Felizmente, el tiempo calma, atempera
los juicios, modula los tonos. A seis años de su Manifiesto, los integrantes del
grupo Tráfico (Armando Rojas Guardia, Yolanda Pantín, Miguel Márquez, Igor Barreto,
Rafael Castillo, Alberto Márquez) han preferido que sea su obra quien hable y muestre
lo definitivo. Ese es, en todo caso, el verdadero momento de cualquier poética.
Siempre habrá más verdad en un poema que en una cuartilla que lo postule. No se
han desmerecido, están —cada uno en su propio territorio, en su íntimo lugar— construyendo
una obra respetable, que ya comienza a ser sólida y en algunos casos notoriamente
importante. En este sentido, a seis años de aquel Manifiesto lleno de una rebeldía
cándida o quizás premeditada, recuerdo las líneas que Jorge Luis Borges escribiera
en uno de sus prólogos: “Trato de intervenir lo menos posible en la evolución de
la obra. No quiero que la tuerzan mis opiniones que, sin duda, son baladíes. El
concepto de arte comprometido es una ingenuidad, porque nadie sabe del todo lo que
ejecuta” (Obra poética. Alianza Tres).
Felizmente, cada uno de los poetas
del Tráfico ha ido estableciéndose en una idea similar. Para ellos, el compromiso
residía en asumir una forma de historicidad, vincularse con la realidad concretísima,
con el mismísimo país. Que la poesía encarnara y fuera la voz de la gran aldea.
Para eso desdeñaron radicalmente mucha de la poesía que los precedía y que incluso
los acompañaba, refutaron su herencia, sus propias lecturas y parecían no tolerar
otra forma de escritura más válida y eficiente que la propuesta. Claro, en su momento,
el tremendismo era absolutamente justificable, una excelente estrategia para hacer
sentir y remover ciertos soportes. Creemos en muchas de las características de esa
poesía. Hay una seducción especial en el fraseo conversacional; un tono de bolero
posible, un ritmo envolvente y hasta un sentido del espectáculo inmejorable para
transmitirla oralmente, para “decirla” ante un público. Además, una poesía que se
nutra del humor, la ironía y la ternura es siempre una poesía inteligente. Una poesía
que cuestiona y hurga. Pero su exceso no fue en lo que propusieron sino en lo que
negaron. Felizmente, en provecho de su obra personal, cada uno de ellos escogió
sus propios hábitos, eligiendo los elementos que mejor se ajustaran a lo inefable
de su voz personal. Han ido derrumbando los límites que ellos mismos crearon mientras
se ocupaban de abrir otras puertas. Parecen haberse dado cuenta que toda calle tiene
su noche y que no habrá más remedio, en virtud de la honestidad poética, que traducir
su experiencia personalísima con la realidad, su propia historia, su calle y no
la de los demás.
Recientemente apareció el segundo
libro de Miguel Márquez titulado Soneto al
aire libre. Es, en rigor, su primer libro luego de la experiencia grupal y posee
una distancia altamente significativa y saludable con Cosas por decir, aquel libro al que se le adjudicó el Premio Fernando
Paz Castillo en su primera edición. En este nuevo libro ha desterrado los tonos
bajos, aniquiló el exceso de levedad y decidió entrar con todo su cuerpo en el poema.
Ahora su presencia es más firme, su timbre preciso. Se siente que ha habido una
digestión de los procesos, una conciliación de dudas y certezas estilísticas. Suficientemente
asimilada su experiencia con Tráfico, Miguel Márquez traza una escritura inequívoca
en su decir, ejecuta el poema con nitidez, sin pliegues ni lugares brumosos. Su
escritura tiene aire, es una casa con las puertas abiertas, pulcra de sol, llena
de dibujos redondos. Se
le siente calmo, luego de un necesario ajuste de cuentas con sus herencias. Parece no solo reconocer, sino asumir ciertos vestigios, ciertas recurrencias eternas, pues a pesar de formar parte de los que postularon una poesía que intentara “recuperar los hábitos del habla” y “un argot de suburbio” es una poesía donde siguen concurriendo “cirios”, “sauces”, “frondosas cabelleras” y una que otra “copa de amor”, una poesía donde cohabitan las referencias cultas, los títulos en idioma extranjero (Nederlands, Die Leiden des Jungen Wertheres), la evocación de lugares tan lejanos como Holanda y las calles del Rhin o el paisaje de Delft con el napalm, la comida envuelta en hojas de plátanos y alguna frase de algún bolero inefablemente nuestro (“Sooombras nada más...”).
le siente calmo, luego de un necesario ajuste de cuentas con sus herencias. Parece no solo reconocer, sino asumir ciertos vestigios, ciertas recurrencias eternas, pues a pesar de formar parte de los que postularon una poesía que intentara “recuperar los hábitos del habla” y “un argot de suburbio” es una poesía donde siguen concurriendo “cirios”, “sauces”, “frondosas cabelleras” y una que otra “copa de amor”, una poesía donde cohabitan las referencias cultas, los títulos en idioma extranjero (Nederlands, Die Leiden des Jungen Wertheres), la evocación de lugares tan lejanos como Holanda y las calles del Rhin o el paisaje de Delft con el napalm, la comida envuelta en hojas de plátanos y alguna frase de algún bolero inefablemente nuestro (“Sooombras nada más...”).
A lo largo de este Soneto al aire libre hay páginas que transpiran
un cierto resentimiento, que asumen la queja contra esta nuestra forma de ser país,
un cartel que protesta con ironía, una palabra que se pregunta, resignadamente,
por un destino:
Un
cerebro fugado contempla el panorama nacional
Aquí
lo
que hace falta
es
el machete, dijo,
después
de estudiar
14
otoños
y
un invierno insoportable
en
Harvard
(Massachusetts)
Son textos dispersos, y como toda
reunión azarosa, alternan distintas formas de la pasión. No son pocos los poemas
donde Miguel Márquez indaga sobre la escritura. Allí insiste, se pregunta, cavila
y anuncia su lucha:
Resiste
con obstinación,
crúzate
de brazos, jódeme
pero
serás un poema.
Evita la palabra “musa” y la sustituye
por “una figura más de la neurosis” pero entiende que algo incomprensible ocurre
en la página, que hay una recompensa que no en tendemos, una caligrafía inesperada
que arrasa con nuestras primeras intenciones: “...una profusión de versos/ viene
de ninguna parte y corre/ hacia ningún lado, perdida / en la imprecisión de la sintáxis”.
Su reflexión sobre el poema se torna incisiva, lo traza como impotencia y deseo,
como engaño y ejercicio suicida. Con igual vehemencia elabora sus propios conjuros
contra el desamor, con textos que resuman ausencia y afecto, caídas y abrazos, tajos
de lo femenino: “...tu imagen / la dicha de perderme, de estrellarme/ una y otra
vez y una vez más/ contra las piedras”.
Todos terminamos por negamos. La
obra siempre nos desdice. Nos suma o nos calla. En Soneto al aire libre encontramos el resultado de un largo debate con
la palabra. Hay una voz netamente asumida, sin estridencias, queriendo decirse a
plenitud, retratando nostalgias, buscando respuestas y agregando sonrisas, lugares
íntimos, saludos al mundo. Son treinta y nueve poemas que acumulan una misma actitud
ante la poesía, con un tono sobrio y una armonía muy temperada. Su trabajo sigue
siendo en la levedad, pero con reciedumbre, allí donde nos decimos, sin más.
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Página ilustrada com obras de Benito Mieses (Venezuela, 1958), artista convidado desta edição.
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Agulha Revista de Cultura
Número 110 | Abril de 2018
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO
SIMÕES
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RIVERO SCARANI | MILENE MORAES
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