incluso de manera excesiva y a veces errada, el impacto cultural de la misma. No pretendo abordarlas en estas líneas pero, no obstante, es oportuno señalar que la obra poética de Caupolican Ovalles, así como su participación muy activa en proyectos relacionados con revistas, grupos y demás intervenciones frontales dentro del marco variopinto de la vida cultural de aquella década prodigiosa, se inserta, obviamente, en un espacio singular caracterizado por osados gestos, lenguajes experimentales, herramientas estéticas desconocidas, argumentos descarados, formas concretas e innumerables desparpajos propios de las vanguardias literarias latinoamericanas.
Esta década prodigiosa y a la vez terrible jamás volvió a repetirse. Así como las célebres vanguardias artísticas europeas de los años veinte, que abrieron el camino de la creación hacia derroteros inéditos transformando las viejas estructuras formales e inventando nuevos códigos estéticos, del mismo modo las vanguardias latinoamericanas hicieron lo propio, cuarenta años después, en un contexto distinto pero con la misma intensión subversiva. A pesar de todo, el propósito de las vanguardias artísticas siempre fue destruir lo convencionalmente aceptado, para proponer, en consecuencia, una visión distinta en los modos de mirar, comprender  y hacer las cosas. Una visión, desde luego, inquisitiva, asesina, soberbiamente arriesgada cuyos efectos causaron un gigantesco malestar en las buenas conciencias. La poesía, al menos, jugó, en esa mordaz vanguardia, un papel absolutamente devastador y leyendo la obra poética de Caupolicán Ovalles, constatamos esta persuasiva intención, esta demoledora capacidad para aniquilar los lenguajes y los vocablos ceñidos a una cultura aburguesada y represiva. Quizá por ello se explica el hecho extraordinario de haber formado parte de un equipo de lúcidos impertinentes que decidieron, en momentos complejos y retando al orden constitucional establecido, emprender proyectos tales como
la revista Sardio y, posteriormente, el inigualable Techo de la ballena. Entre 1961 y 1965, los miembros del Techo de la ballena se dedicaron, alevosamente, a “deconstruir” el discurso oficial de la cultura nacional. En compañía de escritores y artistas plásticos tales como Adriano González León, Carlos Contramaestre, Daniel González, Edmundo Aray, Salvador Garmendia, Efraín Hurtado, Rodolfo Izaguirre y Dámaso Ogaz, entre otros, sacudieron las aburridas y académicas estructuras sobre las cuales se habían edificado los iconos clásicos de las letras y las artes venezolanas. En tal sentido, todos ellos y en particular Caupolicán Ovalles, fueron unos denodados “iconoclastas”, creadores empeñados en generar una visión distinta de la realidad y a contracorriente de los factores estéticos y éticos que por entonces caracterizaban al país. Me gustaría apuntar que después de semejantes experiencias, no ocurrió nada igual. Las décadas siguientes retomaron el letargo y los convencionalismos previos a la insurgencia ballenera. El riesgo se institucionalizó, la capacidad para apostar en travesías incómodas halló su lugar en los cómodos espacios de las instituciones culturales creadas por el Estado, la insolencia fue desmantelada y, por supuesto, comprada. Ni siquiera en la década del ochenta, un grupo literario como Tráfico, del cual me siento responsable de su génesis, pudo alcanzar el poder de subversión literaria que tuvo en su momento El techo de la ballena. No podía ser de otro modo. La lucha armada en los sesenta, independientemente de su validez o torpeza, le agregó suficiente dinamita a una distinta expresión cultural como para que la misma consiguiera todo el poder simbólico que necesitaba. De no ser así sería inexplicable el poema de Caupolicán Ovalles ¿Duerme usted señor presidente?, cuya publicación le costó el exilio al poeta y enconchó a buena parte de la pandilla alebrestadora. Pero es que los escándalos armados por el Techo de la ballena y los tres manifiestos que publicaron consecutivamente en la revista “Rayado sobre el techo”, hicieron al grupo “no grato” para los burócratas acciondemocratistas y el resto de los esnobistas que trasegaban plácidamente en los patios y conventos de la República. Habría que agregar, en esta aventura desarrollada en alta mar, las exposiciones “Para restituir el magma” y la más famosa de todas, “Homenaje a la necrofilia”, la cual fue clausurada por el Ministerio de Sanidad siguiendo órdenes del ministro del interior. El canto del cisne de esta larga aventura literaria y artística se materializó en la llamada República del este, un episodio hedonista e intrascendente ocurrido, noche tras noche, en varias tascas cercanas a Sabana Grande. El país ya había cambiado, la heterodoxia se hizo cargo de los discursos y de los poemarios, la literatura se institucionalizó en su enseñanza, la república de las letras emerge triunfante más allá del alcohol, la marihuana y la bohemia. El barco ebrio se ancló en las costas de la mesura, el posestructuralismo y la deconstrucción. Los sentidos, por último, volvieron a arreglarse y más allá de la distancia, comenzando el siglo XXI, nacería una nueva temporada en el infierno.







Tuve la fortuna de conocer y tratar a Caupolicán Ovalles en 1981 cuando era estudiante de la escuela de letras en la Universidad Central de Venezuela. A partir de esa fecha mantuvimos una relación muy cordial, pues lo admiraba como esa figura emblemática y exquisitamente transgresora de las letras nacionales. Particularmente porque habíamos descubierto en Ovalles, no sólo al poeta irreverente que se atrevió a decirle vieja zorra a Bentancour (ningún otro poeta venezolano ha cometido semejante osadía) y también a causa de ese otro gran legado del poeta que es La gran papelería del mundo y que en mucho ha contribuído a conservar importantes documentos históricos de diverso tenor. Si mal no recuerdo, el nombre se lo puso alguna vez Pablo Neruda cuando estuvo en Venezuela en 1968. Tiempo después, en el marco de una investigación sobre los manifiestos literarios venezolanos, tuvo la gentileza de proporcionarme los tres manifiestos en cuestión para su recopilación en un volumen editado en 1992 bajo el sello editorial de Monte Ávila. Por entonces, Caupolicán presidía la asociación venezolana de escritores cuya sede en algún infausto momento se incendió misteriosamente. El tiempo de los manifiestos literarios o de cualquier cosa que implique una toma de posición estética o política, ya ha pasado. Como género –si podemos catalogarlos de este modo- quedó totalmente en el olvido y en la nostalgia, pero sus efectos programáticos son inconfundibles. La generación a la que perteneció Caupolicán Ovalles aún contaba con esa arma poderosa y siniestra desde la cual se expresaron tendencias, grupos y movimientos. Toda la contracultura auténtica de los años sesenta, ésa que movió los cimientos políticos y estéticos procurando inéditos lenguajes e  introduciendo concepciones del mundo arriesgadas, nace en el fragor de una batalla apostillada en la creatividad suprema, en el acto de dinamitar la sensatez y el sentido común. En el tercer manifiesto de El techo de la ballena se lee: “Necesidad de la acción, de una poesía y una pintura de acción. Poblar, despoblar, declararse en huelga, santificar los niples, tirar las cosas a la calle. Una aventura en la cual el propio riesgo de la consumición del artista es en sí valedero como quehacer estético y humano. Actividad y pasión al rojo vivo, porque el trabajo paciente y el llamado buen juicio sólo han servido para conducir a la academia, a los decanatos, a la administración o al disfrute del buen padre de familia”. No se sabe con exactitud quién de los miembros del grupo redactó este manifiesto. Se ha especulado que el mismo lo redactó Adriano González León. En todo caso se trataba de un punto de vista colectivo que revelaba, en efecto, el sentimiento transgresor de una época inclinada en el abismo y detenida, un tanto como hoy, en la imbecilidad, el servilismo y en “la fuerza intocable de los dogmas”. Pienso que estas aseveraciones no han perdido vigencia. Quizá ha cambiado el contexto, los protagonistas y la retórica, pero en el fondo las aguas están teñidas del mismo color de entonces. Caupolicán Ovalles fallece en febrero de 2001, un mes cruel según otro poeta legendario. Los poetas que le han sobrevivido nunca se les ha ocurrido preguntarle a ningún presidente de la República si duerme o no. Tampoco han santificado los niples y aún menos  descargado su ira a través de la ironía corrosiva de algunos versos escritos a riesgo de ir preso. Nuestra poesía se hizo, en medio de las tinieblas, austeramente metafísica. Para la historia de la poesía venezolana permanece entera la presencia de Caupolicán Ovalles y su gran papelería del mundo. Permanecen intactos sus poemas, su lírica pasmosa, sus metáforas hirvientes. Intacta también ha quedado su iracundia lúcida y amorosa, esos versos que corrieron detrás de muchas mujeres hermosas y suicidas.


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Agradecimentos especiais a Manuel Ovalles, filho do poeta, que generosamente nos encaminhou todos os textos. Página ilustrada com obras de Nicolau Saião (Portugal), artista convidado desta edição.

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Agulha Revista de Cultura
Número 108 | Março de 2018
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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• ÍNDICE DESTA EDIÇÃO

ADRIANO GONZÁLEZ LEÓN |Investigación a las basuras. Prólogo de ¿Duerme usted, señor presidente?

DAVID TORTOSA | La posibilidad fulminante de escribir de Caupolicán Ovalles

ESTHER COVIELLA Y NELSON DÁVILA | Entrevista a Caupolicán Ovalles

FRANCISCO ARDILES | Caupolicán y la gente del Techo de la Ballena

GABRIEL JIMÉNEZ EMÁN | Vanguardia y exaltación vital en Caupolicán Ovalles

J. J. ARMAS MARCELO |¡Qué grande eres, Caupolicán!

JUAN CARLOS SANTAELLA | Caupolican Ovalles y la rebelión silenciosa

LUIS LAYA | Rayar los muebles en (des) uso de razón

MANUEL OVALLES | Mi padre, Caupolicán Ovalles

MIYO VESTRINI | El acertijo de las dos máscaras





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