quinta-feira, 5 de abril de 2018

ESDRAS PARRA | Miguel Márquez: “el poema me evade como un preso”



Miguel Márquez es un hombre encantador y un admirable poeta. Es raro encontrar en una persona estos dones juntos, una simpatía arrebatadora y un talento excepcional para la poesía. Pero Miguel nació así y es lo mejor que podría ocurrirle, aunque no dejo de pensar en el peligro que representa, para nosotros los lectores, esta extraña y feliz combinación de atributos maravillosos, cada uno en sí un reto y una hazaña. Pero Miguel es, además, como si esta otra cualidad fuese una conquista del espíritu, un hombre de acción: siempre se le ve comprometido en empresas relacionadas con los libros y la literatura, sus dos grandes pasiones. Y en los breves lapsos que le permiten sus intensas actividades empresariales, pone en ejercicio sus aptitudes, escribe poesía, es decir, se deja habitar por ella o la convoca con el don de su poder personal.
Entonces nos ofrece el fruto de ese gesto que él llama sus "inútiles desvelos", poemas llenos de gracia, de inteligencia, de sensibilidad, de sabiduría, de belleza en los que vislumbramos la luz esclarecedora de su ingenio. Como los de este libro delgado, breve, cuyo título, A salvo en la penumbra (1998), es ya un atisbo de su clarividencia, de su necesidad de buscar refugio como si previera bajo su desamparo de poeta algunas oscuras desgracias, en la "penumbra" protectora de la poesía. Libro recién salido de las imprentas de Mucuglifo, en la luminosa ciudad de Mérida, donde Miguel vivió algunos años y donde, creo, escribió estos poemas. Se perciben allí reflejos del paisaje andino que le sirvió de inspiración: "La flora abierta de los frailejones junto a tu pie dormido", "La vajilla de peltre recibiendo/como si de ofrenda se tratase/al aguamiel, al café/y otras sustanciosas infusiones", que establecen un camino cierto hacia la nostalgia. Ya veremos que son muchas las fuentes de las que se nutren los poemas de Miguel, entre ellas, los afectos, sus amigos, la memoria, la añoranza, la realidad ordinaria y cotidiana, esas inquietas visiones que pueblan su mundo interior. A salvo en la penumbra está integrado por 18 poemas de muy diversa extensión y muy hábil factura, unidos por una libertad de lenguaje y la búsqueda de un orden verbal que sea a la vez su propio sistema imaginativo, o un intento por integrar en ellos su propia respiración, su toque personal.






Sería sumamente interesante tratar de analizar estos textos en los que el tema pareciera escaparse a través de la rica y siempre controlada textura de sus imágenes, como si no se dirigieran a otra instancia que a la poesía misma; pero no es mi intención en esta breve nota destinada más que todo a tratar de explicarme a mí misma el origen de esa fascinación que su lectura me ha provocado. En todo caso, cualquier aproximación a estos poemas, por muy a la ligera que se haga, tropezaría de frente con la cualidad casi impalpable de sus imágenes, tan sencillas, fértiles como inquietantes, y por la aparente llaneza de su sintaxis, un poco enigmática e inasible, en donde se oculta algo mágico. Poemas en los cuales la originaria desnudez de sus frases, su modo de decir directo, casi propio del diálogo, es como una invitación a comunicarnos con la materia de un mundo no explorado. Hago estas afirmaciones tomando en cuenta la capacidad de encantamiento que el autor imprime a su trabajo.
Dándole la espalda a otras voces que no sean la suya, y abandonando por inoperante cualquier estilo alterno coloquial o político, Miguel va diseñando, poema tras poema, su propio modo de expresión poética, que constituye a la vez cierta transgresión y un adentrarse, a través del lenguaje, en las obsesiones y perplejidades de un hombre de nuestra época. Una tarea en la que están comprometidas la inteligencia y la sensibilidad que el poeta lleva a cabo en este libro con suficiente honestidad y convicción. Leo una y otra vez los poemas y encuentro en ellos a cada paso el color y el brillo de una voluntad que solo quiere expresar la claridad del mundo que lo rodea, "estaba claro en la claridad...", dice Miguel, "la luminosa transparencia de las bienvenidas", o que aspira a ese derecho puramente fenomenológico "donde el tiempo se incuba para dar paso a la radiante, jovencísima piel de la aurora". No es la apariencia de una desnudez, de una naturalidad en el desenvolvimiento verbal, sino el magnetismo de estas cualidades cargadas de contenidos interiores, lo más lejos posible de toda retórica. Atrapa y recoge sentimientos con el mayor desenfado y los entrega al lector con absoluta generosidad, como si solo le importara cumplir con la misión de toda poesía, hacer visible lo invisible y darlo envuelto en luz.
Los poemas de A salvo en la penumbra podrían leerse bajo este enfoque que es también el de su juego del lenguaje, el ritmo de su respiración y el esplendor de su revelación más íntima. Un ejercicio del reconocimiento de su logro y de la búsqueda de su origen. Dice Miguel: "El poema me evade como un preso. Escondido en algún pabellón del alma, su gemido me despierta". O, como señala más adelante: "Surgen los poemas en voz baja, cuando nadie los piensa y nadie tampoco los merece". Pero más que leerse, releerse, dejarse arrastrar por su hechizo, reiterar su claridad, descifrar su enigma, o intentarlo al menos (???). Pues a cada nueva lectura una puerta se abre, vemos una ventana inédita, un sendero que antes parecía oculto en la "penumbra" nos acoge. Entonces los poemas despliegan sus innumerables facetas como un prisma, mejor, como un trozo de cristal de roca en continuo movimiento de rotación. La imagen de ese fulgor está allí como una ganancia o una conquista, como la visión de la transparencia, de la claridad que siempre buscábamos en medio de la "penumbra". Algo que el poeta confía al poder de su lenguaje y a la simplicidad de su hallazgo. El poema suscita su recreación, su necesidad de nombrarse a sí mismo, de ser esencial, porque es solitario y "el canto atraviesa soledades inhóspitas". Se recrea y se reconstruye a cada instante sobre frescos niveles, en una operación dinámica, condicionada interiormente por su luminosidad que es la pureza por otro camino.
Me gusta hablar de Miguel, es un placer que comparto con sus amigos más íntimos, y me gusta hablar de este libro suyo porque advierto en él una afinidad, y porque explora y rescata una realidad que pareciera ser y quizá no es tan desconocida y secreta, que tal vez, a fin de cuentas, forma parte de la dinámica interior de toda poesía que se precie de serlo. No es difícil, por tanto, dejarse atrapar por su vórtice, por su torbellino, que desde el comienzo se manifiesta bajo el ropaje de una rara elocuencia, y por su sencillez que desarma cualquier intento de severidad, de seriedad o rigor. Y dejarse atrapar sería algo así como vivir su intensidad, gozar de su fluidez y contemplarla con la naturalidad que se contempla la corriente suelta y vertiginosa de un río, que no solo es visual sino también sonora.
Aunque el poema siempre es un continuum de sencillas metáforas, aquí esta secuencia se hace obligatoria, es quizá la fuerza que lo sostiene para crear esa transparencia de la movilidad que hace que el lenguaje se convierta en atmósfera, en ámbito, en esplendor, en una proyección de la conciencia lúcida del poeta. Y no resulta gratuito utilizar la imagen del agua en relación con los poemas de Miguel, porque ella se construye a sí misma como un elemento poético dentro del flujo verbal –agua y lenguaje fluyen– y aparece aquí y allá como la claridad casi deslumbradora que los habita o los anima en su doble aspecto, interior y exterior, porque ambas situaciones establecen el juego a través del cual se ilumina el poema: "y este barco siga solo, como desapercibido, /por el monólogo infinito del océano".


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Página ilustrada com obras de Benito Mieses (Venezuela, 1958), artista convidado desta edição.
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Agulha Revista de Cultura
Número 110 | Abril de 2018
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