El mar es el cuerpo en su andar. Recorre cada
fibra de su historia, la de él y la de todos. Su poesía es la narración del mar.
En él no es una imagen sino el resumen biográfico de la noción del cuerpo, es razón
sangrienta, intuición racional, psiquismo corporal, racionalidad estética, argumentos
ideográficos; es un clima que anuncia, tiene vocación… el mar es un suelo antropófago
donde reside como resistiendo, dice Miguel: “Con imágenes que nacen y mueren en
la lengua,/ en el conflicto”. El mar es una línea transversal en su poética, porque
es parte de su razón sensible, de su alquimia interior, la ofrece… hasta que el
loco, finalmente/ Se lanzó desde muy alto. El mar tiene vocación de muerte en su
retorno; su vocablo, suena… tiene música, configura a la ciudad, esa, la que habitamos
desde la infancia. La de él, la de todos… nos nutre en ese océano que tiene orilla.
El mar es una radiografía perfecta del movimiento
interno de nuestras casas. De los hombres que nos habitan. Él está narrando el mar
desde siempre, desde que tiene Cosas por decir
(su primer libro, Premio Fernando Paz Castillo, 1981). El mar es un fractal poroso,
polifónico que se cuece entre las ramas de las metáforas para dar cuenta del oficio
de vivir. Desde distintas ópticas lo narra; desde lugares diversos lo expresa; es
el mismo, no es otro, pero en cada fotografía se observa otro ángulo, otra historia
de las olas; el mar es una colección de mares, una exposición fotográfica de las
situaciones y acontecimientos del cuerpo. Es el vértigo de la sangre que retumba
como terremotos en cada palabra que enmascara la memoria, el sufrimiento, el deseo
y el olvido. Es el movimiento mismo del acontecer. Las cosas por decir, aluden al
mar, porque la transgresión de sus metáforas va dejando arena, un poco de sal… El
mar como la existencia:
Mar Caribe
El Caribe es peligroso
como los escorpiones,
como el arcoíris
gramatical del desamparo.
Los blancos están
despiertos esta noche.
Una casa de tablas
vacía junto al mar.
Escupo en los espejos
azules de los alacranes
y pienso en las burlas,
en el rosario esparcidos
de las moscas.
Esta mañana el mar
despertó envenenado
y prolijo sobre las
inscripciones del abandono,
en la sal feroz de
la rumia, la que inunda
la voluntad con hongos,
pulpos, preguntas.
El mar es un esclavo
quejumbroso.
Pregunto por las
canciones, por la acabada
sombra de los plátanos
bajo el techo del mundo,
por la vieja alegría
enamorada que hoy rueda
quemada por el sol
salvaje.
Soy negro y odio
las plantaciones.
Amo la limpia caída
del asombro
pero las quemaduras
avergüenzan.
Un rincón para dormir,
ventilador de aspas,
una radio. Tal vez
bastaría el cuarto
para dar por terminada
la vigilia,
el sobresalto de
las voces, allá afuera.
Razones y chillidos
y vísceras oceánicas
que desvarían, plenas
de grasa y hediondez,
en las naves que
naufragan.
La noche odia Las
Antillas. Pronto
es pedir demasiado.
Pero cuándo
los barcos dejarán
de andar con los ojos
pegados en las paredes,
en el techo,
en las escamas que
hablan lento y en voz baja.
La maldad tiene los
ojos grandes, y las uñas
de los pies son largas
como agujas.
La mar está pálida
y sin gente.
Escucho los nombres
de los náufragos,
las navajas que le
dieron muerte implacable
al mediodía. La locura
anda con un paño en la cabeza
y se ríe como una
autista por las calles
empolvadas de luciérnagas.
El agua finge, simula
cautelosamente ser algo
adherido a los cristales.
El agua que opaca, ofusca
y perpetúa el fuego.
Las lenguas donde hierven
las almejas y revientan
caras ilusiones invertebradas.
Rezo en un hospital
de la costa:
caliente, sudoroso,
mezquino.
Rezo y pregunto por
los huecos en el sueño.
Por qué todo es tan
oscuro bajo las estrellas.
Las palabras son
terribles.
Pierden sentido,
luz, y el precipicio de la abundancia.
Está desconchado
el pueblo,
los perros no volverán
ni el alma que sonaba
en la dulzura del
aire.
El mar está enfermo
de escoriaciones. Jamaica
es alérgica como
Martinica, y en sus ojos
las serpientes se
enroscan como los castigos.
Es un lugar extraño
este mar, donde pocos
hablan de la fiebre
de la fatiga,
de las cuevas podridas
de las flores.
Este mar pertenece
al disimulo,
al paludismo y al
ron blanco.
Lleno mi vaso y bebo
en inglés
el dulce ron de los
abismos.
Canto detrás de la
piel fresca
de los cangrejos,
intento
escaramuzas consoladoras:
privilegios de pobre.
El mar amaneció indiferente
y sin respeto por
la risa;
el mar de sangre
en el tintero,
más blanco que el
asco.
Una oleada me marea
junto al sueño.
Una ancha irritación
en los ojos.
Una vigilia hostil,
desconcertante.
Ya no puedo dormir.
Las manos heladas
no son buena señal.
Me apoyo en la pared
y pienso.
Pienso en no comer
y en las islas.
Antes me bastaba
el agua fresca
para despertar.
Pero ahora pienso
y me rindo.
Y no quiero saber
más de estas
aguas coloradas,
negras,
donde nadie espera
por mí.
“Me gustaría contar una historia verídica.
Detenerme en las preguntas que siempre me han recordado. Las espadas en la boca.
Esa bifurcación vivida como falta, confusión, vergüenza, desasosiego y confesar
la impotencia del asombrado, del que permanece bajo la tutela de una respuesta inconcebible.
En definitiva, algo se impuso inesperado como huele grueso en los bronquios, algo
lento que nos hunde con parsimonia y tapa los alvéolos, los ojos, la boca, para
dejarnos con el llanto y el pecho contaminado. Algo se avecina y no deja espacio
para la verdad ni la belleza. Esa verdad sumergida que debería renacer al aceptar
la ausencia, los retazos; esa belleza probablemente perdida al manifestarse una
totalidad inmunda, informe, que castra y absorbe, chupa y disminuye. Salir de la
oscuridad, del círculo, del ego considerado como bellas artes. Salir desnudo a observar
la luz cruda de los nervios y enfermarse de veras por el imperio de los fragmentos,
de los puntos suspensivos, del colchón agrietado por las uñas”. (Miguel Márquez,
La memoria y el anzuelo)
“Me gustaría contar una historia verídica…”
Estaba en la orilla, “En la arena, el espasmo/
violento de los peces”. Escuchó la voz del filósofo que afanosamente se quitaba
el muerto de su espalda, no era el titiritero quien seguía afanado con su función
en medio de las dos torres, cruzando una y otra vez, aquella cuerda tensada por
la seriedad del escenario. Tal vez era el anciano, la madre o quizás el pastor que
no quiso saber de ocasos. ¡Ay! Era un rostro humano, eso parecía. Habló con voz
de águila como serpiente:
El mar de pronto
nace a nuestro lado
con imprevisibles
barcos,
con ruegos que vienen
de fervorosas costas
y las nubes lo llevan.
Todo quedó en silencio porque él ya había
proclamado la disposición exacta de su voluntad, había dejado al muerto salado en
la orilla como una historia asfixiante que gotea lo que nadie recuerda, lo que todos
olvidan, lo minúsculo, lo pequeño… Lo había dejado en el lugar preciso, no bajo
el árbol porque él crea una sombra aún sin desear y las sombras se aman cuando son
fruto de una excitación profunda de la sangre (“Una cortina espesa, gruesa, sumergida/
está detrás y encima de lo que estoy diciendo…”). Tal vez por ello no se escuchan
la voz ni los presagios…
Una mujer que estaba allí, a mitad del canto
del sepulturero, se quitó la blusa y le dijo al Cristo negro, al poeta, al filósofo
con palabras de Miguel:
… Bajemos a la playa,
regala tus prendas
por la vía,
abandona tu blusa
bajo la noche clara,
lanza con fuerza
tus sandalias hasta Roma,
permite a tus pezones
enjabonarse
dichosos con las
olas…
Fue una interrupción sin importancia, pensó,
aunque aquella voz salía de los mismos caracoles que había recogido en el ocaso
de las aguas. Se había hecho mujer al pasar de los días, siguiendo el ritmo del
linaje. Pero él estaba más allá de toda posibilidad
de interrupción, todo lo integraba. Hizo el gesto de la paz y habló su estómago
con salud:
Ese muchacho yerto,
frío
que esta mañana
entrega el mar a
los bomberos,
no será más que un
titular, pensé,
una noticia al vuelo.
El periódico corrió como un avestruz entre
los limones y los perros, entre los becerros y los corderos. Todos ansiaban la palabra
del filósofo después que había enterrado el cuerpo (algunos susurraban que se trataba
de su cuerpo, pero esa noticia al parecer era inverosímil; otros decían que desde
un tiempo inmemorial era el poeta y había dejado su camisa sudada con la filosofía
de un tal Descartes, anudada a punto de caramelo).
¿Lo cierto? Que algunos preguntaban si acaso
era el mar el responsable o acaso la furia del cielo se había apoderado de sus rocas
o quizás los caminos se habían sobrevenido. Nadie pudo saberlo.
Como dijo el Friederich: “Enfermos y moribundos
fueron los que despreciaron el cuerpo y la tierra”. Cuando escuchó aquellas palabras oyó a sus entrañas
que se devolvían del encierro uterino, proclamando la noticia:
Claras están las
aguas,
sin hacerse sentir:
pasan las nubes.
Con “el agua jubilosa del paisaje” empezó
una danza. La danza era el perfecto movimiento de la arquitectura de su psique que
arropaba el misterio de un camino que emprendía en los sótanos de su infancia. Allí
estaba encerrado un loco, en el subsuelo, por decirlo así, como un topo inmenso
que corroe toda base, toda columna, la piedra angular. Él quería matarlo, como por
instinto. Nadie supo cómo ni por qué ni de qué se trataba la historia que acontecía.
Todo resbalaba, era húmedo, realizó el Conjuro
de medianoche, con una camisa a rayas, un pantalón desdoblado de infancia, el
bigote regordete que le retorcía las pestañas, tenía en sus manos un viejo diccionario;
se tomó dos sorbos de aquel licor que un día dejó de pronunciar su nombre. “En esa
distancia/ que va del rodeo,/ a la pronunciación/ de las sílabas”, dijo:
Algún día
No levantaré los
párpados
Con miedo, ni asustado
Me volveré a ti
Para espantar tú
sombra.
Serás pasado, olvido,
Sílabas de polvo
En el recuerdo.
El conjuro resultó, pero siempre a medias
por desgracia, dijo el muerto, el titiritero que Zarathustra había dejado en aquel
lecho, es que siempre el retorno es un nuevo encuentro de lo mismo pero distinto
como el mar. ¡Vaya vaina! Dijo entre dientes, sin sonrisa como queriendo quitarse
las telarañas de los ojos. Se volteó hacia él y dijo con voz de trueno:
el mar suena, no
los caracoles
es agua truncada
turbia bajo el trueno
es el tumor, el tufo
los bultos al garete
en un tumulto
de luto.
el mar suena sin
pájaros
sin gente
El titiritero sabía que no era sobre él de
quien hablaba, pero, ¿por qué lo precisa como “Un cuchillo al cordón/ de las arterias/
un momento antes/ de abrir la piel de los desagües”? Tal vez, pensó en discreto,
como Miguel:
La envidia cría culebras,
serpientes que se
envuelven con zábila,
multitud de ánimas
en el purgatorio.
Se vistió de vida para esconder la muerte.
Pero él, le aclaró el pensamiento en ese mismo instante: Ellos, los letrados, los
zombis, los encargados, esos abogados del pensar entre páginas borrosas. Así lo
dice el poeta: “Nada más envidian el argumento
exacto/ de la roca, como si un letargo largo/ las cubriera, ya por fin sordas”.
Todo quedó en silencio en el paisaje; pero “el silencio no adviene de improviso,/
su mano estaba allí,/ desde el comienzo”.
No hay argumento, precisó al tiempo, “la palabra
es un robo,/ como el fuego./ Esa palabra que ahora rasga el aire”
Es:
una suma de páginas
de corrección
y de olvido;
cuando mi mano ya
no exista,
cuando no pueda demorar
el naufragio
de una estrofa en
las mareas del ruido…
de esa mujer fragante
bañándose desnuda
en su inmanencia.
La mujer, aquella que había interrumpido,
la que se ahogaba, la que siempre estaba, la madre, María Cristina, aquella, María
Cristina, la otra, María Cristina, repetidas como en la danza del espejo, le dibujó
una cicatriz exacta como su muerte, justo en el pórtico de su sexo. Buscó entre
sus sueños algún norte que le hiciera volver, tal vez, para encontrar una salida.
El titiritero ya enterrado le dejó la voz de Zarathustra como una sombra en su destierro:
“Quien escribe sus sentencias con sangre, ese no quiere ser leído, sino más bien
aprendido de memoria”.
Quien escribe con sangre sabe bailar. Ese
es el mensaje. Quien baila se ve a sí mismo por debajo de sí y, más allá de las
montañas, es una cumbre que se deshace en cada oleaje, está sediento siempre de
estrellas danzarinas. Quien escribe con sangre huele la tierra y se embadurna de
excremento. Hace la guerra y la paz, pero no en atención a la trascendencia; más
bien porque sabe que es lo único propio de su ser en la inmanencia. No tiene pasado
o lo imagina a cada instante; más bien, se entrega a plenitud al movimiento de las
olas. Y
él era eso. Simplemente mar.
Página ilustrada com obras de
Benito
Mieses (Venezuela, 1958), artista convidado desta edição.
*****
Agulha Revista de Cultura
Número 110 | Abril de 2018
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO
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