El caso de Moro es singular. Único
hispanoamericano en haber participado en las actividades del grupo surrealista en
París, si no en su “período heroico”, en el de sus máximas creaciones y de sus reiteradas
definiciones, antes y después de 1930. Singular, además, porque su acercarse al
Surrealismo, hacia 1928, significó que de inmediato Moro asumiera su vocación poética,
a la vez que decidía asumirla en francés, una decisión sobre la cual nunca volverá,
por más que en una oportunidad optara por verter excepcionalmente en español el
“fuego” de su “poesía”.
De hecho,
cuando, a mediados de 1925, Moro se embarca para Europa, su ambición no es la poesía,
sino la plástica, y en forma subsidiaria el ballet. Ha publicado tres poemas en
el trujillano Norte, algo estridentes, mas harto impersonales:
“Aliso mi
flava melena / Ante el espejo…”
“Sabático
placer de amarte en vino…” etc.
En cambio,
tiene realizada una obra importante como dibujante y pintor. Lo sabe, y por eso
quiere salir de Lima, para que lo reconozcan ya que entre los suyos se lo
sigue considerando como un chiquillo. A su hermano Carlos que desde el año anterior
vive en Madrid, advierte, en 1922:
“Cuando tú
te fuiste era yo un temperamento estético, sólo que ahora soy un artista hecho y
derecho, pese a los estúpidos pesimismos de quienes me creen un chico”.
Lo que acontece
es que su meta para él, no es Madrid sino París:
“¿No piensas
ir a París? Esa es mi idea, irme a París”. “Sé que en París no todo es comprensión,
en cambio sé que allí hay más gentes selectas reunidas que en todo el mundo” y,
con una audacia que no admite la duda: “En París por lo menos tengo la seguridad
de hacer una exposición que sea nueva en París”.
El día en
que finalmente se va, el único tesoro que lleva consigo, amén del entusiasmo de
su juventud, lo constituyen los “dibujos” y “pinturas” que seleccionó, que serán
la base de las dos exposiciones en las que efectivamente entrará: en el “Cabinet
Maldoror” de Bruselas, marzo de 1926, y en la “Société Paris – Amérique Latine”,
de la capital francesa, marzo de 1927. Una y otra alabadas por Francis de Miomandre
cuyo comentario subraya cómo el “joven artista” utiliza la temática de su tierra
para lograr, mediante “una concepción nueva, sobria y estética, nacida de su culto
por Picasso”, toda “una geometría florida”.
Una cosa
cabe desde el principio destacar: el ímpetu que, en todos los aspectos, Moro siempre
demostró. En los años anteriores a su viaje a París, dicho ímpetu se manifestó más
que todo en la elección que hizo de su nombre. Lo más común es que uno acepte el
nombre con que ha nacido. Habrá quien piense que lo que determinó a Moro para quitarse
el Quispez Asín fue que ya estaba Carlos que podía hacer sonar el apellido. Pero
no; se trataba de algo más profundo.
No bien empezó
a sentirse dueño de una vocación, aunque mucho dudó de su sentido, empezó también
a sentir la contrariedad que existía entre la misma y el nombre todo –nombre de
pila y apellido– que familiarmente asumía. Lo demuestra el mismo alborozo con el
cual en otra carta a Carlos –del 6 de setiembre de 1923– celebra el descubrimiento
de su nombre de verdad, que iba a borrar por completo el nombre falso que hasta
la fecha lo habían obligado a llevar. Después de confesar hasta qué punto “la cuestión
esa del nombre” lo venía “torturando”, hasta convertírsele en obsesión, le dice
al hermano:
“Cuando llegó
tu carta, hace cuatro o cinco días ya tenía –después de mucho pensar y no encontrar–
un nombre: CÉSAR MORO (…) No sé qué te parecerá (…). A mí me suena bien, es eufónico”.
No esconde,
entonces, que “no es de su invención” y que “esto lo friega”. Lo encontró en un
libro de Gómez de la Serna: nombre de un personaje que – “felizmente”– no es ni
“importante, ni interesante”, pues “lo más que le sucede es tener un caballo de
frisa que gana el derby en Londres” (sic). Sea como fuere, concluye:
“Por supuesto
cuando me escribas pondrás en el sobre: Sr. Don César Moro”.
Lo que significa
que, enseguida, impuso el tal nombre a sus familiares, con la intención de legalizarlo
lo antes posible.
No cabe duda
de que dicha elección patentiza, mucho más que sus primeros versos, el nacimiento
en Moro del poeta. Un acto fundador que, cuando llegue el caso, le permitirá elegir
ser poeta en francés, porque dispone del nombre –tan magnífico como “eufónico”
– que ha de legitimar su derecho.
En París,
las cosas, primero, no corrieron de acuerdo con lo que había imaginado. Al principio,
parece haber creído que “viviría” del producto de sus “dibujos” y “pinturas”. Intentó
enviar algo al salón de los Independientes. Esperó que Ventura García Calderón podría
recomendarlo para que le “coloquen dibujos en alguna revista norteamericana”.
Pronto empezó
a perder ilusiones, y seis meses después de haber llegado, admitía que había dejado
de dibujar “por falta de útiles”.
Al poco tiempo
–es decir entre las dos exposiciones de Bruselas y de París, a las cuales vimos
que concurrió principalmente con obras que trajo del Perú– se encuentra en una “situación
económica verdaderamente estúpida”: “Ha tenido encima tanta pena, tanto cuidado
y tanto hambre”. Una pleuresía lo obliga a dejar la Academia de Ballet a la que
empezará a concurrir. “Cuando vengas a París –le escribe a Carlos– te va a sorprender
encontrar, en lugar del boxeador que tú dejaste, una especie de nombre flaquito,
que me tiene desolado, porque amo la gordura”.
No me interesa
aquí desentrañar cómo, a partir de semejante situación, Moro pudo mantenerse en
París durante espacio de ocho años.
Sí vale la
pena advertir la nota de humour con que siempre habló de sus penurias. No
había nacido para la queja, y no le importaba alternar la estrechez y la gloria.
A la mañana dejar clandestinamente el cuarto de hotel que no podía pagar, y a la
noche frecuentar un cabaret entonces de moda. Pensaba que era más urgente gozar
de ocio que ser alguien útil y no estaba dado a registrar los “momentos nulos” de
la existencia.
Básteme,
por tanto, sugerir que, si esa última condición lo predisponía al Surrealismo, las
dificultades que durante tiempo pasó no han de ser extrañas al que, cuando por fin
se adhirió al “movimiento”, haya optado por el quehacer poético, siendo así que
para escribir poesía le bastarían pocos “útiles”, desde luego mucho menos que para
seguir “dibujando” o “pintando”. Con eso no quiero decir que, al volverse decididamente
poeta, abandonó la plástica, sino que concordó con limitarse en ese campo a una
producción mínima: unas tantas acuarelas de una gracia singular, pero de formato
reducido, acabando por acompañar su actividad de poeta con meros collages
o simples dibujos a pluma en los márgenes de sus versos.
Ingresó al
Surrealismo, convencido de que se trataba del “único movimiento” de la “época” que
“intentara llevar la existencia humana hasta su grado máximo de incandescencia”.
En el acto, perdió todo interés por el “éxito personal”. La cuestión ya no era “crear”,
o sea producir obras capaces de rivalizar con las de “Madre Natura”, sino “experimentar”,
por medio de un “lenguaje” dedicado a expresar “el funcionamiento real del pensamiento”:
“fuera de cualquier control” de la razón, de cualquier “preocupación” estética o
moral, ciertas posibilidades, mal o nada exploradas, “del espíritu”.
Por lo que
sabemos, las relaciones entre Moro y el grupo surrealista fueron tan intensas como
ocasionalmente evasivas. En las reuniones, sesiones de investigación acerca de determinado
tema “eléctrico”, en que generalmente reinaba una “alta temperatura” emotiva, se
daba por entero. Pero no en forma asidua, pues reservaba un dominio privado, en
el que poco entraban los surrealistas: el de sus amores, y hasta de algunas amistades
–también cierta independencia de criterio que le volvía intolerable el exceso de
seriedad en que caían a veces los debates de sus mejores compañeros. Al ordenar
sus papeles, encontré varias esquelas firmadas por Péret o Eluard: “No lo vemos…”,
“¿Cuándo aparece?…”, “Sepa que ahora nos reunimos en tal café…”, que son testimonios
del aprecio que dispensaban a Moro los más destacados integrantes del set(como
diría Monnerot) y simultáneamente de las reservas que él oponía a la disciplina
del mismo.
Lo importante
es que, no bien “oyó la voz surrealista”, Moro quiso ser el instrumento que tan
sólo sirviera a “orquestar la maravillosa partición” tal como la oyó desde un principio:
en francés. Probablemente, aunque ya conocía medianamente el idioma, pasó
entonces un tiempo antes de sentirse absolutamente dueño de su expresión. Fue en
los primeros meses de 1932 cuando estimó que había vencido la prueba, pues en esa
fecha lo vemos ofrecer muestras de sus poemas tanto a Bretón como a Eluard, sospechando
que a ambos podrían gustar. “Tengo siempre en la mente el recuerdo del poema perfecto
que Ud. me ha dado”, le escribe, por ejemplo, Breton; y Eluard, más explícito: “Quiero
manifestarle con qué placer estoy leyendo y releyendo los admirables poemas del
primer cuaderno que Ud. me ha confiado (…). Pocas cosas pueden unirme tanto a lo
que todavía conservo de mi juventud”.
Desgraciadamente,
tales muestras se han perdido, y el único poema de Moro que salió en la revista
El Surrealismo al Servicio de la Revolución figura en el número 5, de mayo
de 1935. Se llama Renommée de l’Amour (Renombre del Amor). Para su
traductor –Alvaro Mutis– “es una muestra hermosísima de una poesía que por su rigor
y sus vastos dominios de sombra luminosa y transparente delirio, no tiene igual
ni antecedente en la poesía de nuestra América”.
Contemporáneos
de la publicación de Renombre del Amor, existían, entre los borradores de
Moro, unos versos sueltos que comprueban que si Moro escribía en francés, se había
compenetrado no sólo del idioma del diccionario, sino del código referencial que
un franco-hablante del momento podía poseer. La brevedad del tiempo me impide dar
ejemplos. Prefiero insistir en la magnitud del flujo que por aquellas fechas Moro
inició, y que corre sin interrupción desde los últimos meses de su estadía en París
hasta los primeros de su estadía en México, cubriendo los años de su regreso a Lima
entre 1934 y 1938.
En dos oportunidades,
a mediados de 1934 y a principios de 1937, Moro reunió parte del conjunto con el
propósito de constituir un libro que, antes de encontrar título, dedicó con su “admiración
sin fin” a André Breton y Paul Eluard. Es la segunda de esas series, la más extensa,
la que edité hace ahora tres años en Madrid, bajo la doble rúbrica Ces poèmes…
/ Estos poemas…, ya que la edición ofrecía, junto a los originales franceses,
una versión española firmada por Armando Rojas.
Significativamente,
para cerrar el libro, Moro rescató una Prosa antigua suya que por milagro
conservaba, de 1930. Se titula Con motivo del año nuevo –un título doblemente
irónico, pues va fechado en un día de marzo y su contenido nada tiene de festivo-.
Dice así (en la traducción de Rojas): “Había que destruir el amor abominable que
todavía nos arrastra, habría que destruir todo hasta las cenizas, hasta la sombra,
para nunca volver a comenzar, para hacer desaparecer esta vergüenza que significa
existir aunque sea un instante”; y más abajo: “Que los que aman la vida salgan de
sus cuevas y tomen partido. Ah, os aseguro que no me engancharéis a vuestros placeres
imbéciles, pues no me gusta comer, ni beber, ni hacer el amor. He aquí lo que me
hace distinto de vosotros, no me gusta divertirme, no me gusta nada”.
Una declaración
rigurosamente negativa. A primera vista, algo extraña para concluir el derroche
imaginativo –por el contrario, deliberadamente positivo– del resto del libro. No
tan extraño, si recordamos que en el origen del Surrealismo está la conciencia de
que la “naturaleza actúa en nosotros como nuestra mayor enemiga”, bajo la triple
máscara del “hastío, la duda y la necesidad”, esforzándose porque nos avengamos
a “toda clase de desistimiento” (un acto general de “renuncia”), a cambio del cual
“no hay favor” que no esté dispuesta a “regalarnos”; junto con esa otra conciencia
de que para desbaratar los planes de la naturaleza basta con que le opongamos la
fuerza de nuestra “imaginación”, atenta a no dejar perder lo “maravilloso” del día
a día que hace que, en medio del frío, de la lluvia y otras incomodidades del “clima”
no deja de reinar, para quien quiere, un “tiempo de paraíso”. Dos intuiciones, si
bien contradictorias, coincidentes. Remito a la Confesión Desdeñosa, uno
de los textos capitales de los comienzos de Bretón, en el que éste contraponía el
sentido de la “irrisión” de la existencia, en medio de la “irrisión” del mundo,
a la fuerza del “deseo”, promisora de una especie de “dicha” a nuestro alcance,
a pesar de todo, en ese “mundo”, si nos abrimos a la “surrealidad” oculta tras la
“realidad” común: un más acá de la poesía substituido al más allá de
las “religiones”, en el que reina lo “insólito”: presentimientos, obsesiones o delirios.
Diré entonces
que, mientras escribía la extraordinaria secuencia que constituye la totalidad de
Estos Poemas… Moro experimentó como nadie que “lo maravilloso es siempre
bello”, que “cualquier tipo de maravilloso es bello”, que no hay “nada bello fuera
de lo maravilloso”; y si, al reunirlos, dispuso en su última página la negación
que constituyen los párrafos de Con motivo del año nuevo, fue para manifestar
qué abismo de desesperación ocultaba la exuberancia de su discurso. Leeré ahora
–nuevamente en traducción de Armando Rojas– la segunda y última estrofa, de uno
de “esos poemas”.
“Pienso en
los sensibles ceniceros / de sesos humanos / En los largos pasillos donde la sangre
estalla / Anegando con lágrimas los ojos de las peores hienas / De pestañas salvajes
que secuestran / La amargura / En los grilletes del hastío / En las masas muelles
del deseo / Cayendo por montones / sobre mi cabeza abandonada / A las peores borrascas”.
En París,
Moro había participado, no siempre afanoso, en las actividades de un grupo que no
dependía de él para determinarse. En Lima, en cambio, se sentirá personalmente responsable.
En un primer artículo –Los anteojos de azufre– celebra la Petite Anthologie
Poétique du Surréalisme de Georges Hugnet, que acaba de llegarle en “el medio
triste y provincial”, “sórdido como un tonel vacío”, de una ciudad “donde el medioevo
se prepara a festejar dignamente” a su “fundador”: “Bella bomba mortífera” –la referida
Antología –que ayudará a unos pocos “a desesperar más y más” para que se
lancen a “destruir hasta en sus raíces” “el reflejo tristemente idiota” de un “orden
pernicioso y vicioso”. Nunca Moro llevaría tan lejos la expresión de su rebeldía,
donde coincidían la desesperación existencial a la que aludí y la esperanza
que los “rumbos impresos al Surrealismo por Breton” de todos modos le merecían.
Cito:
“Nada –ni
la bruma fina y desoladora que revela el contorno de nuestras vidas (…) ni la desesperación,
ni el tedio de no emplear nuestra desesperación– ni la gran nostalgia del suicidio,
ni la convicción profunda que nada vale lo que vale el suicidio (…) como fin a proponerse
–ni la abrumadora certeza de hablar en el pantano en medio de bestias sordas y malignas
como miríadas de insectos– puede impedir que señale de todas mis fuerzas y que salude
al movimiento surrealista como un navío de nieve cargado de explosiones y que nada
podrá detener en su devenir de transformar el mundo por el nombre y para el hombre
–verdadera aurora boreal a cuyo solo resplandor empiezan a caer los muros de la
bestialidad humana que nos separan del mundo implacable del sueño”.
Así dispuesto,
Moro convenció a la artista chilena María Valencia, de paso por Lima, a que colaborara
con él en una Exposición no muy extensa, pero que iba a constituir la Primera Exposición
propiamente surrealista del subcontinente. Un catálogo que, en sí, representaba
una primicia técnica, y cuyo pronunciamiento –encabezado por una sentencia provocadora
de Picabia: “El arte es un producto farmacéutico para imbéciles”– desafiaba tanto
a los artistas como al público.
Dicho catálogo
provocó una polémica con Vicente Huidobro, para la que Moro halló un cómplice en
E.A. Westphalen, llegando ambos a “embotellar” al Chilleno bajo una capa de “obispo”
(Vicente Huidobro o el Obispo Embotellado).
En marzo
de 1938, Moro viajó a México donde iba a permanecer por espacio de diez años. A
pesar de la distancia que los separa, funda con Westphalen El Uso de la Palabra,
en cuyo número uno y último escribe “a propósito de la pintura en el Perú” un artículo
que las emprende con la entonces flamante “Escuela Indigenista” y la “miserable
realidad” de sus “indios vestidos de harapos multicolores”, para acabar en este
párrafo:
“No propongo
ninguna escuela en reemplazo de otra. Sólo quiero suscribir al postulado de toda
licencia en arte (…). El arte empieza donde termina la tranquilidad. Por el
arte quita – sueño contra el arte adormidera”.
El estallido
de la Segunda Guerra Mundial provoca en Moro un nuevo frenesí de asco esperanzado:
asco por esa “hora de acercamiento inaudito, de defensa de la patria, del trabajo
mito, de la religión”. Espera que, pese “al fracaso inmenso y colectivo, innegable,
tangible,” que a todos “abofetea”, “algunos hombres se levanten y permanezcan” a
lo largo “del interminable día de evidencias, claudicaciones y subterfugios”, al
acecho “del gran cataclismo que llevará la sangre más alto que el cielo informe;
la sed de venganza y de purificación, a más profundidad que el infierno, y la risa
del hombre a todos los vientos, a todos los planetas”. “Nosotros intelectuales estamos
de corazón con los pueblos de Inglaterra, Francia, Alemania, Polonia, etc. (…).
Por la guerra civil contra la guerra de fronteras, por la fraternización de los
ejércitos en lucha en contra de las propias burocracias y de los líderes traidores
a la causa de la liberación humana”.
El prefacio
al Catálogo de la Exposición Internacional del Surrealismo de 1940, ordenada desde
París por Bretón y organizada en México por Wolfgang Paalen y el propio Moro, ofrecerá
a éste su última oportunidad de celebrar lo que, en plena guerra, los Surrealistas
seguían auspiciando: “Por primera vez en México, desde siglos asistimos a la combustión
del cielo; mil signos se confunden y se distinguen en la conjunción de constelaciones
que reanudan la brillante noche precolombina. La noche purísima del Nuevo Continente
en que grandiosas fuerzas de sueño entrechocaban las formidables mandíbulas de la
civilización en México y de la civilización en el Perú. Países que guardan, a pesar
de la invasión de los bárbaros Españoles y de las secuelas que aún persisten, millares
de puntos luminosos que deben sumarse bien pronto a la línea de fuego del Surrealismo
internacional”. Para la fecha, Moro ya tiene escrito La Tortuga Ecuestre,
su único poemario español, cuya unidad reside en la pasión –sin duda la más
intensa de
su vida– que lo originó. Lo cual no impide que las composiciones amorosas vayan incluidas entre otras que se emparentan más con aquellos versos de estos poemas que registraban con cierto júbilo el inacabable derrumbe de lo fenomenal en el suntuoso vértigo de las metamorfosis.
su vida– que lo originó. Lo cual no impide que las composiciones amorosas vayan incluidas entre otras que se emparentan más con aquellos versos de estos poemas que registraban con cierto júbilo el inacabable derrumbe de lo fenomenal en el suntuoso vértigo de las metamorfosis.
Así el poema
inicial-Visión de pianos apolillados cayendo en ruinas-que comienza: “El
incesto representado por un señor de levita / Recibe las felicitaciones del viento
caliente del incesto / Una rosa fatigada soporta un cadáver de pájaro…”
O el poema
final –Varios leones al crepúsculo lamen la corteza rugosa de la Tortuga Ecuestre–
que acaba: “Un caballo acostado sobre un altar de ónix con incrustaciones de piel
humana / Una cabellera desnuda flameante en la noche al mediodía en el sitio en
que invariablemente escupo cuando se aproxima el Ángelus”.
Moro no colaborará
en VVV, la revista que Breton lanza en 1942 en Nueva York. En cambio, ese
mismo año de 1942, en el primer número de Dyn, firma con Paalen el manifiesto
“por una moral objetiva” que declara, en inglés y en francés (traduzco):
“No tenemos
solución patentada que ofrecer, tampoco verdad de bolsillo que vender. Nuestra
única ambición es hablar para aquellos que sienten repugnancia por dedicarse ciegamente
a una acción de sentido único, aquellos que alguna vez respiraron el perfume
de la libertad y no pueden olvidarlo”.
Paralelamente,
Moro ha iniciado la segunda fase de su poesía francesa con Le Chateau de Grisou
(El Castillo de Grisú) y Viene des Soleils (Piedra de los Soles)
que, contrastando con la amplitud algo ceremonial de los mejores versos de La
Tortuga Ecuestre y de su epílogo Lettre d’Amour (Carta de Amor),
ofrecen composiciones más bien breves, llenas de relámpagos, de truenos y de lluvias,
pero ya sintácticamente sosegadas. Aquí un trecho de Pierre des Soleils,
en traducción de Ricardo Silva Santisteban:
“Siempre
el agua en su rumor ideal / Eco magullado del muro transparente / Deja ir hacia
tu rostro sus ramajes / Leer la música / Enlazar recogiendo su aliento / La historia
antigua / Los ladrillos esmaltados / Y esa pendiente que las estrellas confiesan
/ De alta viga / Para tu sombra cantarína”.
No en vano
uno de los títulos recoge el nombre de Baudelaire, que usa como pre-texto: “Beau
de l’air de la nuit” (Bello del aire de la noche), etc. El surrealismo de Moro renuncia
a lo que tenía de rabioso para penetrarse de clasicismo.
Lo cual coincide
con un cambio en la actitud vital del poeta, fácil de comprobar, aunque resulte
difícil seguir sus peripecias.
Los dos textos
en que Moro ratifica su ruptura con el surrealismo ortodoxo son de 1944 y 1945,
cuando la publicación del número 4 de VVV y del nuevo libro de Breton Arcane
17 (Arcano 17). Durante años, Moro había confundido surrealismo y poesía.
En adelante, antepondrá la poesía al surrealismo, o mejor dicho desistirá de aplicarle
cualquier canon, reconociéndola al margen de toda calificación.
Es cuando
defiende a Baudelaire contra la tentativa de demolición de Aldous
“La poesía
no perdona (…). A su alrededor, pese a sus enemigos, que son legión, existe una
zona de aire irrespirable que mata moralmente a los audaces buscadores de tesoros
que en ella se aventuran”.
Es también
cuando proyecta publicar una Antología de Eguren:
“Eguren fue
el Poeta, en su acepción de ser perdido en las nubes, de no tener nada que decir,
ni hacer, ni ver fuera de la Poesía (…). Nunca ambicionó nada de aquello que hubiera
obtenido, quizás, a no ser el poeta que fue”.
En Lisboa,
en 1983, Westphalen tuvo la feliz idea de publicar unas cartas de Moro escritas
de México entre 1943 y 1948. La del 28 de diciembre de 1944 explícita:
“Para mí
la cosa es simple: la política no me interesa en absoluto. Encuentro que se ha perdido
mucho tiempo haciendo predicciones y haciendo el apóstol y posando de salvador de
esa gran abstracción: la masa”; “todo eso no quiere decir que esté en lo menor de
acuerdo con este mundo podrido de prejuicios, de crueldad y de avidez”; pero “yo
creo en el individuo y no puedo creer sino en el individuo repetido formando una
masa por venir; si me engaño, tanto mejor”. “Veo y he visto a tales pendejos y a
tales canallas ataviarse y enmascararse con la dialéctica que no me siento para
nada dispuesto a ser de su laya. La Torre de Marfil es de la más grande actualidad.
Tanto peor si no es sino de simple tierra”.
Moro ya no
acepta directivas de nadie. También ha dejado de soñar con cualquier clase de futuro
colectivo. Así va a volver definitivamente a Lima en abril de 1948, donde lo conoceré
cuando yo llegue al Perú, en noviembre de ese mismo año. Sabía que “en la realidad”
–lo dice en otra de las cartas– Lima era “horrible, abrumadora”, todo “lo cursi,
lo mediocre, lo falso que se quiera”, pero simultáneamente estaba poblada de “seres
humanos”, entre los que, seguro, había uno, al menos, que “valía el exilio”:
“El problema
tremendo de la mayoría de la gente es su ceguera para el mundo exterior (…). El
sol, el aire, el mar ¿no siguen siendo la maravilla de las maravillas? ¿No hay perros,
pájaros, plantas? Ahora, después de tantos años de haber pensado en el suicidio,
sé que amo la vida por la vida misma, por el olor de la vida. No olvido todo lo
que nos acecha y nos persigue y nos hace odiosa la vida. Pero eso no es la vida”.
El nunca
renegó del surrealismo, sino que, al separar lo que en ese movimiento era lo esencial
–la persecución de la maravilla, un humour de carácter iniciático– de lo
meramente adventicio –los dogmas–, pudo prendarse de obras que hasta entonces le
vedaba el “evangelio”: los cuadros de Bonnard, la novela de Proust, etc. En Las
Moradas, dedica un homenaje a Reverdy, a quien califica de “más grande poeta
viviente”. Asimismo, dirige una carta al Villaurrutia de Nostalgia de la Muerte,
donde enfatiza su concepto de la poesía como de la vida:
“No sé si
la Poesía deba situarse en el presente, en el futuro o en el pasado. Sola, se sitúa
en el tiempo barriendo con las pueriles antinomias que quieren separarla de la vida,
como si precisamente en Ella no estuvieran contenidas y resueltas de antemano todas
las reivindicaciones humanas, desde las más elementales, hasta las más elevadas
y complejas. Fuera de Ella –hilo de Ariadna– la desesperación, el fragor estéril
de las simulaciones, la ceguera que inmoviliza dentro del Laberinto”.
“Que la vida
–la admirable, la pavorosa vida– continúe desenvolviendo sus hilos (…). ¿Cómo no
seguir en los sitios de peligro donde no caben ni salvación ni regreso? / Tanto
peor si la realidad vence una vez y otra y convence a los eternos convencidos
trayendo entre los brazos verdaderos despojos: el hierro y el cemento o la hoz y
el martillo como argumentos definitivos para justificar la prodigiosa bestialización
de la vida humana. / Ese mundo no es el nuestro”.
Notable es
que, en sus años postreros, Moro elaborara la última fase de su poesía francesa
de un modo totalmente original, que por eso mismo resulta difícilmente transmisible,
pues acude más y más a los juegos lingüísticos, que siempre perturbarán al más aguerrido
traductor. Llega a titular cierta serie Les jours de la semaine (Los días
de la semana), correspondiendo cada uno de sus fragmentos a uno de los nombres
de los días que empieza dislocando para luego entregarse al vals de las metáforas.
El lenguaje se volvió cifra, y la poesía un enigma que, amén de lo arduo, cultiva
lo arbitrario, sin dejar de testimoniar por una vida toda sombras y fulgores, hasta
que de pronto recibe el embate de la muerte. Amour á Mort (Amor hasta
la Muerte) reza el título de la colección representativa de la época –colección
que, al día siguiente de la muerte efectiva de Moro, algunos amigos me ayudaron
a editar, y que, ahora, acaba de reeditar en París la editorial La Différence–.
A ella pertenece First arrangement of fealty (Moro no sabía inglés, pero
le encantaba hacerse de fórmulas inglesas), que doy en una versión de Américo Ferrari:
“Demiurgo saltimbanqui / Enloquecido en el reír mentido / Asa de marfil de mi delirio
/ Así estaba previsto hueso / Loco por la flacura divina / Hueso fulgurante ascendido
a carne / De Dios derrumbándose a tierra / Denso de ser preciso / Fallando las peores
piedras / Los posibles acuerdos / Al nepente devuélveme / Veleidad valle de Velleda
/ Húmeda marmórea morada / Evaporada en táctil claridad”.
A través
del español uno puede conocer que, así como al escribir Le Château de Grisou
y Pierre des Soleils, Moro había vuelto de Lautréamont a Baudelaire, cuando
escribió Amour à Mort, volvió a Mallarmé. En ambos casos, desde luego, como
poeta posterior a las vanguardias, cuyas vueltas –sea al clasicismo, sea al barroquismo–
eran siempre innovadoras.
Me falta
añadir que, no obstante su hermetismo, la poesía de Amour à Mort, con mucha
más frecuencia de lo que algunos creerán, arranca de intuiciones concretas. Por
haber acompañado a Moro en aquellos años, me es factible recordar quién en
su momento ha inspirado el “demiurgo saltimbanqui” del poema que acabo de leer,
o tanto “dioscuro”, tanto “pájaro luchador”, tanto “narciso ardiente” de las composiciones
próximas.
*****
EDIÇÃO COMEMORATIVA | CENTENÁRIO
DO SURREALISMO 1919-2019
Artista convidada: Leila Ferraz
(Brasil, 1944)
Agulha Revista de Cultura
20 ANOS O MUNDO CONOSCO
Número 131 | Abril de 2019
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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